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domingo, 1 de marzo de 2015

El Pantano Maldito

Mis interminables "pataperreadas"(1) me han llevado por muchos inmemorables rincones de este inverosímil y curioso planeta al que llamamos "Tierra" y que sin embargo es casi pura agua; y a pesar de que la mayoría de los lugares en los que mi planta ha impreso su sello han sido agradables y aventurosos, este periplo sucedió a finales de Julio en un año que prefiero olvidar, donde los días son más húmedos que de costumbre, calurosos y ciertamente más tenebrosos durante la bulliciosa noche; pisé osadamente  los parajes del Pantano de Manchac; el que realmente me enseñó "de facto" el hecho de que todo lo que brilla no es oro.  Manchac me llevó por un inolvidable y tétrico peregrinaje.  Digo que me envolví "osadamente" en esta jornada porque cuando uno es osado, es normalmente porque no tiene la más peregrina idea de en qué es lo que se está metiendo.  ¿Qué cosas, no?

(1) La expresión "pata de perro", "pateperro", o "pat'eperro" es un filologismo lingüístico del Coa chileno que es usado sueltamente para señalar a un individuo que viaja o recorre mucho.  La circumbirúndica expresión se deriva de los perros, los que cuando están despiertos recorren enormes distancias de aproximadamente 120 kilómetros  por día (alrededor de 9 horas al día a un promedio de 13 kilómetros por hora).   Esta prosaica expresión "perruna" no tiene ninguna relación con la magistral obra del extraordinario autor Chileno Carlos Droguett: "Patas de Perro".

Manchac, también conocido como Akers; es una comunidad en Tangipahoa, Luisiana, Estados Unidos.  Este extravagante y peculiar lugar se encuentra en el canal Paso Manchac del lago Maurepas, que se conecta con el lago Pontchartrain.  Aquí se encuentran las ruinas de uno de los cinco faros originalmente construídos en el lago Pontchartrain para la seguridad de los navegantes de estas pantanosas aguas.  Éste era el faro "Manchac Luz Pass".  El nombre "Manchac" se desprende de una expresión de la lengua de la nación indígena Choctaw que significa literalmente: "puerta trasera" (hacia el lago Pontchartrain).

Preámbulo al Susto

Para poder tener una aventura que sea verdaderamente espeluznante, hay que tener pelos en la nuca; los que tienen un talento y una idoneidad especial para pararse con el susto.  Si usted es pelón, también se asustará pero no podrá usar la expresión "espeluznante", sino que se tendrá que conformar con expresiones paralelas como pavoroso, espantoso, horrendo, o simplemente "atroz" como diría cierto portorriqueño que cruzó suave y delicadamente una de mis aventuras. 

Incluso para llegar a esta zona, hay que cruzar uno de los puentes más largos del mundo, el tercero en la lista por su longitud, el Puente del Pantano de Manchac de casi 37 kilómetros de longitud.  La larga travesía de este puente con sus lóbregas vistas le agrega más emoción y suspenso a la anticipación de la aventura.

Cuando puse pié sobre esta pretérita ciénaga, yo no sabía que el Pantano de Manchac era considerado tan seriamente como un lugar maldito o embrujado, una pegajosa reputación que se le colgó e imputó a causa de una historia antigua del siglo pasado.  Entre otras siniestras historias se encuentran la leyenda de Julie White, la Reina Vudú Presagiadora de la Muerte; también se rumorea que es el hogar de Rougarou el sanguinario Hombre Lobo Cajún; y que Big Bad es un fantasma residente del lugar; asimismo se dice que ahí vive Letiche, el críptico monstruo homínido del negro y pestilente pantano, y esto sin contar los descomunales mosquitos, los hercúleos caimanes, las desmedidas serpientes, los lagartos formidables, y otra gran menudencia de raros anfibios que a la vista hacen temblar la "pajarilla".  Los tenebrosos y deformados cipreses le dan al pantano un marco aterrador.

Durante la tarde anterior a la excursión por el pantano, en el hotel en que nos alojábamos nos visitó un guía para explicarnos las actividades a ocurrir el día siguiente.  El guía, que era un indio Choctaw, se demoró cerca de tres minutos en decirnos cuál sería la ruta a recorrer el siguiente día, pero se tomó más de dos horas para relatarnos unas historias horrorosamente espeluznantes acerca del pantano maldito.  Sentada al lado mío había una gorda con más rollos que el hombre "Michelin", la que gemía cada vez que el indio decía algo asustadizo.  No le ví parársele un pelo en la nuca porque los pobres pelos estaban sepultados en grasa.  Pensé que sería más seguro estar cerca de la gorda en el bote que usaríamos prontamente, porque si nos hundíamos, ella les iba a durar más a los caimanes y el resto de nosotros podría nadar para salvarse antes de que los caimanes tuvieran tiempo de terminar este magnífico bocadillo de comida chatarra.  También consideré comprar una botella de Kétchup para embetunar a la gorda antes de que se hundiera y hacerla más atractiva para los cocodrilos rapiñeros, pero me arrepentí.

El guía Choctaw hizo especial hincapié en las historias del Hombre Lobo Cajún, y Marie Laveau, otra Reina del Vudú  de origen africano, la que vivió en Nueva Orleans entre los años 1794 y 1881.  Cuenta la leyenda que en las licuadas e hidrófilas cercanías de Nueva Orleans la Reina del Vudú Marie Laveau, quien se encontraba encarcelada por ejercer actos de hechicería, rabiosa les expelió un hechizo a las aguas de este pantano, y a causa de este iracundo y vengativo hechizo, se produjo un devastador huracán que ocasionó la completa destrucción y consecuente desaparición de tres aldeas en el año 1915, y que además fué sindicado culpable de muchas muertes de pescadoresexploradores turistas de la época.  Cuando la gorda escuchó la palabra "turistas", repentinamente la atacó un hipo galopante.  Otro efecto de la maldición fué que los bellos cipreses cobraron formas tenebrosas, y las aguas se volvieron turbias y hediondas como promesa de político.

También nos advirtió Uskula Humma –que era el nombre del guía indio, y que su nombre significa "Flauta Roja" en Choctaw–  de que la zona a explorar estaba sobrevolada por brujas invisibles, las que acostumbraban a lanzarles hechizos Vudú a los intrusos que se atrevían a invadir el pantano.  Lo de "Rojo" en el nombre del guía no sé de donde salió, pero lo de "Flauta" era probablemente porque este indio grandote tenía voz de pito.  Cuando la gorda escuchó lo de los hechizos voladores, se cayó de su silla, que a estas alturas, a las pobres y flacas patas de la silla les estaban saliendo várices.  Nunca había visto yo antes desplomarse tan desordenadamente a un poliedro mazacotudo.  ¿Qué cosas, no?

La Espeluznante Aventura (Ta-ta-ta-táaaan)

La aparentemente inapropiada embarcación dejó el pequeño muelle de maderos para adentrarse incautamente en los parajes de ese pantano que parecía estar esperándonos con sus oscuras fauces de neblina y con una arboleda de deformadas ramas adornadas con lóbregos colgajos.  Poco a poco la embarcación comenzó a penetrar ese lugar que de por sí, su aspecto nos hizo sentir que si cayésemos accidentalmente (o nó) en sus fangosas aguas, no saldríamos jamás de ellas, y nuestros desahuciados gritos pidiendo auxilio no serían oídos nunca en la sordina del pantano; y que no seríamos encontrados por nadie.   Los invisibles y parapetados cantos de las ranas se escuchaban amenazadores desde el neblinoso fondo del pantano.  Por sus sonidos, uno podría pensar que cada rana era del tamaño de un hipopótamo.  A medida de que nos internábamos en el siniestro pantano, las conversaciones en el bote bajaban de tono, hasta que ellas desaparecieron paulatinamente casi completamente.  Muy poco a poco e imperceptiblemente estábamos sucumbiendo irremediablemente al hipnotizador sortilegio del Pantano Maldito, de igual manera en la que Jasón y sus osados Argonautas sucumbieron al cántico de las seductoras Sirenas.   Niaaaaahahahaa!

El Capitán de la lancha se veía cabizbajo y melancólico y nos miraba recelosamente de reojo.  Traté de ser cortés y tratar de iniciar una conversación con él, pero cuando me acerqué y lo saludé, me miró sospechoso y me dijo:


- "No me gusta hacer amigos con gente que puede desaparecer misteriosamente". –Acto seguido, me dió la espalda.

Sin amedrentarme, traté otra vez de abrir una vía de comunicación, y apuntando hacia una entrada en la umbrosa selva cenagosa; agregué:

- "¿Se puede ir por ahí?"

Volteándose rápidamente hacia mí como irritado e impaciente me dijo con una voz agria pero firme, voz que estaba subrayada por uno de sus ojos cubierto con nubosas cataratas con lo que se veía aún más tenebroso que el pantano mismo:

- "Los que conocemos el lugar y que sabemos de sus perversos caminos, nos negamos a entrar a las zonas oscuras.  Los que lo han hecho, nunca han regresado". –Agregó algo molesto, y volteando su cabeza hacia el área de los asientos, me hizo un gesto claramente insinuativo para que fuese a sentarme.

De vuelta en mi asiento me concentré en el paisaje otra vez.  Ya se estaba poniendo bastante oscuro y la densa camanchaca que cubría las turbias aguas estaba alta y casi llegaba hasta la borda del bote.  Me pareció escuchar en lontananza unas risas histéricas que resonaban drenadas por el viscoso aire.  El Capitán se dirigió a nosotros diciendo:

- "Esas risas son las de las brujas que nos esperan".

Lo dijo con tanto convencimiento que por lo menos tres pelos de la nuca se me pararon, y la oportunista incertidumbre invadió la lancha y se apoderó de las ansiosas imaginaciones de los pasajeros de a bordo.  Todos estos detalles casuales agregados a las estampas visuales del pantano, conlleva a mantener la creencia de esta vengativa maldición de la Reina del Vudú, rodeada espesamente por el ácido y desabrido aroma del miedo.  Iba a agregar aquí: Niaaaaahahahaa!, pero me arrepentí.

La lenta marcha proseguía cansina por los tétricos, largos y sombríos canales mientras que la furtiva oscuridad de la tarde se comenzaba a acomodar disimuladamente entre las foscas sombras al tiempo que yo ponderaba:  "Quizá yo no crea en estas historias tan fantasiosas y tan parecidas a las que los paranoicos y desviados frailes cuentan; pero algún tipo de explicación racional debe haber para que tantos pescadores, exploradores y turistas desaparezcan incesantemente año tras año; para que los mismos guías no se atrevan a adentrarse por los canales que llevan a las "zonas oscuras" según dicen ellos, y para que haya tanta faramalla en explicar el embrujo, el Vudú, y la maldición que rodea y envuelve misteriosamente a este Pantano Manchac.

Casi al terminar la tarde y cuando las sombras aún batallaban los escasos rayos solares que luchaban por mantener alguna luz entre el apretado dosel superior del pantano; llegamos a nuestro destino.  Estábamos cansados y un poco nerviosos.  La gráfica forma en que el paraje se desplegaba ante nosotros, no ayudaba a calmar la telúrica imaginación que ya a estas alturas estaba significantemente alborotada.

Nuestro destino era una derruída cabaña de madera bastante deteriorada que calzaba y se fundía perfectamente con los alrededores.  Nuestro albergue temporal contaba con una amplia y cómoda sala de cielos altos; pero nunca supe cuántas habitaciones había aunque todos fuimos acomodados en nuestros propios cuarteles privados.  Había una cocina, una gran despensa con variadas herramientas de trabajo, y un solo baño.  Había dos letrinas más (según nos dijeron)  instaladas a unos 30 metros hacia el Sur de la cabaña, pero nadie se atrevía a ir por allá después de que la oscuridad se sentaba en el pantano, porque incluso de día los más valientes esfínteres no se relajarían a gusto en tal escalofriante escenario.  La cabaña no tenía aire acondicionado y olía a una húmeda y anfibológica antigüedad.  A pesar de la preocupante apariencia externa de la cabaña, su interior era más placentero y acogedor. 

El guía nos dió escaso tiempo para acomodarnos en nuestras habitaciones, y nos instigó a apurarnos para una excursión que estaba planeada para ese momento hacia el interior del pantano, antes de que la crónica oscuridad se tragara todos los alrededores.  Nos sugirió que llevásemos linternas o faroles.  Él portaba un roñoso candil de aceite el que apenas iluminaba con su nerviosa e irradiante flama unos pocos pasos adelante.  Nuestro guía con su puntiaguda y picuda voz nos advirtió:

- "No lleven ninguna clase de armas porque son inútiles en contra de los habitantes del pantano.  Manténganse juntos y no se queden atrás porque espero que todos puedan volver a la cabaña". – Y acto seguido comenzó a caminar hacia la oscuridad con decididos pasos.  Nos miramos inquietamente entre nosotros y le seguimos incómodos, pero sin chistar. 

Haciendo caso omiso de su advertencia, escondido debajo de mi pantalón en la canilla derecha, yo llevaba mi cuchillo de montaña, muy parecido al que poseía en Chile el que llevaba en mis aventuras cuando mi indomable espíritu aventurero me arrastraba indolente a recorrer cordilleras, serranías o volcanes.  La gorda se veía un poco pálida, y los ríos de sudor que emanaban de su masivo cuerpo corrían indefensos arrastrados por la gravedad por entre los múltiples toboganes de grasa que forraban su cuerpo sin fronteras dietéticas, hasta que lograban zafarse del mantecoso cebo, y caer libres al suelo del pantano.  La gordinflona era sorpresivamente ágil para su ciclópeo y esferoidal tamaño.  Habíamos iniciado la marcha hacia nuestro nuevo destino: un lugar en el pantano donde haríamos una fogata, comeríamos, y aprenderíamos sobre la historia de este siniestro lugar antes de regresar a nuestro albergue nocturno.

El grupo caminaba más apretado que mano de trapecista.  Nadie quería quedarse muy atrás o rezagado.  La gorda bufaba como locomotora de vapor, pero se mantenía impertérrita en la formación.  Y mejor que lo hiciera porque bloqueaba completamente el estrecho sendero por donde circulábamos, y nadie podía adelantársele por más que tratara.  Uskula Humma, nuestro enigmático guía volteaba su cabeza engalanada con una larga trenza de pelo gris de vez en cuando para observarnos, mientras que su vocecita chillaba:

- "Itanowat ia!" –(¡Caminen juntos!) –Sonido vitriólico bucal que repiqueteó como chillido de Enicognathus Leptorhynchus, o Choroy, la bulliciosa y alharaca cotorra chilena que habita el sur de ese luengo y estrecho país.

La tenebrosa y sórdida manera en que los árboles extendían sus famélicas ramas cubiertas de Tillandsia Usneoides (musgo colgante) parecían enormes y filudas garras que intentan atrapar a quien se les acercase lo suficiente; los oscuros agujeros que la pérdida de ramas habían dejado en sus troncos se asemejaban a macabras sonrisas; las enormes y roncas ranas nocturnas cantaban sus graves y mortecinos tonos en rápidas sucesiones con tenores que podían inquietar al más valiente; mientras que las verdosas aguas fangosas y malolientes endosaban una sensación de inerte y enlutado vacío.  Si alguien caía en sus verduscas aguas lodosas, nadie oiría los desesperados gritos de ayuda que la víctima emitiese, y por seguro; nadie vendría en su rescate. 

Nuestras linternas y lámparas revelaban el acuático escondite de algunos caimanes al iluminar sus vidriosos ojos flotando en el agua, los que con la luz, instantáneamente se tornaban de un demoníaco color rojo.  Casi sentía en mi piel la presencia de sadísticos y maliciosos espíritus milenarios, nuestras sombras se confundían con los gases del pantano, y se oían en lontananza lo que parecían desesperados gritos humanos de intenso dolor.  Eran las almas en pena de los que habían caído víctimas de la maldición Vudú, según nos aseguró Uskula Humma.

Nunca supe si lo que ví flotando en el ruedo de la escasa luz que nuestras candelas arrojaban tímidamente sobre la ciénaga fueron troncos de árboles, o cadáveres putrefactos de aquellos miles de despojos mortales que aún yacen en las profundidades del Pantano Maldito.  ¡Huy, qué miedo!  La gorda seguía desplazándose por la ciénaga como un indetenible buldócer.  Por fin llegamos a un espacioso claroscuro en la selva de patituertos cipreses.  En la egoísta apertura del follaje encontramos una serie de troncos gruesos llenos de musgo colocados a modo de asientos alrededor del lecho de una fogata, el que estaba rodeado de unas grotescas piedras negras llenas de hollín bordeando los restos de una pasada fogata fenecta.

Uskula Humma rápidamente amontonó los troncos necesarios para hacer un buen fuego, y no perdió tiempo encendiéndolo y asegurándose que ardía frenético como los Lunes de Pablo Neruda.  Nunca pude averiguar de dónde demonios Uskula Humma sacó los varios elementos para la fogata...  Lo miraba mientras él se afanaba despabiladamente con la construcción del fuego, y observé que tenía fósforos, varias hojas de periódico, ramitas y hojas secas, también palitos y ramas de mediano tamaño; bastante leña y un incognoscible y subrepticio líquido combustible que encendió un fuego que parecía estar en esteroides. 

Nuestro guía portaba un pequeño morral en el que apenas cabía un gato doblado.  Este morral en realidad era una bolsa medicinal.  Esta peculiar y folclórica  talega estaba hecha de la caparazón de una tortuga de unos 12 a 13 centímetros de longitud que en su parte trasera llevaba una bolsa de gamuza cosida a mano y le colgaban trenzas de piel decoradas con cuentas de vidrio de un brillante color turquesa, y otras cuentas de huesos de animales desconocidos.  No era posible que todos los aparejos usados para hacer la fogata cupieran en esa faltriquera de tan minúsculo morralillo.  Esto era muy sospechoso.  Según un argentino, tan "sos-pechosa" como la gorda.

Una vez organizados y con el fuego incinerando como un cosquilloso averno, nos sentamos alrededor de las llamas en los troncos astutamente armados de unas largas varillas para ensartar los "marshmallows" (malvaviscos) y poder asarlos en las llamas.  También había "S'mores".  Los S'mores son un bocadillo típico de las fogatas de los Boy Scouts gringos y canadienses.  Ésta delicadeza consiste en hacer un sánguche (sandwich) de un malvavisco tostado y un trozo de chocolate intercalados entre dos trozos de galleta Graham.  Tampoco sé de dónde cresta(2) salieron todas estas cosas.

(2) La "cresta" es el sombrero del gallo o la carúncula; que a pesar de su nombre, se encuentra localizada en la cabeza.  Esta  palabra es también un chilenismo para expresar orígenes completamente desconocidos.

Apenas habíamos comenzado a disfrutar de estos frugales pero dulces mendrugos, la vocecilla de Uskula Humma comenzó a rechiflar como Soprano C6 con una fábula que me paró hasta el último pelo que tengo escondido donde las espalda pierde su honorable y decente nombre.  Creo que a todos se nos pararon los pelos con esta historia; a los espeluznados y a los otros con pelos desubicados; incluyendo a la tripuda gorda a quien secretamente llamábamos: La Oronda Señorita Puff (personaje de Spongebob Squarepants –Bob Esponja en chileno), que con los pelos parados parecía un Tetraodontidae (pez globo) o un puercoespín embarazado. 

Ésta es la historia que nuestro guía nos relató:

Antes de comenzar a relatar, Uskula Humma nos hizo callar con un ademán de sus dedos y sus labios, y miró seriamente hacia la oscuridad del pantano como si hubiese oído algo.  Después de unos tensos segundos se volteó hacia nosotros y comenzó narrando esta pavorosa y licantrópica historia diciendo:

- "En una de las casas abandonadas que vimos al pasar mientras nos dirigíamos aquí, vivía un porteador afroamericano horrible, tan feo que hacia lucir bien al "chupacabras", y que tuvo que esconderse en este pantano para que nadie los viese.  Su nombre era Rougarou.  Nunca se había casado ni tampoco había tenido descendencia alguna que se supiera.  El pobre hombre vivía en condiciones de gran pobreza, pero no obstante, él siempre fué capaz de darles la bienvenida a los escasos turistas que se apiadaban de él, y que se detenían momentáneamente a visitarlo; ocasiones en que Rougarou les ofrecía cordialmente carne fresca y otras menudencias locales.

Una vez no hace mucho tiempo –continuó nuestro guía– un explorador vino a visitarlo, y Rougarou le ofreció un trozo de carne fresca para agradecerle la visita.

Después de comer un trozo de la carne, el hombre le preguntó sorprendido: "Dime, Rougarou, ¿de dónde sacaste esta tortuga tan sabrosa?", a lo que Rougarou respon...

Súbita y abruptamente Uskula Humma interrumpió su relato, se giró rápidamente hacia la negra espesura conteniendo la respiración por unos momentos para escuchar mejor, y se quedó paralizado así por unos largos e intensos segundos.  Su mano derecha masajeaba nerviosamente un amuleto de Shilup Chitoh Osh (El Gran Espíritu) que llevaba colgando apegadamente al pecho.  Todos aguantamos la respiración y auscultamos la incertidumbre con él.  Cortos pero crispantes momentos después, el guía resumió su interrumpido relato después de exhalar profundamente.  Todos nosotros hicimos lo mismo.

"... a lo que Rougarou respondió: "Te voy a mostrar como la consigo.  Sólo sube a la azotea de la casa usando la escalera que está apoyada contra la muralla posterior."

El hombre hizo exactamente lo que Rougarou le pidió que hiciese.  Una vez parado en la azotea, desde la altura pudo ver claramente y no muy lejos una pequeña ensenada a modo de laguna, en la que se veía una tranquila y nutrida paca de tortugas.  Mientras miraba a las tortugas, repentinamente un lobo negro salió de entre los matorrales adyacentes a la paca de tortugas, y lanzándose velozmente hacia ellas; con sus poderosas mandíbulas cogió una desprevenida tortuga de una aleta y comenzó a arrastrarla hacia la espesura.

El hombre en el tejado, sobresaltado por el evento, llamando a Rougarou le gritó: "¡Rougarou, Rougarou!, ¡ven pronto!, mira lo que está pasando con las tortugas!".  El hombre escuchó los pesados pasos de Rougarou corriendo primero, y subiendo la escala después hasta que sintió la presencia de él a su lado.  Mientras tanto, la indefensa tortuga luchaba desesperadamente por zafarse de las prensiles mandíbulas del lobo, pero todos sus esfuerzos eran en vano.

De pronto, mientras que el visitante apuntaba con su mano hacia los eventos, el lobo que estaba atacando a la tortuga la soltó y volteó su cabeza hacia donde estaba parado el hombre; lo miró erguido desde la distancia por un par de segundos, e inmediatamente dejó a la tortuga y se marchó velozmente.  El hombre sorprendido por este lance que no tenia lógica, se volteó para hablar con Rougarou, el que ahora estaba allí a su lado de pié; en su verdadera forma...  El Hombre Lobo Cajún, –prosiguió nuestro guía– arremetió ágilmente al desprevenido y aterrorizado viajero, y de un veloz y letal tarascón, le cercenó el cuello.

 ¡Pobre hombre!, !y él pensaba que estaba comiendo tortuga!...  Ahora hay más carne fresca para el próximo turista –dijo Rougarou calmadamente mientras se bajaba del techo lamiéndose sus largos y filosos colmillos, y arrastrando por detrás el ensangrentado cadáver del infortunado viajero.

A este punto, Uskula Humma dejo de hablar y se quedó contemplándonos con una mirada perdida que hacía parecer que estaba en trance.  Un escalofrío nos recorrió la nuca a todos.  Los espeluznados teníamos los pelos de la nuca izados; el resto del grupo nó, pero estaban visiblemente asustados.  La vasta gorda estaba pálida como la luna que alumbraba nuestro campamento, y se estremecía como gata en celo.

- "Bueno, dijo Uskula Humma– terminen de engullir los S'mores para hacer lo que vinimos a hacer a este lugar". 

Ya un poco más tranquilo, miré hacia el canasto donde se encontraban los ingredientes para los S'mores pensando en comerme uno más antes de proseguir, pero la canasta que había estado repleta hasta la manija unos pocos momentos antes, ahora se encontraba desahuciadamente vacía.  Miré a la gorda con clara desconfianza porque que se veía sumamente sospechosa con chocolate chorreado por su cara y sus dedos estaban llenos de una materia blanca pegajosa...  La gorda temblaba, pero ahora yo no sabía si era de susto, o de un ataque de glotonería galopante.  ¿Qué cosas, no? 

- "¡Pongan atención! –chilló la puntiaguda voz del guía– lo que haremos ahora es ver la cantidad de caimanes que nos rodea, y a los que no podemos ver.  Tomen sus linternas y nos dirigiremos a un gran árbol a la orilla del vado.  Este árbol tiene construída una plataforma entre sus gruesas ramas a unos tres metros de altura para que podamos observar el pantano desde su elevación.  Una vez en la plataforma, dirigirán los haces de luz de sus linternas hacia las aguas pantano enfrente de la plataforma".

Después de habernos dado un par de diligentes minutos para reunir nuestras vituallas, nos encaminamos en dirección del vado.  La gorda no dejaba de admirarme.  Por más que me apurase en hacer mis cosas, ella siempre se las arreglaba para estar lista antes que yo, y siempre enfrente mío.  Caminar detrás de la gorda es igual que manejar en un Fiat 500 detrás de un camión de Chuquicamata en el Camino Cintura de Playa Ancha

Después de una sudorosa y oscura caminata de unos 20 minutos llegamos a la ensenada.  Se veía tétrica pero hermosa.  La plateada luna iluminaba el claro y a las rumorosas aguas del pantano.  Todo estaba en silencio, sólo se escuchaban los graves tonos del canto de las ranas encaramándose por las sombras para ir a perderse entre las lóbregas ramas y sus ondulantes colgajos.  El árbol que nos esperaba era simplemente enorme.  Tenía varias escaleras colgantes alrededor se su generoso tronco para poder treparse hasta la plataforma.  Estaba oscuro, pero la luna nos prestaba el resplandor de su escarlata y selenita sonrisa. 

La gorda, –pensé– ¿cómo irá a subirse a la plataforma?  Me dió un poco de pena y decidí ayudarla a treparse al árbol.  Ágilmente subí por una de las colgantes escaleras hasta el estrado para poder ayudar a la gorda a izarse.  Cuando llegué a la desvencijada tarima hecha de rancias tablas que crujían más que mis rodillas, ¡la bendita gorda ya estaba allí!  En ese momento comencé a creer en brujas.

Una vez que nos acomodamos en el tablado, el guía nos indicó hacia dónde apuntar nuestras invasivas luces.  Cuando las luces golpearon el agua del pantano, pudimos ver decenas de pares de ojillos de un vivo rojo que nos miraban desde todas direcciones.  Debe de haber habido por lo menos unos setenta pares de ojos rojos diseminados a nuestro alrededor.  Por un momento me sentí como un triste pollo entre hambrientos zorros.  Las voces de admiración y sorpresa no se demoraron en enturbiar el silencio del pantano.  El espectáculo era enervante y amenazador.

Mientras estábamos ensimismados observando a los caimanes, de pronto a espaldas nuestras se oyó un terrible aullido seguido incontinenti por otro espantoso bramido aún más aterrador.  Todas las luces se volvieron instantáneamente hacia donde provenían los baladros; y para el estupor de todos, a un par de escasos metros de nosotros había un gigantesco lobo negro parado en el tablado sobre sus largas patas traseras, con sus fauces abiertas exhibiendo un portentoso y amenazador par de colmillos blancos como la palidez del pavor, los que centelleaban a la luz de la luna.  La bestia inicua agitó violentamente sus patas delanteras en el aire y emitió otro escalofriante e inhumano ladrido.

¡La confusión y el pánico fué general!  El terror se apoderó súbita y bruscamente de todos nosotros, y cuando pensábamos que inevitablemente iba a ocurrir lo peor, Uskula Humma entró fulminantemente en acción parándose osadamente entre nosotros y en frente del Hombre Lobo con su talismán de Shilup Chitoh Osh en la mano izquierda, y un enorme cuchillo dentado en la derecha; y sin dilación alguna comenzó a gritar incesantemente mientras adelantaba el amuleto hacia la bestia y agitaba violenta y amenazadoramente en su dirección el pedazote de cuchillo que parecía un alfanje:

"¡Ak okpani máhli!, "¡Ak okpani máhli!" – (¡te destruiré!, ¡te destruiré!)

La palabra "atónitos" no puede describir la ciclópea sorpresa estampada en las espantadas caras de todos los que nos hallábamos ahí.  Respondiendo a los enérgicos y repetitivos comandos de Uskula Humma emitidos a altísimos decibeles, el Hombre Lobo dando un tremendo brinco desde la plataforma hacia el vacío, desapareció raudo en la oscuridad de esa tenebrosa noche, la que abruptamente quedó inmersa en el más completo y total silencio.  Todo esto ocurrió en alrededor de diez apocalípticos segundos. Uno segundo más tarde me percaté de que los pelos de mi nuca estaban tan duros como agujas de acero.  La plataforma comenzó repentinamente a zarandearse y pensé que para peor de males, ahora nos caía encima un terremoto.  Afortunadamente no fué así.  El movimiento telúrico era producto de que la gorda se había sentado (o explayado) en el suelo, y la temblequera de su susto se traspasaba a la plataforma.  Respiré con gran alivio.  Uskula Humma nos urgió regresar de inmediato a la cabaña para evitar más peligros, lo que acatamos sin chistar. 

Después de una corta y acelerada carrera llegamos de vuelta a la cabaña.  Una vez en su interior Uskula Humma nos dijo con una amplia y gratificada sonrisa en sus labios:

- "El Hombre Lobo Cajún que acaban de ver, era un actor.  Es parte de la excursión". Acto seguido, desde debajo de una mesa cubierta de un colorido mantel sacó una caja de madera conteniendo estatuillas del maldito Hombre Lobo Cajún para la venta.  ¡Lo que debería haber estado vendiéndonos eran calzoncillos limpios!  No lo matamos porque en Luisiana el asesinato y el homicidio siguen siendo crímenes capitales.  Por joder, compré una estatuilla del Hombre Lobo Cajún a la que bauticé: Trauco.

A la mañana siguiente iniciamos nuestra marcha de regreso a la barcaza que nos regresaría al hotel.  Durante la lenta marcha de repatriación a la civilización, la embarcación bufaba con un ruido sordo y monótono mientras que su quilla le abría una larga herida a las turbias y silenciosas aguas del pantano.  Los grotescos y malformados cipreses parecían reírse de nosotros mientas nos alejábamos amilanados.  Los regurgitantes ruidos del pantano parecían apagarse paulatinamente a medida de que la lenta barca nos alejaba ceremoniosa de su espantadiza fetidez.  La gorda estaba pálida, pero respiraba.  El resto de los exploradores se veían temblorosos y un poco apurados por regresar a la civilización.  El viaje de vuelta fué bastante silencioso.  Sólo el obturador de las cámaras fotográficas quebraban el frágil silencio de vez en cuando para capturar una cigüeña o a una suegra, perdón; bruja en el subrepticio y escalofriante movimiento de las siniestras ramas de aquellos inmortales cipreses con sus invisibles escobas voladoras, caimanes, Reinas Vudú, y su peludo y realista Hombre Lobo.

No he vuelto a pisar ese pantano maldito.  Ahora voy a Fort Lauderdale y me quedo en el Holiday Inn.  ¿Qué cosas, no?



El Loco

sábado, 1 de noviembre de 2014

Dimidium Lunam

En el escrito anterior hablé de ballenas.  Mientras que dejaba que aquellos recuerdos se despertasen lánguidos desde los pliegues de mi encéfalo y se deslizaran a tumbos por mi insondable memoria, trémolos y regurgitando nerviosos sus dormidas emociones durante su apurada marcha por alcanzar mi licenciosa pero honesta pluma, y a la postre, para quedar estampados en el papel electrónico empujados por el apurado compás con que las yemas de mis dedos golpeteaban el teclado; me acordé de esta islita.  La recordé porque una vez también ví ballenas allí.  Mientras escribía mi anterior publicación, dejé ese seco recuerdo esperando colgado en los garfios de mis sedientas memorias para hidratarlo más tarde.  Y más tarde; es aquí y ahora.   

Durante aquellos evaporados años con sus vibrantes retiros de Verano cuando atendía las Humanidades del escolástico Instituto Alonso de Ercilla, cada año durante las vacaciones veraniegas, mi padre que era un asiduo y juncal nauta oceánico, me llevaba a navegar por las regiones australes y polares del planeta; y aquellos viajes y sus infinitas y relucientes estampas se quedaron como emborradas inquilinas reminiscentes para siempre en las amplísimas anchuras de mi dilatada memoria.  En uno de esos viajes dignos de Odiseo, conocí brevemente a la fría Isla Media Luna.

La isla Media Luna, ¡ha!  Esta isla está ubicada en la Antártida y la reclaman los Chilenos, los Argentinos, y los Ingleses.  Y por más que griten y pataleen todos, las tres reclamaciones están suspendidas por el Tratado Antártico que se instituyó el 1º de Diciembre de 1959, el que se puso en efecto el 23 de Junio de 1961, y fué ratificado 12 veces, y no tiene fecha de expiración o vencimiento, y este tratado lo firmaron 50 países.  En otras palabras, la Isla Media Luna no le pertenece a nadie sino que a los pingüinos y a las gaviotas, a los lobos marinos, a las ballenas y a las heladas aguas que la rodean; quienes condescendientemente nos dejan pasearnos por su isla porque son seres buenos y mucho más civilizados de lo que podemos llegar a ser nosotros.

El título de este escrito es el verbatum en Latín para : "Media Luna".  Nunca he entendido la racionalidad especulativa de este absurdo nombre.  ¿Por qué le llaman "media luna" a una isla cuya figura parece más bién un espermio con artritis y tortícolis, o una anguila con Paget, cabezona y con calambres?  Si observan el contorno de la islita, de media luna no tiene nada --a no ser por supuesto de que el cartógrafo que la dibujó estaba completamente beodo, y sufriendo de alucinaciones y estitiquez mental.  Esto lo sé ahora porque cuando visité esta desolada isla en aquel entonces, yo apenas me levantaba del suelo.

Sí, sin duda yo era un "cabro chico" en aquellos ya tan lejanos Veranos, y los recuerdos que esta isla grabó en la esencia de mi ser no son de lo más ortodoxos y pudorosos que digamos, pero deben tener en cuenta y recordar siempre que un recuerdo es un recuerdo, y esto no se puede cambiar aunque intente trepanación(1) extractiva.  Ahora, si a usted le dá asco la caca, deje de leer este subiecisset en este preciso instante.

(1) ¿Sabía usted que la palabra "trepanación" es un verbo derivado de Latín medieval a través del Francés antiguo del sustantivo Griego "trypanon", el que literalmente significa "barrenador"? La trepanación era una intervención quirúrgica en la que un agujero era perforado en el cráneo humano. El instrumento que se utilizaba para perforar el cráneo se llamaba "trepan". ¿Qué cosas, no?

La isla Media Luna es un pequeño islote que se asemeja más a un atolón que a una islilla, y tiene alrededor de casi 2 álgidos kilómetros de extensión y está situada al Este de la isla Livingston en el conjunto de las Islas Shetland del Sur.  Esta isla era conocida y frecuentada por los cazadores furtivos de focas desde alrededor del año 1821, el mismo año en que España le vendió el lado Este del actual Estado Florida a los Estados Unidos por 5 millones de dólares; y el mismo año en que Grecia se independizó de Turquía.

Mi padre que ya está en el distante infinito, era un flamante Capitán del Mar Océano y frecuentaba esos lares con mucha asiduidad dirigiendo a sus osados argonautas en aquellas caducas y mal preparadas embarcaciones que llevaban izada flameando orgullosa y libre la bandera Chilena.(2)  Mi hermano Francisco Javier, siguiendo los navales pasos de nuestro padre, también navegó con periodicidad aquellos lejanos, ventosos y gélidos parajes, y un húmedo día escondido en el calendario, descubrió un islote nuevo en el Archipiélago de Chiloé.  Pancho es "cool".

(2) Sin darle crédito a lo que dicen la malas lenguas, según el poema épico "La Araucana" del autor Don Alonso de Ercilla y Zúñiga, un noble Español soldado y poeta nacido en Ocaña --al que le gustaba usar un puñado de arrugados platos de papel en el cuello a modo de corbata-- los colores y la estrella (guñelve: wünelfe in Mapudungún) de la bandera Chilena se derivan directamente de los del pabellón Mapuche, quienes lo enarbolaron durante la Guerra de Arauco. 

El  Desteñido Recuerdo

Una neblinosa mañana la resuelta embarcación hiperbórea atracó silenciosamente en la ensenada de esta pequeña isla mientras que yo aún dormía plácidamente en mi cómodo y tibio camarote de abordo.  Los sordos rugidos del motor, los enajenados estruendos de las cadenas del ancla, y las atareadas revoluciones de la hélice que impulsaba al barco no me quisieron sacar de mi amodorrado sopor infantil.  Los fierros del cuerpo y del esqueleto del barco crujían y rechinaban con delicados gimoteos mientras que la embarcación se balanceaba sensualmente en la tranquila bahía.  Era de madrugada, pero no sé que hora era la que marcaba el enorme reloj náutico colgado en la pared del camarote, y aún la luz de sol no había comenzado a colarse intrusa por la súperretequeterecontrarepintada claraboya.

El arrastrado ruido de la metálica puerta del camarote me despertó al abrirse.  Por el férreo  dintel apareció un marinero con una amplia sonrisa y con una bandeja que me traía el matutino desayuno.  Esa bandeja llegaba puntual cada mañana portando una vaporosa taza de chocolate valiente (¡y caliente también!), una tostada con mantequilla de pan amasado hecho a bordo, y un flaco bistec de vaca muerta el que se escondía asustado bajo un gran huevo frito de unos cinco centímetros de eslora producto de una gallina pundorosa, ambos descansando a la banda de babor de unas calientes papas fritas marítimas a la deriva. 

- ¡Buenos días don Rodrigo; ya llegamos! – dijo mi interlocutor con su jovial voz.

Lo miré soñoliento por entre las pestanas y las lagañas de mis aletargados ojos mientras que trataba de desenredarme y desligarme de las sábanas que no me querían soltar.  Me acomodé lentamente en la litera después de echar un vistazo por el "Ojo de buey", pero solo pude ver una pesada e impenetrable neblina entre la que oí unas amortiguadas voces humanas que comandaban profunda acción.  Ya sentado en la cama y con los ojos más o menos abiertos, comencé a merendar.

- Cuando esté listo don Rodrigo, véngase a cubierta, ¡pero abríguese porque hace frío! - recalcó con seriedad el marino, y desapareció diligente detrás de la pesada y elíptica puerta con sus gigantescos pernos y mariposas de seguridad.

Comí rápidamente porque el aire marino abre un apetito de titanes, y porque la emoción de lo que había por descubrir ese día ya me había alborotado terriblemente la imaginación, y mi espíritu aventurero ya lúcido en intranquilo, golpeaba frenético las paramentos de mi pecho, loco por escaparse veloz hacia la desconocida y inesperada aventura.  Terminé rápidamente de desayunar, y sentí el fuerte reclamo de la pilcha (Vejiga urinaria, vulgar relación derivada del Quechua: "pillchay", y del Mapudungún: "pùlcha", y sí, con el acento para ese lado) que ya no podía contenerse más, así que salté sin dubitación del camarote al frío suelo metálico y me dirigí vertiginosamente al baño a mear, a lavarme los dientes, la cara, y después a vestirme; en ese mismísimo orden, sin equivocaciones, errores o titubeos.

Salí a la cubierta excitado, ansioso y forrado hasta el cuello.  Una gorra de gruesa lana me cubría la cabeza desde la frente hasta el pescuezo incluyendo a mis refrigeradas orejas.  La dura neblina se estaba levantando sin apuro, desapasionada y silenciosa pero ya dejaba que viésemos la oscura línea del litoral y sus negras playas diseminadas de restos de viejos barcos de madera, los que una vez sucumbieron con su incontenible imprudencia en esas playas pedregosas, húmedas y solitarias, mientras que una bandada de curiosas gaviotas sobrevolaban el barco con su alharaca conversación de convulsivos graznidos, los que intentaban sofocar los sólidos ladridos de las meridionales focas negras, de los que sus ecos se escuchaban en la velada lejanía.  Aunque sin poner los ojos blancos; mi volátil y calloso espíritu aventurero estaba experimentando un vehemente orgasmo emocional.

En la cubierta, la frenética actividad había cesado y todo parecía estar en orden.  Los marineros estaban descolgando coordinadamente una blanca chalúa de largos remos por estribor, esto; para poder desembarcar en un paupérrimo embarcadero de madera casi negra que se descolgaba tímido hacia el interior de las aguas desde la playa, y cuyos pilares parecían danzar sensualmente entre las movedizas olas vestidos con sus Morés Tahitianos tejidos de algas y líquenes marinos, y con algunos choritos colonos.

Nos encaramamos en el bote con una cuadrilla marinera y mi padre al comando.  Mi padre siempre tenía asignado un marinero para que me cuidase, labor que era de alta estima porque el marinero a cargo no hacía nada durante el día, sino que acompañarme doquiera que fuésemos; y de esta manera; mi padre podía ejecutar sus capitanazgos deberes sin el lastre mío.  Cuando la chalupa estuvo abordada, los seis marineros a cargo de los largos propulsores comenzaron a dar poderosas remadas con sus espaldas encarando hacia litoral y en clara dirección del muelle.  La brisa húmeda y las salpicadas de agua salada nos llovían sobre la ropa, mientras que la indiferente neblina terminaba de recogerse hacia su desconocida morada bajo la supervisión de los pingüinos que nos observaban en lontananza con sus curiosos ojillos.    

En uno o dos santiamenes a lo más llegamos a destino y los marineros recogieron sus remos y ataron la embarcación rápida y habilidosamente a la escollera, y comenzaron a desembarcar en una forma efectiva y ordenada.  Les seguí detrás bajo el ojo avizor de mi protector que me seguía pegado como sombra a mis espaldas.  Caminamos por el entablado de la escollera hasta que llegamos a tierra.  El suelo estaba duro, frío e insociable como alma de abogado licencioso.  En un rincón de la playa de desembarco, se veía un antiguo y desahuciado barco ballenero abandonado a su suerte.

No sé por qué razón ni para qué propósito, pero la idea era dirigirse a un promontorio de nombre "Colina Xenia", la que se levanta unos 100 metros aproximadamente sobre el nivel del mar en el lado Norte de la isla.  La jornada se realizaría ese mismo día, lo que explicaba la levantada tan de madrugada.  Los marineros ya tenían organizados los pertrechos, mochilas, herramientas, instrumentos y demases necesarios para la expedición; incluídos los infaltables, necesarios y oscuros lentes de sol.  Mi guardián era víctima de bromas por los demás marineros que cargaban grandes bultos mientras que mi procurador sólo llevaba una pequeña bolsa marinera acarreando un par de cambios de ropa para mí; pero en vez de sentirse insultado, sonreía con una lozana mueca de victoria.

Ésta no era una expedición turística así que no circularíamos por los lugares donde anidaban los pingüinos o las gaviotillas, o transitaríamos por los escuetos senderos que los turistas frecuentan para observar de cerca la flora y fauna de este remota y glaciar isla dotada de ululantes ventisqueros sin murallas andinas.  Casi inmediatamente dejamos atrás la ensenada con sus amarillas casas de negros techos, sus pedregosos senderos de circulación, y sus largas escaleras de acceso a los edificios.  El pardo ruido que el viento Polar les arrancaba a las flameantes tiritantes banderas, ya no se escuchaban en nuestra marcha.  El ruido se había quedado atrás perdido y deshecho en la nada como el típico juramento político.

El frío viento nos acosaba por todos lados, cambiaba de dirección constantemente como la justicia pagada; pero la marcha proseguía impertérrita y en silencio mientras los duros calamorros calzados por los hombres se comían ambiciosos la distancia estampada sobre la rocosa superficie.  La neblina ya había desaparecido por completo, y ahora sólo reinaban los amplios espacios y los vivificantes y clarísimos rayos de sol subrayados por un afilado viento que trataba de mordernos las coloridas e infladas parcas rellenas con plumas de infortunados gansos menestrales.

- ¿Está cansado don Rodrigo? – se oía inquisitiva la voz de mi alegre guardián.
- ¡No! – yo contestaba ufano y casi sin aliento por mantener la marcha con los hombres.
- ¡Avíseme cuando se canse! – gritaba desde atrás.
- ¡Güeno! – le contestaba porfiado y escaso de hálito.

Mi padre con ojo avizor y aguzado oído, esbozaba una sonrisa de aprobación cada vez que escuchaba este corto coloquio.

La marcha era brutal y el terreno era hosco.  Pedregales por doquiera, afloramientos rocosos y desabridos aparecían por todos lados, y a veces se vislumbraban unos escasos parches de obstinado musgo cerca de las playas, y también sobre las incisivas rocas que nos empujaban en zigzag.  De vez en cuando, me paraba a recoger algún guijarro que me llamaba la atención, o alguna piedrita de color llamativo, o un pedrusco que en mis ojos, vestía alguna forma quimérica.  Los soplaba para limpiarlos, y los ponía cuidadosamente en mi bolsillo mientras proseguía la forzada marcha.

- ¿Está cansado don Rodrigo? – repetía preocupada la voz de mi optimista escolta.
- ¡No! – volvía a contestar no tan  ufano ya, y jadeando.
- ¡Avíseme cuando se canse! – repetía el porteador marino de ronca voz.
- ¡Si, p'ó! – le volvía a contestar ya medio muerto.

La marcha se eternizaba, el suelo seguía negro, duro, frío y pedregoso; el viento no se compadecía, y creí oír a las focas y a los lobos marinos riéndose de nosotros mientras que se acomodaban allá abajo en las playas a tomar el sol en sus trajes de gruesas capas de grasa que no dejaban entrar al frío ni por equivocación.  De pronto, una voz distorsionada por el cortante viento quebrantó el silencio de la marcha anunciando: ¡Ballenas a proa!

El marinero que había aclarado la cima del promontorio que estábamos escalando, desde su cima apuntaba hacia el mar.  Corrimos los metros que nos faltaban para llegar a la cima, y al llegar a ésta y como yo era enano, no podía tener una clara vista entre los gruesos pantalones de la tripulación.  De pronto sentí que una poderosa fuerza me izaba en el  aire.  Era mi custodio que me alzó en sus brazos y me sentó sobre sus hombros para que pudiese ver mejor.  Entonces pude ver esas ballenas negras que se bañaban sin preocupaciones en las aguas enfrente de una rada.  Estaban lejos y parecían pequeñas, pero yo sabía que no lo eran.  Realmente no sé por qué, pero en ese instante me acordé de Dumbo.

Este espectáculo duraba menos de un minuto cuando se oyó la tronante voz de mi padre rugiendo: ¡Resumir marcha!  Aparentemente todos mis encuentros con ballenas duran poco.  A este punto, mis flacas piernas de peladas canillas estaban al borde del colapso, así que cuando mi guardián me ofreció llevarme sobre sus hombros, acepté gustoso.  Reanudamos la marcha que ya se prolongaba ya por más de dos horas, al menos eso era lo que mi imberbe experiencia calculaba.       

Seguíamos caminando por promontorios de rocas grandes y filosas por donde los pingüinos se paseaban como Pedro por su casa.  Las playas se recostaban contra el mar allá más abajo, mientras compartían sus rocosas superficies con pingüinos, lobos marinos, focas y gaviotas.  En la expuesta fisonomía de la isla se podían descubrir las magníficas y grandiosas fuerzas tectónicas que parieron con la fuerza de sus elementos siderófilos esta isla tiempos A.  Había monolitos paleolíticos que se erguían sobre la superficie de la isla como si desconocidos gigantes ancestrales los hubieran plantado allí con algún singular y velado propósito.

Caminábamos ahora detrás del porteador de la dotación que llevaba el radio colgando pesadamente a sus espaldas.  Podía escuchar el ruido de la radio de onda corta que anunciaba el estado tiempo entre pulsantes interrupciones cacofónicas y una nevada de electricidad estática.  Nadie decía nada, todos bufaban y caminaban indetenibles y determinados hacia el objetivo.  Mi padre nos echaba una mirada de cuando en cuando, y mi encargado contestaba con una sonrisa de afirmación.  No recuerdo más de la marcha porque en este punto me quedé dormido sobre esos sólidos y tibios hombros que me transportaban en forma segura hacia la cima de la Colina Xenia.  Nos adentrábamos osados en los indomables dominios de la naturaleza.

No me dí cuenta de qué, cómo, cuándo, dónde, y cuánto pasó; solo recuerdo que desperté dentro de un saco de dormir en una carpa anaranjada a la que el viento agitaba resentido como si quisiese mancillarla.  Me asomé a la entrada de la carpa, descorrí el cierre y lo primero que ví, fué a mi fiel guardián sentado a la puerta de la tienda sujetando entre sus enguantadas manos un tazón de algún líquido caliente.  Apenas me vió, me ofreció traerme una taza de chocolate caliente, pero rehusé aceptarla.  En ese momento tenía un asunto más urgente que atender y que su espera no se podía dilatar más.  Lo miré y le dije con cara compungida y apremiada:

- ¡Tengo que ir al baño!

El marino me miró con unos ojos de incredulidad, y tartamudeando un poco me dijo:

- Eeeh, ¡espérese un poco don Rodrigo!  ¡Vuelvo al tiro!(3) – y sin más trámite, partió al trote donde se hallaba mi padre.

(3)   Por razones desconocidas para la raza humana, los Chilenos utilizan un lenguage bélico de características balísticas cuando hablan: ¡hablan a balazos!  Lo que sea que hacen, lo hacen "al tiro".  Tiros para arriba, tiros para abajo, tiros por todos lados, no hay acción que se escape de los tiros. También parece que estos "tiros" se ejecutan con silenciador, porque cada vez que anuncian un tiro, afortunadamente éste nunca se escucha.  Un amigo centroamericano me dijo una vez que para hablar con los chilenos hay que agacharse ¡porque los tiros vuelan!  ¿Qué cosas, no?

Desde la frágil seguridad que me proveía esa carpita delgada como himen de virgen Vestal, veía a mi padre conferenciar con my porteador.  Aparentemente discutían un asunto intricado porque les costaba llegar a una resolución.  Después de unos severos minutos de parlamento, aparentemente una salida a la encrucijada se había decidido.  El marino regresó al trote hasta la carpa.  Se arrodilló en la entrada y me dijo:

- ¡Güeno, vamo'a tener que improvisar don Rodrigo! – seguidamente me hizo una seña para que los siguiera.  Salí del refugio de nylon y comencé a seguirle.  Me indicó lo mejor que pudo de que deberíamos ir por detrás del promontorio, fuera de la vista del destacamento y deberíamos "hacerlo rápido".  Cuando llegamos por detrás del rocoso promontorio, yo ya no aguantaba más, así que rápidamente me bajé los dos pantalones y los calzoncillos de lana de oveja Merino, asumí la posición de combate intestinal y descargué una rápida andanada ventral administrativa sin misericordia y con bocina.  El poto se me heló casi instantáneamente, y desde mi poco digna posición podía ver la inadvertida fauna isleña que no se percataba del acto de contaminación biológica ilegal que se estaba perpetrando en su casta propiedad.

Dándome la espalda, el marino sujetaba un manojo de papeles que, a falta de papel "confort"; tendrían que actuar como unidad de contención biológica y como improvisados aparatos limpiadores de labios arrugados.  Me limpié lo mejor que pude, y apenas lo hice; el viento se llevó presuroso los embetunados papiros cloacales en dirección de la playa.  ¡Pobres pingüinos!  Apresuradamente me terminé de vestir y cuando me dí vuelta a ver el daño colateral, descubrí un inocente y juvenil mojón erguido orgulloso como pirámide Egipcia, aún soltando vapores de esfuerzo, pero se estaba congelando vertiginosamente.  El guardián al ver esto, estalló en australes carcajadas.

Dejamos el epicentro vertiginosamente.  Miré hacia atrás y lo vi allí, solo y abandonado, como el más reciente representante del último vestigio de nuestra civilización.  Sabía que el frío antártico lo petrificaría muy pronto.  No me dió pena, pero me dió lástima.  Este mojoncito junior había logrado conquistar las latitudes más longitudinales que ningún otro mojón rozagante haya alcanzado antes.

Nunca supe lo que la cuadrilla hizo en la cima de la Colina Xenia, pero ya no importaba porque habíamos iniciado el regreso a nuestro punto de partida.  Sentía como que un pedazo de mi inconsistente humanidad se había quedado atrás.  No tuve tiempo ni de darle nombre al valiente marmolillo que dejé involuntariamente a la zaga, el que había sido empujado y pujado por las apremiantes circunstancias. 

Nunca más ví a la isla Media Luna, ni al heroico mojón que se que se quedó abandonado en contra de su voluntad en la fría y húmeda isla Media Luna, y a merced de las focas, de las ávidas gaviotas y de los perpetuos pingüinos barbijos. 

¡Te saludo glorioso y épico mojón de la niñez desde la corta pero infinita e irreversible distancia del tiempo!  Firmado: Tu Creador.

El Loco