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miércoles, 1 de junio de 2011

La Visita

- Ten cuidado, por favor - dijo ella casi gimiendo y en tono de súplica. - Hazlo despacito - agregó con una voz entrecortada y casi sin aliento.

- Dolores, relájate por favor - dijo él con una voz varonil y segura, mientras que posaba cariñosamente su mano izquierda sobre la dulce piel de la sudorosa mano derecha de Dolores.

Dolores se acomodó en la amplia y confortable butaca algo inquieta. Se podía percibir su nerviosidad y tal vez un poco del miedo que se dejaba delatar en sus abiertos y claros ojos. Era la primera vez para ella. Él, por supuesto que tenía mucha experiencia en estos asuntos, y lo había hecho ya muchas veces antes.

Ignacio se inclinó delicadamente sobre Dolores. Estaba tan cerca de su cara que podía sentir en sus mejillas el aliento de Dolores que salía esporádico y nervioso. Dolores estaba temblando. Despacito y delicadamente, tratando de que Dolores no la viese, Ignacio tomó firmemente su herramienta con la mano derecha y la dirigió hacia Dolores.

- Ábrelas - le dijo a Dolores con una voz dulce y descansada.

Dolores las empezó a abrirlas lentamente mientras que miraba como hipnotizada la sólida herramienta de Ignacio que iba acercándose a ella despacito. Súbitamente, Dolores las cerró otra vez e inquirió:

- ¡Ignacio, estoy asustada! ¡Es mi primera vez!

- Lo sé Dolores. Lo haré con mucho cuidado para que te duela lo menos posible.

- Bueno, pero sé gentil por favor - exclamó Dolores con un dejo de resignación en su temblante voz, y seguidamente, las abrió lentamente como si estuviera midiendo la emoción que la embargaba en ese crucial momento de su juventud, y aguantó la respiración mientras que su corazón palpitaba alocadamente en su joven pecho…

Unas Semanas Antes
Unas cuantas semanas previas a este emocional episodio, Dolores e Ignacio se conocieron incidentalmente en una elegante función de teatro al que Dolores asistía con su familia para celebrar el aniversario de matrimonio de sus padres. También la acompañaba a esta función su hermano mayor, Lucas, el cual había iniciado una casual conversación con su vecino de asiento, Ignacio.

Ignacio se encontraba solo atendiendo a esta gala simplemente porque a él le gustaba mucho el teatro, y porque era un asiduo amante de las artes. Esa noche presentaban la obra: "Un Candil, Dos Flamas", una obra romántica e intemporal que hablaba de una historia de amor entre una bella jovenzuela un poco liberal y un hombre maduro ya sentado en sus maneras; una pasional relación que la sociedad y las familias de ambos protagonistas condenaban categóricamente.

Unos segundos antes de que la obra comenzara y mientras la sala se obscurecía lentamente y el ruido de las conversaciones se apagaba respetuosamente, Dolores se quejó con un susurro a Lucas de que la persona que estaba sentada enfrente de ella era muy alta, y no la dejaba ver el escenario sin taparle la vista. Como Lucas era un caballero atento y comprensivo como todos los miembros de su familia, le ofreció prontamente a Dolores que cambiaran asientos ya que él era más alto y no le estorbaría la persona de enfrente. Seguidamente y en un santiamén se cambiaron de asiento, y así Dolores terminó sentada al lado de Ignacio quién la recibió con una amplia y sincera sonrisa. Dolores le contestó la sonrisa con su cara de ángel, y la obra comenzó a desarrollarse detrás del telón que se levantaba apresuradamente.

La obra se desenvolvió sin novedades capturando la atención de los asistentes que no se perdían un detalle del desenvolvimiento de ésta. Durante la obra, Dolores notó que Ignacio de vez en cuando se tornaba hacia ella disimuladamente y la miraba por un segundo, o dos; y después tornaba su rostro rápidamente hacia el tablado del teatro. Esto pasó unas tres veces más o menos, y después de un tiempo que pareció corto por la buena calidad de la obra, ésta terminó por fin y fué coronada bulliciosamente con un multitudinario aplauso de los concurrentes que se pararon de sus asientos y aplaudieron hasta que los artistas reaparecieron por detrás de los gruesos y pesados cortinajes a brindarles una reverencia más al público que le aclamaba entusiasmado.

Las luces comenzaron a clarear el salón, y la murmurante bulla de las conversaciones recuperó apresuradamente el nivel de decibeles que había perdido con el comienzo de la obra teatral un par de horas antes, y mientras el público se abalanzaba ordenadamente hacia las salidas de la sala, en dirección al foyer del teatro en donde había souvenirs para la venta, refrescos, y un pintoresco bolichito como un Café en donde los bohemios y el auditorio social se juntaban a comentar la obra y a disfrutar de unos minúsculas tacitas de café con un enorme sobreprecio. Las tacitas de café eran pequeñas como las esperanzas de los pobres, y el precio era tan inflado como los cacareados y huecos egos de los políticos. La gente pagaba igual porque la gente siempre sufre de sequías mentales.

Daniel y Elena, los padres de Dolores y Lucas ahora tuvieron la oportunidad de estrechar manos con Ignacio, y después de una animada charla que duró menos de un minuto, Daniel les invitó a todos a sentarse unos momentos en el Café, a tomarse un café liliputiense acompañado por unas galletitas de mantequilla más chicas que un espermio de ballena, y a charlar sobre la obra. Se acomodaron en una mesita redonda, chica como lo era todo en este Café, arrimaron unas sillas en las que sólo cabía un cachete del poto, y se enfrascaron en una alegre tertulia mientras sorbían cuidadosamente sus cafés enanos para no tragarse la taza, y mordían las galleticas con gran arte para no morderse los dedos. En el Café era todo minúsculo, con la excepción de la caja registradora que era enorme.

Entre el ruido de las conversaciones, el humo de los cigarrillos de los retardados mentales que fuman, y el aromático ambiente del Café, de la nada apareció espléndidamente Gloria, la actriz principal de la obra, y haciéndose camino entre el humo de los cigarrillos de los retardados mentales que fuman, se acercó seductoramente a la mesa de los Fernández. Daniel Fernandez se paró apresuradamente de su sillita de muñecas, y entre gestos de amabilidad y orgullo, le presentó Gloria a Ignacio:

- ¡Ignacio! - exclamó orgulloso, - ¡ésta es Gloria, mi hermanita actriz! -, e hizo un breve y ansioso intervalo para ver qué cara ponía Ignacio y para ver lo que decía, mientras sostenía una amplia sonrisa congelada en su cara que le empujaba incómodamente el enorme bigote en contra de la narizota que Daniel poseía. Nadie en la familia entendía las enigmáticas razones de Daniel para subrayarse la narizota con semejante mostacho, pero ya habían abandonado sus esfuerzos de entender a Daniel, a su ciclópeo apéndice nasal, y el cepillo de cerdas que le acompañaba pegado al labio superior.

Ignacio se incorporó apresuradamente y extendiendo su mano hacia Gloria, y tomándole suavemente la delicada mano a la actriz, le dijo:

- Es un enorme placer y una agradable sorpresa el conocer a tan distinguida y talentosa dama - acto seguido, cogió una de esas sillitas enanas del Café que le robó caballerosamente a la mesa del lado, y la acomodó cerca de Dolores para que Gloria se asentara el cachete de su elección. Dolores no pudo dejar de notar claramente la caballerosidad, la clase, y el respeto con que Ignacio se desenvolvía.

La alegre tertulia del grupo duró unos cuarenta minutos hasta que la cajera del boliche anunció que deberían cerrar el establecimiento prontamente. Todos se prepararon para marcharse y después de las formales cortesías de despedida, todos se fueron de vuelta a los lugares desde donde habían venido. Durante el camino a casa, Dolores repasaba las memorias que Ignacio le había dejado colgadas de su mente, como aquellas migajas de las galleticas de mantequilla que se habían quedado pegadas al bigotazo de su padre; migajas del mismo tamaño insignificante como la ayuda que los ciudadanos reciben de sus gobiernos.

Habían pasado casi dos semanas ya desde aquella velada, cuando Dolores se dirigió al mismo teatro donde su tía Gloria actuaba, a comprar boletos para la familia que asistiría a la nueva obra de su tía que se estrenaría en un par de semanas. Para sorpresa y agrado de Dolores, encontró a Ignacio en la caseta de venta de boletos. Ignacio la reconoció de inmediato y la saludó cortésmente. Como ambos estaban apurados corriendo diligencias, Ignacio le dió su tarjeta de presentación y le rogó a Dolores que lo llamara más tarde para charlar. Esa noche antes de irse al lecho, Dolores llamó por teléfono a Ignacio.

Ella
Dolores era la típica muchacha de buena familia: educada, recatada, respetuosa y culta; pero con una enorme inquietud de vivir esa joven y ansiosa vida de ella. Dolores atendía un colegio privado de alta alcurnia y muy respetado, administrado por unas monjas llamadas Carmelitas, aquellas que por muy Carmelitas que sean; se mojan los pendejos cuando mean. Era una estudiante perfecta y el orgullo de cualquier padre. Aunque ella sentía la presión envidiosa con que las benditas monjas le contenían neciamente y embaucadoramente sus ansias de vivir la juventud con sus añejas y ortodoxas reglas que subyugan y matan el libre espíritu humano, Dolores se manejaba para darse sus recatados gustos y libertades sin levantar sospechas. El cinturón de castidad mental y mojigatería espiritual de las Carmelitas no era adversario para el libre espíritu de Dolores. Dolores tenía dieciocho años.

Él
Ignacio como todo caballero de la época, era un reconocido profesional que se había ganado el profundo respeto de la comunidad por su honestidad, calidad humana, y profesionalismo. Ignacio se había forjado un lugar preponderante en la sociedad en que vivía, y aunque él era soltero aún, no se vislumbraba en él ningún comportamiento que fuera a crear una duda sobre su distinguido carácter, o una mínima sospecha de una vida libertina o irresponsable. En palabras categóricamente femeninas, Ignacio era el hombre perfecto. Ignacio acababa de cumplir treinta y cinco años la semana pasada.

La cita
Habían pasado otras dos semanas desde la última vez que Dolores viera a Ignacio en la taquilla del teatro, pero ellos ya se habían comunicado por teléfono con anterioridad, y los detalles de esta conversación privada no los delataré aquí por respeto a tan pundonorosa pareja; pero he de decir que Ignacio y Dolores se pusieron de acuerdo para verse privadamente en esa semana, la que ya pasaba rauda y ansiosa por los días de Dolores.

Dolores se encaminaba nerviosa pero diligente al lugar de Ignacio. Vestía una falda tableada roja, y apretaba ansiosa un pañuelo en el bolsillo derecho de su chaqueta. Sus contorneadas y bellas piernas se movían presurosas al cruzar las calles y al sortear los baches del camino hecho de mudas veredas y transcurridas calles. Hoy, el paisaje no le llamaba la detallada atención que solía capturar de ella. Su concentración estaba dirigida a otra cosa…

Eran cerca de las cinco de la tarde y el sol parecía estar marcando su tarjeta de salida, y los edificios se preparaban para vestirse de crepusculares matices. Ya casi había llegado a destino, y a pesar de su diligente caminar, ni una gota de sudor ornaba su clara frente. Después de entrar al edificio y viajar en el viejo Otis que la elevó silenciosamente y sin vértigo hasta el séptimo piso, emergió del ascensor y buscó acuciosamente la puerta correcta en la hilera de mamparas del corredor enfrente de ella, hasta que la encontró.

La puerta no tenía gusto a nada. Tampoco lucía mejor o más excitante que las otras puertas que marchaban militarmente en el corredor sin moverse. Por alguna razón desconocida, Dolores pensaba que esta puerta luciría distinta… Pero no, era una puerta sin personalidad y tan callada como las otras.

Después de unos fugaces pero palpitantes momentos en que respiró profundamente, Dolores golpeó la puerta tímidamente con los blancos nudillos de su delicada mano. Dió tres golpes en el postigo con un poco de miedo e indecisión, pero lo suficientemente enérgicos para que Ignacio la pudiese escuchar. Los golpes parecieron retumbar ensordecedoramente en el pasillo, que ahora se insinuaba abiertamente como una de aquellas numerosas indecentes y obscenas catacumbas de los Jesuítas.

Escuchó unos pasos detrás de la puerta apenas perceptibles entre los latidos de su corazón, y sintió un engorroso cosquilleo en su estómago. La puerta se abrió sin crujidos ni suspenso, e Ignacio apareció tras la mampara con su chispeante sonrisa y la invitó a entrar. Dolores accedió sin chistar, y con paso seguro y tratando de ocultar el brillo de sus ojos, franqueó el reservado portal que marcaría el comienzo de la subsecuente experiencia de su joven vida.

Ignacio tomó el gabán de Dolores y lo colgó despreocupadamente en el closet cerca de la puerta mientras que Dolores lo observaba. Acto seguido, la invitó a tomar asiento. Dolores estaba nerviosa otra vez y se quedó parada donde estaba. Ignacio insistió con una sonrisa indicando con su mano izquierda hacia el sillón. Dolores se acercó al enorme sillón y se sentó un poco compungida en el borde.

Ignacio se le acercó, y suavemente le empujó los hombros a Dolores con ambas manos hasta que Dolores quedó recostada en el enorme sillón.

- Relájate - le dijo, - no tengas miedo - le repitió con su cara cerca de la de Dolores que ahora podía sentir el vaho del aliento de Ignacio. Se estremeció, y sus temblantes manos parecían competir con las agitaciones de su pecho. Tenía las piernas como entumecidas y casi no las sentía. Estaba muy nerviosa.

Cuando Ignacio se le acercó lentamente y ya preparado, la miró con dulzura y le dijo:

- Es hora - Su amplia sonrisa avalaba su calma. Dolores solo pudo dejar escapar un débil suspiro que arrastró consigo un exánime gemido muriente. Abrió sus grandes y hermosos ojos mirando a Ignacio y exclamó todavía nerviosa:

- Ten cuidado, por favor, hazlo despacito - agregó con una voz entrecortada y casi sin aliento, mientras su seca lengua trataba de esbozar palabras coherentes.

- Dolores, relájate por favor - dijo él con una voz varonil y segura, mientras que posaba cariñosamente su mano izquierda sobre la dulce piel de la sudorosa mano derecha de Dolores.

Dolores se acomodó en la amplia y confortable butaca algo indecisa. Se podía percibir su nerviosidad y tal vez un poco del miedo que se dejaba delatar en sus abiertos y claros ojos. Era la primera vez para ella. Él, por supuesto que tenía mucha experiencia en estos asuntos, y lo había hecho ya muchas veces antes.

Ignacio se inclinó delicadamente sobre Dolores. Estaba tan cerca de su cara que podía sentir en sus mejillas el aliento de Dolores que salía esporádico y nervioso. Dolores estaba temblando. Despacito y delicadamente, tratando de que Dolores no la viese, Ignacio tomó firmemente su herramienta con la mano derecha y la dirigió hacia Dolores. Cuando estuvo encima de ella, posó cariñosamente su mano izquierda sobre la rodilla de Dolores que se movía convulsivamente y agregó en voz baja:

- Ábrelas -

Dolores empezó a abrirlas lentamente mientras que miraba como hipnotizada la sólida herramienta de Ignacio que iba acercándose a ella despacito. Súbitamente, Dolores las cerró otra vez e inquirió:

- ¡Ignacio, estoy asustada! ¡Es mi primera vez!

- Lo sé Dolores. Lo haré con mucho cuidado para que te duela lo menos posible - susurro Ignacio con cálida y tranquilizante voz.

- Bueno, pero sé gentil por favor - exclamó Dolores con un dejo de resignación en su temblante voz, y seguidamente, las abrió lentamente como si estuviera midiendo la emoción que la embargaba en ese crucial momento de su juventud, y aguantó la respiración mientras que su corazón palpitaba alocadamente en su joven pecho…

Ignacio le acomodó a Dolores las caderas en la butaca para que ambos estuvieran más cómodos… Dolores todavía temblaba, pero ahora con un dejo de resignación y una ansiedad ahogante, y comenzó a abrirlas de nuevo.

Ignacio con infinita paciencia y poco a poco le ayudó a abrirlas ya que Dolores todavía se resistía como no queriendo, pero con su mano segura, se las abrió completamente. La miró a los ojos, y lentamente hizo el amago de metérsela, pero Dolores presintiendo lo que pasaría, las cerro rápidamente otra vez.

Ignacio, un hombre paciente y sabedor, la miró con una sonrisa tierna y poniendo su mano en la rodilla de Dolores, le musitó al oído:

- Dolores, relájate, esto no es nuevo. Pasa en todas partes y muy a menudo. Al principio cuesta un poco, pero después lo haces voluntariamente. Déjame ayudarte… - y diciendo esto, le introdujo súbita pero delicadamente su dedo índice a Dolores que dejó escapar un gemido disfrazado de suspiro que llenó los vacíos espacios de la habitación.

El clímax
Sólo algunos minutos habían transcurrido, pero ambos ya traspiraban y la habitación parecía mas calurosa que de costumbre. Ignacio con la ayuda de su experto y suave dedo el que introdujo aún más adentro de Dolores, continuaba asegurándole de que no le lastimaría tanto. Con la concomitancia de su magnífico dedo, Ignacio logró abrírselas completamente a Dolores quien ya había dejado de resistir… Entonces, despacito, y con la habilidad y experiencia que los duchos tienen, se la metió completamente a Dolores. Un escalofrío repentino le recorrió el cuerpo a Dolores cuando sintió la dura herramienta de Ignacio penetrándola.

De pronto Dolores dió un corcovo y se incorporó de la poltrona exclamando con voz agitada y trémula repentinamente:

- ¡Ignacio perdona! ¡Es que estoy asustada! - a lo que Ignacio respondió:

- No te preocupes, tratemos de nuevo - y acto seguido le volvió a insertar el dedo a Dolores que esta vez ya no resistió, aunque su joven corazón parecía querer salírsele a borbotones de su joven y hermoso pecho.

Sin perder más tiempo, Ignacio le volvió a introducir su instrumento a Dolores, pero esta vez Dolores lo sentía más grande y más caliente; y entonces Ignacio comenzó a forcejear suavemente. Dolores se estremeció y sujetó a Ignacio por el brazo y lo miró intensamente mientras aguantaba la respiración a duras penas. Viendo que Dolores estaba como resignada, comenzó a forcejear más duro con su rígido instrumento tan varonil. Las respiraciones comenzaron a ser más intensas y el sudor ya se podía sentir recorriendo sus húmedas teces.

De pronto, Dolores gritó: - ¡Sácamela, sácamela por favor! - pero Ignacio estaba como en trance y seguía forcejeando con más vitalidad y a un ritmo más acelerado y compulsivo. Los dos forcejeaban entre agitadas respiraciones y trenzados en una lucha aunque física, no era belicosa y esta pugna tenía un ritmo candente e íntimo. Después de un fugaz y ardiente forcejeo que no parecía querer terminar, Dolores gritó efusivamente:

- ¡Sácamela, sácamela por favor! - Pero Ignacio seguía con su incontrolado embate y forcejeo…

- ¡Sácamela Ignacio, sácamela por favor! -

- ¡No, no me la saques, nó, nó, nó! -

- ¡Por favor…! -

- ¡Ay, ay! ¡Sácamela! ¡Sácamela! ¡No más por favor! - mientras se revolcaba en la butaca…

- ¡Nó, nó me la saques, nó, nó, nó! -

- ¡Si, nó, ay! ¡Sácamela, nó déjala ahí! ¡Déjala, ay, ay, ay dios mío!

- ¡Ya casi! - Ignacio se remitió a decir con una pesada y entrecortada respiración mientras forcejeaba fuera de sí -¡Ya casi! ¡Ya casi! -

- ¡Ay, nó, nó, ¡Sácamela! ¡Sácamela! ¡No, déjamela ahí por favor! - gritaba en éxtasis Dolores, pero Ignacio inmutable, seguía forcejeando hasta que de pronto, dejo salir un profundo y largo suspiro acompañado de un alarido de satisfacción primal, el cual era estrechamente escoltado por gruesas gotas de sudor que se mezclaban con las de Dolores.

En un santiamén y jadeando pesadamente, Ignacio se la sacó. Ambos estaban agotados y una tenue atmósfera de desahogo descendió sobre la ahora caldeada habitación. Instintivamente, Dolores se tocó ahí con sus delicados dedos. Sintió algo caliente y mojado… se miró los dedos… ¡era sangre! Dolores dejó escapar un gran gemido y miro a Ignacio aterrorizada. Ignacio que ya había recuperado el aliento le dijo pausadamente:

- No te preocupes Dolores. Sanará en unos pocos días y ya no sentirás nada; no tienes que preocuparte. ¿Te duele? -.

- Un poco…, me tengo que ir…-

- Entiendo - dijo Ignacio.

Dolores se levantó de la butaca en silencio y mirando al suelo se dirigió al closet donde estaba su gabán. Ignacio la siguió de cerca.

El adiós…
La experiencia no había sido nada de cómo Dolores se lo había imaginado. Le había dolido más de lo que esperaba, y nunca se imaginó que le saldría tanta sangre; y el forcejeo sudoroso fué algo nuevo que no había experimentado hasta entonces, pero no estaba desilusionada. Por el contrario, estaba contenta de haberlo hecho. Se colocó el gabán con una calma inusitada, se despidió de Ignacio con una amplia sonrisa pero sin decir nada, y se marchó a casa absorta en sus pensamientos. Esa muela con caries ya no le molestaría nunca más.

Moraleja
Hay una congregación de dulces monjitas,
muy buenas y beatas, llamadas Carmelitas,
que por más beatas y Carmelitas que sean,
se mojan los pendejos cuando mean.

Moraleja: Cuando llueve, todo se moja.
Moraleja: No sea mal pensado.
Moraleja: Controle su imaginación.

El Loco