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sábado, 1 de noviembre de 2014

Dimidium Lunam

En el escrito anterior hablé de ballenas.  Mientras que dejaba que aquellos recuerdos se despertasen lánguidos desde los pliegues de mi encéfalo y se deslizaran a tumbos por mi insondable memoria, trémolos y regurgitando nerviosos sus dormidas emociones durante su apurada marcha por alcanzar mi licenciosa pero honesta pluma, y a la postre, para quedar estampados en el papel electrónico empujados por el apurado compás con que las yemas de mis dedos golpeteaban el teclado; me acordé de esta islita.  La recordé porque una vez también ví ballenas allí.  Mientras escribía mi anterior publicación, dejé ese seco recuerdo esperando colgado en los garfios de mis sedientas memorias para hidratarlo más tarde.  Y más tarde; es aquí y ahora.   

Durante aquellos evaporados años con sus vibrantes retiros de Verano cuando atendía las Humanidades del escolástico Instituto Alonso de Ercilla, cada año durante las vacaciones veraniegas, mi padre que era un asiduo y juncal nauta oceánico, me llevaba a navegar por las regiones australes y polares del planeta; y aquellos viajes y sus infinitas y relucientes estampas se quedaron como emborradas inquilinas reminiscentes para siempre en las amplísimas anchuras de mi dilatada memoria.  En uno de esos viajes dignos de Odiseo, conocí brevemente a la fría Isla Media Luna.

La isla Media Luna, ¡ha!  Esta isla está ubicada en la Antártida y la reclaman los Chilenos, los Argentinos, y los Ingleses.  Y por más que griten y pataleen todos, las tres reclamaciones están suspendidas por el Tratado Antártico que se instituyó el 1º de Diciembre de 1959, el que se puso en efecto el 23 de Junio de 1961, y fué ratificado 12 veces, y no tiene fecha de expiración o vencimiento, y este tratado lo firmaron 50 países.  En otras palabras, la Isla Media Luna no le pertenece a nadie sino que a los pingüinos y a las gaviotas, a los lobos marinos, a las ballenas y a las heladas aguas que la rodean; quienes condescendientemente nos dejan pasearnos por su isla porque son seres buenos y mucho más civilizados de lo que podemos llegar a ser nosotros.

El título de este escrito es el verbatum en Latín para : "Media Luna".  Nunca he entendido la racionalidad especulativa de este absurdo nombre.  ¿Por qué le llaman "media luna" a una isla cuya figura parece más bién un espermio con artritis y tortícolis, o una anguila con Paget, cabezona y con calambres?  Si observan el contorno de la islita, de media luna no tiene nada --a no ser por supuesto de que el cartógrafo que la dibujó estaba completamente beodo, y sufriendo de alucinaciones y estitiquez mental.  Esto lo sé ahora porque cuando visité esta desolada isla en aquel entonces, yo apenas me levantaba del suelo.

Sí, sin duda yo era un "cabro chico" en aquellos ya tan lejanos Veranos, y los recuerdos que esta isla grabó en la esencia de mi ser no son de lo más ortodoxos y pudorosos que digamos, pero deben tener en cuenta y recordar siempre que un recuerdo es un recuerdo, y esto no se puede cambiar aunque intente trepanación(1) extractiva.  Ahora, si a usted le dá asco la caca, deje de leer este subiecisset en este preciso instante.

(1) ¿Sabía usted que la palabra "trepanación" es un verbo derivado de Latín medieval a través del Francés antiguo del sustantivo Griego "trypanon", el que literalmente significa "barrenador"? La trepanación era una intervención quirúrgica en la que un agujero era perforado en el cráneo humano. El instrumento que se utilizaba para perforar el cráneo se llamaba "trepan". ¿Qué cosas, no?

La isla Media Luna es un pequeño islote que se asemeja más a un atolón que a una islilla, y tiene alrededor de casi 2 álgidos kilómetros de extensión y está situada al Este de la isla Livingston en el conjunto de las Islas Shetland del Sur.  Esta isla era conocida y frecuentada por los cazadores furtivos de focas desde alrededor del año 1821, el mismo año en que España le vendió el lado Este del actual Estado Florida a los Estados Unidos por 5 millones de dólares; y el mismo año en que Grecia se independizó de Turquía.

Mi padre que ya está en el distante infinito, era un flamante Capitán del Mar Océano y frecuentaba esos lares con mucha asiduidad dirigiendo a sus osados argonautas en aquellas caducas y mal preparadas embarcaciones que llevaban izada flameando orgullosa y libre la bandera Chilena.(2)  Mi hermano Francisco Javier, siguiendo los navales pasos de nuestro padre, también navegó con periodicidad aquellos lejanos, ventosos y gélidos parajes, y un húmedo día escondido en el calendario, descubrió un islote nuevo en el Archipiélago de Chiloé.  Pancho es "cool".

(2) Sin darle crédito a lo que dicen la malas lenguas, según el poema épico "La Araucana" del autor Don Alonso de Ercilla y Zúñiga, un noble Español soldado y poeta nacido en Ocaña --al que le gustaba usar un puñado de arrugados platos de papel en el cuello a modo de corbata-- los colores y la estrella (guñelve: wünelfe in Mapudungún) de la bandera Chilena se derivan directamente de los del pabellón Mapuche, quienes lo enarbolaron durante la Guerra de Arauco. 

El  Desteñido Recuerdo

Una neblinosa mañana la resuelta embarcación hiperbórea atracó silenciosamente en la ensenada de esta pequeña isla mientras que yo aún dormía plácidamente en mi cómodo y tibio camarote de abordo.  Los sordos rugidos del motor, los enajenados estruendos de las cadenas del ancla, y las atareadas revoluciones de la hélice que impulsaba al barco no me quisieron sacar de mi amodorrado sopor infantil.  Los fierros del cuerpo y del esqueleto del barco crujían y rechinaban con delicados gimoteos mientras que la embarcación se balanceaba sensualmente en la tranquila bahía.  Era de madrugada, pero no sé que hora era la que marcaba el enorme reloj náutico colgado en la pared del camarote, y aún la luz de sol no había comenzado a colarse intrusa por la súperretequeterecontrarepintada claraboya.

El arrastrado ruido de la metálica puerta del camarote me despertó al abrirse.  Por el férreo  dintel apareció un marinero con una amplia sonrisa y con una bandeja que me traía el matutino desayuno.  Esa bandeja llegaba puntual cada mañana portando una vaporosa taza de chocolate valiente (¡y caliente también!), una tostada con mantequilla de pan amasado hecho a bordo, y un flaco bistec de vaca muerta el que se escondía asustado bajo un gran huevo frito de unos cinco centímetros de eslora producto de una gallina pundorosa, ambos descansando a la banda de babor de unas calientes papas fritas marítimas a la deriva. 

- ¡Buenos días don Rodrigo; ya llegamos! – dijo mi interlocutor con su jovial voz.

Lo miré soñoliento por entre las pestanas y las lagañas de mis aletargados ojos mientras que trataba de desenredarme y desligarme de las sábanas que no me querían soltar.  Me acomodé lentamente en la litera después de echar un vistazo por el "Ojo de buey", pero solo pude ver una pesada e impenetrable neblina entre la que oí unas amortiguadas voces humanas que comandaban profunda acción.  Ya sentado en la cama y con los ojos más o menos abiertos, comencé a merendar.

- Cuando esté listo don Rodrigo, véngase a cubierta, ¡pero abríguese porque hace frío! - recalcó con seriedad el marino, y desapareció diligente detrás de la pesada y elíptica puerta con sus gigantescos pernos y mariposas de seguridad.

Comí rápidamente porque el aire marino abre un apetito de titanes, y porque la emoción de lo que había por descubrir ese día ya me había alborotado terriblemente la imaginación, y mi espíritu aventurero ya lúcido en intranquilo, golpeaba frenético las paramentos de mi pecho, loco por escaparse veloz hacia la desconocida y inesperada aventura.  Terminé rápidamente de desayunar, y sentí el fuerte reclamo de la pilcha (Vejiga urinaria, vulgar relación derivada del Quechua: "pillchay", y del Mapudungún: "pùlcha", y sí, con el acento para ese lado) que ya no podía contenerse más, así que salté sin dubitación del camarote al frío suelo metálico y me dirigí vertiginosamente al baño a mear, a lavarme los dientes, la cara, y después a vestirme; en ese mismísimo orden, sin equivocaciones, errores o titubeos.

Salí a la cubierta excitado, ansioso y forrado hasta el cuello.  Una gorra de gruesa lana me cubría la cabeza desde la frente hasta el pescuezo incluyendo a mis refrigeradas orejas.  La dura neblina se estaba levantando sin apuro, desapasionada y silenciosa pero ya dejaba que viésemos la oscura línea del litoral y sus negras playas diseminadas de restos de viejos barcos de madera, los que una vez sucumbieron con su incontenible imprudencia en esas playas pedregosas, húmedas y solitarias, mientras que una bandada de curiosas gaviotas sobrevolaban el barco con su alharaca conversación de convulsivos graznidos, los que intentaban sofocar los sólidos ladridos de las meridionales focas negras, de los que sus ecos se escuchaban en la velada lejanía.  Aunque sin poner los ojos blancos; mi volátil y calloso espíritu aventurero estaba experimentando un vehemente orgasmo emocional.

En la cubierta, la frenética actividad había cesado y todo parecía estar en orden.  Los marineros estaban descolgando coordinadamente una blanca chalúa de largos remos por estribor, esto; para poder desembarcar en un paupérrimo embarcadero de madera casi negra que se descolgaba tímido hacia el interior de las aguas desde la playa, y cuyos pilares parecían danzar sensualmente entre las movedizas olas vestidos con sus Morés Tahitianos tejidos de algas y líquenes marinos, y con algunos choritos colonos.

Nos encaramamos en el bote con una cuadrilla marinera y mi padre al comando.  Mi padre siempre tenía asignado un marinero para que me cuidase, labor que era de alta estima porque el marinero a cargo no hacía nada durante el día, sino que acompañarme doquiera que fuésemos; y de esta manera; mi padre podía ejecutar sus capitanazgos deberes sin el lastre mío.  Cuando la chalupa estuvo abordada, los seis marineros a cargo de los largos propulsores comenzaron a dar poderosas remadas con sus espaldas encarando hacia litoral y en clara dirección del muelle.  La brisa húmeda y las salpicadas de agua salada nos llovían sobre la ropa, mientras que la indiferente neblina terminaba de recogerse hacia su desconocida morada bajo la supervisión de los pingüinos que nos observaban en lontananza con sus curiosos ojillos.    

En uno o dos santiamenes a lo más llegamos a destino y los marineros recogieron sus remos y ataron la embarcación rápida y habilidosamente a la escollera, y comenzaron a desembarcar en una forma efectiva y ordenada.  Les seguí detrás bajo el ojo avizor de mi protector que me seguía pegado como sombra a mis espaldas.  Caminamos por el entablado de la escollera hasta que llegamos a tierra.  El suelo estaba duro, frío e insociable como alma de abogado licencioso.  En un rincón de la playa de desembarco, se veía un antiguo y desahuciado barco ballenero abandonado a su suerte.

No sé por qué razón ni para qué propósito, pero la idea era dirigirse a un promontorio de nombre "Colina Xenia", la que se levanta unos 100 metros aproximadamente sobre el nivel del mar en el lado Norte de la isla.  La jornada se realizaría ese mismo día, lo que explicaba la levantada tan de madrugada.  Los marineros ya tenían organizados los pertrechos, mochilas, herramientas, instrumentos y demases necesarios para la expedición; incluídos los infaltables, necesarios y oscuros lentes de sol.  Mi guardián era víctima de bromas por los demás marineros que cargaban grandes bultos mientras que mi procurador sólo llevaba una pequeña bolsa marinera acarreando un par de cambios de ropa para mí; pero en vez de sentirse insultado, sonreía con una lozana mueca de victoria.

Ésta no era una expedición turística así que no circularíamos por los lugares donde anidaban los pingüinos o las gaviotillas, o transitaríamos por los escuetos senderos que los turistas frecuentan para observar de cerca la flora y fauna de este remota y glaciar isla dotada de ululantes ventisqueros sin murallas andinas.  Casi inmediatamente dejamos atrás la ensenada con sus amarillas casas de negros techos, sus pedregosos senderos de circulación, y sus largas escaleras de acceso a los edificios.  El pardo ruido que el viento Polar les arrancaba a las flameantes tiritantes banderas, ya no se escuchaban en nuestra marcha.  El ruido se había quedado atrás perdido y deshecho en la nada como el típico juramento político.

El frío viento nos acosaba por todos lados, cambiaba de dirección constantemente como la justicia pagada; pero la marcha proseguía impertérrita y en silencio mientras los duros calamorros calzados por los hombres se comían ambiciosos la distancia estampada sobre la rocosa superficie.  La neblina ya había desaparecido por completo, y ahora sólo reinaban los amplios espacios y los vivificantes y clarísimos rayos de sol subrayados por un afilado viento que trataba de mordernos las coloridas e infladas parcas rellenas con plumas de infortunados gansos menestrales.

- ¿Está cansado don Rodrigo? – se oía inquisitiva la voz de mi alegre guardián.
- ¡No! – yo contestaba ufano y casi sin aliento por mantener la marcha con los hombres.
- ¡Avíseme cuando se canse! – gritaba desde atrás.
- ¡Güeno! – le contestaba porfiado y escaso de hálito.

Mi padre con ojo avizor y aguzado oído, esbozaba una sonrisa de aprobación cada vez que escuchaba este corto coloquio.

La marcha era brutal y el terreno era hosco.  Pedregales por doquiera, afloramientos rocosos y desabridos aparecían por todos lados, y a veces se vislumbraban unos escasos parches de obstinado musgo cerca de las playas, y también sobre las incisivas rocas que nos empujaban en zigzag.  De vez en cuando, me paraba a recoger algún guijarro que me llamaba la atención, o alguna piedrita de color llamativo, o un pedrusco que en mis ojos, vestía alguna forma quimérica.  Los soplaba para limpiarlos, y los ponía cuidadosamente en mi bolsillo mientras proseguía la forzada marcha.

- ¿Está cansado don Rodrigo? – repetía preocupada la voz de mi optimista escolta.
- ¡No! – volvía a contestar no tan  ufano ya, y jadeando.
- ¡Avíseme cuando se canse! – repetía el porteador marino de ronca voz.
- ¡Si, p'ó! – le volvía a contestar ya medio muerto.

La marcha se eternizaba, el suelo seguía negro, duro, frío y pedregoso; el viento no se compadecía, y creí oír a las focas y a los lobos marinos riéndose de nosotros mientras que se acomodaban allá abajo en las playas a tomar el sol en sus trajes de gruesas capas de grasa que no dejaban entrar al frío ni por equivocación.  De pronto, una voz distorsionada por el cortante viento quebrantó el silencio de la marcha anunciando: ¡Ballenas a proa!

El marinero que había aclarado la cima del promontorio que estábamos escalando, desde su cima apuntaba hacia el mar.  Corrimos los metros que nos faltaban para llegar a la cima, y al llegar a ésta y como yo era enano, no podía tener una clara vista entre los gruesos pantalones de la tripulación.  De pronto sentí que una poderosa fuerza me izaba en el  aire.  Era mi custodio que me alzó en sus brazos y me sentó sobre sus hombros para que pudiese ver mejor.  Entonces pude ver esas ballenas negras que se bañaban sin preocupaciones en las aguas enfrente de una rada.  Estaban lejos y parecían pequeñas, pero yo sabía que no lo eran.  Realmente no sé por qué, pero en ese instante me acordé de Dumbo.

Este espectáculo duraba menos de un minuto cuando se oyó la tronante voz de mi padre rugiendo: ¡Resumir marcha!  Aparentemente todos mis encuentros con ballenas duran poco.  A este punto, mis flacas piernas de peladas canillas estaban al borde del colapso, así que cuando mi guardián me ofreció llevarme sobre sus hombros, acepté gustoso.  Reanudamos la marcha que ya se prolongaba ya por más de dos horas, al menos eso era lo que mi imberbe experiencia calculaba.       

Seguíamos caminando por promontorios de rocas grandes y filosas por donde los pingüinos se paseaban como Pedro por su casa.  Las playas se recostaban contra el mar allá más abajo, mientras compartían sus rocosas superficies con pingüinos, lobos marinos, focas y gaviotas.  En la expuesta fisonomía de la isla se podían descubrir las magníficas y grandiosas fuerzas tectónicas que parieron con la fuerza de sus elementos siderófilos esta isla tiempos A.  Había monolitos paleolíticos que se erguían sobre la superficie de la isla como si desconocidos gigantes ancestrales los hubieran plantado allí con algún singular y velado propósito.

Caminábamos ahora detrás del porteador de la dotación que llevaba el radio colgando pesadamente a sus espaldas.  Podía escuchar el ruido de la radio de onda corta que anunciaba el estado tiempo entre pulsantes interrupciones cacofónicas y una nevada de electricidad estática.  Nadie decía nada, todos bufaban y caminaban indetenibles y determinados hacia el objetivo.  Mi padre nos echaba una mirada de cuando en cuando, y mi encargado contestaba con una sonrisa de afirmación.  No recuerdo más de la marcha porque en este punto me quedé dormido sobre esos sólidos y tibios hombros que me transportaban en forma segura hacia la cima de la Colina Xenia.  Nos adentrábamos osados en los indomables dominios de la naturaleza.

No me dí cuenta de qué, cómo, cuándo, dónde, y cuánto pasó; solo recuerdo que desperté dentro de un saco de dormir en una carpa anaranjada a la que el viento agitaba resentido como si quisiese mancillarla.  Me asomé a la entrada de la carpa, descorrí el cierre y lo primero que ví, fué a mi fiel guardián sentado a la puerta de la tienda sujetando entre sus enguantadas manos un tazón de algún líquido caliente.  Apenas me vió, me ofreció traerme una taza de chocolate caliente, pero rehusé aceptarla.  En ese momento tenía un asunto más urgente que atender y que su espera no se podía dilatar más.  Lo miré y le dije con cara compungida y apremiada:

- ¡Tengo que ir al baño!

El marino me miró con unos ojos de incredulidad, y tartamudeando un poco me dijo:

- Eeeh, ¡espérese un poco don Rodrigo!  ¡Vuelvo al tiro!(3) – y sin más trámite, partió al trote donde se hallaba mi padre.

(3)   Por razones desconocidas para la raza humana, los Chilenos utilizan un lenguage bélico de características balísticas cuando hablan: ¡hablan a balazos!  Lo que sea que hacen, lo hacen "al tiro".  Tiros para arriba, tiros para abajo, tiros por todos lados, no hay acción que se escape de los tiros. También parece que estos "tiros" se ejecutan con silenciador, porque cada vez que anuncian un tiro, afortunadamente éste nunca se escucha.  Un amigo centroamericano me dijo una vez que para hablar con los chilenos hay que agacharse ¡porque los tiros vuelan!  ¿Qué cosas, no?

Desde la frágil seguridad que me proveía esa carpita delgada como himen de virgen Vestal, veía a mi padre conferenciar con my porteador.  Aparentemente discutían un asunto intricado porque les costaba llegar a una resolución.  Después de unos severos minutos de parlamento, aparentemente una salida a la encrucijada se había decidido.  El marino regresó al trote hasta la carpa.  Se arrodilló en la entrada y me dijo:

- ¡Güeno, vamo'a tener que improvisar don Rodrigo! – seguidamente me hizo una seña para que los siguiera.  Salí del refugio de nylon y comencé a seguirle.  Me indicó lo mejor que pudo de que deberíamos ir por detrás del promontorio, fuera de la vista del destacamento y deberíamos "hacerlo rápido".  Cuando llegamos por detrás del rocoso promontorio, yo ya no aguantaba más, así que rápidamente me bajé los dos pantalones y los calzoncillos de lana de oveja Merino, asumí la posición de combate intestinal y descargué una rápida andanada ventral administrativa sin misericordia y con bocina.  El poto se me heló casi instantáneamente, y desde mi poco digna posición podía ver la inadvertida fauna isleña que no se percataba del acto de contaminación biológica ilegal que se estaba perpetrando en su casta propiedad.

Dándome la espalda, el marino sujetaba un manojo de papeles que, a falta de papel "confort"; tendrían que actuar como unidad de contención biológica y como improvisados aparatos limpiadores de labios arrugados.  Me limpié lo mejor que pude, y apenas lo hice; el viento se llevó presuroso los embetunados papiros cloacales en dirección de la playa.  ¡Pobres pingüinos!  Apresuradamente me terminé de vestir y cuando me dí vuelta a ver el daño colateral, descubrí un inocente y juvenil mojón erguido orgulloso como pirámide Egipcia, aún soltando vapores de esfuerzo, pero se estaba congelando vertiginosamente.  El guardián al ver esto, estalló en australes carcajadas.

Dejamos el epicentro vertiginosamente.  Miré hacia atrás y lo vi allí, solo y abandonado, como el más reciente representante del último vestigio de nuestra civilización.  Sabía que el frío antártico lo petrificaría muy pronto.  No me dió pena, pero me dió lástima.  Este mojoncito junior había logrado conquistar las latitudes más longitudinales que ningún otro mojón rozagante haya alcanzado antes.

Nunca supe lo que la cuadrilla hizo en la cima de la Colina Xenia, pero ya no importaba porque habíamos iniciado el regreso a nuestro punto de partida.  Sentía como que un pedazo de mi inconsistente humanidad se había quedado atrás.  No tuve tiempo ni de darle nombre al valiente marmolillo que dejé involuntariamente a la zaga, el que había sido empujado y pujado por las apremiantes circunstancias. 

Nunca más ví a la isla Media Luna, ni al heroico mojón que se que se quedó abandonado en contra de su voluntad en la fría y húmeda isla Media Luna, y a merced de las focas, de las ávidas gaviotas y de los perpetuos pingüinos barbijos. 

¡Te saludo glorioso y épico mojón de la niñez desde la corta pero infinita e irreversible distancia del tiempo!  Firmado: Tu Creador.

El Loco