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viernes, 1 de abril de 2011

El Volcán Tacora

La palabra Tacora es una voz amerindia mayoritaria llamada Aimará (o Aymará) que quiere decir "pasto invernal", o "pasto de Invierno". Esta voz india evoca las amables hierbas y piensos que crecen pacíficamente en contorno al silente cráter del volcán Tacora, alimentados cariñosamente por las húmedas y tibias bocaronadas de vida que expelen las sosegadas y sulfúricas fumarolas del Tacora.

El Tacora es un volcán que asienta su enorme caldera en las nortinas tierras chilenas, en la Comuna General Lagos. Es del tipo estratovolcán en estado de fumarola del que no se tiene memoria de su última erupción. Con su elevación de 5,980 de enrarecidos y montañosos metros sobre el nivel de ese mar que tranquilo te baña, es el volcán más septentrional de todos los 138 volcanes existentes en la región cordillerana chilena.

El río Lluta --voz aimará para "resbaloso"-- es un río con una longitud de 147 kilómetros con un caudal de 2,3 m3/s, y de régimen pluvial que le besa románticamente los pies al Tacora, y se origina a más de 3.900 metros sobre el nivel de mar, en la confluencia de la quebrada de Caracarani (en los faldeos del volcán Tacora), y el río Azufre, en las estribaciones preandinas de la Provincia de Parinacota, algunos nerviosos kilómetros de reojo al sur de la frontera con el Perú, y que desemboca a 4 bellos y abiertos kilómetros al norte de la histórica y guerrera ciudad de Arica.

El volcán Tacora se encuentra quieta y pacientemente sentado hasta hoy en la Región de Arica y Parinacota; que es el rincón más boreal de la Cordillera de Chile, la cuál como he expresado en forma clara y subjetiva anteriormente en mis elementales escritos, es conocida por los menos agraciados intelectualmente como: "Cordillera de Los Andes". ¿Qué cosas, no?

Si te empinas un poco en la limpia y fría cúspide de este glorioso volcán durmiente, verás el Estado Plurinacional de Bolivia(1), país conocido para la mayoría simplemente como Bolivia; nombre derivado del apellido del Libertador Simón Bolívar, en el cual reside contra su voluntad el "hermano" gemelo del volcán Tacora, el volcán Chupiquiña, que por cierto es de menos elevación, y su posición marca el comienzo de la Cordillera del Barroso, un obscuro y difícil desfiladero que las polvorientas pero marciales, decisivas y gallardas botas y polainas del Séptimo de Línea hicieron temblar un día.

(1) El nombre Bolivia se originó cuando el Libertador le dió a Don Antonio José de Sucre la opción de mantener estas tierras como Perú Superior (Bolivia actual) bajo la recién formada República del Perú; acoplarse a las provincias unidas de Río de la Plata, o declarar formalmente su independencia del Virreinato de Perú que dominaba la mayor parte de la región. Don Antonio José de Sucre optó por crear una nueva nación y, con la ayuda local, la nombró en honor de Simón Bolívar.

Los yacimientos de azufre que se arrellanan en las laderas del volcán Tacora traen reminiscencias de la sangrienta historia que se desenvolvió en el Norte chileno, por allá entre los inquietos y dementes años de 1879 y 1883. Como silente testigo de esta injusta masacre moral humana está abandonada la importante azufrera de aquellos tiempos pasados, la Mina Aguas Calientes, la que en sus ajadas murallas guarda estampadas para siempre, horrendas visiones que son testigos de las inicuas, obstinadas y perecederas actitudes de esta bestial naturaleza animal, tan original y congénita en nosotros.

La Mina Aguas Calientes despachaba aceleradamente una fortuna en azufre hacia Bolivia en el pequeño ramal ferroviario de Arica a La Paz, riqueza que obtenía de los numerosos depósitos de sulfuro que se acomodan en la montura entre el Tacora y el Chupiquiña; haciendo trabajar arduamente a sus empobrecidos trabajadores -chilenos, peruanos y bolivianos por igual- bajo el implacable yunque del sol Ariqueño, los cuales vivían como podían en los arruinados e infernales poblados cercanos al volcán Tacora, los miserables caseríos de Villa Tacora y Villa Industrial. Los rumores que flotan entre los ajados edificios del ingenio de Aguas Calientes dicen que más de algún poblador vió, aunque efímeramente y escondidos furtivamente detrás de unas frondosas y esotéricas pestañas; los serenos y hermosos ojos de Leonora Latorre.

El volcán Tacora tiene una plataforma constituída de ignimbrita(2) a una elevación aproximada de unos 4,200 metros, la que forma el altiplano de Arica. Su cónica y áspera cúspide -típica de una cordillera joven- está cubierta por glaciares hasta una elevación de cerca de 5,500 metros, y el cráter de su última explosión se ubica pacientemente en la cara noroeste del volcán, a unos 300 fríos y silenciosos metros antes de llegar a la cumbre.

(2) La ignimbrita es el depósito de una corriente piroclástica, o flujo piroclástico denso, que es una suspensión incandescente de partículas y gases que fluye rápidamente de un volcán en erupción. La composición más típica de la ignimbrita contiene rocas volcánicas compuestas de dacita o riolita.

El volcán Tacora tiene una infrecuente y quizá insólita relación con aquellos días en que pasaba mi tiempo peregrinando por el mundo en busca de una dirección para mi inconcebible vida de joven irresoluto, durante el período aquél en que me pasaba el tiempo gastando zapatos como si no hubiese un mañana. Esta relación se forjó imprevistamente y sin planes anticipados en la reposada y honrada ciudad de San Francisco de Limache, que se enclava relativamente cerca del portentoso Puerto de Valparaíso, en la histórica V Región de Chile, en donde los tomates de la región son dulces y hermosos, y sus higos pueden saciar a los Poderes Celestiales más pitucos(3).

(3) La palabra pituco(a) en Chile se refiere a una persona considerada por sus congéneres como "Jaibona", "Cuica", "Cursi", "Siútica", o "Snob". En Cuba se les conoce simple y abiertamente como "Comemierdas". Cabe mencionar aquí que la palabra cuico significa lombriz en la honrosa lengua Quechua.

Mi amado tío Lucho, quién sin litigio es el más portentoso Hermano Marista de que se tenga memoria en los docentes anales de Champagnat, me invitó a pasar unas semanas del caluroso verano que se enseñoreaba oficioso en el cono sur del planeta, en la Casa de los Hermanos Maristas de San Francisco de Limache. Quizá con la más inocente esperanza de que la compañía de los Hermanos y de los Novicios(4), algo de sentido común y madurez se me podrían vincular, por osmosis o inercia; pero de alguna manera pegarse en mi vida para calmar los azarosos días de mi descompaginada y libertadora existencia. No funcionó. No, po.

(4) Estos Novicios eran los últimos entusiastas reclutados que estaban recién llegados desde España para su "entrenamiento" en los gajes del oficio de la gloriosa y efectiva enseñanza Marista.

Llegué a la Casa Marista un soñoliento y cálido día Sábado por la tarde con mi mochila llena de ropa impía y un atado grande de excéntricos sueños pendientes. Los gorriones aún gorjeaban sus cantos de atardecer entre las flácidas ramas de los ciruelos que adornaban la calle en que se sentaba la Casa Marista, y a lo lejos podía oír el refunfuñante roncar de la "Sol del Pacífico" que aceleraba ocupadamente para salvar la última pendiente del camino cicatrizado por temblores y terremotos, para salir de la ciudad de Limache, y escapar raudamente hacia el poniente. La grácil vendedora de alfajores, camotes, berlines, empolvados, dulces de Curacaví y otras exquisitas menudencias gastronómicas de esta Quijotesca zona que nunca ha perdido su afable y romántico dejo del alma de España, me ofreció sus exquisitas vendimias. Fué un buen intento, pero yo estaba más quebrado que ensalada de vidrio, y no tenía ni un diezmo para hacer cantar a un mudo. Siempre durante mi juventud estuve más quebrado que promesa de político, pero las cosas cambiarían radicalmente un día.

Mi amado tío Lucho me estaba esperando con su característica, espléndida e imborrable sonrisa, y con sus brazos más abiertos que ojos asustados para darme la bienvenida como hacía siempre con cualquier ser humano que franqueaba su santo camino. Después de las salutaciones y presentaciones de rigor con los otros Hermanos que le acompañaban en su espera, mi esperanzado tío Lucho me enseñó mi cuarto en la Casa, el que a la postre, ocuparía muy poco.

Esa noche nos reunimos a comer en la gran mesa Marista que ofrecía una variedad de alimentos, que aunque eran simples y frugales, prometían satisfacción y por alguna desconocida razón para mí, un seráfico y bienvenido agrado. Por supuesto que en la mesa de duros tablones habían vino, pan y queso. Una cena digna de Marcelino Pan y Vino. Después de la infaltable dedicación de los alimentos, los Hermanos, los Novicios, mi tío Lucho y yo nos enfrascamos en una alegre y ruidosa conversación con sacras exclamaciones y explosivas risas que duró más de lo que ellos estaban acostumbrados, y en donde tuve la oportunidad de relatar algunas de mis chifladas aventuras y estrafalarios viajes que no sólo aturdieron la imaginación de los Novicios(5), pero que les entretuvieron hasta que uno de ellos anunció cortésmente de que deberían retirarse para descansar, y estar preparados para el largo viaje de la mañana siguiente.

(5) He escogido libremente no delatar los nombres reales de los susodichos envueltos con el solo afán de proteger sus virtuosas identidades. Cualquier afinidad con la realidad, es una mera e inocente coincidencia.

Como la curiosidad sólo mata gatos (gatos huevones si me pregunta usted), sin miedo a morir pregunté sin morosidad de qué se trataba el viaje. Uno de los Hermanos me explicó "maristamente" que como parte de la preparación e instrucción para convertirse en "mocho" oficial, los Novicios irían a subir una gran montaña para acercarse más a la naturaleza, a su propia naturaleza, para meditar sobre lo que serían sus vidas, para seguir discerniendo su vocación, y también para distraerse un poco después de los largos y pesados meses de estudios en el Noviciado Marista de Sevilla, localizado en la calle Ingeniero La Cierva 42, Sevilla, en la Provincia de Sevilla y su Comunidad Autónoma de Andalucía, España.

¡Para qué decir cómo me picó el bichito de la aventura! Con la abierta, pero honesta desfachatez que me caracterizaba en aquellos delirantes años pregunté cándidamente (car'e raja en chileno): "¿Puedo ir con ustedes?" - y agregué rápidamente antes de respirar - "¡Puedo ayudar a llevar los trastos, a cocinar, y no interferiré con sus rosarios ni meditaciones! ¡No fumo, no tomo, y soy más sano que un níspero!"

Todos se miraron desconcertados los unos a los otros repetidamente con cara de ¿¡Qué dijo qué!?, y después de un breve e incómodo momento en que el sepulcral silencio fué quebrado tímidamente por el inocente Hermano Fulgencio que dejó escapar contra su santa voluntad, un efímero pero hediondo peo apenas perceptible y en una insostenible nota que ni un barítono podría alcanzar; el Hermano Director dijo con su voz pretérita y con un silbatillo característico de los viejos ezpañolez: "Puez chaval, que tengáiz un buen viaje, ¡y por Diosh no me alborotéish a loz Noviciosh!". Cuando escuchó ésto mi querido y amado tío Lucho, arqueó estertóreamente sus sabias cejas que emitieron un sonido gutural, se puso medio turnio, y mientras la palidez del rostro lo hacía lucir como un zombi con gastroenteritis, exclamó: "Pues bién, está decidido", y acto seguido, recuperó rápidamente su alegre sonrisa y los colores del rostro que le caracterizaban, antes de que la gota de frío sudor originada en sus cejas, llegara a destino en su cachete derecho. Pude notar que al menos siete canas le aparecieron súbitamente en su santo cuero cabelludo.

Conociendo a mi bien amado tío Lucho, esa infrecuente arqueada de cejas significaba mucho más de lo que podía leerse en ella. Me pareció ver los vertiginosos pensamientos que cruzaban frenéticamente por su cabeza: "¡Coño! ¡Se jodieron los Novicios! ¿¡Quizá ésta sea la prueba celestial de vivir con el demonio mismo y sobrevivir!? … uhm… pondré algunos rosarios extra y un botellón de agua bendita para emergencias y pánicos… !Ah! y también unos escapularios sanforizados de Santo Toribio de Liébana, el santo de las Perpetuas Indulgencias. ¡Ayayay Diosito santo, ojalá este sobrino mío no les arrastre a la capital del infierno(6)!". Creo que su sufrimiento emocional sólo se puede comparar al dolor de las arrugadas criadillas cuando te las abofetean con ortiga.

(6) Para aquellos individuos poco familiarizados con las anchas Praderas del Carajo, la capital del infierno se llama Pandemónium. Esto es de acuerdo al poema épico "El Paraíso Perdido" escrito en el Siglo XVII por el poeta inglés John Milton.

¡La sacrosanta expedición sería al volcán Tacora! ¡Varios días! Sin duda una dura y severa prueba para los Novicios -no por lo alto de la enhiesta montaña, sino que por el alarmante calibre de la compañía que ahora acarreaban-; y una delicada situación para mí, porque después de todo, tenía que "comportarme", una palabrita que no solamente sonaba sospechosa, pero que tampoco tenía mucho sentido común para mí en aquellos fervientes e impetuosos días de esta vida mía a la que adoro tanto.

Rápidamente acordamos a qué hora partiríamos la mañana siguiente en esta nueva correría que agregaría una página más al compendio de mi chúcara vida, y después de la simple pero opípara cena regada onerosamente con buenos vinos, nos retiramos a descansar. Casi no tuve necesidad de desempacar, solamente tuve que sacar un par de cosas de mi morral, y ya estaba listo para esta nueva, imprevista, pero bienvenida expedición.

La siguiente mañana madrugamos sin contemplaciones en la Casa Marista de San Francisco de Limache pues nos esperaba un larguísimo recorrido hasta ese elevado rincón de Chile, y nuestra jornada no estaba exenta de variados compromisos personales que contribuirían a esta expedición. Afortunadamente las condiciones meteorológicas no eran adversas, sino que propicias para ese largo día de verano que apenas comenzaba a desenvolverse silenciosamente y a obscuras, mientras que los inquietos gorriones aún dormitaban la madrugada a suspiros.

No sabía aún en qué servicio de buses nos embarcaríamos para nuestro largo trayecto. Me imaginaba que sería una de las líneas de buses conocidas como Tur-Bus, Pullman, Tas-Choapa, Expreso Norte, Cóndor Bus, Andes-Mar-Bus, o cualquiera de éstos folklóricos servicios; pero para mi sorpresa, los Novicios y el Hermano Ismael -quién era el Indiana Jones Marista de aquellos tiempos- se encaramaron a una camioneta Volkswagen más vieja que mear en las murallas.

Rápida y ágilmente acomodaron y amarraron bultos, paquetes y mochilas en la oxidada parrilla del techo del berlinés vehículo. Nos acomodamos un poco apretados en los asientos que estaban llenos de hoyos, y la vieja VW partió tirándose sonoros pero megalómanos peos mientras que su chasis se quejaba por todos lados. Antes de que el sol hubiese despertado, y mucho antes de que los árboles se hubiesen sacado sus espectrales pijamas hechos de las sombras de la noche; ya estábamos sorteando los hoyos de la carretera camino al norte.

A pesar de que estaba lleno de excitación por el viaje, pronto me dormí en la camioneta que me acurrucó con el suave ronroneo de su motor tedesco y sus disonantes flatulencias esporádicas. No sé cuánto tiempo dormí, pero cuando los Novicios me despertaron en un gasolinera que estaba apagando la sed de la camioneta con "regular", era ya de día, y como todos teníamos la pilcha llena, hicimos una rápida pero aliviadora parada en el baño de la estación Copec.

El resto del día fué lo mismo: paradas para gasolina, para echar la corta, y para cambiar de choferes cada tres o cuatro horas. Este era un viaje de cerca de 1,700 kilómetros que la Volkswagen se iba comiendo sin descanso entre saltos y peos, llenadas de tanque, carreras para el baño, y dos largos días de jornada. Mientras más nos acercábamos al Norte de Tarapacá, más bello parecía el paisaje, y las lejanas montañas de la Cordillera de Chile que nos habían estado espiando casi desde que pasamos Caleta Polcura, atrapaba como garra de halcón nuestras intensas miradas que se perdían de admiración ante la descomunal e imponente belleza del paisaje cordillerano.

Finalmente llegamos a las faldas del Tacora. Estábamos cansados, soñolientos, hambrientos y con las piernas entumecidas de tanto estar sentados, pero contentos de haber llegado finalmente a nuestro destino, aunque éste era sólo el punto de partida. Era casi de noche y el Tacora nos miraba condescendientemente con una sonrisa jovial de bienvenida. Esa noche dormimos pesadamente en un derruído albergue del que no me acuerdo de su nombre, pero que quedaba a corta distancia de la blanca y pedregosa Iglesia de Tacora.

La mañana siguiente estaba más fría que iglú con ventanas abiertas, a pesar de que un violento verano que reclamaba aquellos altos días de la cordillera que parecía pagarle sumiso y servil tributo al volcán Tacora, el cual se levantaba enorme en el horizonte… esperándonos pacientemente… Después del frugal desayuno, nos encaminamos hacia el volcán, cada uno con una "bota" llena de vino, y entre alegres conversaciones, iniciamos la larga ascensión de este gigante fabuloso.

Mientras caminábamos cuidadosamente sobre las piedras que tapizaban nuestro agreste camino, al mismo tiempo que íbamos pasando lentamente grandes peñascos, farallones, y escarpados promontorios, entretanto que el silbante viento cordillerano nos lamía las orejas; no pude dejar de notar la cantidad de arañas peludas que corrían entre las piedras. Parecían una alfombra móvil que se agitaba al unísono de nuestros pasos. Miré a las arañas peludas que estaban cerca de mí, y no pude dejar de acordarme de la Juana que tenía una ENORME araña requetepeluda, pero que no tenía patas… (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?.

El melancólico atardecer nos recibió con un oscuro y frío sereno cuando llegamos al pié del Tacora que ahora se mostraba colosal y majestuoso. Acampamos en nuestra vieja y malograda carpa en el lugar más plano que pudimos encontrar. Después de unos afanosos minutos limpiando el lugar de piedras y rocas para instalar la carpa, encendimos una fogata hecha de cetrinos tronquitos y preparamos, en ese momento, la comida de más elevada altitud que había tenido ese raudo año. Quizá fué está mi primera y verdadera "comida Andina", a pesar de que mi querido tío Lucho me había llevado a vivir profundamente la Cordillera de Chile en cada fibra de mi ser desde mucho antes de que hubiese aprendido a sonarme los mocos por mí mismo.

La siguiente madrugada estaba mas fría que mano de muerto en la espalda. El café matutino apenas pudo poner una dentellada de calor en nuestros cuerpos, y los huevos revueltos con tocino y queso manchego que los Novicios prepararon diligentemente, sabían a aventura, a esperanza, y a paraíso. Después del rápido y fértil desayuno que engullimos casi, casi antes de que el sol se levantara en el Oriente; levantamos campo, e iniciamos nuestro ascenso hacia la cumbre del autoritario Tacora, cumbre que por ahora, lucía un poco lejana e impersonal.

Mientras escalábamos esforzadamente entre quejidos y sudor, cada cierto tiempo nos asegurábamos rápida pero diligentemente de que la "bota" estuviera donde debería estar colgada -balanceándose graciosamente tal como yo lo hice en las criadillas de mi padre antes de nacer mientras todavía era nada más que un inquieto y resuelto espermio- en uno de los costados de nuestras abarrotadas mochilas.

Mientras ascendíamos con la mansedumbre que el Tacora demandaba, tomé algunas fotografías del imponente paisaje, de la grandiosidad de la cordillera, de los inviolables expedicionarios Maristas, y de las otras montañas y pináculos que parecían mínimos comparados a la imponente estatura del volcán Tacora y que abiertamente parecían pagarle eterna servidumbre a su magna altura. Allá a lo lejos, podía observar el Océano de Chile que reflejaba el sol como si éste estuviese allí mismo. Sé que hay otro grupo de individuos menos agraciados intelectualmente que conocen al Océano de Chile como "El Océano Pacífico". ¿Qué cosas, no?.

A esas alturas, también noté de que las arañas peludas habían desaparecido casi por completo. No todas se habían esfumado por cierto. La ENORME araña requetepeluda de la Juana - la sin patas- todavía se aferraba convulsivamente a los subversivos pensamientos que tapizaban mi frente y me enfurecían el espíritu contenido en el "marruecos"… Debo de agregar con sinceridad aquí de que la araña requetepeluda de la Juana era sumisa, domesticada y apacible, pero cuando se alborotaba, su pacífico talante se sulfuraba convulsivamente convirtiéndose en un dragón tremendamente furioso y enérgico!.. (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?.

Después de aproximadamente unas cinco horas de inhumana marcha hacia las alturas que se encontraban allí desde mucho antes de que los malolientes pies de los primeros humanos se hubiesen posado en sus vírgenes suelos; nos detuvimos a hacer una merecida pausa para descansar, y para recuperar nuestras agotadas fuerzas. Durante esta pausa, lo Novicios rezaron el rosario.

Cuando estábamos haciendo esta pausa durante esta apasionante escalada, me sentía como Ponce de León buscando la Fuente de la Juventud y trataba de imaginarme cómo se habría sentido el Coronel Percival Harrison Fawcett cuando buscaba la Ciudad Perdida de Z en los límites de lo desconocido del Mato Grosso; o cómo se habría sentido emocionalmente Thor Heyerdahl a bordo de su balsa Kon-Tiki hecha de pae-pae, en su incansable persecución de los orígenes de la gente Polinésica. Quizá las emociones de estos exploradores fueron diametralmente diferentes a lo que yo sentía en ese momento, pero éstas emociones mías no eran menos apasionantes o grandiosas.

Una cosa que me llamó poderosamente la atención fué que los rosarios que los Novicios apretaban entre sus afanosos dedos, esa ristra de cuentitas las que pasaban una a una después de cada sesión de lento y serio rumoreo, eran sumamente largos. Como yo siempre he buscado la mejor manera de hacer las cosas, y para no ser menos, me construí rápidamente un rosario cortito, de apenas tres simples guijarros y sin cruz. Esto solucionó el problema. Me puse a rumorear al unísono con los Novicios, y para el tiempo que ellos terminaron el rito de UN rosario, ¡yo ya había refunfuñado sesenta y dos! Nunca entendí el asuntito del rosario tan largo y por qué ellos nunca adoptaron mi sistema que era mucho más rápido y ágil… ¿Qué cosas, no?

Acto seguido y después de las devotas formalidades requeridas en cada parada que hacíamos, reemprendimos jovialmente la ascensión, que ya les estaba haciendo pagar a nuestras piernas el sobreprecio muscular impuesto por la subida y la altura, mientras que nos acercábamos a la ancha cintura del Tacora que parecía complacido con nuestro esfuerzo. Ahora el aire era más pesado y costaba un poco más respirar. Las mochilas y los bultos parecían estar llenos de piedras, y el dolor de las ampollas en los pies molestaban más que la micótica y pestilente picazón del pié de atleta.

Pero esto no era ningún obstáculo para los alegres y determinados Novicios que predicaban con el ejemplo, y que me hacían sentirme nuclearmente orgulloso de contarme entre sus beatas y nobles filas. Por primera vez en mi vida, que por cierto estaba pesadamente tapizada de excursiones, expediciones, viajes, paseos, travesías, marchas, caminatas y correrías hasta ese momento, no escuché ni un solo garabato, ni una mala palabra, ni una expresión de negatividad, ni una maldición, y ni siquiera ví un mísero gesto de desdén en toda la jornada. Me comencé a asustar un poco porque empecé a creer que estaba en cielo en compañía de los Apóstoles Maristas. Un temblante escalofrió me recorrió la espina dorsal desde el Atlas hasta el Coxis, pero afortunadamente no me heló la pajarilla, que por cierto ya estaba bastante fría, resultado de la apropiada cortesía del gélido viento cordillerano.

Todavía estábamos transitando ocupadamente sobre la plataforma de ignimbrita, así que sabía que aún nos faltaba la mitad más alta y más dura para conquistar, pero con dicha compañía estaba convencido que podía conquistar las cumbres del mismísimo Infierno. Esa noche acampamos calladamente en un desolado paraje que se inclinaba peligrosamente y en que el viento pululaba ruidosamente, quizá para recordarnos el tamaño de las colosales fuerzas con las que estábamos lidiando. Con esta eólica y pululante canción de cuna nos fuimos a dormir con un pié amarrado a una estaca empotrada en el duro y frío suelo Tacorino para no despertar en Arica a la mañana siguiente.

La consiguiente asoleada y perfecta mañana que llegaba más apurada de lo que esperaba, amanecí con un punzante dolor de espalda. Era como si me hubiesen aguijoneado ahí con un taco de pool. Cuando indagué con mi mano para descubrir el origen de tan odioso dolor, encontré el rosario chico de piedritas que había manufacturado el día anterior y que había olvidado sacármelo del bolsillo, el cual estaba cómodamente acostado entre mi saco de dormir, y mi aterida espalda. Obviamente se estaba haciendo el loco y pretendiendo que no tenía nada que ver con el dolorcito.

En ese momento tuve otra clara y dolorosa confirmación de que las cosas beatas y santurronas nunca serían congruentes con mi existencia ni con los humanos asuntos de mi vida. No quise botar el jodío rosario por respeto y amor a los Novicios, pero lo puse en el bolsillo más chico que encontré en mi mochila, y lo más lejos posible de la sagrada "bota".

El café del desayuno y una tortilla de aspirinas me quitaron el dolor. No hice ningún comentario acerca de mi dolor de espalda porque no fuí capaz de mencionar nada negativo ante tan positiva, altruísta y optimista comitiva.

Ese día coronaría nuestra final ascensión hacia el cenit del volcán Tacora que ahora parecía estar ayudándonos con el último segmento de nuestra empinada jornada, y en donde tendríamos una ceremonia apropiada para celebrar este pequeño, pero valioso logro para nosotros. El viento no se sentía tan frío ahora, y parecía que empujaba vigorosamente nuestras espaldas hacia el helado pero hermoso cráter que esperaba pacientemente en la cúspide de esta antediluviana montaña.

Con renovados bríos reanudamos la trabajosa subida con un irreducible espíritu de conquista y triunfo. Los Novicios iban tarareando un desconocido pero folclórico cántico español que en mi mente evocaba el estribillo campero "Doce Cascabeles", el que aprendí en el Ercilla de los Maristas tiempo atrás, y que Joselito, "El Ruiseñor de España", cantaba con su prístina voz hecha de cristal y luz.

Después de unas sudorosas y esforzadas horas, alcanzamos la esquiva cumbre que nos recibió ansiosamente con un fuerte abrazo invernal en medio del verano, hecho de belleza y de aire puro; con un festival de paisajes, y con un sonoro silencio que llenaba los infinitos espacios y nuestras jóvenes almas de badana. Ese inmortal momento parecía estar gloriosamente predestinado a la Oración de Gracias que los Novicios orquestaron el segundo mismo en que pisamos el cenit. Hasta el viento hizo una pausa para la oración, así que humildemente me arrodillé con los Novicios, y participé con la más profunda honestidad y sinceridad que mi alma y mi corazón podían contener para agasajar el más excelso momento de este trascendental evento.

Después de unos breves y emotivos momentos; cuando la oración había concluído, después de que el amén ya había escapado de nuestros secos labios, y de que la Señal de La Cruz había sido ejecutada respetuosamente, nos paramos súbitamente y al unísono entre exclamaciones de alegría, voces de gozo y baladros de triunfo, saltando contentos como imberbes muchachitos en una mañana de Pascua; nos abrazamos calurosamente en celebración de nuestra larga y agotadora, pero exitosa jornada.

Nada cambió en el mundo a raíz de esta simple pero gloriosa epopeya de un grupo de desconocidos seres humanos tan distintos, de tan dispares orígenes, y con aspiraciones tan disímiles; pero que para nosotros fué una hazaña de la magnitud del mismo Tacora, hazaña que engrandeció en forma magnífica nuestras jóvenes y esperanzadas vidas, nuestras entumecidas almas hechas de los dulces maderos de la verdad, nuestros palpitantes e impetuosos corazones, y especialmente; nuestra efímera y circunstancial calidad humana que acababa de dar un vital paso más hacia la vida real. Una hazaña por cuya meta trabajamos juntos a pesar de nuestras fundamentales diferencias como seres humanos.

Dormimos esa noche en la celestial cúspide del Tacora para descender descansados la próxima mañana que se nos venía encima presurosa. Esa noche durante la cena, uno de los Novicios hizo un chiste Marista diciendo: "Ésta es la Última Cena que tendremos en este punto de la tierra". Por alguna desconocida y misteriosa razón las palabritas "La Última Cena", me producen un angustioso julepe con olor a Apocalípsis… Ahora sí que se me heló la pajarilla que había logrado entibiar con gran esfuerzo con los saltos y las danzas de victoria.

Pero venturosamente está en mi desquiciada naturaleza el salvar y apresuradamente olvidar estos sentimientos incómodos con olor a susto, y esa noche me dediqué a disfrutar en su totalidad de la inestimable compañía de tan monumentales seres humanos en esa valiosa última noche franqueada en una de las más significantes memorias de mi vida, en esas solitarias alturas del planeta en donde el eco no tiene eco.

Poco antes de retirarme a dormir, miré en lontananza desde la corona del Tacora hacia las tierras que descansaban bajo su prominente altura. Pude ver brumosamente el océano, allá a lo lejos tratando de esconderse cubriéndose con las rojizas nubes que le proporcionaba el atardecer del muriente sol; pude ver las titilantes estrellas que ornamentaban un cielo incrustado de ellas, y que gritaban su contento con sus explosivas voces de luz mientras todavía celebraban nuestra victoria; pude ver la luna que sonreía complaciente y me regalaba su luz selenita para que pudiese ver la durmiente tierra que yacía inerte en el blando horizonte. También te ví a tí, sonriente y oculta tras la niebla que desdibujaba tu sonrisa enredada entre las sombras de la noche, sin saber que yo te estaba mirando con tanta esperanza…

El descenso fué rápido, ágil y silente como las dichosas auroras de mi vida. Hicimos sólo una corta parada para descansar, y casi de inmediato continuamos la bajada en una carrera para ganarle a la noche. El polvo del camino nos acompañaba constantemente, y el viento nos daba su última despedida con tibias ráfagas perfumadas de montaña y sol. Llegamos a la destartalada Volkswagen al atardecer. Empacamos sin hablar los trastos que traíamos, y emprendimos el largo viaje de vuelta a casa. En el viaje de retorno me volví a dormir pesadamente, y soñé con las alturas cordilleranas que aún se colgaban perseverantes en los pliegues de mi mente, soñé con mi próxima aventura, y también soñé contigo entre los vaivenes, los sacudones y los saltos del camino.

Ahora ya de vuelta en la Casa Marista del coloquial San Francisco de Limache y con mis pies casi al nivel del mar, y mientras me acomodaba en las estancias perezosamente para disfrutar de la paz y el silencio que esta Magna Casa me procuraría en las semanas venideras, todavía me preguntaba nostálgicamente: ¿Dónde estará la bendita Juana con su ENORME araña requetepeluda y sin patas… (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?, ¿Qué cosas, no?.

El Loco

jueves, 5 de agosto de 2010

El Morro de Arica

El Morro de Arica

Arica es una ciudad que comparte una romántica y escueta parte de mi vida mortal y perecedera, y conlleva una gran parte de mi vida práctica emocional. Nunca tuve amores en Arica porque se supone que esos amores se tengan en Mejillones(1), pero el amor emocional hacia Arica se revela de su brava y valiente historia durante la Guerra del Pacífico donde uno de mis tatarabuelos fué administrador y Presidente: El Ilustrísimo Colegiado Don Domingo Santa María, orgullo de la familia y guerrero inmortal chileno, quien gobernó la patria y administró la Guerra del Pacífico desde el 18 de Septiembre de 1881 hasta el 18 de Septiembre de 1886.

Durante su administración el dispuso de la Guerra del Pacífico hasta su término en 1883. Se las arregló para capturar Lima y forzar al Perú a firmar el tratado de Ancón en Octubre de 1883, poniendo así término a la guerra. Mi tatarabuelo fué precedido por Aníbal Pinto(2) y sucedido por José Manuel Balmaceda(3).

Búsquedas arqueológicas han arrojado evidencia de que la región de Arica estaba habitada por diferentes grupos nativos por lo menos desde hace unos 10.000 años. Parte de la evidencia se encuentra en el cementerio de Chinchorro(4) localizado en una playa de Arica. Esta guerrera ciudad fué fundada por el Capitán Español Don Lucas Martínez de Begazo en 1541, quién llegó inicialmente a estos periféricos territorios del gran imperio Inca con Don Francisco Pizarro. El Rey de España nombró a Don Lucas Martínez de Begazo Encomendador de las Tierras de Arequipa y Arica.

El ilustre fundador de Arica, Don Lucas Martínez Begazo nació en Trujillo, España en el año de 1510, pero no se sabe a ciencia cierta la fecha exacta de su nacimiento, y murió en la ciudad de Lima, Perú el 29 de abril de 1567. Fué hijo de Francisco Martínez Begazo y de Francisca de Valencia. Don Francisco Martínez Begazo fué un honorable conquistador español en el recientemente descubierto Nuevo Mundo.

Don Lucas llegó a Panamá en el año 1529 de su Majestad El Rey de España, y allí se acopló a la tercera expedición que preparaba Don Francisco Pizarro, quién en ese entonces levantaba velas para dirigirse hacia la costa del Perú, en una clara y soleada mañana acariciada por una serena y salina brisa marina, el 27 de Diciembre de 1530.

Después de su fundación como la Villa de San Marcos de Arica, la localidad creció en tamaño e importancia estratégica para España, y en 1570 se le nombró "La Muy Ilustre y Real Ciudad San Marcos de Arica". Hoy simplemente: Arica.

Como de costumbre, todos nuestros conquistadores antepasados provenientes del Viejo Continente traían títulos de "Guzmanes", un rótulo de alta y añeja nobleza rebosante de pedigrí; y unos nombres más largos que la constipación de harina tostada. Por ejemplo tenemos al Conde de la Conquista Don Álvaro Núñez Cabeza de Vaca y de Zurita Jerez de la Frontera. ¡Qué lo parió! Si yo hubiese sido uno de aquellos Guzmanes de la nobleza de la época, mi nombre hubiese sido: El Muy Ilustre Don Rodrigo Antonio Silvestre Guajardo Izquierdo de Santa María y Escobedo y al que me Robe el Lápiz que le salga Joroba Morisca. ¡Olé, coño!

Lo curioso es que muchos de estos nobles caballeros se comportaban como unos vulgares bandidos. Don Lucas Martínez Begazo y los soldados de Pizarro desembarcaron en Túmbez, en la costa norte peruana y marcharon hasta San Antonio de Cajamarca al interior de Perú buscando el oro del Imperio. Después de un corto trueque de información con los Incas usando emisarios por ambas partes, se concertó un encuentro entre Pizarro y Atahualpa.

El 16 de noviembre de 1532 capturaron a mansalva al crédulo Inca Atahualpa y le sacaron la cresta. El 26 de Julio de 1533 decidieron ejecutar a Atahualpa y nuestro querido Lucas Martínez dejó testimonio escrito de este suceso: ... "al tiempo que dieron garrote e mataron al dicho Atabalipa(5), dijo que encomendaba sus hijos al gobernador don Francisco Pizarro, e apercibiéndole don fray Vicente de Valverde…" y el resto realmente no le interesa a nadie.

Después de que mataron a Atahualpa, Lucas y los soldados de Pizarro apretaron cachete hacia el Cuzco; y una vez allí, asaltaron, se tomaron la ciudad, y la saquearon de todos los tesoros incaicos.

Pero la dulce y valiente ciudad de Arica que es una de las ciudades más secas del planeta, no tiene ninguna culpa de estos cruentos sucesos ni de aquellos hechos ignominiosos. Arica es una hermosa y limpia ciudad con aproximadamente unos 200.000 audaces habitantes (sin contar las momias), a sólo 18 inestables kilómetros del Perú, y descansa serenamente en los invitantes alrededores del Valle de Azapa, donde crecen las más prodigiosas y formidables aceitunas del planeta.

Arica tiene una piedrita muy famosa. Normalmente se le conoce como El Morro de Arica. Esta colosal y geológica roca se ubica frente a ese mar que tranquilo te baña, y posee 139 sangrientos, heroicos, y escarpados metros de altura pavimentados de vidas patrióticas y gentiles, y tapizado de gritos de combate y arenga. Si te sientas en las ahora calladas y silenciosas trincheras que rodean las escabrosas laderas del Morro y escuchas con atención; todavía podrás oír los sones y los gritos de guerra de nuestros antepasados.

Algunos dicen que es el viento, pero yo sé que son las voces de nuestros héroes porque puedo escuchar claramente sus conversaciones bélicas y los ruidos pesados y furtivos de los decididos soldados de bombachas coloradas y guerreras azules, las cuales se veían gallardas y hermosas bajo el implacable sol del desierto del norte, brillando brutalmente sobre las polvorientas casacas de botones dorados y cubiertas del violento carmesí color de la sangre chilena.

Más allá del horizonte del desierto dibujado por la quieta y silenciosa camanchaca, allá escondidos detrás del seco mutismo de Atacama puedo oír los decididos y sordos pasos de la soldadesca del Séptimo de Línea que enarbolando sus Gloriosos y Viejos Estandartes sembrados de cicatrices de gloria y haciendo redoblar sus rugientes tambores de combate, entonan sus ahogadas canciones de guerra mientras avanzan con coraje y sin mirar atrás a enfrentar resueltamente la muerte de largos brazos y postreros alientos.

Mirando en lontananza desde las quietas trincheras, entre la roja polvareda me parece ver un sudoroso quepís galopando orgulloso a la cabeza del batallón de los Jinetes del Infierno. Oigo sus diáfanos clarines de batalla golpeando esos bravíos corazones, y puedo oír aquellos tiros de carabina que a pesar de haber sido descargados hace más de 100 años, sus ecos aún resuenan en nuestros corazones; y también puedo escuchar calladamente los sigilosos y tristes lamentos de aquellos cófrades que fueron despedazados a bayonetazos en encarnizadas y malditas batallas. Yo los puedo oír... pero algunos dicen que es el viento...

El Morro de Arica se observa claramente y sin obstrucciones desde casi cualquier punto de la ciudad. Al pié de este lugar hay una plaza que exhibe algunos de los acérrimos armamentos que tronaron bajo la sombra y protección de sus belicosas banderas, y al son del valeroso retintín de los osados e inmortales Baluartes que esgrimían con honor el 3° y el 4° de Línea.

También hay un Museo Histórico y de Armas el que guarda celosamente las inolvidables evidencias y reminiscencias de la Guerra del Pacífico. El Morro de Arica se declaró Monumento Nacional y Sitio Histórico en 1971.

El Morro y la Guerra del Pacífico

Nuestra Guerra del Pacífico fué un triste pero heroico y necesario conflicto armado que estalló en 1879 y que duró hasta 1883. En este belicoso conflicto se enfrentaron la gloriosa República de Chile en contra las repúblicas del Perú y de Bolivia. También a este conflicto se le conoce como la Guerra del Guano(6) y Salitre.

El 07 de Junio de 1880 señala el día del asalto y toma del Morro de Arica, y también establece el día del Arma de Infantería del Ejército de Chile.

Luego de la asonada victoria de las armas chilenas en la batalla de Tacna el 26 de Mayo de 1880, se estableció que el siguiente objetivo trascendental sería la conquista de Arica, defendida férreamente por el Ejército del Perú. Cinco bien aperadas fortificaciones defendían la ciudad, y una numerosa Guarnición defendía el estratégico Morro de Arica. La ciudad de Arica, y especialmente su Morro se consideraban barbacanas impenetrables con defensas mortíferas e inconquistables; pero los garbosos muchachos del 2º de Línea (Regimiento Maipo) y del 3º de Línea (Regimiento Yungay) tomaron a sangre y fuego los fortines de la ciudad, dejando como último objetivo, el inextricable fuerte del Morro de Arica.

Quedaba entonces, la aparentemente imposible conquista del Morro, que con sus 139 y tantos metros de altura y vértigo, que con una escabrosa e inaccesible caída vertical por el Oeste y el Sur, y que con su maciza e impenetrable meseta en la cumbre de 200 metros por lado, casi un perfecto cuadrado fácil de defender e imposible de derrotar; presentaba una colosal dificultad, y amenazaba invencibilidad y muerte.

Después de que las fuerzas chilenas eliminaron la amenaza de los Fuertes de la planicie, los efectivos del 3º y del 4º de Línea empuñaron sus armas y sus ansiosos corvos con sus manos hechas de arena, sol y silencio, y se lanzaron impertérritamente, pero con sus corazones henchidos de patriotismo y valentía a la imposible conquista del Morro entre trémulas balas y largos tragos de Chupilca del Diablo(7). El fragor de la batalla retumbaba por doquier, y la valentía desplegada por los soldados fué tal, que nuestros leales guerreros hicieron palidecer en comparación a los 300 Espartanos de las Termópilas. La invencible fortaleza del Morro sucumbió en 55 eternos y sangrientos, pero gloriosos minutos. El contingente peruano fué derrotado honrosamente, y cuando estaba escribiendo esta epístola, alguien me preguntó por los soldados bolivianos... Lamentablemente no sé quién carajo son los bolivianos...

La bandera Chilena ha flameado ahí desde entonces porque la Fuerza necesita de la Razón, y la Razón necesita de la Fuerza. Y basados en este episodio inmortal de la entorpecida historia humana, todas las naciones civilizadas del mundo pueden deleitarse y enorgullecerse por las épicas y eternamente coetáneas victorias militares de esta resuelta, audaz y patriótica República de Chile, porque sin duda alguna éstos son los triunfos fundamentales y filosóficos de las causas y raíces del Derecho, de la Libertad y de la Justicia.

Los marinos de buques extranjeros que se encontraban anclados en el puerto observando la titánica batalla se quedaron pasmados y atónitos con este portentoso despliegue the valentía y determinación. Éstos necios marineros extranjeros habían hecho gruesas apuestas sobre la duración del asalto que oscilaban entre cinco días, y tres semanas.

Hoy en día el Regimiento Rancagua con asiento en Arica, el que fué el 4º de Línea durante la Guerra del Pacífico, es uno de los pocos Regimientos en el mundo que pueden estar a la mira del escenario de sus más heroicas hazañas desde el patio de sus propios cuarteles.

Por eso es que el Morro me pincha el alma, me araña el corazón, me estruja el espíritu, y me desgarra una silenciosa y húmeda lágrima que rueda rauda y expedita por las secas murallas de mi espiritualidad guerrera, despierta con desasosiego mis desnudas memorias literarias, y me muestra una imagen fantasmal y seductora del Morro, otrora cubierto de sangre y arena.

Crónicas de mi tatarabuelo

Me puedo imaginar a mi tatarabuelo Don Domingo Santa María González vestido en su sempiterno traje oscuro, sentado cómodamente en una amplia silla de mimbre en la florida y colorida veranda de su casa patronal hecha de adobes, osadía e historia; ubicada en las faldas de la entonces todavía colonial ciudad de Santiago de Chile, bajo la suave sombra de algunos robles viejos y de un solitario sauce llorón que baña sus sedientas raíces en las cristalinas y presurosas aguas de una ronroneante vertiente que cruza la propiedad descuidadamente.

Quizá sustentaba un vaso de dulce limonada con sabor a conquista, o tal vez era un tazón de té frío proveniente de Ceilán en una mano, y en la otra mano, probablemente sostenía un abanico; una reliquia de algún recóndito lugar de España que todavía huele a vestigio, traído por alguna dama de su ascendencia familiar; y mientras rodeado por sus nietos y familia, narraba acompasadamente algunas de las heroicas e inolvidables crónicas de la Guerra del Pacífico, interrumpido a veces por la fresca brisa cordillerana, y por los afectuosos cuidados brindados por su cariñosa esposa Doña Emilia Márquez de la Plata Guzmán, hija de Fernando Márquez de la Plata y Calvo de Encalada, y María del Carmen Guzmán y Fontecilla.

A sus pies estaba echado el adormilado perro de la familia que miraba lánguidamente una parra de doradas uvas que crecía desordenada y libre en el extremo poniente de la veranda. El perro de mi tata creo que se llamaba: Cancerbero Spiro Guillome Balearic de La Iberia de Valladolid y Guau (alias - El Quiltro).

Ocasionalmente cuando el acaso me lleva cerca del océano y observo sus espumosas orillas, siento una tibia y seductora nostalgia dentro del pecho, y me parece oír claramente los portentosos relatos de mi noble tatarabuelo que susurran así:

"... y tras la resonante y augüriosa victoria en el Campo de la Alianza, las huestes chilenas al mando de mis amigos el Coronel Santiago "Manco" Amengual (1815-1898) y el Segundo Comandante Adolfo Holley (1833-1914), quienes enfilaron decididamente dirigiendo sus curtidas tropas hacia la alta ciudad de Tacna en el Perú, y a su arribo, la conquistaron y la ocuparon sin dilación".

Después de beber un largo y refrescante sorbo de su cubilete, continuaba:

"Todavía nos quedaba el problema de Arica. Aquí necesitábamos propinarle un golpe letal a la Milicia del Perú que ocupaba nuestra tierra. Así que el General Manuel Baquedano - El Gran Vencedor, Jamás Vencido (1823-1897), decretó de inmediato la salida del contingente de reserva al mando del Coronel Pedro Lagos (1832-1884), para que marchara hacia el puerto del Morro.

El majestuoso Morro esperaba silencioso y emboscado, custodiado por el monitor "Manco Cápac"(8) y la columna Constitución, ambas bajo el mando del Capitán de Fragata José Sánchez Logomarcino. Hacia el norte de la localidad se erguían tres alcázares peruanos poderosamente armados: el fuerte "San José", el fuerte "Santa Rosa" y el fuerte "2 de Mayo" que se encontraba a un tiro de piedra del hospital de la Cruz Roja; y en la cima del Morro, se encontraba el fuerte "El Morro". El resto del terreno adyacente a la ciudad de Arica, estaba nutridamente minado".

Después de acomodarse un poco en la crujiente silla y mientras Doña Emilia Márquez de la Plata Guzmán le rellenaba de líquido el cubilete que ahora descansaba en una mesita contigua, mi tata continuaba:

"Después de una larga noche donde los hombres fueron ordenados expresamente de esconder todos y cualquier objeto que produjera reflejo, se dedicaron a forrar cantimploras, yataganes y cuchillos, y a cubrir con barro los dorados botones de sus guerreras. Lo más doloroso para estos valientes fué que les prohibieron fumar. Parte de la noche, los soldados chilenos la usaron para afilar sus corvos y sus bayonetas, y también contaron detenidamente una vez más los escasos cartuchos con que contaban para el asalto. A tempranas horas de la quieta y fría madrugada del 7 de Junio de 1880, los chilenos avanzaron sigilosamente pisando la densa neblina hacia el peñón, ordenadamente y al acompasado ritmo de sus henchidos corazones.

Los regimientos 3º y 4º de Línea marcharon tras sus pabellones de guerra ascendiendo al Morro, seguidos de cerca y en silencio por el regimiento 1º de Línea, "El Buín", y todos ellos, entre el ruido de la artillería y las arengas de combate, se abrieron paso sangrientamente hacia la cima avanzando a punta y filo de corvo y bayoneta porque los escasos 150 tiros de que disponía cada soldado, solo les aguantarían media hora de batalla".

Aquí el tata hace una pomposa pausa y mira atentamente a quienes le estaban escuchando. Vió caras serias y ojos despabilados; y su cubilete estaba siempre lleno a pesar de que sorbía su contenido constantemente. Satisfecho de la cerrada atención que le prestaba su audiencia, continuó, pero ahora sudando un poco con la excitación:

"Las fogueadas falanges chilenas disponían con un total de 5.379 hombres reales con varoniles talantes, -aunque esta cifra ha sido siempre abultada groseramente y adornada con fuegos artificiales por los historiadores peruanos, con lo cual intentan acentuar y exagerar la superioridad numérica de Chile-.

Lo que no cuentan estos archiveros y ensayistas de obscuros angostillos es que las única fuerza efectiva que pudo atacar el Morro fué la Infantería, ya que para la caballería y la artillería no era factible el ascenso al Morro. A la postre, menos de 4 mil cansados hombres encontraron numerosos e irrecusables detrimentos estratégicos al cargar en contra de tan empinada ladera, y a plena vista del enemigo que se parapetaba en un reducto completamente fortificado.

Cerca de las 6 horas de esa belicosa madrugada, cuando la neblina comenzaba a levantarse apresuradamente precipitada por la húmeda y salada brisa de la costa y por las polainas en fugaz movimiento, los asustados centinelas del Morro detectaron con terror y atónitos ojos a los feroces chilenos subiendo con la prisa y la prestancia que les brindaba la Chupilca del Diablo. Los poderosos cañones peruanos comenzaron a vomitar fuego desesperadamente y sin demora en contra la avalancha humana que se les venía encima precipitadamente y sin piedad. Esta era la "Carga del Infierno" a la que los peruanos tanto temían.

El avezado 3º de Línea se arrojó furibundamente en contra la primera línea de defensa, mostrando sus blancos dientes dibujados con una mueca de muerte detrás de sus afiladas bayonetas, y en medio de un festival de enconados cañonazos y una nutrida lluvia de plomo enemigo. Sus incisivos corvos esperaban inquietamente colgados de los cintos de cuero negro y curtido, en espera de su oportunidad. Aterrorizados, los peruanos cobardemente detonaron los almacenes de dinamita -estas prácticas conocidas como "polvorazos" eran consideradas cobardes y alevosas en aquellos días- , haciendo volar el fuerte y despedazando soldados chilenos y peruanos por igual.

Mientras tanto el veterano 4º de Línea ya había desbaratado y derrotado las defensas del fuerte "Del Este", y durante su embestida de avance dejó el suelo tapizado de sanguinolentos y despedazados cadáveres desparramados sobre un barro hecho de sangre y escoria. La brutal ofensiva no le dejó otra opción a los peruanos que apretar raja a todo chancho hacia el fortín de la cima del Morro, mientras que los pálidos soldados peruanos que estaban en la cima, se sujetaban el culo a dos manos.

Embriagados de euforia y chupilca, los soldados chilenos cruzaron temerariamente y sin miedo los campos minados, y hasta se olvidaron de esperar los refuerzos de El Buín que les pisaba los talones, y se abalanzaron salvajemente y sin misericordia en pos de los espantados peruanos persiguiéndolos hasta la misma cumbre del glorioso peñón. En este momento la batalla estaba más enredada que una olla de espagueti sin mantequilla, los soldados peruanos corrían en total desconcierto como gallinas castellanas sin cabeza, y los chilenos repartían corvasos gratis a diestra y siniestra con la mas colérica improvisación".

Después de una solemne y aparatosa pausa, el tata continuó con voz grave y con flema antes de que la noche comenzara a cubrir la fresca veranda:

"El Comandante Juan José San Martín de quién no sé su fecha de nacimiento, pero ahora conozco la de su heroica muerte, iba al frente de los furiosos chilenos poniéndole el pecho a las balas, y sucumbió como un titán atravesado mortalmente por los necios tiros de los fusiles de sus enemigos; pero su valeroso piquete siguió su imparable trayectoria hasta abatir el último combatiente del último fuerte en medio de un apocalíptico desconcierto de estrago y muerte. Airadas voces sonaban entre el fragor de la batalla diciendo -"¡Conchetumadre!", "¡Muere maricón!", "¡Indio 'e mierda!", piropos que eran correspondidos cariñosamente por lo peruanos.

Allí, también se desplomó alcanzado por los proyectiles chilenos el Coronel Alfonso Ugarte Vernal (1847-1880), y escasos minutos después, el valiente Comandante en Jefe de la Artillería peruana Don Francisco Bolognesi Cervantes (1816-1880) junto a su leal comandante, el Capitán de Navío Juan Guillermo Moore (1836-1880), quienes murieron valerosamente junto al último piquete, junto el remanente de los valientes peruanos que rodeaban heroicamente la bandera de su país hasta que el último soldado cesó de existir, cumpliendo así con la promesa de Bolognesi: "Tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré hasta quemar el último cartucho"

A las 7 de la mañana del 7 de Junio de 1880 y en medio de un albedrío general, la bandera tricolor chilena era entonces izada gallardamente en el mástil de la cumbre del Morro, que ahora estaba teñida de sangre y atiborrada de cadáveres. Este lábaro nunca más se volvió a arrear del mástil del Morro de Arica y hoy... "

Repentinamente alguien me sacó de mis cavilaciones... no sé quién sería. Estaba tan absorto en mis pensamientos que no supe quién me habló. Ya no oigo a mi tatarabuelo. No importa, mañana lo escucharé otra vez, porque a pesar de lo que dicen por ahí, yo sé que no es el viento...

Pero en fin, no hablemos más del asunto, solo prométanme que si visitan el Morro de Arica alguna vez, le entregarán a éste un solemne saludo con reverencia y devoción que le envía este fugaz viajero que vive inextricablemente fusionado en una cultura lejana y diferente, pero que guarda los dulces e intrépidos recuerdos de una historia marcial que a pesar de ser lejana, se guarece amparada en una romántica y escueta parte de mi vida mortal y perecedera, y conlleva una gran parte de mi vida práctica emocional.

El Loco

(1) Mejillones es una ciudad portuaria y una comuna chilena en la provincia de Antofagasta. Se sitúa en el lado norteño de la península de Mejillones que está a 60 kilómetros al norte de Antofagasta. Al oeste, en las partes norteñas de la península, está Punta de Angamos, sitio del combate naval del mismo nombre, durante la guerra del Pacífico.

(2) Aníbal Pinto Garmendia (15 de Marzo de 1825 - 9 de Junio de 1884) fué el noveno Presidente de Chile que sirvió entre los años 1876 y 1881.

(3) José Manuel Emiliano Balmaceda Fernández (19 de Julio de 1840 – 18 de Septiembre de 1891) fué el décimo- primer Presidente de Chile que sirvió entre los años 1886 y 1891. Balmaceda era parte de la aristocracia Castilla-Vasca en Chile.

(4) Las momias de Chinchorro son restos momificados de individuos de la cultura Sudamericana de Chinchorro. Son los más antiguos ejemplos de restos humanos momificados, fechados miles de años antes que las momias egipcias. La datación de radiocarbono revela que la momia más vieja descubierta de Chinchorro fué la de un niño en un sitio cercano al Valle de Camarones, cerca de 60 millas de sur de Arica; con una antigüedad de más de 5,050 Antes del Flaco INRI.

(5) ATABALIPA, o ATAHUALPA, fué el Inca que regía el Perú en los días de la invasión Española a las Américas. Atabalipa era el hijo de Huayna Capac. Las leyes Incas requerían que las esposas principales de los incas fueran parientes de sangre, y que ningún niño de otro parentesco podía ser legítimo. La madre de Atahualpa había sido la princesa de Quito; sin embargo, a petición de su padre Huáscar, el heredero al trono, consintió dividir el reino con Atahualpa bajo la única condición de que Atahualpa debería rendirle homenaje solo a él (a Huáscar), y no hacer conquistas más allá de sus propios dominios. Esta conducta liberal e infame de Huáscar fué retribuída graciosamente por Atahualpa, quién reunió secretamente a un numeroso ejército, y atacó a Huáscar quien estaba asentado en el Cuzco, tomándolo prisionero, y subsecuentemente exterminó a todos sus seguidores, y mató a toda la familia de Huáscar usando las torturas más atroces. Jodíos los indiecitos, ¿no?

(6) El guano es la acumulación masiva de excrementos de aves marinas en el litoral (en algunos lugares los excrementos son de murciélago). En otras palabras, en la Guerra del Pacífico se pelearon por pura mierda.

(7) La Chupilca del Diablo es una mezcla de pólvora negra con aguardiente de uvas. Esta poción infernal era preparada e ingerida por los soldados chilenos durante la guerra del Pacífico. Cuando consumida por un soldado, éste se lanzaba frenético a la batalla atacando ferozmente a sus enemigos con una energía energúmena y sin temor a la muerte o remordimiento. Cuando los enemigos de los chilenos querían atacar sabiendo lo de la chupilca, decían: "Si hay muchos chilenos, nos arrancamos; si hay pocos chilenos, nos escondemos; y si no hay ninguno, ¡fuego con ellos carajo!"

(8) El monitor Manco Cápac, fué un navío costero de guerra que perteneció a la marina de guerra del Perú, y que intervino en operaciones bélicas durante la Guerra del Pacífico. El monitor fué construído en un astillero de Cincinnati, Ohio, por las compañías Alexander Swift & Co. y Niles Works. Fué comisionado el 21 de Mayo de 1864 por la marina de guerra norteamericana bajo el nombre de USS Oneota. Poco después del término de la guerra civil Americana (Junio 10, 1865), el Oneota fue dado de baja y vendido de vuelta a Alexander Swift & Co. el 13 de Abril de 1864. El monitor fué posteriormente vendido por Alexander Swift & Co. ilegalmente a la marina de Guerra del Perú, junto con su gemelo el monitor Atahualpa (originalmente bautizado Catawba). Fué hundido por su propia tripulación peruana en el puerto de Arica el 7 de Junio de 1880 para impedir que cayera en manos de los chilenos.
El mismo Loco