jueves, 5 de julio de 2012


El Ministerio de la Paternidad


- ¡Feliz día del Padre! - me dijo mi hija Giuliana María con una enorme sonrisa en su carita de ángel.
- ¡Te acordaste! - repliqué con una amplia sonrisa y un gozo infinito que no me cabía en el corazón ni en mi gastada humanidad.
- ¡Por supuesto!,  ¿Por qué no me iba a acordar?  ¿Acaso tú no te acuerdas siempre de mi cumpleaños? - me contestó con unos ojos de reproche tan dulces, que si hubiesen sido azúcar, yo sería un empedernido diabético emocional.
- También me acuerdo de tu "horsey(caballito) - le dije suavemente mirándola con mi ceja derecha el alto y tratando de observar su reacción...  Ipso facto, sus ojitos se abrieron amplios y brillaron como el primer fulgor de la esperanza.
- ¿¡Todavía te acuerdas!? - me respondió con un gorgorito de risa que siempre me hace recordar de por qué existe el amor. 
Mi respuesta fué una simple sonrisa y una mirada untada de la egoísta y ampulosa satisfacción de tener una hija.

Antes de dejar sobre el sillón el pesado tratado sobre antropocentrismo que estaba leyendo, marqué con un boleto viejo del Metro la página 186 que ya había releído dos veces, y que quería volver a revisar acerca de un asunto de ética medioambiental que me olía más a androcentrismo y a pensamientos adiabáticos, que al epistemólogo antrópico temita ése de que hablaba. 

Tuve que hacerlo porque Giuliana María me pidió que me pusiera una venda en los ojos, y después de que lo hice; me ayudó a levantarme del sillón en que estaba practicando sedentarismo y me llevó cuidadosamente asido de la mano hacia la mesa de la cocina, mientras que el gato se quejaba porque lo habían desplazado de su cómoda posición en mi falda, y me sentó a esperar arrimado a la mesa de blanca madera que había visto tantos desayunos familiares.  Mientras esperaba, oía como ella vapuleaba afanosa algunos cacharros culinarios mientras que me decía constantemente:

- ¡No mires!  ¡Sin hacer trampas! - 

A pesar de que podía vislumbrar el planeta a través de un estricto agujero que dejaba la improvisada venda, y a pesar de que esto la hacía tan útil como un jinete sin caballo, no quise mirar.  Pero no importaba.  No hice trampas, y esperé ansioso aguantando los deseos de satisfacer mi curiosidad que se encaramaba como un mono furioso por mi calmada ansiedad de saber qué estaba tramando ella. 

La televisión estaba encendida, y el canal de las noticias estaba contaminando toda la casa con las porquerías del excremento político, con los estúpidos despojos necio-comerciales, con las enfermas sentinas de los entuertos económicos del país, y con un displicente potpurrí de veredictos y mancebías opinionadas de políticos, abogados deshonestos, y curas degenerados quienes trataban desesperadamente de justificar sus achatadas estaturas humanas.  Traté de concentrarme en escuchar esta basura gratis para no tentarme a espiar las enjalmadas actividades ginocentrísticas de mi Giulianita.

Después de unos inestables y púnicos minutos de oír el agrio vómito televisivo, y poco antes de que se me revolviese el estómago con semejante basura, Giuliana puso apuradamente unos trastos sonoros enfrente de mí sobre la mesa.  Inmediatamente pude oler un fuerte aroma a café recién colado, y otro exquisito aroma familiar que mi abrumadora e intrusa narizota no pudo dilucidar qué era en esos dos o tres segundos.

- ¡Sácate la venda! - me dijo Giuliana con un tono de victoria Espartana.  Me saqué la venda lentamente y pretendí que la brillante luz de la mañana que se colaba sin permiso por los sucios tragaluces del techo  hería mis ojos, y que me costaba enfocar la visión.  Hice una mueca de expresión estítica y como si estuviese mirando en lontananza, abrí repentinamente mis ojos mirándola a ella.

Esa prístina carita, estaba inflamada con una sonrisa triunfante que quemaba el aire y que  reventaba implacablemente mi vanaglorioso orgullo por dentro.  Creo que sus labios estaban a punto de estallar en gorgoritos de risa, pero el brillo de sus ojos la contenía. 

Bajé la mirada con unos ojos intencionalmente desorbitados y descubrí sobre la mesa, justo debajo de esa grotesca protuberancia mía a la que llamo generosamente nariz; una taza de humeante café y un plato con tres "waffles" - una especie de panqueque noble con alcurnia, abolengo y pedigrí - también emanando los embriagadores vapores de su aroma que ciertamente olían a Día del Padre.  Estos aromas frescos desplazaron efectivamente la tertulia demente de la tele, a la que ya no escuchaba más y que se quedó lejana y olvidada como aquel negro teléfono de antaño.

- ¡Oh, my! - exclamé excitado tomándome la cara con las dos manos - ¿Todo esto es para mí?

- Sí, - respondió Giuliana- ¡y empieza a comer pronto antes de que se enfríe! - añadió con autoridad mientras me alcanzaba la botella de Miel de Arce canadiense para que embetunara generosamente mis "waffles".  Ella se sentó a mi lado y nos pusimos a comer "waffles"; yo a tomar café, y ella a beber jugo de arándano rojo.  Esta estampa podría haber sido la más valiosa joya que hubiese coronado el trabajo de Norman Rockwell, pero a pesar de que no quedó estampada en un lienzo, se quedó profundamente cincelada en los ancestrales papiros de mi mente para siempre.

No existía ni había nadie ni nada más en el extenso Universo en ese instante.  Éramos mi hija y yo.  Solos, envueltos en una nube invisible de complicidad y gozo inmensurable; solos pero nunca solos porque nuestra mutua compañía nos llenaba todos los espacios del espíritu y de la conciencia.  Estos son los instantes en que mi corazón late tremendamente lento y silente para darme tiempo a que yo pueda conservar la sustanciosa esencia misma de regalos como éste, los más valiosos y momentáneos obsequios con que a veces nos halaga la desdeñosa vida.

La tele había muerto emulando en contenido de sus mensajes, el sol se escondía callado detrás de los muebles, los quemadores del horno dejaron de quejarse, y hasta el gato había salido apurado de la cocina para no ofender ese momento.  Y ahí estábamos, padre e hija.  Una hija con un alma y un corazón titánicos y una belleza humana inigualable; y un arcaico veterano, quizá un poco gastado y despeinado, pero que sabe que el amor por una hija es infinito, porque éste puede contenerse sin respirar en una diminuta lágrima que no se puede derramar.

Mientras consumíamos nuestro desayuno, con su serafinezca vocecita de ángel Giuliana me preguntó: - ¿Daddy, cómo aprendiste a ser papá?

De pronto se me atragantó el "waffle" en la garganta y me trapiqué con el café que saltó aterrado de mi boca yéndose apurado a tomar refugio en mi camisa blanca, y donde se quedó sobrecogido mirándome con sus ojos color cacao oscuro.  Los ojos se me desorbitaron y creo que un trozo de "waffle", con la fuerza de la tos, se alojó detrás de mi córnea haciendo que mis ojos se llenaran de lágrimas, las que saltaban profusas al abordaje sobre mis disléxicos bigotes mientras que tosía convulsionadamente.  Entretanto el despavorido café había encontrado la salida de emergencia a través de mis fosas nasales, y se dejaba caer al éter con la gracia de un trapecista sin red. 

Giuliana explotó en risas mientras que me ayudaba a limpiarme la camisa con una servilleta de papel, y me secaba las lágrimas con sus suaves manitas mientras seguía soltando querubinescas risitas. 

- Nada que un poco de detergente no pueda arreglar - agregó con experta e instruída  opinión mientras que justipreciaba los daños que el insolente café le había infligido a mi asustada camisa.

- Gracias, - repliqué mirándola con inmortal cariño y carraspeando mi acalambrada garganta tratando de evacuar los restos de "waffle" que se habían descaminado en mi tráquea.

- Bueno, ¡ya está! - dijo suavemente y se me quedó mirando a los ojos en espera de una respuesta.

Bien sabía yo que esta poderosa mujercita no repetía las cosas dos veces.  Ella sabía que yo  había escuchado ya la pregunta claramente, y que sería estúpido - o poco astuto -  preguntar otra vez sobre lo que ya se sabe.  Carraspeé un poco como para subrayar mi respuesta y para darle un poco del desesperado tiempo que mi mente requería para organizar y construír una respuesta sensata; y dije:

Cuando tu madre estaba embarazada esperándote a tí, yo estaba bastante nervioso porque no podía encontrar por ningún lado un manual del padre para aprender qué hacer.  Especialmente cuando a uno le notifican fríamente y sin aviso de que apenas tiene alrededor de ocho meses (o menos) para convertirse en padre, y uno no tiene ni la más peregrina idea de dónde comenzar.  ¡Nunca había notado qué tan cerca del gusto está el susto!  Pero yo también sabía que si uno sale vivo de ésta, ya no hay nada más que te pueda asustar en el universo.

Giuliana me miraba con perspicacia, pero su mirada tenía un ligero dejo de anuencia que otorgaba el beneplácito de la paciencia.  Sus ligeramente arqueados labios me advertían de que no habría ya más demoras, y que la respuesta debía de venir en este momento.

Entonces proseguí:
- Una vez leí en algún lado acerca de las cosas que se deberían tener en consideración para ser un buen padre, pero eran vagas e incompletas; y había algunas que ni siquiera tenían sentido para mí mientras que yo estaba en ese estado de paternidad mental y emocional aún infecundo.  Hay tantísimas cosas que considerar, hacer, y de estar preparados para hacer que ningún compendio las podría contener. -

- ¿Entonces cómo aprendiste? - replicó con una vocecita cargada de inquisición.  Y seguí hablando así:

- Bueno, como había tanto que aprender, me decidí concentrarme en las cosas más importantes, y las que yo creía que durarían todo, o casi todo el tiempo durante el cual yo debería ser padre.  Entonces, hice una lista de los requerimientos que debería considerar para hacer esto lo mejor posible, como si fuese un plan de negocios, como si fuese una lista de necesidades para ir a conquistar la luna, como si fuese una previsión y un elenco de las cosas que necesitaría para embarcarme en la última y más larga jornada de mi vida.

Comencé por definir las obligaciones y las características más demandantes, y las que llevarían más tiempo realizar.  Por ejemplo, sabía que debería ponerme la camiseta de esta expedición por un tiempo largo, indefinido, hasta que la expedición terminase sin tener idea de cuándo esto sucedería. 

Los requerimientos demandaban energía sin ahorros para un trabajo de larguísimo plazo, quizá permanente; y en un entorno completamente caótico y muchas veces, incoherente.  Tengo que tener inmejorables e imponderables habilidades de comunicación, ser diestro en múltiples formas de intercambio de información y que no estén limitadas a la expresión oral, emocional, física, psicológica, internet, texto, email, y hasta de información la cual debo adivinar si es que no la he recibido aún.

Mis capacidades organizativas deben exceder lo normal y rayar en lo imaginativo, debo estar dispuestos a trabajar por la noche, los fines de semana, los días feriados, cuando estoy  enfermo, sano, o impedido por cualquier razón; y soportar frecuentes turnos de 24 horas o más,  aunque yo no pueda estar presente.  También es obligatorio e ineludible el que esté preparado para  viajes nocturnos sin aviso a lugares increíbles, necesarios o nó, incluyendo viajes a acampar en sitios primitivos y peligrosos, durante la semana o el fin de semana aunque esté lluvioso y haga un frío de la Gran Madona, y sufrir torneos de deportes surtidos interminables en ciudades lejanas y poco conocidas.  Ningún gasto de viaje, por críticos o necesarios que éstos sean, me serán reembolsados jamás de los jamases.  Y si no tengo dinero para pagarlos, siempre será mi culpa.

Entre algunas de las más notables responsabilidades que tengo que asumir son el que debo mantener este trabajo para el resto de mi vida siempre sonriente.  Debo entender, comprender y aceptar que el odio es un agasajo gratis que puede ser temporal o permanente; y debo estar siempre dispuesto a morderme la lengua repetidamente sin chillar o quejarme del dolor o de la sangre.  A esto debe agregarse de que debo mantener una resistencia física de mulo en celo, ser capaz de funcionar impecablemente y sin dormir a veces por tres días seguidos, y debo ser inmune a los problemas psicológicos personales.

En lo técnico, no solo debo disfrutar los estimulantes desafíos tales como ser un perito en arreglar artilugios electrónicos misceláneos, aunque no los haya visto nunca antes en mi vida, hacer pequeñas reparaciones de juguetes y otros elementos afines, limpiar y destapar inodoros trancados odiosamente con papel de dos colores y con otros detestables habitantes insubordinados de oscura apariencia, y desatascar cierres "Aclair" de marruecos de cualquier tamaño.  Debo estar siempre dispuesto y preparado para ejercer juicio sobre la seguridad de cualquier producto que existe en el planeta, y ser experto en ensamblar esos otros productos venidos del infierno escondidos en esas pérfidas cajas de cartón que disimulan arteramente la dificultad real de la tarea sin reclamar ni maldecir nunca, eso sí; morderse la lengua y refunfuñar ininteligibles palabras está permitido.

Los trabajos forzados de limpieza general como el lavado de platos, de ropa, recoger los mojones del perro, limpiar las meadas de gato, eliminar las rayas de las murallas, lavar el vómito de las alfombras, y otros trabajos mixtos y heterogéneos de mantenimiento de planta, son mandatorios.  Debo entender como filtrar llamadas telefónicas, saber mantener diversos calendarios de distintos tamaños y colores, aprenderme de memoria los códigos de censura de los programas de la tele, y coordinar la producción de varios proyectos escolares insanos y urgentes, aparte de controlar de que se hagan las tareas escolares. 

Parte de mi capacidad infinita de organización debe ser aplicada a planificar, organizar, y llevar a cabo reuniones sociales, fiestas, cumpleaños, visitas de suegra, y organizar asados para los amigos de mis hijos que vendrán de todas las edades y de muy diversos niveles de mentalidad, en cualquier momento.  Todo esto siempre sin dejar de sonreír.  Mientras estos eventos se desarrollan bajo mi mirada escrutiñadora, debo estar dispuesto a ser indispensable en cualquier instante, y una vergüenza increíble e imperdonable para la familia el instante siguiente.  El asumir completa responsabilidad sobre el control y la calidad del producto final con una amplia sonrisa, es también mandatorio.  En este tipo de actividades, refunfuñar está estrictamente prohibido.

Como todo buen trabajo, no hay ninguna posibilidad de promociones ni reconocimiento.  La recompensa de mis  esfuerzos es el permanecer inamovible en la misma posición y con la misma perspectiva laboral hasta que me muera, sin quejarme constantemente de la falta y negación de formación profesional y del vacío absoluto de posibilidades de actualizar mis conocimientos y habilidades para poder traspasar este conocimiento a los hijos que tengo a cargo, los que en última instancia deberán superarme como ser humano.  No se requiere experiencia previa, pero se otorga entrenamiento y capacitación con las "manos en la masa" mientras que ejecuto mi trabajo y mis obligaciones sin chistar, y siempre sonriendo.

La remuneración no tiene paralelo alguno porque no la hay.  De hecho, yo debo pagar por todos los gastos de aquellos que tengo a mi cargo, a quienes les debo ofrecer bonos variados y frecuentes incrementos de mesada.  Un pago extraordinario y violento es requerido para cada uno de mis hijos cuando cumplan los 18 años, o cuando comiencen a  asistir a la Universidad, o cuando se casen, o cuando sea que se dediquen a vagos.  Cuando yo estire la pata, ellos heredarán cualquiera que sea mi ingreso en ese momento, y cualesquiera que sean mis terrenas posesiones, aunque quede debiendo mi entierro.  Todo esto sin contar el tipo de "Inquisito Haereticae Pravitatis" intervenciones, las escaramuzas impromptu, y los asaltos tipo "malón" que la suegra perpetra intrusamente durante esta larga y demandante campaña, hechos que indudablemente, contribuyen a deteriorar y descalabrar esa mandatoria sonrisa que cuesta un mundo mantener pegada en el rostro.

No hay ningún beneficio disponible, aparte de los generosos y extemporáneos beneficios del "Ni": ni salud, ni seguro dental, ni pensión, ni reembolsos de matrícula, ni vacaciones pagadas, ni vacaciones de ninguna especie, ni acciones corporativas, y por lo tanto; ni reclamos.  Sin embargo todo no es tan injusto ni sombrío; porque el trabajo ofrece grandes oportunidades de crecimiento y riqueza personal, fortuna emocional, un generoso peculio sobre la calidad humana, y un ilimitado acceso a abrazos y besos gratis mientras que yo los pueda cosechar.  La satisfacción personal de mi trabajo es también gratis, y me la puedo quedar por el resto de mi vida a un costo caritativo irrevelable. -

Durante todo este tiempo, Giuliana me había estado mirando sin pestañar y con su carita entre sus manos mientras que sus codos apoyados en la mesa de madera dulce, sujetaban el peso de su mirada y el de su benevolente y etérea sonrisa.

- Y esas fueron todas las notas que tomé en cuenta para prepararme para ser padre, - dije casi sin respirar - pero todo esto no sirvió de nada porque cuando llegaste tú Giuliana, instantáneamente me enseñaste a ser padre porque me trajiste contigo el mejor manual de adiestramiento que un padre pudiese desear: ese pequeño paquetito de sólido amor que eres tú. -

Giuliana me miró como si estuviese despertando de un soñoliento estupor y rompiendo su largo silencio me ofreció esta reflexión:

- ...no sabía que costaba tanto ser papá... -

- Cuando no lo eres, parece cuesta arriba, - objeté - pero cuando lo eres es mucho más fácil de lo que parece, y es un trabajo que no cambiarías por nada en el universo. -

- ¿Y me va a costar tanto así ser mamá? -  indagó Giuliana -.  Esta vez yo estaba bien preparado para cualquier pregunta siniestra y maquinadora.  No tenía ni café ni "waffles" en mi boca, así que no caí víctima de las convulsiones enervantes que hicieron presa de mí con la frialdad y cabildeo de la primera pregunta.

- No tanto, - repliqué - las hijas nacen con alma de madre y siempre saben lo que hay que hacer.  Los que nunca sabemos qué hay que hacer, somos nosotros, los padres...  pero aprendemos rápido - agregué con una amplia y sincera sonrisa, y frunciendo mis cejas para subrayar mis palabras con la seriedad de mis desgreñadas cejas.

- Bueno, - dijo Giuliana - creo que has aprendido bien porque eres un buen papá - me contestó con una suave y gratificante vocecita.  Acto seguido, Giuliana se levantó de su silla, me dió un beso en la mejilla, y se fué a elaborar los quehaceres propios de su edad. 

¿Yo?...  Yo me quedé unos momentos más sentado en mi silla y libando los últimos sorbos de café, el que ya se estaba enfriando y demandaba ser bebido pronto.  Entonces tuve unos momentos para reflexionar sobre ese celestial momento que llenó los espacios de mi existencia casi hasta reventarlos, y poco antes de que los entrometidos ruidos del día que crecía implacable borraran para siempre los celestes vestigios de ese magnífico momento del Día del Padre, día tan especial que incrustó un nuevo y maravilloso diamante indeleble en las rudas, indomables y ásperas superficies de mi corazón de badana, y moldeó aún más mi vapuleado carácter.

Sorbí el último vestigio de café sin pensar, esbocé una sólida sonrisa, sólida como el recuerdo que este día me acababa de regalar; y como de costumbre, me sumergí ágil y osadamente otra vez en el mundanal ruido de la cotidiana y trajinante vida.  Esbocé una sonrisa porque es parte intrínseca en las leyes de la paternidad, y porque debemos sonreír hasta que el  corazón nos duela, aunque al corazón lo tengamos quebrado, debemos sonreír a pesar de que las nubes oscurezcan nuestros cielos, porque si sonreímos, es posible que mañana podamos ver al sol rompiendo a través de aquella impalpable muralla de tristes e inasibles nubes.

La sonrisa siempre ayuda.  Si sonreímos cuando tenemos miedo y cuando estamos tristes, podremos engalanar nuestras caras con alegría y esconder cualquier vestigio de tristeza, y si hay una lágrima a punto de derramarse, éste es el momento preciso para seguir tratando porque solo así descubrirás que la vida siempre vale una pena más si eres capaz de sonreír; porque para sonreír en estas circunstancias, hay que ser un hombre grande; y debemos sonreír hasta que nos duela el corazón, aunque esté quebrado, y aunque negras nubes oscurezcan nuestros cielos, debemos sonreír, porque si sonreímos, descubriremos que la vida siempre vale una pena más si somos capaces de sonreír.

Gracias Giuliana María, amada hija, por el regalo más ostentoso y el de más caro valor existencial que nunca antes recibí de tan menuda persona.  Tu padre que te ama.


El Loco