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miércoles, 30 de noviembre de 2011

La Pichanga

Con el penúltimo día de Noviembre tratando de escaparse a tumbos del calendario, ése día engalanaba un sol esplendoroso en medio de un claro y límpido cielo, un cielo en donde no se podía encontrar ni una peregrina nube para pedirle la misericordia de su sombra; y el sol; calentaba apaciblemente pero afanoso las silenciosas baldosas del patio en un tibio preámbulo de lo que estaba por desatarse. Repentinamente la campana dejó escapar su metálico alarido como poseída por negros demontres. El mineral redoble sonó como un desesperado toque de Diana que detonó fragoso y convocante, haciendo trizas el frágil y tenue silencio de la mañana. Todas las puertas de las salas de clases se abrieron al unísono con una explosión de iniciativa, y una erupción ácrata, demente e incontenible de Ercillanos se desaguó furiosa con una velocidad lumínica y con un rugir de leones en pos de los patios. En menos de quince nerviosos y afilados segundos, una aglutinada masa humana cubría cada espacio vacante del patio de las baldosas, rápida e indiferente así como las largas sombras de la noche cubren las infructuosas plegarias de los infortunados.

- ¡Patea! ¡Patea! -gritaba uno de los encendidos jugadores mientras que el otro jugador en posesión de la pelota se enredaba furiosamente y trataba de meter un gol.
- ¡Apúrate p'os gil! -se dejaba oír otra voz altisonante entre la multitud.
- ¡Dámela p'os jetón! -se oía el alarido desesperado de otro atacante mientras que una ingente horda de jugadores se abalanzaba al unísono en contra del arco enemigo.
- ¡Ataja, ataja! -vociferaba uno del bando contrario mientras que toda la defensa se abalanzaba en contra del amenazante goleador. Éstos eran como 20, y muy decididos.
- ¡Pásala, pásala! -aullaba uno de otro equipo, pero no se sabía a quién le gritaba.
- ¡Ahora, p'os! -berreaba otro por allá haciendo unos gestos sospechosos con las manos.
- ¿Vos creís que es fácil? - protestaba un guatón luchador respirando con dificultad.
- ¡Ataja, ataja! - clamaban otra vez los de la partida enemiga mientras que volvían a estrellarse en contra de una pared de tacos y canillas moreteadas, pero ahora eran como 27, o un poco más.
- ¿Cuál es la pelota, cuál es la pelota? - rugía desesperado un arquero confundido entre la muchedumbre del arco, mientras que otro arquero con cara de pánico le gritaba perdido a la muchedumbre del área chica:
- ¡Háganse a un lao, háganse a un lao que no veo, p'o!
- ¡No empujís p'o atravesao! -expresaba un arquero bajo, pero con alto desagrado.
- ¡Córrete p'os mata de arrayán florío! (1) - bramaba un indocumentado arquero empujando nerviosamente a otros dos o tres arqueros que le obstruían el paso y la vista, mientras trataba de mirar desesperadamente entre el maremágnum futbolístico estirando el cuello con una pericia abismante, a la vez que trataba de figurar cuál era la pelota de su responsabilidad.
- ¡Ya p'o flaco, patea de una vez! -acotaba acaloradamente uno de la hinchada que estaba sentado en uno de aquellos bancos en frente de la cancha y apoyados en contra de la muralla del edificio, mientras que engullía con ojos desorbitados un sabroso sánguche de pernil con queso y gritaba con la boca llena.
- ¡Cabréate de reclamar! -apuntaba con un dedo de uñas sucias otro jugador desconocido hacia el sinnúmero, exhibiendo grotescamente unas manchas verdes y algunos elásticos jirones de batracio pegados a la camisa blanca; sobras científicas del descuartizamiento de ranas efectuado en la última clase de Ciencias Naturales.
- ¡Ya p'o atontao, patea de una vez! ¿Acaso tenís los deos crespos? -chillaba uno de la galería de los catecúmenos con complejo de entrenador.
- ¡Cáchate ese flaco! ¡No tiene idea de jugar! - decía horrorizado un integrante de la barra apuntando con un sánguche de mortadela a un jugador escuálido al que la pelota lo dominada sin piedad.
- ¡Ataja p'o cojo! ¡No servís p'a n'a! -se oía también entre enredado el ruido que sacudía aquel patio de inocentes baldosas verdes. …desde la calle Santo Domingo, se oían los apagados pero irritantes bocinazos de los primitivos choferes de los automóviles que cruzaban desapercibidos en frente del colegio.
- ¡Cállate machucao! -resonó sordamente una huérfana voz perdida en el magnífico éter de ese oasis estudiantil…

(1) En Chile el Arrayán es un matorral o matojo de un árbol local cordillerano. El "Arrayán" se refiere al arbusto Myrtaceae Luma Apiculata o "Myrtle Chileno", que aparentemente cuando está en flor, se torna "medio tonto". Nuestros gloriosos Carabineros de Chile se han encargado pedagógicamente de educar a la población acerca de la existencia de esta especie de árbol también llamado ordinariamente: Luma. Supuestamente este efecto arboláceo es contagioso y retorna brevemente a las personas infectadas hacia la pubertad mental, o los afecta con una idiotez pasajera, pero no parasitaria. Esta frase la acuñó y la puso de moda la cantante Chilena Ester Soré en su tonada "Mata de Arrayán florido".

Después de un súbito pero desafortunado chute de un delantero-mediocampista-defensa-reserva-árbitro-comentarista-crítico que no encontró el fondo del arco sin fondo, el líbero puso cara de "¡por la chita!", y sin pensarlo dos veces, se rezagó a la retaguardia. Después de emitir un gutural y salvaje rugido cavernal con un ruido de palabas sospechosamente profanas pero dichas en clara señal de frustración; la estampida de jugadores atacantes reculaba ágil y velozmente haciendo corcovadas maniobras entre el gentío para irse de vuelta a sus territorios, y esperar el contraataque.

Entretanto y durante el fulminante contraataque al estilo malón Pehuenche -el que no se hizo esperar- el flamante atacante líder del tropel contrario y ahora portador de la pelota, se sentía imposibilitado de enviar el balón a encontrarse con unas redes que no existían, y estaba en una posición más complicada, incómoda y comprometida que meteorismo intestinal con caldo, y obligado por la muralla humana que le cerraba el paso y las posibilidades, hace un fulminante, un poco desaliñado, pero elegante y contorsionado viraje que semejaba a una hernia bailando rumba, y le hace un pase aunque forzoso, perfectamente preciso al compañero que estaba aparentemente en mejor posición. Éste al vuelo y antes de que la pelota tocase el suelo, le propinó un tremendo zapatazo al balón haciendo una "chilena" espectacular, pero su canilla flaca y sin pelos se encontró con seis tacos de zapato, dos puntetes, tres robustas canillas, una huesuda rodilla desconocida, y un punzante codazo en la espalda que no tenía nada que ver con el partido.

Algo crujió, y la víctima dejó escapar un sentido -¡Ayayay! ¡No sean chanchos, p'o! - que tronó en el patio de verdes baldosas, perdiéndose entre las abiertas puertas de las salas de clases que descansaban de nosotros, y finalmente haciendo un sordo y debilitado eco en las desgastadas y desteñidas ventanas de la calle Maturana; y el osado atacante cayó fulminado al suelo sujetándose a dos manos la canilla en cuestión, y registrando una mueca de dolor en su rostro que me recordaba la cara que poníamos cuando el Hermano Lucio nos pillaba tratando de pasar a escondidas y desapercibidos por su puesto de vigilancia cuando llegábamos atrasados al colegio. Sin duda alguna, había que ser capo como Mampato o Rakatán para poder meter un gol, o comprender y manejar a la perfección el efecto de paralaje estelar, aplicándoselo a los arqueros y a los esféricos balompiés; por supuesto.

Allá en lontananza y reclinado pacientemente sobre el duro y frío poste del aro de básquetbol vistiendo su siempre impecable sotana negra, miraba apacible el menudo Hermano Juan con una mano haciendo visera para sus vivaces y azules ojos, los que siempre llevaban un liviano reflejo de agua bendita, y que eran asaltados impunemente por la irreverente resolana de las baldosas amarillas. El Hermano Juan había cerrado prontamente su librería y suspendido temporalmente sus ventas de cuadernos, lápices, gomas, reglas, compases, los instructivos textos de la FTD y otros bártulos y menesteres escolares para observar inocente la multi-pandemónica pichanga de sus amados y virtuosos alumnos. Su ondulado pelo blanco como la verdad, hablaba de la paciencia y del amor que habían derramado tan abundantemente y con la generosidad que a este hombre de dios le caracterizaba, sobres esas inicuas bestias estudiantiles que hacían historia jugando unas pichangas neo-púnicas, dignas de ser relatadas por ese gran historiador Romano de etnicidad Griega: Appian de Alexandria.

Nadie se preocupó ni se detuvo a socorrer al espartano caído que ahora bufaba como un bisonte en celo y se secaba la traspiración con la manga de la camisa blanca mientras se desordenaba las acerbas cejas. Éste se levantó del suelo dando un heroico brinco, se sacudió rápidamente los pantalones, y volvió a la carga cojeando un poco pero sin reclamar. La pichanga seguía igual. Tenía que serlo, eran solo diez minutos de recreo, y nueve equipos jugando en la misma cancha. No había tiempo para contemplaciones. Nunca se sabía de cuántos jugadores había por lado, ni de cuántos goles se marcaban porque los arqueros nunca estaban seguros de qué pelota era la que tenían que atajar. Lo peor de todo era que todas las pelotas tenían el mismo color -un descolorido y enfermizo amarillo- lo que contribuía grandemente al desconcierto futbolístico. Al final era lo mismo. Siempre ganábamos el partido, sin importar en qué equipo jugásemos. Ésta es una de las magníficas magias de las pichangas del Ercilla, que siempre comenzaban frenéticas, se desarrollaban delirantes y bulliciosas, y terminaban -aunque más sudorosas- frenéticas otra vez.

El resto de la cancha estaba atiborrada de estudiantes ambulantes que osaban cruzarla atrevidamente y en mortífero desafío para tomar refugio en el boliche de las bebidas en medio de una baraúnda que apagaba el guirigay de los taca-tacas al otro lado del patio. La cancha estaba abarrotada de una tremenda cachá ilimitada de osados jugadores que corrían de un extremo al otro de las infinitas baldosas verdes sin cesar y como energúmenos detrás de la pelota, y que muchos de ellos nunca la tocaron, y yo casi siempre era uno de ésos. Pero esto no importaba porque lo importante es que estábamos todos jugando una pichanga. Había guatones, flacos, altos, chicos, negros, no tan negros, colorines, rubios, pelaos, pelucones como yo, y hasta algunos chuecos, todos jugando juntos; y teníamos todos un gran corazón Marista, con la excepción del guatón Manzano.

Hay que hacer un "aro" cortito aquí para explicar que en el patio de nuestro colegio había dos canchas: una de baldosas amarillas, y la de las verdes. La cancha amarilla, que era más chiquita, estaba dedicada al básquetbol, con su propio pandemonio de grandes pelotas saltarinas anaranjadas de orden pulgístico (2) y jugadores de otra índole. Por eso es que todos jugábamos baby-fútbol en la cancha verde. Se acabó el "aro".

(2) Término derivado de pulga, o insecto del orden Siphonaptera. Estos simples parásitos viven de la Hematofagia chupándole la sangre a los mamales, tal cual como lo hacen los cleptoparasitarios políticos con la inocente y pura sangre del pueblo.

Entre los longitudinales límites de las dos canchas, había una hilera de árboles muy bonitos -creo que eran Quebrachos (¡o terminaban así!)- y que estaban bien protegidos de la riada humana con sendas parrillas de alambre negro. Los bancos situados entre ellos estaban expuestos sin amnistía a la hecatombe. Aquí era donde se refugiaban precariamente los aterrorizados alumnos nuevos del colegio, tal como lo hice yo la primera vez que me soltaron sin piedad y a merced en esa jungla futbolística imperdonable, en esas inextinguibles baldosas verdes, las que todavía me arrancan sin permiso suspiros del alma.

La pichanga era un espectáculo Maquiavélico y Wagneriano a la vez, y no le faltaban algunos ligeros, apenas perceptibles -pero presentes- visos de El Conde de Sade. Era grandioso el observar a esta masa catervática descomunal de estudiantes desplazándose en hordas delirantes y furiosas con movimientos semi-telúricos, pero con la prestancia y la gracia de la mecánica de fluídos; en donde una masa amorfa de viriles estudiantes se estrellaba constantemente fracturándose ordenadamente en contra de otro masivo enjambre de escolares Ercillanos, en una forma perfectamente sincronizada y salvaje pero elegante y en perfecta armonía; a pesar de que para a aquel que observaba desde lejos, la pichanga parecía estar más desorganizada que velorio sin muerto, o como el alud de una manada de caballos desbocados sin jinetes. ¡Era el Arca de La Pichanga con toda clase de animales! ¡Si Noé hubiera estado vivo, habría sido el árbitro sin necesidad de tarjetas! Era sin duda, la Torre de Babel construída por mudos. (A propósito, esto habría sido la simple solución para la torrecita ésta, y probablemente la habrían terminado de construír sin discusiones. Como todos saben, errar es humano, pero para dejar una desgraciada calamidad de proporciones bíblicas; se necesita un abogado deshonesto).

De pronto, sin previo aviso y como un fugaz trueno de lo profundo, la verduga campana hecha de españoles bronces patrimoniales suena severa como el Hermano Jovino, quién en su semblante emulaba en tres dimensiones y en Technicolor la misma rigurosa inflexibilidad del Juicio Final; y ésta repiquetea inquieta seguidamente con la completa furia de Orlando, violando tímpanos y algarabía por igual. Todos se dan vuelta turulatos y miran hacia la campana con una sincronía suiza y con un dejo de desilusión y espanto en sus infantiles fisonomías. Y ahí estaba el eterno chico encargado de la campana colgado de la cuerda de ésta, mientras que la zarandeaba con un anhelo y un ensañamiento que cualquiera diría que lo haría crecer. El partido se paraliza instantáneamente y los empeños se agarrotan fríos; el ruido cesa de golpe; solo se oía el polvo cayendo de vuelta al suelo, y como lo hizo la nipona bomba de Hiroshima, el patio quedó vacío de vida y silente en un santiamén agnóstico, ordenadamente y sin reclamos. El chico de la campana nunca creció. La anónima historia cuenta que un día, un clandestino e incógnito Robin Hood se robó la campana.

Reminiscencia
En ese tiempo estaba con nosotros en el colegio el guatón Manzano. Me acuerdo del guatón Manzano porque me parecía que era tremendamente desagradable y además; feo. También me parecía que era picante. Siempre andaba molestándonos a todos con su humor negro y ácido y con sus expresiones incivilizadas de menos gusto y alcurnia que "Clery" (3) de alcantarillado. Sin duda estaba membrudamente investido con las virtudes de Pedro Navaja. Pero estas impresiones las tuve de él cuando yo era un loco chico que no sabía aún cabalmente cómo evaluar a la gente, sino nada más que con mis cándidas impresiones infantiles, pero sé que éstas no estaban erradas.

(3) El Clery es una bebida alcohólica chilena hecha con vino blanco y con trozos de duraznos en conserva, el que se la sirve a los invitados en los velorios. El Clery, según varios catedráticos e historiadores de los confines culinarios chilenos, sería originario de la internacional ciudad de Talca, pero sin importar de dónde sea que haya salido el Clery; siempre termina en un -normalmente- triste velatorio. Mi abuelita Teresa tenía su propia receta de Clery, y se llamaba "Clery Doña Teresa", al que lo preparaba con abundante aguardiente, una generosa porción de coñac, y algunas dulces chirimoyas molidas. Este Clery hay que tomárselo bien sentado porque después de tres vasos, a uno se le doblan las piernas y se empieza a parecer harto al muerto.

Además el guatón sinflón éste aparentemente era más flojo que la mandíbula de arriba y su libreta de notas parecía que era comunista recalcitrante, y su postura estudiantil como acertadamente lo insinuaba nuestro profesor de Historia, era la de Atila; el Rey de los Unos. Por eso es que quizá duró tan corto tiempo en el Ercilla. Por lo demás, en ese entonces yo no pensaba que él era material Marista. Todos los Maristas tenemos lealtad; él no la tenía. De todas formas, nosotros conseguíamos nuestra venganza contra el jodío guatón antisocial porque no lo dejábamos nunca jugar las gloriosas pichangas en el patio verde durante los recreos, y especialmente durante la hora de almuerzo.

En aquellos tiempos, ciertamente nunca me gustó esa albóndiga con patas. Sí, el guatón Manzano. Esta es una memoria retrospectiva, y la menciono ahora sin profundo rencor ni marcada acritud ningunas. Este es un recuerdo casi sin peso que no es más que una de las numerosas hojas del frondoso árbol de mi vida, y esta hoja que a pesar de haber sido pequeña y mustia, sigue siendo una eterna parte integrante del exuberante ramal de mi florida existencia. Nunca supe lo que fué del guatón Manzano, y aunque lo dudo, espero que le haya ido bien. Ahora que estoy viejo y se me han olvidado las animosidades, me acuerdo de él porque decente o nó en aquel entonces, el guatón Manzano fué también; efímera y hueramente, un "compañero" nuestro.

¡Pero volvamos a la pichanga que el tiempo es corto! La pichanga era lo último en tecnología de entretención y gimnasia. Primero y por sobre todo, era gratis. El único requisito para integrarse al juego era ser Marista y tener por lo menos una pierna. Además era un ejercicio compacto y exigente. Generoso además: todos repartíamos gotas de sudor a diestra y siniestra sin mezquindad, y ocasionalmente olor a "ala"; y si usted estaba envuelto en la pichanga y miraba el suelo, a veces parecía ser que estaba lloviendo. Como características principales, la pichanga demandaba risas, alegría, camaradería, algazaras surtidas; y ellas estaban incrustadas de sana competencia, amistad, desafío, y su mayor tesoro era que compartíamos tiempo y vida con nuestros amigos y compañeros; sin deslealtades ni envidias, sin rencores ni desconfianzas, y sin arrepentimientos ni sospechas. Éramos simplemente una banda de jovenzuelos siendo Maristas a todo vapor, y siendo amigos a toda velocidad, a to'o chancho; canillas moreteadas o no.

Antes de comenzar una pichanga no se podía gritar: "¡Falta uno p'a la pichanga!" porque aparecían siete giles instantáneamente y todos querían jugar, así que el nacimiento de las pichangas era asexual y por esporulación estudiantil; algo así como una fiesta Marista de paracaidistas. Al final eran dieciocho hordas postremamente barbáricas de inmoderados pichangeros dedicados a patear unas pelotas de plástico barato, con una energía y con una urgencia como si se fuese a acabar el mundo con el toque de la campana; y porque los recreos eran más cortos que beso de marido, había que aprovechar cada segundo de ellos.

A veces entre el fragor de la contienda futbolística se producían bajas de guerra. Cuando una de las osadas pelotas quedaba apretada mortalmente entre algunos recios y experimentados zapatos, se reventaba con una sorda explosión, y quedaba más plana que la muchacha de la "Vitacura 51A". A veces esto no era más que un pequeño inconveniente porque la pichanga seguía igual con la misma efervescencia pelota plana o nó. Otras veces cuando esto sucedía, los jugadores se cambiaban de equipo con la velocidad de un rayo apurado.

Las pelotas por cierto no eran de buena calidad. Todas estaban medias jorobadas en un lado u otro, como la politiquería chilena. Por un lado el plástico era delgado y débil como la seguridad social, y por el otro estaban gruesas y fuertes como la avaricia de los abogados deshonestos. Parecía que el que las soplaba para hacerlas tenía un solo pulmón. No se las podía patear con mucha fuerza ya que este desequilibrio en su manufacturación las convertía en virtuales boomerangs. Bastaba un chute fortachón, y la pelota se elevaba en el aire como el clamor de los oprimidos, dando furiosas vueltas en el éter como un típico discurso político, y se corría el peligro de que con estas descentradas revoluciones sin control, la pelota regresase al mismo zapato de origen, ¡y sin necesidad de viento! ¡Aaah, qué pelotas eran aquellas pelotas que teníamos en aquel distante tiempo!

Pero el tiempo se niega rotundamente a detenerse para que podamos descansar y nos empuja atropelladamente y con urgencia dentro de la vida sin preguntarnos, y muchas veces sin darnos tiempo para pensar. Pero ahora que estoy más viejo y a veces puedo obligarlo a detenerse solo por algunos instantes, tengo tiempo de añorar aquellas pichangas que me enseñaron tanto sobre la vida, tanto sobre mi niñez, y tanto sobre mis amigos y compañeros. Sí, me enseñaron mucho porque todavía las recuerdo y aún estrujo la dulce sabiduría que ellas dejaron incrustadas sabiamente en las grietas de mi vida, y en los oscuros moretones de mis flacas canillas.

Ahora que añoro tanto aquellas idílicas pichangas infantiles, no sé cómo traducir e integrar a mi pichanga de la vida aquellos memorables y futuristas ecos pichangueros: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!...

La pichanga de la vida ya no la vivimos con la velocidad ni con la energía que derrochábamos tan alegremente y con tanta generosidad y abundancia en aquel patio de inofensivas y verdes baldosas infantiles… La pichanga de la vida no tiene equipo, la jugamos solos, y no tenemos ya a quién gritarle: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!... …tampoco hay una campana que la detenga… …¿quizá nos haya transformado en un mata de Arrayán florido?… ¿Qué cosas, no?

Por eso es que me gustan las pichangas y me alegro de haber podido jugar tantas de ellas; en el colegio, en la plaza de tierra, en las calles de nuestro barrio, en las playas de arena y en las de estacionamiento; con vecinos y amigos, también con pasajeros desconocidos y con algunos forasteros; y no tan solitario como las juego ahora.

Pero esto no es para ponerse triste ni melancólico, sino que es un motivo de alegría y de riqueza espiritual; sí, de riqueza del espíritu, ese espíritu que aún vive y forcejea en el interior nuestras existencias tan humanas y frágiles, pero resistente, tenaz e invulnerable como nuestras buenas memorias.

Ahora juego pichangas modernas. No en una cancha porque a pesar de que ahora tengo pelos en las canillas, ya estoy un poco gastado para eso y me podrían quedar más dolores que pelo, y más moretones que recuerdos; por eso es que hoy las juego en Internet con camaradas y amigos eternos como Bering Comparini, mi contemporáneo "Consuasor Litterae", quién se encarga prudentemente y con mucho denuedo y afecto de que los delineadores y los arcos de mi cancha de pichangas retóricas estén bien puestos y ubicados en el lugar correcto, para que un impensado desliz no me consiga una tarjeta amarilla, o peor. Y si oso o intento salirme de los sensatos límites de la facundia, oigo su ecuánime "chasca" resonando fuerte, firme y seria, con un eco duro y seco pero tremendamente objetivo; en señal de franca, respetuosa e imparcial protesta. Por algo los rusos nombraron a Imakpik, ese navegable y polar canal de agua en honor a este noble hombre (ahora Estrecho de Bering).

Juego pichangas importantes con mi hermano Francisco Javier, el hombre feliz, en Skype casi todas las semanas del año, donde me informa en detalle de los torrenciales días chilenos y sus cataratas de sucesos insólitos y tan idiosincrásicamente criollos. También hablamos seguido de la familia, de los negocios, de los amigos, y de los achaques que la vida nos trae tan gratuitamente y sin envidia. Nos contamos chistes fomes y alardeamos de nuestro fraternal amor, el que alimentamos generosamente pichanga por pichanga.

Otra pichanga consuetudinaria -y también por Skype- la juego en cortos pero acelerados partidos con Patricio Seyler, conocido como el Pato Seyler por sus amigos más cercanos. Con el Pato discutimos urgidamente y sujetándonos como podemos de nuestros anteojos sobre mercadeo y publicidad externa, mercadeo interno latinoamericano, productos, imagen, experiencia, resultados, y también hablamos acerca de las profusas memorias que guardamos del Ercilla y su banda de compañeros inmortales. El Pato, a pesar de su corta estatura física, me lleva a volar raudamente por los dominios del Cóndor, más allá de esas cúspides alturas donde vuela el pájaro de más alto vuelo, y me enseña a mirar los planes y los objetivos en detalle y con una visión completa desde lo alto.

Y en la cocina de mi casa en Arlington, Virginia; cada Viernes del calendario Aldo Nally me visita por la mañana y nos sentamos en una escueta mesa y alrededor una amigable y dulce taza de café, y ocupadamente arreglamos el mundo lo mejor que podemos, pelamos impunemente a los "rascas" que conocemos, reclasificamos a otros según nos parezca; y como todos ustedes ya se habrán podido percatar en clara cuenta, es por eso que todos los Sábados en la mañana el mundo luce bastante mejor.

También juego esta pichanga moderna en los pasillos de los colegios de mis hijos cuando vamos juntos a participar en cualquier evento, la juego entre las islas de los supermercados, en los días lluviosos, y a veces también, en algunas escasas ocasiones en que a veces me siento un poco solo. Estas pichangas no me dejan dolores musculares ni moretones en las canillas, pero en cambio, me dejan un poderoso calorcillo en el corazón y un abundante agradecimiento, colosal y prodigioso, por la vida, un calorcillo igual al que me han dejado siempre las entrañables y amatorias palabras de mi tío Lucho, ese Súper Marista inmortal e indestructible.

Pero a pesar de que estas esporádicas pichangas modernas mías son más sedentarias y menos peligrosas, las continúo jugando con el mismo ímpetu, apuro y energía con que las jugaba en el Ercilla, y sinceramente las gozo un cachito más que aquellas otras, porque en estas pichangas, logro tocar la pelota y no me importa ya el color de las baldosas.

Ahora me estoy preparando para la pichanga más grande, la más importante, la más trascendental, la más emocionante y más significante de mi terrenal vida que perdurará más allá que ninguna otra pichanga que haya jugado durante mi loca existencia, y llevando todavía ese invicto número 11 sin manchas en la espalda. Les dejaré sumidos en la curiosa incertidumbre sobre esta gloriosa pichanga mía, no por joder; sino porque no la quiero identificar hasta que haya metido el primer gol.

Un abrazo fraterno a mis amados pichangeros y camaradas Maristas, ahora todos, pichangeros de la Vida.

The Sincipitus Porcus

El Loco