En
el escrito anterior hablé de ballenas. Mientras
que dejaba que aquellos recuerdos se despertasen lánguidos desde los pliegues
de mi encéfalo y se deslizaran a tumbos por mi insondable memoria, trémolos y
regurgitando nerviosos sus dormidas emociones durante su apurada marcha por
alcanzar mi licenciosa pero honesta pluma, y a la postre, para quedar
estampados en el papel electrónico empujados por el apurado compás con que las
yemas de mis dedos golpeteaban el teclado; me acordé de esta islita. La recordé porque una vez también ví ballenas
allí. Mientras escribía mi anterior
publicación, dejé ese seco recuerdo esperando colgado en los garfios de mis
sedientas memorias para hidratarlo más tarde.
Y más tarde; es aquí y ahora.
Durante
aquellos evaporados años con sus vibrantes retiros de Verano cuando atendía las
Humanidades del escolástico Instituto Alonso de Ercilla, cada año durante las vacaciones veraniegas, mi padre que era
un asiduo y juncal nauta oceánico, me llevaba a navegar por las regiones
australes y polares del planeta; y aquellos viajes y sus infinitas y
relucientes estampas se quedaron como emborradas inquilinas reminiscentes para
siempre en las amplísimas anchuras de mi dilatada memoria. En uno de esos viajes dignos de Odiseo,
conocí brevemente a la fría Isla Media Luna.
La
isla Media Luna, ¡ha! Esta isla está
ubicada en la Antártida y la reclaman los Chilenos, los Argentinos, y los
Ingleses. Y por más que griten y
pataleen todos, las tres reclamaciones están suspendidas por el Tratado
Antártico que se instituyó el 1º de Diciembre de 1959, el que se puso en efecto
el 23 de Junio de 1961, y fué ratificado 12 veces, y no tiene fecha de
expiración o vencimiento, y este tratado lo firmaron 50 países. En otras palabras, la Isla Media Luna no le
pertenece a nadie sino que a los pingüinos y a las gaviotas, a los lobos
marinos, a las ballenas y a las heladas aguas que la rodean; quienes
condescendientemente nos dejan pasearnos por su isla porque son seres buenos y mucho
más civilizados de lo que podemos llegar a ser nosotros.
El
título de este escrito es el verbatum
en Latín para : "Media
Luna". Nunca he entendido la
racionalidad especulativa de este absurdo nombre. ¿Por qué le llaman "media luna" a
una isla cuya figura parece más bién un espermio con artritis y tortícolis, o
una anguila con Paget,
cabezona y con calambres? Si observan el
contorno de la islita, de media luna no tiene nada --a no ser por supuesto de que
el cartógrafo que la dibujó estaba completamente beodo, y sufriendo de alucinaciones
y estitiquez mental. Esto lo sé ahora
porque cuando visité esta desolada isla en aquel entonces, yo apenas me
levantaba del suelo.
Sí,
sin duda yo era un "cabro chico" en aquellos ya tan lejanos Veranos,
y los recuerdos que esta isla grabó en la esencia de mi ser no son de lo más
ortodoxos y pudorosos que digamos, pero deben tener en cuenta y recordar siempre
que un recuerdo es un recuerdo, y esto no se puede cambiar aunque
intente trepanación(1) extractiva.
Ahora, si a usted le dá asco la caca, deje de leer este subiecisset en este preciso instante.
(1) ¿Sabía usted que la palabra "trepanación" es un verbo derivado de Latín medieval a través del Francés antiguo del sustantivo Griego "trypanon", el que literalmente significa "barrenador"? La trepanación era una intervención quirúrgica en la que un agujero era perforado en el cráneo humano. El instrumento que se utilizaba para perforar el cráneo se llamaba "trepan". ¿Qué cosas, no?
La
isla Media Luna es un pequeño islote que se asemeja más a un atolón que a una
islilla, y tiene alrededor de casi 2 álgidos kilómetros de extensión y está
situada al Este de la isla Livingston en el conjunto de las Islas Shetland del
Sur. Esta isla era conocida y
frecuentada por los cazadores furtivos de focas desde alrededor del año 1821,
el mismo año en que España le vendió el lado Este del actual Estado Florida a
los Estados Unidos por 5 millones de dólares; y el mismo año en que Grecia se
independizó de Turquía.
Mi
padre que ya está en el distante infinito, era un flamante Capitán del Mar
Océano y frecuentaba esos lares con mucha asiduidad dirigiendo a sus osados argonautas
en aquellas caducas y mal preparadas embarcaciones que llevaban izada flameando
orgullosa y libre la bandera Chilena.(2) Mi hermano Francisco Javier, siguiendo los
navales pasos de nuestro padre, también navegó con periodicidad aquellos
lejanos, ventosos y gélidos parajes, y un húmedo día escondido en el calendario,
descubrió un islote nuevo en el Archipiélago de Chiloé. Pancho es "cool".
(2) Sin darle
crédito a lo que dicen la malas lenguas, según el poema épico "La
Araucana" del autor Don Alonso de Ercilla y Zúñiga, un noble Español
soldado y poeta nacido en Ocaña --al que le gustaba usar un puñado de arrugados
platos de papel en el cuello a modo de corbata-- los colores y la estrella
(guñelve: wünelfe in Mapudungún) de la bandera Chilena se derivan directamente
de los del pabellón Mapuche, quienes lo enarbolaron durante la Guerra de Arauco.
El Desteñido Recuerdo
Una
neblinosa mañana la resuelta embarcación hiperbórea atracó silenciosamente en
la ensenada de esta pequeña isla mientras que yo aún dormía plácidamente en mi
cómodo y tibio camarote de abordo. Los
sordos rugidos del motor, los enajenados estruendos de las cadenas del ancla, y
las atareadas revoluciones de la hélice que impulsaba al barco no me quisieron sacar
de mi amodorrado sopor infantil. Los
fierros del cuerpo y del esqueleto del barco crujían y rechinaban con delicados
gimoteos mientras que la embarcación se balanceaba sensualmente en la tranquila
bahía. Era de madrugada, pero no sé que
hora era la que marcaba el enorme reloj náutico colgado en la pared del
camarote, y aún la luz de sol no había comenzado a colarse intrusa por la súperretequeterecontrarepintada
claraboya.
El
arrastrado ruido de la metálica puerta del camarote me despertó al
abrirse. Por el férreo dintel apareció un marinero con una amplia
sonrisa y con una bandeja que me traía el matutino desayuno. Esa bandeja llegaba puntual cada mañana
portando una vaporosa taza de chocolate valiente (¡y caliente también!), una
tostada con mantequilla de pan amasado hecho a bordo, y un flaco bistec de vaca
muerta el que se escondía asustado bajo un gran huevo frito de unos cinco
centímetros de eslora producto de una gallina pundorosa, ambos descansando a la
banda de babor de unas calientes papas fritas marítimas a la deriva.
-
¡Buenos días don Rodrigo; ya llegamos! – dijo mi interlocutor con su jovial
voz.
Lo
miré soñoliento por entre las pestanas y las lagañas de mis aletargados ojos mientras
que trataba de desenredarme y desligarme de las sábanas que no me querían
soltar. Me acomodé lentamente en la
litera después de echar un vistazo por el "Ojo de buey", pero solo
pude ver una pesada e impenetrable neblina entre la que oí unas amortiguadas
voces humanas que comandaban profunda acción.
Ya sentado en la cama y con los ojos más o menos abiertos, comencé a
merendar.
-
Cuando esté listo don Rodrigo, véngase a cubierta, ¡pero abríguese porque hace
frío! - recalcó con seriedad el marino, y desapareció diligente detrás de la
pesada y elíptica puerta con sus gigantescos pernos y mariposas de seguridad.
Comí
rápidamente porque el aire marino abre un apetito de titanes, y porque la
emoción de lo que había por descubrir ese día ya me había alborotado
terriblemente la imaginación, y mi espíritu aventurero ya lúcido en
intranquilo, golpeaba frenético las paramentos de mi pecho, loco por escaparse veloz
hacia la desconocida y inesperada aventura. Terminé rápidamente de desayunar, y sentí el
fuerte reclamo de la pilcha (Vejiga urinaria, vulgar relación derivada del
Quechua: "pillchay", y del Mapudungún:
"pùlcha", y sí, con el
acento para ese lado) que ya no podía contenerse más, así que salté sin
dubitación del camarote al frío suelo metálico y me dirigí vertiginosamente al
baño a mear, a lavarme los dientes, la cara, y después a vestirme; en ese
mismísimo orden, sin equivocaciones, errores o titubeos.
Salí
a la cubierta excitado, ansioso y forrado hasta el cuello. Una gorra de gruesa lana me cubría la cabeza
desde la frente hasta el pescuezo incluyendo a mis refrigeradas orejas. La dura neblina se estaba levantando sin
apuro, desapasionada y silenciosa pero ya dejaba que viésemos la oscura línea
del litoral y sus negras playas diseminadas de restos de viejos barcos de
madera, los que una vez sucumbieron con su incontenible imprudencia en esas
playas pedregosas, húmedas y solitarias, mientras que una bandada de curiosas
gaviotas sobrevolaban el barco con su alharaca conversación de convulsivos
graznidos, los que intentaban sofocar los sólidos ladridos de las meridionales focas
negras, de los que sus ecos se escuchaban en la velada lejanía. Aunque sin poner los ojos blancos; mi volátil y
calloso espíritu aventurero estaba experimentando un vehemente orgasmo
emocional.
En
la cubierta, la frenética actividad había cesado y todo parecía estar en orden. Los marineros estaban descolgando coordinadamente
una blanca chalúa de largos remos por estribor, esto; para poder desembarcar en
un paupérrimo embarcadero de madera casi negra que se descolgaba tímido hacia el
interior de las aguas desde la playa, y cuyos pilares parecían danzar
sensualmente entre las movedizas olas vestidos con sus Morés Tahitianos tejidos
de algas y líquenes marinos, y con algunos choritos colonos.
Nos
encaramamos en el bote con una cuadrilla marinera y mi padre al comando. Mi padre siempre tenía asignado un marinero
para que me cuidase, labor que era de alta estima porque el marinero a cargo no
hacía nada durante el día, sino que acompañarme doquiera que fuésemos; y de
esta manera; mi padre podía ejecutar sus capitanazgos deberes sin el lastre
mío. Cuando la chalupa estuvo abordada,
los seis marineros a cargo de los largos propulsores comenzaron a dar poderosas
remadas con sus espaldas encarando hacia litoral y en clara dirección del
muelle. La brisa húmeda y las salpicadas
de agua salada nos llovían sobre la ropa, mientras que la indiferente neblina
terminaba de recogerse hacia su desconocida morada bajo la supervisión de los
pingüinos que nos observaban en lontananza con sus curiosos ojillos.
En
uno o dos santiamenes a lo más llegamos a destino y los marineros recogieron
sus remos y ataron la embarcación rápida y habilidosamente a la escollera, y
comenzaron a desembarcar en una forma efectiva y ordenada. Les seguí detrás bajo el ojo avizor de mi
protector que me seguía pegado como sombra a mis espaldas. Caminamos por el entablado de la escollera
hasta que llegamos a tierra. El suelo estaba duro, frío e insociable como alma de abogado licencioso. En un rincón de la playa de desembarco, se
veía un antiguo y desahuciado barco ballenero abandonado a su suerte.
No sé por qué razón ni para qué propósito, pero la
idea era dirigirse a un promontorio de nombre "Colina Xenia", la que
se levanta unos 100 metros aproximadamente sobre el nivel del mar en el lado
Norte de la isla. La jornada se
realizaría ese mismo día, lo que explicaba la levantada tan de madrugada. Los marineros ya tenían organizados los
pertrechos, mochilas, herramientas, instrumentos y demases necesarios para la
expedición; incluídos los infaltables, necesarios y oscuros lentes de sol. Mi guardián era víctima de bromas por los
demás marineros que cargaban grandes bultos mientras que mi procurador sólo
llevaba una pequeña bolsa marinera acarreando un par de cambios de ropa para
mí; pero en vez de sentirse insultado, sonreía con una lozana mueca de
victoria.
Ésta no
era una expedición turística así que no circularíamos por los lugares donde
anidaban los pingüinos o las gaviotillas, o transitaríamos por los escuetos
senderos que los turistas frecuentan para observar de cerca la flora y fauna de
este remota y glaciar isla dotada de ululantes ventisqueros sin murallas
andinas. Casi inmediatamente dejamos
atrás la ensenada con sus amarillas casas de negros techos, sus pedregosos
senderos de circulación, y sus largas escaleras de acceso a los edificios. El pardo ruido que el viento Polar les
arrancaba a las flameantes tiritantes banderas, ya no se escuchaban en nuestra
marcha. El ruido se había quedado atrás
perdido y deshecho en la nada como el típico juramento político.
El frío
viento nos acosaba por todos lados, cambiaba de dirección constantemente como
la justicia pagada; pero la marcha proseguía impertérrita y en silencio mientras
los duros calamorros calzados por los hombres se comían ambiciosos la distancia
estampada sobre la rocosa superficie. La
neblina ya había desaparecido por completo, y ahora sólo reinaban los amplios
espacios y los vivificantes y clarísimos rayos de sol subrayados por un afilado
viento que trataba de mordernos las coloridas e infladas parcas rellenas con
plumas de infortunados gansos menestrales.
- ¿Está
cansado don Rodrigo? – se oía inquisitiva la voz de mi alegre guardián.
- ¡No! – yo
contestaba ufano y casi sin aliento por mantener la marcha con los hombres.
-
¡Avíseme cuando se canse! – gritaba desde atrás.
- ¡Güeno!
– le contestaba porfiado y escaso de hálito.
Mi padre
con ojo avizor y aguzado oído, esbozaba una sonrisa de aprobación cada vez que
escuchaba este corto coloquio.
La marcha era brutal y el terreno era hosco. Pedregales por doquiera, afloramientos
rocosos y desabridos aparecían por todos lados, y a veces se vislumbraban unos
escasos parches de obstinado musgo cerca de las playas, y también sobre las incisivas
rocas que nos empujaban en zigzag. De
vez en cuando, me paraba a recoger algún guijarro que me llamaba la atención, o
alguna piedrita de color llamativo, o un pedrusco que en mis ojos, vestía
alguna forma quimérica. Los soplaba para
limpiarlos, y los ponía cuidadosamente en mi bolsillo mientras proseguía la
forzada marcha.
- ¿Está
cansado don Rodrigo? – repetía preocupada la voz de mi optimista escolta.
- ¡No! –
volvía a contestar no tan ufano ya, y
jadeando.
-
¡Avíseme cuando se canse! – repetía el porteador marino de ronca voz.
- ¡Si,
p'ó! – le volvía a contestar ya medio muerto.
La marcha se eternizaba, el suelo seguía negro, duro,
frío y pedregoso; el viento no se compadecía, y creí oír a las focas y a los
lobos marinos riéndose de nosotros mientras que se acomodaban allá abajo en las
playas a tomar el sol en sus trajes de gruesas capas de grasa que no dejaban
entrar al frío ni por equivocación. De
pronto, una voz distorsionada por el cortante viento quebrantó el silencio de
la marcha anunciando: ¡Ballenas a proa!
El marinero que había aclarado la cima del
promontorio que estábamos escalando, desde su cima apuntaba hacia el mar. Corrimos los metros que nos faltaban para
llegar a la cima, y al llegar a ésta y como yo era enano, no podía tener una
clara vista entre los gruesos pantalones de la tripulación. De pronto sentí que una poderosa fuerza me
izaba en el aire. Era mi custodio que me alzó en sus brazos y
me sentó sobre sus hombros para que pudiese ver mejor. Entonces pude ver esas ballenas negras que se
bañaban sin preocupaciones en las aguas enfrente de una rada. Estaban lejos y parecían pequeñas, pero yo sabía
que no lo eran. Realmente no sé por qué,
pero en ese instante me acordé de Dumbo.
Este espectáculo duraba menos de un minuto cuando se
oyó la tronante voz de mi padre rugiendo: ¡Resumir marcha! Aparentemente todos mis encuentros con ballenas duran poco. A este punto, mis flacas piernas de peladas
canillas estaban al borde del colapso, así que cuando mi guardián me ofreció
llevarme sobre sus hombros, acepté gustoso.
Reanudamos la marcha que ya se prolongaba ya por más de dos horas, al
menos eso era lo que mi imberbe experiencia calculaba.
Seguíamos caminando por promontorios de rocas grandes
y filosas por donde los pingüinos se paseaban como Pedro por su casa. Las playas se recostaban contra el mar allá
más abajo, mientras compartían sus rocosas superficies con pingüinos, lobos
marinos, focas y gaviotas. En la
expuesta fisonomía de la isla se podían descubrir las magníficas y grandiosas
fuerzas tectónicas que parieron con la fuerza de sus elementos siderófilos esta
isla tiempos A. Había monolitos
paleolíticos que se erguían sobre la superficie de la isla como si desconocidos
gigantes ancestrales los hubieran plantado allí con algún singular y velado propósito.
Caminábamos ahora detrás del porteador de la dotación
que llevaba el radio colgando pesadamente a sus espaldas. Podía escuchar el ruido de la radio de onda
corta que anunciaba el estado tiempo entre pulsantes interrupciones cacofónicas
y una nevada de electricidad estática.
Nadie decía nada, todos bufaban y caminaban indetenibles y determinados
hacia el objetivo. Mi padre nos echaba
una mirada de cuando en cuando, y mi encargado contestaba con una sonrisa de
afirmación. No recuerdo más de la marcha
porque en este punto me quedé dormido sobre esos sólidos y tibios hombros que me
transportaban en forma segura hacia la cima de la Colina Xenia. Nos adentrábamos osados en los indomables
dominios de la naturaleza.
No me dí cuenta de qué, cómo, cuándo, dónde, y cuánto
pasó; solo recuerdo que desperté dentro de un saco de dormir en una carpa
anaranjada a la que el viento agitaba resentido como si quisiese mancillarla. Me asomé a la entrada de la carpa, descorrí
el cierre y lo primero que ví, fué a mi fiel guardián sentado a la puerta de la
tienda sujetando entre sus enguantadas manos un tazón de algún líquido
caliente. Apenas me vió, me ofreció
traerme una taza de chocolate caliente, pero rehusé aceptarla. En ese momento tenía un asunto más urgente
que atender y que su espera no se podía dilatar más. Lo miré y le dije con cara compungida y
apremiada:
- ¡Tengo que ir al baño!
El marino me miró con unos ojos de incredulidad, y
tartamudeando un poco me dijo:
- Eeeh, ¡espérese un poco don Rodrigo! ¡Vuelvo al tiro!(3) – y sin más
trámite, partió al trote donde se hallaba mi padre.
(3) Por razones desconocidas para la raza
humana, los Chilenos utilizan un lenguage bélico de características balísticas
cuando hablan: ¡hablan a balazos! Lo que
sea que hacen, lo hacen "al tiro".
Tiros para arriba, tiros para abajo, tiros por todos lados, no hay
acción que se escape de los tiros. También parece que estos "tiros"
se ejecutan con silenciador, porque cada vez que anuncian un tiro,
afortunadamente éste nunca se escucha.
Un amigo centroamericano me dijo una vez que para hablar con los chilenos
hay que agacharse ¡porque los tiros vuelan!
¿Qué cosas, no?
Desde la frágil seguridad que me proveía esa carpita
delgada como himen de virgen Vestal, veía a mi padre conferenciar con my
porteador. Aparentemente discutían un
asunto intricado porque les costaba llegar a una resolución. Después de unos severos minutos de parlamento,
aparentemente una salida a la encrucijada se había decidido. El marino regresó al trote hasta la
carpa. Se arrodilló en la entrada y me
dijo:
- ¡Güeno, vamo'a tener que improvisar don Rodrigo! –
seguidamente me hizo una seña para que los siguiera. Salí del refugio de nylon y comencé a seguirle. Me indicó lo mejor que pudo de que deberíamos
ir por detrás del promontorio, fuera de la vista del destacamento y deberíamos
"hacerlo rápido". Cuando
llegamos por detrás del rocoso promontorio, yo ya no aguantaba más, así que
rápidamente me bajé los dos pantalones y los calzoncillos de lana de oveja
Merino, asumí la posición de combate intestinal y descargué una rápida andanada
ventral administrativa sin misericordia y con bocina. El poto se me heló casi instantáneamente, y
desde mi poco digna posición podía ver la inadvertida fauna isleña que no se
percataba del acto de contaminación biológica ilegal que se estaba perpetrando
en su casta propiedad.
Dándome la espalda, el marino sujetaba un manojo de
papeles que, a falta de papel "confort"; tendrían que actuar como
unidad de contención biológica y como improvisados aparatos limpiadores de labios
arrugados. Me limpié lo mejor que pude,
y apenas lo hice; el viento se llevó presuroso los embetunados papiros
cloacales en dirección de la playa.
¡Pobres pingüinos!
Apresuradamente me terminé de vestir y cuando me dí vuelta a ver el daño
colateral, descubrí un inocente y juvenil mojón erguido orgulloso como pirámide
Egipcia, aún soltando vapores de esfuerzo, pero se estaba congelando vertiginosamente.
El guardián al ver esto, estalló en
australes carcajadas.
Dejamos el epicentro vertiginosamente. Miré hacia atrás y lo vi allí, solo y
abandonado, como el más reciente representante del último vestigio de nuestra
civilización. Sabía que el frío
antártico lo petrificaría muy pronto. No
me dió pena, pero me dió lástima. Este
mojoncito junior había logrado conquistar las latitudes más longitudinales
que ningún otro mojón
rozagante haya alcanzado antes.
Nunca supe lo que la cuadrilla hizo en la cima de la
Colina Xenia, pero ya no importaba porque habíamos iniciado el regreso a
nuestro punto de partida. Sentía como
que un pedazo de mi inconsistente humanidad se había quedado atrás. No tuve tiempo ni de darle nombre al valiente
marmolillo que dejé involuntariamente a la zaga, el que había sido empujado y
pujado por las apremiantes circunstancias.
Nunca más ví a la isla Media Luna, ni al heroico
mojón que se que se quedó abandonado en contra de su voluntad en la fría y
húmeda isla Media Luna, y a merced de las focas, de las ávidas gaviotas y de
los perpetuos pingüinos barbijos.
¡Te saludo glorioso y épico mojón de la niñez desde
la corta pero infinita e irreversible distancia del tiempo! Firmado: Tu Creador.
El Loco
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