sábado, 10 de abril de 2010

El Hermano Luis Izquierdo Madariaga: un Marista al cubo (Marista3)

Este es un humilde homenaje a mi querido Tío Lucho, a mi profesor de la ciencia y de la vida, a mi guía espiritual, a mi amigo incondicional, a mi sólido refugio en los tiempos de mi más excelsa inquietud, a quien quiero y respeto más que a la vida misma; a este egregio e irreemplazable Marista que ha dado su vida entera desinteresadamente y sin caprichos por el bien de su familia, de sus alumnos, y de sus hermanos, y de sus amados seres humanos todos sin excepción alguna, a quienes siempre puso en un lugar preponderante y en frente de su vida y de sus necesidades.

Quizá fuí el más loco de tus sobrinos, quizá el más inmaduro de tus alumnos, quizá el más desordenado de tus seres humanos, quizá el más estrepitoso capítulo de tu vida familiar, y tal vez el más grande dolor de cabeza que jamás hayas tenido y el que te dió la mayoría de las canas que ahora adornan tu santa cabeza; pero no te quepa duda alguna querido Tío Lucho que te profeso el amor más profundo que un alma puede contener, el respeto más sólido que un corazón pueda albergar, y sin duda alguna el reconocimiento más caro que ni el más alto sacerdote de la más alta silla sería capaz de obtener, y quiero que sepas que aún conservo prístina y atesoro egoístamente aquella luz mágica y renovadora con la que generosamente me investiste y me inundaste durante aquellos largos años míos incomprensibles de inmadura indecisión, con la que has iluminado mi arduo camino.

No quiero hacer referencia histórica de tu vida ni de tu irrevocable vocación Marista en esta misiva que te escribo hoy desde el profundo, claro, y sereno fondo de mi indomable corazón, el que sigue siendo tan salvaje, latiendo a destiempo, y silvestre como antaño. Esto no es una biografía tuya. Todos sabemos lo mucho que has hecho por tantos y durante tantísimo tiempo. Todos sabemos cuánto has dado desprendidamente tantísimas veces, y sabemos de las numerosas manos que se extendieron hacia tí con esperanza que recibieron tu cariñosa y pródiga ayuda sin tener que esperar. Esta misiva mía es simplemente una de mis extravagantes formas de darte las gracias por lo que mucho significas en mi vida, y en la de innumerables otros.

A veces me pregunto acerca de los aciagos días de tu extrema niñez, y de cómo sorteaste las innumerables vueltas y artimañas con que la vida te puso a prueba, y cómo lograste tan eficientemente transformarte en quién eres hoy. No tengo respuestas a esta preguntas, solo tengo los resultados a la vista. Te envidio en una forma sana y cariñosa, eres mi Tío y un ejemplo indeleble que perdurará en mi tiempo infinito y en la memoria de los hombres, especialmente en los apretados pliegues de mi apasionada memoria y en lo que me quede de tiempo útil en este baladí punto del Universo. Para saber de ti, es sólo materia de buscarte en la Internet, en las memorias de tus alumnos, en los recuerdos de los Hermanos, en las almas de tus amigos, en las sonrisas de tu amante familia, y en el reguero de luz de estrellas con que has marcado la ruta de tu increíble y titánica vida.

Sé que la mayoría de la gente te conoce como el "Hermano Luis Izquierdo", tu "alias" en la comunidad, tu título en el clan Marista, y eso está bien porque has sido un hermano para todos, pero nosotros, los más cercanos a ti, te conocemos como el "Tío Lucho".

Para mí, las palabras "Tío Lucho" incluyen mucho más que tu dedicada vida profesional y las incontables cosas buenas que hiciste para tantos, incluye tu poderoso espíritu de gran alcance y el sentido inmenso de la vida que te condujo para hacer tanto, para tantos, y en tan poco tiempo. Y digo poco tiempo porque realmente no importa cuánto tiempo vivirás entre nosotros, porque las vidas de gente como tu son siempre demasiado efímeras para los que te conocemos y te amamos. Tal vez yo haya sido el ser humano más afortunado en la historia de la humanidad por haberte conocido desde mi más temprana edad, de tener el privilegio de conocerte y de amarte, y el tiempo que he pasado contigo es un tesoro inusitado que nadie podrá quitarme jamás.

Fuíste como un padre para mí en muchos aspectos; fuíste un amigo para mí en gran medida, fuíste mi confidencial traficante de esperanzas, me aconsejaste sabiamente, me enseñaste a mirar las caras más feas de la vida con un ángulo diferente, a transformarlas en talantes más hermosos y más aceptables, nos reímos juntos y también me hiciste reír hasta en los momentos más amargos, y me enseñaste que el humor es más importante que la seriedad de un ceño fruncido. Y estoy orgulloso de haber aprendido todo esto de tí, y contigo.

Lo más importante y valioso que he aprendido de tus sabias y fraternales palabras fué que no debo seguir los caminos ya construídos, pero en cambio debo ir donde no hay caminos y dejar una senda; que mi medida como hombre no reside en cuando estoy gozando de momentos de éxito, pero reside donde mi corazón y mi alma se encuentran en tiempos de desafío y controversia; que mi supremacía sobre otros anida en la virtud y no en el poder; que es absurdo que un hombre gobierne a otros quien no puede gobernarse a sí mismo (Absurdum est ut alios regat, qui seipsum regere nescit); que debo correr mas rápido que mis sueños para poder alcanzarlos; que todos soñamos de diferente manera, que aquellos que sueñan de noche en las hendiduras polvorientas de sus mentes despiertan para descubrir que su sueño fué una mera y quimérica vanidad, pero aquellos que soñamos de día somos peligrosos porque podemos cazar nuestros sueños para hacerlos posibles, y que el futuro le pertenece a aquellos que creen en la belleza de sus sueños; que aquellos con imaginación y sin deseos de aprender son pájaros sin alas; que es duro ser derrotado, pero que es aún más duro no haber tratado de triunfar; que las pequeñas mentes son víctimas de domesticación y son fácilmente vencidas por desgracias, y que las mentes superiores se elevan sobre todo esto; que nuestras vidas deben ser una excitante y salvaje aventura, o ser nada; que la vida es como un dado, que a pesar de que te dá una cara, te muestra cuatro más y sabes que aún hay por lo menos otra cara escondida; y que no importa quién lleguemos a ser en esta vida, porque después del juego, el Rey y el Peón terminan en la misma caja. Me enseñaste un tremendo montón enorme de muchas cosas más, pero el resto quiero atesorarlo mezquinamente en el invariable poder de mi existencia para poder disfrutar de pasarlo y compartirlo en algún apropiado momento con mis hijos, con mis amigos, y con el resto de la humanidad.

Desde niño he leído sobre grandes hombres en los pesados y cenicientos volúmenes de historia, pero estos libros nunca describen la experiencia humana verdadera. Hablan de grandes hombres, pero ¿cuántos de esos hombres han tocado realmente nuestras vidas de una manera significante? ¿Cuántos de esos grandes hombres te formaron con amor y cuidado y fijaron el curso para el resto de tu vida? La mayor parte de los grandes hombres de historia tocaron muchas vidas, pero en forma ligera y tangencial, desde la difusa distancia, a través de las secas palabras de un libro, pero tú me mostraste que los hombres verdaderamente grandes, los héroes inolvidables, tienen un impacto directo en las personas, ellos imprimen una diferencia palpable y superior, un impacto más positivo y más duradero en aquellas afortunadas vidas que tocaron. Los verdaderos grandes hombres son simplemente como tú, mi querido Tío Lucho.

Al final, la historia de la humanidad no es la historia del mundo, si no que es la biografía de nuestros grandes hombres.

Quiero agradecerte humildemente el me hayas enseñado a luchar cada lucha con toda la energía y el poder de mi existencia, con un sólido escudo de sonrisas, con la inquebrantable espada de la verdad y con una reluciente capa de humanidad para que mis enemigos huyeran en pánico ante la vista de tan magnífico paladín. Tus enseñanzas me prepararon para batallar cada batalla con gracia, y a no dar ni pedir tregua, y a luchar hasta que se evapore la última gota de mi irreverente energía. Siempre lucharé con la gracia, con la virtud, y con la determinación que tu fértil alma me regaló.

Por último mi querido Tío Lucho, quiero agradecerte que hayas tenido la paciencia de plantar de una manera tan subrepticia esas pequeñas semillas que provocaron una diferencia tan fundamental en nuestras vidas, por lo menos, en la mía. Por ejemplo, me enseñaste a que debemos reír y encontrar siempre el humor en las cosas sin importar cuáles éstas sean; me enseñaste a que lleve mi “vida” adentro y no arrastrándola detrás mío. Tu sabes esto mejor que nadie porque tu no vives tu vida, tú la celebras, la disfrutas al máximo cada día, tú haces cada momento de tu vida un momento apoteósico, tu transformas el diario vivir en una gala cotidiana, en un olímpico saludo a sí misma, haces de cada día una explosión colorida de vida y con eso, me enseñaste a sentirme bien de mi mismo, me enseñaste que para ser una buena persona no necesito talento o capacidades, y también me enseñaste y nos demostraste fehacientemente que la “familia” lo es todo.

Tío Lucho, quiero que sepas (y para que quede claro y sin duda en los historiales de nuestras vidas todas) que no has cruzado nuestras vidas desapercibidamente, y que yo, tu sobrino loco -el humanitario cultivador de infiernos-, está infinitamente orgulloso y egoístamente agradecido de que seas "mi" Tío Lucho.

¡Larga vida a ti Tío Lucho!
Rodrigo
(El Loco)

lunes, 5 de abril de 2010

Pehuén

Esta es una sinopsis de una de mis repentinas semillas de memoria que cada primavera brotan raudamente, y la escribo más que nada para mi entretención y sin aspiraciones literarias, y solo quiero compartirla con ustedes. Les cuento esto porque aprendí mucho del Pehuén, aunque no un erudito, un sabio.

Cuando era chico y muy joven, yo tuve un caballo que se llamaba Pehuén. Nunca supe cómo mi caballo blanco y negro obtuvo su nombre, de dónde venía esta extraña palabra, que raíces tenía, ni cual ere su significado.

Quiero especificar "cuando era chico" porque aunque no lo crean, debajo de este viejo Marista hubo una niñez vibrante y gloriosa, y ahora que estoy convertido en un viejo (o como mi hermana Carmen Cecilia lo diría en una forma políticamente correcta: un "Señor Antiguo" o como mi hermano Francisco Javier me denomina cariñosamente: "fósil viviente"), todavía me acuerdo vívidamente de algunos capítulos perdidos en la turbulenta inmensidad de mi niñez y que se han quedado atorados en los innumerables pliegues de mi imaginación precoz y perenne que nunca abandonó mi mente. También quiero aclarar que mi caballo Pehuén ERA UN CABALLO Y NO UNA CEBRA en caso de que algunos de aquellos astutos zorros lo estén pensando, y SÍ, a pesar de mi edad, la memoria NO ME FALLA.

En todo caso, mi caballo era fuerte, alto, orgulloso, inteligente, cariñoso, leal y libre; era mi amigo de la niñez y nunca me criticó mis payasadas, ni mi inmadurez. El sólo me escuchaba y me acarreaba en su lomo ancho y seguro cuando recorríamos los lindos campos de sur de Chillán, en Las Vertientes en esos cálidos e inolvidables veranos que pasé en los campamentos del Tío Lucho. El Pehuén estaba conmigo cuando yo estaba triste, cuando yo estaba enojado, cuando me sentía defraudado por las arteras maniobras de la vida, se paseaba alrededor mío comiendo pasto y mirándome de soslayo de vez en cuando con sus grandes ojos y sus pestañas grandes y frondosas como las cejas de mi Tío Honorio. Su exuberante cola, como el moño de mi Tía Julia, me golpeaba cariñosamente para traerme de vuelta a la realidad sin apuro, de a poco, suavemente. Su relincho, atronador como los ronquidos de mi Tío Miguel, me recordaba que era hora de volver, y en su lomo de paso cadencioso, suave como los arrullos de mi Madre, me traía cada vez que moría el día, de vuelta a casa.

Chillán, Las Vertientes, San Fernando, Pangal, La Cueva de los Pincheira que mas que cueva parecía un refugio de Milodones, y un montón grande de lugares míticos que solo existieron en nuestra lejana niñez, pero que nunca murieron y todavía consiguen emboscar estrepitosamente nuestra polvororienta nostalgia de vez en cuando, llenándola con los ecos mágicos e imperturbables de aquellos tiempos dormidos. El Pehuén representa todo esto para mí. Aunque el Pehuén no estuvo en muchos de estos lugares, no me importa, es como si él hubiese estado allí.

Durante aquellos tiempos desordenados de la vida aprendí que "Pehuén" era el nombre Mapuche de nuestro árbol nacional, la Araucaria Araucana, la especie más robusta e implacable de las coníferas. Es un árbol estoicamente imperecedero y perenne con un diámetro del tronco de alrededor de 2 metros y de más de 40 metros de altura. Un gigante fabuloso y antiguo como el tiempo; actual y perseverante como nuestras vidas. El Pehuén representaba y representa todo eso. Por lo menos para mí, en mi niñez inundada de imaginación y esperanzas, y ahora en mi vida cansina, también inundada de imaginación y esperanzas.

El Pehuén, a su manera; me enseñó que es posible llenarse de verduras, pero no de pasteles, me enseñó que a veces estar asustado está bien. Me enseñó a no esperar que un extraño me limpie la nariz, me enseñó que o sigues pedaleando, te bajas de la bicicleta, o te caes. Hay que jugar, no mirar como otros juegan, pensar que tu mochila es la más pesada hasta que recoges la de otra persona por equivocación, y que a veces dos es una muchedumbre. Aprendí del Pehuén que hay que lengüetear el helado antes de que se derrita, que a mi abuelita no le importa oír la misma historia un montón de veces, a otras personas no les gusta; es importante golpear primero, esconder la coliflor cocida en la servilleta funciona solo una vez, hay que mirar hacia ambos lados no solamente en las calles, hay que hacer olas, las aguas estancadas se mueren, y también el Pehuén me enseñó que 100 es harto.

También me mostró que mientas más fuerte sopla el viento, más alto mi volantín se elevará, que no hay que ahorrar tiempo, hay que usarlo, que hay que ser el primero en imprimir huellas en la nieve recién caída, que la gente notará tus pies si usas calcetines desiguales, que debo defender a mi hermano, que silencio puede ser una respuesta, que hay que seguir golpeando hasta que abran la puerta, que lloriquear atrae atención pero no amigos, que no pierdo nada pidiendo el cuarto deseo, que el pez grande sí se come al pez chico, y que mientras estoy decidiendo si busco o no my red, las mariposas se están escapando.

Aprendí mucho más del Pehuén, pero hoy hasta aquí no mas llego (quizá me esté fallando la memoria después de todo). Echo de menos al Pehuén, porque el Pehuén fué un buen caballo.

Ahora que estoy "más Antiguo", añoro mas al Pehuén cuando my princesa, mi hija de 9 años Giuliana María me pide inocentemente un caballo, un "horsey" para tener, y aquellos profundos, claros, imaginativos e inquisitivos ojos reflejan unos ojos que fueron antaño míos y que gastaban sus lágrimas en pos de mis sueños. No sé como carajo voy a hacer con lo del caballo en Arlington, Virginia, en una casa en que el patio apenas es suficiente para las ardillas, los zorros plateados, los ciervos, los mapaches, los topos, los pájaros y la ruidosa ebullición de vida que se pelea por marcar el escuálido territorio del patio de mi casa. Ya le encontraré una solución al asunto del caballo.

Sinceramente espero que ustedes hayan tenido un caballo como el Pehuén, o al menos un perro, o un gato, o por último un loro o por lo menos una jodía rata que los haya escuchado, porque a veces éstas compañas fueron las únicas que prestaron seria atención al llanto y a la alegría de nuestras almas.

El Loco.