viernes, 1 de abril de 2011

El Volcán Tacora

La palabra Tacora es una voz amerindia mayoritaria llamada Aimará (o Aymará) que quiere decir "pasto invernal", o "pasto de Invierno". Esta voz india evoca las amables hierbas y piensos que crecen pacíficamente en contorno al silente cráter del volcán Tacora, alimentados cariñosamente por las húmedas y tibias bocaronadas de vida que expelen las sosegadas y sulfúricas fumarolas del Tacora.

El Tacora es un volcán que asienta su enorme caldera en las nortinas tierras chilenas, en la Comuna General Lagos. Es del tipo estratovolcán en estado de fumarola del que no se tiene memoria de su última erupción. Con su elevación de 5,980 de enrarecidos y montañosos metros sobre el nivel de ese mar que tranquilo te baña, es el volcán más septentrional de todos los 138 volcanes existentes en la región cordillerana chilena.

El río Lluta --voz aimará para "resbaloso"-- es un río con una longitud de 147 kilómetros con un caudal de 2,3 m3/s, y de régimen pluvial que le besa románticamente los pies al Tacora, y se origina a más de 3.900 metros sobre el nivel de mar, en la confluencia de la quebrada de Caracarani (en los faldeos del volcán Tacora), y el río Azufre, en las estribaciones preandinas de la Provincia de Parinacota, algunos nerviosos kilómetros de reojo al sur de la frontera con el Perú, y que desemboca a 4 bellos y abiertos kilómetros al norte de la histórica y guerrera ciudad de Arica.

El volcán Tacora se encuentra quieta y pacientemente sentado hasta hoy en la Región de Arica y Parinacota; que es el rincón más boreal de la Cordillera de Chile, la cuál como he expresado en forma clara y subjetiva anteriormente en mis elementales escritos, es conocida por los menos agraciados intelectualmente como: "Cordillera de Los Andes". ¿Qué cosas, no?

Si te empinas un poco en la limpia y fría cúspide de este glorioso volcán durmiente, verás el Estado Plurinacional de Bolivia(1), país conocido para la mayoría simplemente como Bolivia; nombre derivado del apellido del Libertador Simón Bolívar, en el cual reside contra su voluntad el "hermano" gemelo del volcán Tacora, el volcán Chupiquiña, que por cierto es de menos elevación, y su posición marca el comienzo de la Cordillera del Barroso, un obscuro y difícil desfiladero que las polvorientas pero marciales, decisivas y gallardas botas y polainas del Séptimo de Línea hicieron temblar un día.

(1) El nombre Bolivia se originó cuando el Libertador le dió a Don Antonio José de Sucre la opción de mantener estas tierras como Perú Superior (Bolivia actual) bajo la recién formada República del Perú; acoplarse a las provincias unidas de Río de la Plata, o declarar formalmente su independencia del Virreinato de Perú que dominaba la mayor parte de la región. Don Antonio José de Sucre optó por crear una nueva nación y, con la ayuda local, la nombró en honor de Simón Bolívar.

Los yacimientos de azufre que se arrellanan en las laderas del volcán Tacora traen reminiscencias de la sangrienta historia que se desenvolvió en el Norte chileno, por allá entre los inquietos y dementes años de 1879 y 1883. Como silente testigo de esta injusta masacre moral humana está abandonada la importante azufrera de aquellos tiempos pasados, la Mina Aguas Calientes, la que en sus ajadas murallas guarda estampadas para siempre, horrendas visiones que son testigos de las inicuas, obstinadas y perecederas actitudes de esta bestial naturaleza animal, tan original y congénita en nosotros.

La Mina Aguas Calientes despachaba aceleradamente una fortuna en azufre hacia Bolivia en el pequeño ramal ferroviario de Arica a La Paz, riqueza que obtenía de los numerosos depósitos de sulfuro que se acomodan en la montura entre el Tacora y el Chupiquiña; haciendo trabajar arduamente a sus empobrecidos trabajadores -chilenos, peruanos y bolivianos por igual- bajo el implacable yunque del sol Ariqueño, los cuales vivían como podían en los arruinados e infernales poblados cercanos al volcán Tacora, los miserables caseríos de Villa Tacora y Villa Industrial. Los rumores que flotan entre los ajados edificios del ingenio de Aguas Calientes dicen que más de algún poblador vió, aunque efímeramente y escondidos furtivamente detrás de unas frondosas y esotéricas pestañas; los serenos y hermosos ojos de Leonora Latorre.

El volcán Tacora tiene una plataforma constituída de ignimbrita(2) a una elevación aproximada de unos 4,200 metros, la que forma el altiplano de Arica. Su cónica y áspera cúspide -típica de una cordillera joven- está cubierta por glaciares hasta una elevación de cerca de 5,500 metros, y el cráter de su última explosión se ubica pacientemente en la cara noroeste del volcán, a unos 300 fríos y silenciosos metros antes de llegar a la cumbre.

(2) La ignimbrita es el depósito de una corriente piroclástica, o flujo piroclástico denso, que es una suspensión incandescente de partículas y gases que fluye rápidamente de un volcán en erupción. La composición más típica de la ignimbrita contiene rocas volcánicas compuestas de dacita o riolita.

El volcán Tacora tiene una infrecuente y quizá insólita relación con aquellos días en que pasaba mi tiempo peregrinando por el mundo en busca de una dirección para mi inconcebible vida de joven irresoluto, durante el período aquél en que me pasaba el tiempo gastando zapatos como si no hubiese un mañana. Esta relación se forjó imprevistamente y sin planes anticipados en la reposada y honrada ciudad de San Francisco de Limache, que se enclava relativamente cerca del portentoso Puerto de Valparaíso, en la histórica V Región de Chile, en donde los tomates de la región son dulces y hermosos, y sus higos pueden saciar a los Poderes Celestiales más pitucos(3).

(3) La palabra pituco(a) en Chile se refiere a una persona considerada por sus congéneres como "Jaibona", "Cuica", "Cursi", "Siútica", o "Snob". En Cuba se les conoce simple y abiertamente como "Comemierdas". Cabe mencionar aquí que la palabra cuico significa lombriz en la honrosa lengua Quechua.

Mi amado tío Lucho, quién sin litigio es el más portentoso Hermano Marista de que se tenga memoria en los docentes anales de Champagnat, me invitó a pasar unas semanas del caluroso verano que se enseñoreaba oficioso en el cono sur del planeta, en la Casa de los Hermanos Maristas de San Francisco de Limache. Quizá con la más inocente esperanza de que la compañía de los Hermanos y de los Novicios(4), algo de sentido común y madurez se me podrían vincular, por osmosis o inercia; pero de alguna manera pegarse en mi vida para calmar los azarosos días de mi descompaginada y libertadora existencia. No funcionó. No, po.

(4) Estos Novicios eran los últimos entusiastas reclutados que estaban recién llegados desde España para su "entrenamiento" en los gajes del oficio de la gloriosa y efectiva enseñanza Marista.

Llegué a la Casa Marista un soñoliento y cálido día Sábado por la tarde con mi mochila llena de ropa impía y un atado grande de excéntricos sueños pendientes. Los gorriones aún gorjeaban sus cantos de atardecer entre las flácidas ramas de los ciruelos que adornaban la calle en que se sentaba la Casa Marista, y a lo lejos podía oír el refunfuñante roncar de la "Sol del Pacífico" que aceleraba ocupadamente para salvar la última pendiente del camino cicatrizado por temblores y terremotos, para salir de la ciudad de Limache, y escapar raudamente hacia el poniente. La grácil vendedora de alfajores, camotes, berlines, empolvados, dulces de Curacaví y otras exquisitas menudencias gastronómicas de esta Quijotesca zona que nunca ha perdido su afable y romántico dejo del alma de España, me ofreció sus exquisitas vendimias. Fué un buen intento, pero yo estaba más quebrado que ensalada de vidrio, y no tenía ni un diezmo para hacer cantar a un mudo. Siempre durante mi juventud estuve más quebrado que promesa de político, pero las cosas cambiarían radicalmente un día.

Mi amado tío Lucho me estaba esperando con su característica, espléndida e imborrable sonrisa, y con sus brazos más abiertos que ojos asustados para darme la bienvenida como hacía siempre con cualquier ser humano que franqueaba su santo camino. Después de las salutaciones y presentaciones de rigor con los otros Hermanos que le acompañaban en su espera, mi esperanzado tío Lucho me enseñó mi cuarto en la Casa, el que a la postre, ocuparía muy poco.

Esa noche nos reunimos a comer en la gran mesa Marista que ofrecía una variedad de alimentos, que aunque eran simples y frugales, prometían satisfacción y por alguna desconocida razón para mí, un seráfico y bienvenido agrado. Por supuesto que en la mesa de duros tablones habían vino, pan y queso. Una cena digna de Marcelino Pan y Vino. Después de la infaltable dedicación de los alimentos, los Hermanos, los Novicios, mi tío Lucho y yo nos enfrascamos en una alegre y ruidosa conversación con sacras exclamaciones y explosivas risas que duró más de lo que ellos estaban acostumbrados, y en donde tuve la oportunidad de relatar algunas de mis chifladas aventuras y estrafalarios viajes que no sólo aturdieron la imaginación de los Novicios(5), pero que les entretuvieron hasta que uno de ellos anunció cortésmente de que deberían retirarse para descansar, y estar preparados para el largo viaje de la mañana siguiente.

(5) He escogido libremente no delatar los nombres reales de los susodichos envueltos con el solo afán de proteger sus virtuosas identidades. Cualquier afinidad con la realidad, es una mera e inocente coincidencia.

Como la curiosidad sólo mata gatos (gatos huevones si me pregunta usted), sin miedo a morir pregunté sin morosidad de qué se trataba el viaje. Uno de los Hermanos me explicó "maristamente" que como parte de la preparación e instrucción para convertirse en "mocho" oficial, los Novicios irían a subir una gran montaña para acercarse más a la naturaleza, a su propia naturaleza, para meditar sobre lo que serían sus vidas, para seguir discerniendo su vocación, y también para distraerse un poco después de los largos y pesados meses de estudios en el Noviciado Marista de Sevilla, localizado en la calle Ingeniero La Cierva 42, Sevilla, en la Provincia de Sevilla y su Comunidad Autónoma de Andalucía, España.

¡Para qué decir cómo me picó el bichito de la aventura! Con la abierta, pero honesta desfachatez que me caracterizaba en aquellos delirantes años pregunté cándidamente (car'e raja en chileno): "¿Puedo ir con ustedes?" - y agregué rápidamente antes de respirar - "¡Puedo ayudar a llevar los trastos, a cocinar, y no interferiré con sus rosarios ni meditaciones! ¡No fumo, no tomo, y soy más sano que un níspero!"

Todos se miraron desconcertados los unos a los otros repetidamente con cara de ¿¡Qué dijo qué!?, y después de un breve e incómodo momento en que el sepulcral silencio fué quebrado tímidamente por el inocente Hermano Fulgencio que dejó escapar contra su santa voluntad, un efímero pero hediondo peo apenas perceptible y en una insostenible nota que ni un barítono podría alcanzar; el Hermano Director dijo con su voz pretérita y con un silbatillo característico de los viejos ezpañolez: "Puez chaval, que tengáiz un buen viaje, ¡y por Diosh no me alborotéish a loz Noviciosh!". Cuando escuchó ésto mi querido y amado tío Lucho, arqueó estertóreamente sus sabias cejas que emitieron un sonido gutural, se puso medio turnio, y mientras la palidez del rostro lo hacía lucir como un zombi con gastroenteritis, exclamó: "Pues bién, está decidido", y acto seguido, recuperó rápidamente su alegre sonrisa y los colores del rostro que le caracterizaban, antes de que la gota de frío sudor originada en sus cejas, llegara a destino en su cachete derecho. Pude notar que al menos siete canas le aparecieron súbitamente en su santo cuero cabelludo.

Conociendo a mi bien amado tío Lucho, esa infrecuente arqueada de cejas significaba mucho más de lo que podía leerse en ella. Me pareció ver los vertiginosos pensamientos que cruzaban frenéticamente por su cabeza: "¡Coño! ¡Se jodieron los Novicios! ¿¡Quizá ésta sea la prueba celestial de vivir con el demonio mismo y sobrevivir!? … uhm… pondré algunos rosarios extra y un botellón de agua bendita para emergencias y pánicos… !Ah! y también unos escapularios sanforizados de Santo Toribio de Liébana, el santo de las Perpetuas Indulgencias. ¡Ayayay Diosito santo, ojalá este sobrino mío no les arrastre a la capital del infierno(6)!". Creo que su sufrimiento emocional sólo se puede comparar al dolor de las arrugadas criadillas cuando te las abofetean con ortiga.

(6) Para aquellos individuos poco familiarizados con las anchas Praderas del Carajo, la capital del infierno se llama Pandemónium. Esto es de acuerdo al poema épico "El Paraíso Perdido" escrito en el Siglo XVII por el poeta inglés John Milton.

¡La sacrosanta expedición sería al volcán Tacora! ¡Varios días! Sin duda una dura y severa prueba para los Novicios -no por lo alto de la enhiesta montaña, sino que por el alarmante calibre de la compañía que ahora acarreaban-; y una delicada situación para mí, porque después de todo, tenía que "comportarme", una palabrita que no solamente sonaba sospechosa, pero que tampoco tenía mucho sentido común para mí en aquellos fervientes e impetuosos días de esta vida mía a la que adoro tanto.

Rápidamente acordamos a qué hora partiríamos la mañana siguiente en esta nueva correría que agregaría una página más al compendio de mi chúcara vida, y después de la simple pero opípara cena regada onerosamente con buenos vinos, nos retiramos a descansar. Casi no tuve necesidad de desempacar, solamente tuve que sacar un par de cosas de mi morral, y ya estaba listo para esta nueva, imprevista, pero bienvenida expedición.

La siguiente mañana madrugamos sin contemplaciones en la Casa Marista de San Francisco de Limache pues nos esperaba un larguísimo recorrido hasta ese elevado rincón de Chile, y nuestra jornada no estaba exenta de variados compromisos personales que contribuirían a esta expedición. Afortunadamente las condiciones meteorológicas no eran adversas, sino que propicias para ese largo día de verano que apenas comenzaba a desenvolverse silenciosamente y a obscuras, mientras que los inquietos gorriones aún dormitaban la madrugada a suspiros.

No sabía aún en qué servicio de buses nos embarcaríamos para nuestro largo trayecto. Me imaginaba que sería una de las líneas de buses conocidas como Tur-Bus, Pullman, Tas-Choapa, Expreso Norte, Cóndor Bus, Andes-Mar-Bus, o cualquiera de éstos folklóricos servicios; pero para mi sorpresa, los Novicios y el Hermano Ismael -quién era el Indiana Jones Marista de aquellos tiempos- se encaramaron a una camioneta Volkswagen más vieja que mear en las murallas.

Rápida y ágilmente acomodaron y amarraron bultos, paquetes y mochilas en la oxidada parrilla del techo del berlinés vehículo. Nos acomodamos un poco apretados en los asientos que estaban llenos de hoyos, y la vieja VW partió tirándose sonoros pero megalómanos peos mientras que su chasis se quejaba por todos lados. Antes de que el sol hubiese despertado, y mucho antes de que los árboles se hubiesen sacado sus espectrales pijamas hechos de las sombras de la noche; ya estábamos sorteando los hoyos de la carretera camino al norte.

A pesar de que estaba lleno de excitación por el viaje, pronto me dormí en la camioneta que me acurrucó con el suave ronroneo de su motor tedesco y sus disonantes flatulencias esporádicas. No sé cuánto tiempo dormí, pero cuando los Novicios me despertaron en un gasolinera que estaba apagando la sed de la camioneta con "regular", era ya de día, y como todos teníamos la pilcha llena, hicimos una rápida pero aliviadora parada en el baño de la estación Copec.

El resto del día fué lo mismo: paradas para gasolina, para echar la corta, y para cambiar de choferes cada tres o cuatro horas. Este era un viaje de cerca de 1,700 kilómetros que la Volkswagen se iba comiendo sin descanso entre saltos y peos, llenadas de tanque, carreras para el baño, y dos largos días de jornada. Mientras más nos acercábamos al Norte de Tarapacá, más bello parecía el paisaje, y las lejanas montañas de la Cordillera de Chile que nos habían estado espiando casi desde que pasamos Caleta Polcura, atrapaba como garra de halcón nuestras intensas miradas que se perdían de admiración ante la descomunal e imponente belleza del paisaje cordillerano.

Finalmente llegamos a las faldas del Tacora. Estábamos cansados, soñolientos, hambrientos y con las piernas entumecidas de tanto estar sentados, pero contentos de haber llegado finalmente a nuestro destino, aunque éste era sólo el punto de partida. Era casi de noche y el Tacora nos miraba condescendientemente con una sonrisa jovial de bienvenida. Esa noche dormimos pesadamente en un derruído albergue del que no me acuerdo de su nombre, pero que quedaba a corta distancia de la blanca y pedregosa Iglesia de Tacora.

La mañana siguiente estaba más fría que iglú con ventanas abiertas, a pesar de que un violento verano que reclamaba aquellos altos días de la cordillera que parecía pagarle sumiso y servil tributo al volcán Tacora, el cual se levantaba enorme en el horizonte… esperándonos pacientemente… Después del frugal desayuno, nos encaminamos hacia el volcán, cada uno con una "bota" llena de vino, y entre alegres conversaciones, iniciamos la larga ascensión de este gigante fabuloso.

Mientras caminábamos cuidadosamente sobre las piedras que tapizaban nuestro agreste camino, al mismo tiempo que íbamos pasando lentamente grandes peñascos, farallones, y escarpados promontorios, entretanto que el silbante viento cordillerano nos lamía las orejas; no pude dejar de notar la cantidad de arañas peludas que corrían entre las piedras. Parecían una alfombra móvil que se agitaba al unísono de nuestros pasos. Miré a las arañas peludas que estaban cerca de mí, y no pude dejar de acordarme de la Juana que tenía una ENORME araña requetepeluda, pero que no tenía patas… (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?.

El melancólico atardecer nos recibió con un oscuro y frío sereno cuando llegamos al pié del Tacora que ahora se mostraba colosal y majestuoso. Acampamos en nuestra vieja y malograda carpa en el lugar más plano que pudimos encontrar. Después de unos afanosos minutos limpiando el lugar de piedras y rocas para instalar la carpa, encendimos una fogata hecha de cetrinos tronquitos y preparamos, en ese momento, la comida de más elevada altitud que había tenido ese raudo año. Quizá fué está mi primera y verdadera "comida Andina", a pesar de que mi querido tío Lucho me había llevado a vivir profundamente la Cordillera de Chile en cada fibra de mi ser desde mucho antes de que hubiese aprendido a sonarme los mocos por mí mismo.

La siguiente madrugada estaba mas fría que mano de muerto en la espalda. El café matutino apenas pudo poner una dentellada de calor en nuestros cuerpos, y los huevos revueltos con tocino y queso manchego que los Novicios prepararon diligentemente, sabían a aventura, a esperanza, y a paraíso. Después del rápido y fértil desayuno que engullimos casi, casi antes de que el sol se levantara en el Oriente; levantamos campo, e iniciamos nuestro ascenso hacia la cumbre del autoritario Tacora, cumbre que por ahora, lucía un poco lejana e impersonal.

Mientras escalábamos esforzadamente entre quejidos y sudor, cada cierto tiempo nos asegurábamos rápida pero diligentemente de que la "bota" estuviera donde debería estar colgada -balanceándose graciosamente tal como yo lo hice en las criadillas de mi padre antes de nacer mientras todavía era nada más que un inquieto y resuelto espermio- en uno de los costados de nuestras abarrotadas mochilas.

Mientras ascendíamos con la mansedumbre que el Tacora demandaba, tomé algunas fotografías del imponente paisaje, de la grandiosidad de la cordillera, de los inviolables expedicionarios Maristas, y de las otras montañas y pináculos que parecían mínimos comparados a la imponente estatura del volcán Tacora y que abiertamente parecían pagarle eterna servidumbre a su magna altura. Allá a lo lejos, podía observar el Océano de Chile que reflejaba el sol como si éste estuviese allí mismo. Sé que hay otro grupo de individuos menos agraciados intelectualmente que conocen al Océano de Chile como "El Océano Pacífico". ¿Qué cosas, no?.

A esas alturas, también noté de que las arañas peludas habían desaparecido casi por completo. No todas se habían esfumado por cierto. La ENORME araña requetepeluda de la Juana - la sin patas- todavía se aferraba convulsivamente a los subversivos pensamientos que tapizaban mi frente y me enfurecían el espíritu contenido en el "marruecos"… Debo de agregar con sinceridad aquí de que la araña requetepeluda de la Juana era sumisa, domesticada y apacible, pero cuando se alborotaba, su pacífico talante se sulfuraba convulsivamente convirtiéndose en un dragón tremendamente furioso y enérgico!.. (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?.

Después de aproximadamente unas cinco horas de inhumana marcha hacia las alturas que se encontraban allí desde mucho antes de que los malolientes pies de los primeros humanos se hubiesen posado en sus vírgenes suelos; nos detuvimos a hacer una merecida pausa para descansar, y para recuperar nuestras agotadas fuerzas. Durante esta pausa, lo Novicios rezaron el rosario.

Cuando estábamos haciendo esta pausa durante esta apasionante escalada, me sentía como Ponce de León buscando la Fuente de la Juventud y trataba de imaginarme cómo se habría sentido el Coronel Percival Harrison Fawcett cuando buscaba la Ciudad Perdida de Z en los límites de lo desconocido del Mato Grosso; o cómo se habría sentido emocionalmente Thor Heyerdahl a bordo de su balsa Kon-Tiki hecha de pae-pae, en su incansable persecución de los orígenes de la gente Polinésica. Quizá las emociones de estos exploradores fueron diametralmente diferentes a lo que yo sentía en ese momento, pero éstas emociones mías no eran menos apasionantes o grandiosas.

Una cosa que me llamó poderosamente la atención fué que los rosarios que los Novicios apretaban entre sus afanosos dedos, esa ristra de cuentitas las que pasaban una a una después de cada sesión de lento y serio rumoreo, eran sumamente largos. Como yo siempre he buscado la mejor manera de hacer las cosas, y para no ser menos, me construí rápidamente un rosario cortito, de apenas tres simples guijarros y sin cruz. Esto solucionó el problema. Me puse a rumorear al unísono con los Novicios, y para el tiempo que ellos terminaron el rito de UN rosario, ¡yo ya había refunfuñado sesenta y dos! Nunca entendí el asuntito del rosario tan largo y por qué ellos nunca adoptaron mi sistema que era mucho más rápido y ágil… ¿Qué cosas, no?

Acto seguido y después de las devotas formalidades requeridas en cada parada que hacíamos, reemprendimos jovialmente la ascensión, que ya les estaba haciendo pagar a nuestras piernas el sobreprecio muscular impuesto por la subida y la altura, mientras que nos acercábamos a la ancha cintura del Tacora que parecía complacido con nuestro esfuerzo. Ahora el aire era más pesado y costaba un poco más respirar. Las mochilas y los bultos parecían estar llenos de piedras, y el dolor de las ampollas en los pies molestaban más que la micótica y pestilente picazón del pié de atleta.

Pero esto no era ningún obstáculo para los alegres y determinados Novicios que predicaban con el ejemplo, y que me hacían sentirme nuclearmente orgulloso de contarme entre sus beatas y nobles filas. Por primera vez en mi vida, que por cierto estaba pesadamente tapizada de excursiones, expediciones, viajes, paseos, travesías, marchas, caminatas y correrías hasta ese momento, no escuché ni un solo garabato, ni una mala palabra, ni una expresión de negatividad, ni una maldición, y ni siquiera ví un mísero gesto de desdén en toda la jornada. Me comencé a asustar un poco porque empecé a creer que estaba en cielo en compañía de los Apóstoles Maristas. Un temblante escalofrió me recorrió la espina dorsal desde el Atlas hasta el Coxis, pero afortunadamente no me heló la pajarilla, que por cierto ya estaba bastante fría, resultado de la apropiada cortesía del gélido viento cordillerano.

Todavía estábamos transitando ocupadamente sobre la plataforma de ignimbrita, así que sabía que aún nos faltaba la mitad más alta y más dura para conquistar, pero con dicha compañía estaba convencido que podía conquistar las cumbres del mismísimo Infierno. Esa noche acampamos calladamente en un desolado paraje que se inclinaba peligrosamente y en que el viento pululaba ruidosamente, quizá para recordarnos el tamaño de las colosales fuerzas con las que estábamos lidiando. Con esta eólica y pululante canción de cuna nos fuimos a dormir con un pié amarrado a una estaca empotrada en el duro y frío suelo Tacorino para no despertar en Arica a la mañana siguiente.

La consiguiente asoleada y perfecta mañana que llegaba más apurada de lo que esperaba, amanecí con un punzante dolor de espalda. Era como si me hubiesen aguijoneado ahí con un taco de pool. Cuando indagué con mi mano para descubrir el origen de tan odioso dolor, encontré el rosario chico de piedritas que había manufacturado el día anterior y que había olvidado sacármelo del bolsillo, el cual estaba cómodamente acostado entre mi saco de dormir, y mi aterida espalda. Obviamente se estaba haciendo el loco y pretendiendo que no tenía nada que ver con el dolorcito.

En ese momento tuve otra clara y dolorosa confirmación de que las cosas beatas y santurronas nunca serían congruentes con mi existencia ni con los humanos asuntos de mi vida. No quise botar el jodío rosario por respeto y amor a los Novicios, pero lo puse en el bolsillo más chico que encontré en mi mochila, y lo más lejos posible de la sagrada "bota".

El café del desayuno y una tortilla de aspirinas me quitaron el dolor. No hice ningún comentario acerca de mi dolor de espalda porque no fuí capaz de mencionar nada negativo ante tan positiva, altruísta y optimista comitiva.

Ese día coronaría nuestra final ascensión hacia el cenit del volcán Tacora que ahora parecía estar ayudándonos con el último segmento de nuestra empinada jornada, y en donde tendríamos una ceremonia apropiada para celebrar este pequeño, pero valioso logro para nosotros. El viento no se sentía tan frío ahora, y parecía que empujaba vigorosamente nuestras espaldas hacia el helado pero hermoso cráter que esperaba pacientemente en la cúspide de esta antediluviana montaña.

Con renovados bríos reanudamos la trabajosa subida con un irreducible espíritu de conquista y triunfo. Los Novicios iban tarareando un desconocido pero folclórico cántico español que en mi mente evocaba el estribillo campero "Doce Cascabeles", el que aprendí en el Ercilla de los Maristas tiempo atrás, y que Joselito, "El Ruiseñor de España", cantaba con su prístina voz hecha de cristal y luz.

Después de unas sudorosas y esforzadas horas, alcanzamos la esquiva cumbre que nos recibió ansiosamente con un fuerte abrazo invernal en medio del verano, hecho de belleza y de aire puro; con un festival de paisajes, y con un sonoro silencio que llenaba los infinitos espacios y nuestras jóvenes almas de badana. Ese inmortal momento parecía estar gloriosamente predestinado a la Oración de Gracias que los Novicios orquestaron el segundo mismo en que pisamos el cenit. Hasta el viento hizo una pausa para la oración, así que humildemente me arrodillé con los Novicios, y participé con la más profunda honestidad y sinceridad que mi alma y mi corazón podían contener para agasajar el más excelso momento de este trascendental evento.

Después de unos breves y emotivos momentos; cuando la oración había concluído, después de que el amén ya había escapado de nuestros secos labios, y de que la Señal de La Cruz había sido ejecutada respetuosamente, nos paramos súbitamente y al unísono entre exclamaciones de alegría, voces de gozo y baladros de triunfo, saltando contentos como imberbes muchachitos en una mañana de Pascua; nos abrazamos calurosamente en celebración de nuestra larga y agotadora, pero exitosa jornada.

Nada cambió en el mundo a raíz de esta simple pero gloriosa epopeya de un grupo de desconocidos seres humanos tan distintos, de tan dispares orígenes, y con aspiraciones tan disímiles; pero que para nosotros fué una hazaña de la magnitud del mismo Tacora, hazaña que engrandeció en forma magnífica nuestras jóvenes y esperanzadas vidas, nuestras entumecidas almas hechas de los dulces maderos de la verdad, nuestros palpitantes e impetuosos corazones, y especialmente; nuestra efímera y circunstancial calidad humana que acababa de dar un vital paso más hacia la vida real. Una hazaña por cuya meta trabajamos juntos a pesar de nuestras fundamentales diferencias como seres humanos.

Dormimos esa noche en la celestial cúspide del Tacora para descender descansados la próxima mañana que se nos venía encima presurosa. Esa noche durante la cena, uno de los Novicios hizo un chiste Marista diciendo: "Ésta es la Última Cena que tendremos en este punto de la tierra". Por alguna desconocida y misteriosa razón las palabritas "La Última Cena", me producen un angustioso julepe con olor a Apocalípsis… Ahora sí que se me heló la pajarilla que había logrado entibiar con gran esfuerzo con los saltos y las danzas de victoria.

Pero venturosamente está en mi desquiciada naturaleza el salvar y apresuradamente olvidar estos sentimientos incómodos con olor a susto, y esa noche me dediqué a disfrutar en su totalidad de la inestimable compañía de tan monumentales seres humanos en esa valiosa última noche franqueada en una de las más significantes memorias de mi vida, en esas solitarias alturas del planeta en donde el eco no tiene eco.

Poco antes de retirarme a dormir, miré en lontananza desde la corona del Tacora hacia las tierras que descansaban bajo su prominente altura. Pude ver brumosamente el océano, allá a lo lejos tratando de esconderse cubriéndose con las rojizas nubes que le proporcionaba el atardecer del muriente sol; pude ver las titilantes estrellas que ornamentaban un cielo incrustado de ellas, y que gritaban su contento con sus explosivas voces de luz mientras todavía celebraban nuestra victoria; pude ver la luna que sonreía complaciente y me regalaba su luz selenita para que pudiese ver la durmiente tierra que yacía inerte en el blando horizonte. También te ví a tí, sonriente y oculta tras la niebla que desdibujaba tu sonrisa enredada entre las sombras de la noche, sin saber que yo te estaba mirando con tanta esperanza…

El descenso fué rápido, ágil y silente como las dichosas auroras de mi vida. Hicimos sólo una corta parada para descansar, y casi de inmediato continuamos la bajada en una carrera para ganarle a la noche. El polvo del camino nos acompañaba constantemente, y el viento nos daba su última despedida con tibias ráfagas perfumadas de montaña y sol. Llegamos a la destartalada Volkswagen al atardecer. Empacamos sin hablar los trastos que traíamos, y emprendimos el largo viaje de vuelta a casa. En el viaje de retorno me volví a dormir pesadamente, y soñé con las alturas cordilleranas que aún se colgaban perseverantes en los pliegues de mi mente, soñé con mi próxima aventura, y también soñé contigo entre los vaivenes, los sacudones y los saltos del camino.

Ahora ya de vuelta en la Casa Marista del coloquial San Francisco de Limache y con mis pies casi al nivel del mar, y mientras me acomodaba en las estancias perezosamente para disfrutar de la paz y el silencio que esta Magna Casa me procuraría en las semanas venideras, todavía me preguntaba nostálgicamente: ¿Dónde estará la bendita Juana con su ENORME araña requetepeluda y sin patas… (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?, ¿Qué cosas, no?.

El Loco

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