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domingo, 1 de abril de 2012

La Calle Eleuterio Ramírez

A pesar de que muchos no lo crean, yo también fuí un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que compite con mi barba y mis bigotes los que se esfuerzan afanosos por cubrirme algunas de las impertinentes arrugas de la cara; o quizá porque ahora camino con un paso un poco más cansino que el de ayer... Quizá sea porque yo ya no me visto "a la moda" y porque mis ropajes -aunque sobrios y limpios- ya no son modernos ni "tiran pinta" como los de los jóvenes internautas de exigua Anchura de Banda que caminan por las calles mirando esas cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... Quizá mi apariencia de hoy haya borrado los vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, yo también un día fuí un niño.

Pero yo sé más que ellos, porque yo sé que todavía tengo mucha fuerza y energía, porque sé que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada; puedo decir palabras sanas y contar historias fantásticas, y hacerme eterno en las memorias de las gentes. Sé que todavía tengo fuerza, porque aún soy capaz de encontrar sin buscarla, a la esperanza y la gloria en la risa de los niños, porque no me he olvidado de que a pesar de lo que muchos piensan, yo también un día fuí un niño.

Pero este viejo que les habla cree que es inmortal porque todavía puede oír de esos otros niños ancestrales de hoy; de aquellos que fueron antaño sus compañeros de juegos, su estridente coro de risas, esos amigos que aún perduran en el tiempo; como los Gloriosos y Gallardos Ercillanos de la Sólida e Inmortal Guardia Vieja del '72. Aquellos amigos impolutos, intachables y angelicales... Esos amigos son así; intactos, porque los hicimos sin los intereses creados con que los viejos y los gastados hacemos amistades ahora. Nos hicimos amigos porque estábamos juntos, porque asistíamos al mismo colegio, y porque jugábamos juntos. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos.

Hoy por hoy, elegimos las amistades con el tinte del interés, con la anilina de la conveniencia, y con una mezquindad que nos favorezca. Nos aseguramos de hacernos "amigos" de Fulano porque es el gerente de una fábrica de Envidia y tal vez en el futuro necesitemos un puesto en el Departamento de Disimulos; afianzamos una amistad hecha de sombras con Zutano porque es abogado, y porque tal vez necesitemos eventualmente una piraña sarnosa que nade en nuestra angosta pecera; tampoco nos olvidamos de complacer a Merengano que es amigo de él-y-de-aquél, ya que pronto apremiaremos una recomendación falsa e interesada; y por último, nos encargamos de cortejar a Nesciano y a Perencejo (Perencejo es el primo tonto de Pendejo) porque es seguro que necesitaremos a alguien a quién podamos hacer víctima de nuestras bajezas, de nuestras cobardías, y de nuestros fracasos personales.

Por eso me gustan más mis amigos de la niñez; porque forjamos nuestras amistades en el fogón de la inocencia simplemente porque estábamos juntos, sin intereses, sin saber lo que uno o el otro serían cuando viejos o gastados; fraguamos a nuestros camaradas porque chuteábamos la misma pelota plástica; porque compartíamos un sándwich proletario de mortadela con mantequilla, y porque también, varios de nosotros bebíamos de la misma botella de Coca~Cola; y moldeamos esos sentimientos de amistad con nuestras jóvenes manitas amasando con alegría esa blanca y dócil arcilla de nuestros corazones, y la investimos generosamente con la límpida y flexible luz de nuestras almas para que se secara pronto. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos. Sin lágrimas ni penas; sin dudas ni cadenas.

Y sí señor, ellos quizá también se vean un poco gastados ahora, pero yo sé en mi corazón de que ellos, como yo un día lo fuí, también fueron niños; y sé que fueron niños porque los ví cuando lo eran, y porque oí sus estridentes risas, y porque sé que muchos de ellos aún no lo han olvidado, o se rehúsan rotundamente a hacerlo.

Hoy me siento niño, aunque ese talle me quede un poquito grande. Y en verdad me siento nuevo, aunque me tilden de loco. Presiento que hay algunos que se sienten como yo, quienes tienen en sus almas una oculta fuente de semillas que aún pueden germinar. Ellos saben que tienen fuerza porque aún son virtuosos para encontrar una sonrisa sin buscarla, y pueden descubrir un brillante arcoíris en medio de la lluvia, y porque como yo lo hago tan a menudo, no se han olvidado de que a pesar de lo que muchos piensen, ellos también un día fueron niños.

Les ofrezco ansiosamente este escrito a todos aquellos locos del alma que no dejaron nunca perecer la fuerza de su niñez; ni la heroica candidez de sus corazones.

Eleuterio Ramírez
Vivíamos en el centro nervioso mismo de la venerable y vibrante ciudad de Valparaíso, la perla más Perla del irascible Pacífico; frente al pintoresco y sucio edificio de la Municipalidad de la ciudad y enfrente de los prósperos Almacenes "Cori". Los Almacenes "Cori" siempre se engalanaban estridentemente como ningún otro cada año para Pascuas. Los amplios balcones del segundo piso de este futurista almacén, los que daban a la calle Condell, siempre estaban generosa y ruidosamente peripuestos con figuras del "Viejito Pascuero" iluminado con grandes luces, y que con su traje rojo dirigía impertérrito su trineo tirado por unos renos que movían la cabeza y las patas como si estuviesen volando, mientras me saludaba con una mano en un airoso y blanco guante. Yo me quedaba largos minutos observando este increíble y fantástico espectáculo hasta que el alma se me salía a borbotones por la boca abierta, o hasta que mi madre me arrastrase impaciente de un brazo. También veía ocasionalmente a otros niños apuradamente baboseando porciones de sus almas por la boca, mientras miraban por las ventanas de los "troles" que con sus largos y engrasados suspensores eléctricos hacían ¡claquiti-clak!- ¡claquiti-clak! cuando pasaban expeditamente por la calle delante del almacén.

¡Entrar al almacén "Cori" era un convite sensacional! La ensordecedora avalancha de juguetes nuevos cegaba a cualquiera, a cualquiera que fuese un niño eso es, y el ruido de las luces era ensordecedor y la cegadora luz de los sonidos atontaba; y las montañas de tantas novedades y de tantas cosas antes nunca vistas, cimentaba sólidamente y para siempre, la creencia en la comandante figura de aquel "Viejito Pascuero" del balcón de cemento que piloteaba incansable y con una enorme sonrisa, a su rojo trineo de infatigables renos. No recuerdo haber pestañado ni una sola vez mientras estuve dentro de los soñadores Almacenes "Cori".

En la calle, el aire olía diferente, la música de los almacenes era más apropiada, y los paquetes de regalos que llevaban las gentes siempre eran inmensos. Las piedrecitas que el furioso viento del Puerto levantaba y me las estrellaba con fuerza en las flacas piernas desprotegidas por un pantalón corto de cotelé café oscuro que odiaba, me pinchaban con dolor, pero a mí no me importaba porque mi atención completa estaba en este magnífico lugar de sueños. Ahora que estoy un poco más gastado, también sueño, tal vez como usted lo hace a veces, pero creo que me hace falta de que una pizca de alma me salga por la boca... y es por eso que quizá las gentes piensen de que nosotros estamos secos, pero a pesar de lo mucho que no lo crean, nosotros también fuímos niños.

Desde que fuí un niño, mi madre se aseguró de que me aprendiera bien nuestra dirección para que si alguna vez me perdía en la ciudad, le dijera a un Carabinero que me llevase a casa. Desde entonces nunca me he olvidado de que cuando antaño fuí un niño, vivía en la calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto piso, Departamento "A"; teléfono: 54659 (sí, con poquitos números). No había ninguna necesidad de nombrar a Valparaíso, ni menos a Chile, porque en aquel corto tiempo, para mí ése era el único mundo que existía y que conocía; no había ni cosmos ni Universo, y no sospechaba de que existiera ningún otro mundo en ninguna otra parte... Hoy que estoy un poco más gastado, añoro profundamente esa virginal e insondable inocencia tan impoluta y cándida como la que usted y yo tuvimos en tanta abundancia, en aquel tiempo cuando apenas éramos unos ingenuos niños.

¡Y sí señor!, ¡teníamos teléfono! Pero eso no era nada porque muy pocos eran los llamados que llegaban. En ese tiempo casi nadie de los que conocíamos tenía teléfono, así que las llamadas eran escasas y espaciadas. A mí no me gustaba mucho el teléfono. Ese teléfono era negro como las intenciones políticas y como otros que conozco, y se asemejaba a una jaiba feroz lista para abalanzarse a mansalva desde la mesita en que descansaba si uno estaba desprevenido. Me aterrorizaba cuando sonaba porque no avisaba, y su imprevisible, súbito y chillón "¡ring-ring! - ¡ring-ring! hacía eco por todo el departamento y siempre me asustaba. Yo lo miraba de reojo y él también hacía lo mismo conmigo; pero yo me cuidaba de no pasar cerca de su siniestra mesita. Con el tiempo aprendí a ignorarlo, poco a poco, hasta que un día, me olvidé de él como me olvidé de algunas de aquellas penas que una vez me estrujaron unas pocas lágrimas del alma.

Nuestro flamante departamento, el "A" en el sexto piso; era enorme, ciclópeo. Me acuerdo de que nosotros, mi hermanito, mi hermanita y yo, compartíamos un cuarto enorme en el que cabían tres camas, tres veladores, tres cómodas y espacio para tres montones de juguetes; y tenía un cielo inmenso en el que cabían casi todos mis sueños, y tenía unos grandes ventanales para ver el mundo, en donde nos pasábamos asomados un montón de tiempo durante la Noche Buena para ver si podíamos ver al Viejito Pascuero y a sus peludos renos. Teníamos una sala enorme para las visitas, un "porche" que parecía otro "living", el cuarto de mis padres tenía eco, podíamos jugar ping-pong en el comedor sin trastabillar con nadie, y teníamos una despensa grandísima que tenía unas estanterías altas que parecían rascacielos, llenas de alimentos y de otros menesteres, y de la que nunca pude ver lo que escondía en sus tres últimas repisas allá arriba.

También había un corredor enorme y largo de baldosas amarillas y verdes en el interior del edificio donde yo conducía temerariamente mi autito rojo a pedales mientras sorteaba magistralmente los tarros y las bolsas de basura que se acumulaban a lo largo de la ruta en espera de que el mayordomo las recogiese. Años después, esas baldosas verdes y amarillas se darían temerarias vueltas en una cita de vertiginosos remolinos de recuerdos de mi cabeza, cuando jugaba unas divertidas y animadas pichangas en otro mundo diferente y lejano, en un mundo nuevo y más grande lleno de aquellos viejos amigos, los que ahora estamos un poco más gastados que antes, allá en lontananza, en un mundo espacioso, bullicioso y distante llamado Santiago.

En ese inolvidable tiempo de niño, las distancias eran tan extraordinariamente enormes que no se podía ver nada en el lejano e imperceptible horizonte; y si se nos perdía la mirada cuando la clavábamos en el "infinito", el "infinito" estaba solo a unas pocas cuadras de casa... pero cuando la vida pasa acaballadamente por encima de nosotros y nos gasta, las distancias se acortan superlativamente. Lo sé porque ahora, al igual que usted; puedo ver cosas allá en la distancia que nunca pude ver en mi niñez, puedo ver cosas en el infinito como por ejemplo, ahora puedo vislumbrar a la seca muerte allá en lontananza... y hasta puedo distinguir la afilada guadaña que carga a su espalda... y hasta puedo vislumbrar a veces, mi nombre escrito con letras pequeñitas en su negra hoja afilada sin fulgor. El infinito ahora está a cortas cuadras, solo un poco más allá de casa...

Me fascinaban los elevadores del edificio. Ellos se llamaban "OTIS". Eran gemelos. Había dos, uno a cada lado de la amplia entrada parapetada con sus enormes murallas cubiertas de mármol. Esas murallas eran frías, suaves y resbalosas; tanto así, que no se les podía pegar un "moco" por más que uno tratase. Yo pensaba que los ascensores eran formidables porque cabían varios pasajeros al mismo tiempo, y tenía unos botones muy inteligentes que dejaban a la gente en el piso que ellos quisieran; y nunca se equivocaban. Me encantaba jugar en los ascensores, pero muchas veces me correteaba el mayordomo diciéndome que no era un juguete. ¡Pobre mayordomo! ¡no tenía idea! ¡no tenía idea!

El Parque Brasil
Saliendo del edificio durante cualquier día de sol, y yendo a mano derecha, a dos cuadras del edificio estaba el parque Brasil. Creo que en los días de lluvia el parque no existía. No puedo saberlo a ciencia cierta porque mi mamá nunca me dejó ir al parque en los días lluviosos, así que nunca podré saberlo. Pero no importa porque me alegro de que existiera los días asoleados puesto que eran los mejores para ir allá a jugar con nuestros inextinguibles amigos.

El parque Brasil no tenía nada de cemento. Los corredores entre sus jardines eran de un ripio blanco como las palomas de los cuentos de hadas, y el resto era pasto, pasto verde, flores y muchas palmeras. Y las palmeras eran altas y fuertes. Hasta las bancas eran de fierro forjado. Nada de cemento. También había muchas palomas y algunos perros vagabundos durmiendo al lado del ocasional "curadito" que estaba durmiendo la "mona" en el invitante pasto del parque tal como lo hacían los curaditos de Playa Ancha. También patrullaban esos lares los esforzados e incomprendidos "basureros" que deambulaban sudorosos con sus carritos hechos de los tambores viejos del petróleo de Pablo Neruda, con un pintoresco letrero pintado con grafías blancas enfrente que leía: "Ilustre Municipalidad de Valparaíso". Estos ingenuos carritos tenían una asadera amplia y un par de grandes ruedas con las que los hombres de mameluco verde se paseaban a lo largo del parque recogiendo basura y vaciando los tachos basureros que estaban desparramados sin concierto a lo largo del parque. En un costado estaban dotados con una pala, y con unas largas hojas de palmera que las usaban como escobas. Sus sueños; estos lánguidos hombres, los arrastraban por el ripio colgados detrás de sus carritos.

En el pasto bajo las palmeras había coquitos. Eran en realidad las semillas de la palmera, pero nosotros les llamábamos coquitos. Cuando nos juntábamos con los otros amigos en el parque Brasil, teníamos guerras de coquitos. Armados con hondas hechas de la horcaja de una rama de árbol y unas tiras recortadas de la cámara de algún neumático desahuciado, y con un trozo de cuero para depositar los proyectiles; nos trenzábamos en sendos combates mientras el sol nos lamía la ropa y el pasto nos pintaba las rodillas de un verde claro como las auroras de aquel entonces. Nos dividíamos en equipos y nos agarrábamos a hondazos entre saltos y carreras mientras nuestras sonoras risas hacían eco en las perdidas ventanas de los edificios circundantes haciendo volar asustadas a las ingenuas y numerosas palomas vestidas con sus consuetudinarios trajes grises. Los cocazos dolían y dejaban moretones en las piernas y en los brazos... pero ahora sé positivamente que esos magullones eran mucho mejores que los moretones que la vida nos deja ahora en el alma...

Los moretones del cuerpo se nos esfumaban en unos días, y mientras los teníamos estampados en un enojoso lila, los exhibíamos y los llevábamos con orgullo guerrero. No podíamos esperar para contarle a alguien del origen de tan heroico magullón. Tampoco ahorrábamos palabras para explicar cómo los habíamos conquistado. Lo curioso de esto es que ahora que estamos un poco más gastados, escondemos celosamente los moretones del alma, y no queremos contarle a nadie acerca de ellos... Será acaso que ahora que ya estamos un poco más gastados y con la salud a veces colgando de nuestros bolsillos, ¿no nos gustan ya más los moretones? ¿Qué cosas, no?

El Colegio
Yo asistía a un colegio muy cuico y pituco al que llamaban "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses". En ese tiempo no sabía que había sagrados corazones de tantas nacionalidades distintas. ¿Será que había de distintas nacionalidades? No lo sé, pero nunca escuché de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Tibetanos", o de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Esquimales". Tampoco oí nunca de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Norteamericanos" ni de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Pascuenses". Eran solo franceses... ¿será que tenían el monopolio?, ¿o sería que los corazones de los otros no eran sagrados?, ¿o sería algo así como una cosa que aprendí más tarde, y que le llaman discriminación? ¿Quién sabe? Yo sólo era un niño y no distinguía entre la calidad de las personas ni la altura de sus almas así como lo hacen tan marcadamente los que viven en las sociedades de los viejos... y también de los gastados... A veces pienso de que por la forma en que pienso, a pesar de que muchos no lo crean, yo todavía sigo siendo un niño como antaño, cuando fuí un niño. Sí, como usted... Mucho después me enteré para mi asombro de que estos caracteres de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses" no eran ni "Padres"; ni tampoco eran "Franceses"; y jamás tuvieron nada de "Sagrados"... ¿Qué cosas, no?

"Tico"
En la esquina de Eleuterio Ramírez y la transitada calle Condell había un pintoresco Kiosco de diarios y revistas. El dueño era un señor gastado que se había quedado atrapado desamparadamente en su niñez. Todos le llamaban "Tico" porque decían que venía de un lugar extraño que se llamaba "Costa Rica" (o algo así) y siempre hablaba raro. Decía chiquitico en vez de chico, y decía poquitico en vez de poco, y cantico en vez de canto, y a veces decía chaquetica en vez de chaqueta. También le gustaba tocar la guitarrica y cantar algunas cancioncicas. Pero esto no importaba porque él era nuestro amigo. A pesar de que estaba gastado y arrugado, nosotros sabíamos que él llevaba un niño dentro; un niño chiquitico.

A nosotros nos gustaban las revistas de aventuras y "Tico" tenía muchas de ellas para la venta en su quimérico Kiosco que olía a madera verde de Mañío que en una de sus gastadas tablas estaba quemada la palabra "Aysén", lo que nunca supe en ese entonces qué era. Tenía revistas de Supermán, Batman y Robin, Marvila, El Pato Lucas, Porky y sus Amigos, Archi, El Fantasma, Relatos Fabulosos, La Pequeña Lulú, Flash (el corredor veloz y mi héroe), Flash Gordon, Tarzán, Vidas Ilustres, Red Ryder, Roy Rogers, Mi Gran Aventura, El Llanero Solitario, El Súper Ratón, Blackhawk, El Halcón Negro, Julio Jordán, Linterna Verde, El Conejo de la Suerte, Disneylandia, Domingos Alegres, El Zorro, Spirit, Tom y Jerry, La Zorra y El Cuervo, Mandrake, Pluto, El Hombre Araña, Epopeya, El Pájaro Loco, Titanes Planetarios, y muchas otras de las que ya no me acuerdo porque ahora, como usted, ya estoy un poco gastado y la memoria no me trabaja como antes. ¡Ah!, y también tenía algunos periódicos para los viejos y los gastados... Quizá usted se acuerde de algunas otras revistas, esas que leyó cuando usted era chiquitico. Nunca ví en el Kiosco el "Okey" que mi abuelito Víctor me compraba...

Él nos dejaba leer sus revisticas porque nunca teníamos dinero para comprarlas, y cada vez que regresábamos del colegio, hacíamos una ansiosa parada en el Kiosco de "Tico" para leer una revista de aventuras antes de llegar a casa. Leí muchas de esas revisticas que plantaron tantos sueños en nuestros tiernos corazones de marfil blando aún sin contaminar, los que estaban irremediablemente conectados con nuestras libres imaginaciones por el indisoluble cordón umbilical de las ilusiones. Ojalá pueda ver algún día al niño que "Tico" llevaba adentro... A pesar de que en ese entonces nosotros no lo podíamos creer, "Tico" también fué un niño, aunque chiquitico, fué un niño un día.

La Máquina del Tiempo
Un gran hatajo de años después, un severo día aturdido en la avalancha de la vida, durante un lánguido viaje a la tierra madre fuí tan esperanzado a ver el departamento de Eleuterio Ramírez 477. La entrada del añoso edificio ahora me pareció mucho más chica y oscura; y quizá hasta un poco egoísta... Las murallas parapetadas del mármol negro seguían frías, suaves y resbalosas, pero esta vez no traté de pegarles ningún "moco". Ahí me dí cuenta de que la edad se acumula... ...y que yo ya no me admiro con grandes ojos dejando escapar un sentido "¡aaah!"de mi boca cuando descubría cosas extravagantes y portentosas como los huevos de avestruz. Subí en el juguete con botones inteligentes hasta el Sexto Piso. El ascensor era chico, solo cabían cuatro pasajeros flacos, o solo uno con un ego grande. Me bajé en el piso de destino y me acerqué a la puerta con una gastada letra "A" que estaba media chueca pegada sobre la puerta. El aire era pesado y ya no olía como el aire de los almacenes "Cori". Me detuve un momento casi eterno a escuchar como palpitaba mi asustado corazón, y después de unos breves segundos de vacilación a destiempo, le dí tres golpecitos a la puerta con mis arrugados nudillos mágicos.

Mientras esperaba que alguien contestara a la puerta, me asomé a mirar el corredor interior del edificio, el que se podía observar desde una sucia ventana al lado del ascensor. No pude comprender cómo yo podía haber piloteado mi audaz autito rojo a pedales tan temerariamente en ese escueto y estorbado pasillo... se veía chiquitico... intransitable... De pronto la puerta del 6-A se abrió con un sordo ruido y me sacó abruptamente de mis lánguidos pensamientos. Una mujer gastada apareció en el dintel y me miró curiosa. "¿Qué se le ofrece, señor?" dijo con una voz suave y pausada. Le expliqué que yo había vivido en ese departamento cuando tenía apenas cinco años; hacía muchos siglos atrás, y que quería verlo otra vez. La mujer me miró desconfiada mientras se parapetaba detrás de la puerta sin decir palabra. Pensé que debería irme. ¡Esto era una locura!, pero el niño que llevo dentro me tenía apernado los pies al suelo. Después de unos incómodos segundos dije: "No se preocupe señora, gracias de todas maneras", y me dispuse a irme.

Un efímero instante antes de voltearme hacia el juguete con botones inteligentes, imprevistamente ví a una niña escondida dentro de los ojos de la mujer que se asomaba por entre sus grises y frondosas cejas, y ésta entonces me dejó entrar al departamento. "Pase señor y vea lo que quiera" dijo la señora haciéndose a un lado y terminando de abrir la puerta para que yo pasase. Le sonreí y me adentré intrépidamente en el desconocido pasado del presente casi sin respirar y con un enorme suspiro atragantado en el pescuezo.

¡No me dí cuenta cómo ni cuándo había salido del "porche"! Y yo que pensaba que era enorme, pero ahora se había achicado tanto como lo que se nos achican los sueños a medida de que nos gastamos. Apenas pasé el dintel del "porche", miré hacia la izquierda nerviosamente. El teléfono negro ya no estaba allí. Dí un respiro de alivio y proseguí mi lenta patrulla mientras la señora me seguía silenciosa detrás. Las murallas ya no eran de un amarillo de budín, sino que eran de un verde de lagartijas enfermas. La luz de las ventanas ya no alcanzaba a las murallas opuestas, y la despensa ahora era un insano y olvidado armario para guardar cachureos.

La cocina otrora amplia y llena de tiestos, ahora descansaba silente y solitaria, y me pareció tan chica como la honradez de los políticos. El pasillo que recordaba tan amplio, ahora se presentaba angosto y estrecho como el creacionismo; la tina del baño que solía ser una piscina, ahora semejaba un reducido y fosco baño de pájaros; y el dormitorio nuestro, ése que visitó el Viejito Pascuero de los almacenes "Cori" tantas veces, me golpeó la cara con una oscura y fría mezquindad.

Me detuve súbito. Un terror de cartón me ahogaba los recuerdos. Miré a mi alrededor descorazonado y sin pestañar. Sentí una gota de pánico negro deslizándose lentamente como plomo derretido por mis ansias, disturbando enojosamente mis límpidas memorias. No quise seguir adelante a pesar de que aún había más que recorrer y ver; giré decepcionado sobre mis gastados talones y miré a la señora que me observaba curiosa y silente. Ella me miró lánguidamente a los ojos y exclamó: "Ya no es lo mismo... ¿verdad?". "No" contesté con un eco sereno, y al mirarla a los ojos me dí cuenta de que ya no se asomaba esa niña que me abrió el paso. Solo se veía el gastado fondo de sus retinas, las que denunciaban enormes torrentes de lágrimas derramadas en el pasado. Podía ver los profundos surcos y los lechos que esas aguas saladas que le habían brotado del alma le habían dejado marcados en su marcha hacia las mejillas. Quizá la niña que vive dentro de esta señora estaba escondida en una de esas zanjas de pena.

"Sé que no volverá", me dijo, "nunca nadie regresa después de querer ver lo que no pueden ver porque ya no se puede ver más". "Sí", dije casi suspirando y me encaminé hacia la puerta de salida. Cuando llegamos a la puerta ella me dijo: "Lamento que no haya encontrado lo que buscaba en mi casa. Va a tener que mirar en su corazón y en sus memorias para encontrarlo. Lo que busca siempre estará ahí".

Me despedí cortésmente de la señora quién me ofreció una amable, pero corta sonrisa de condescendencia y aflicción, la que exhibía un soberbio penacho de desilusión. Y después de ofrecerme esta limpia sonrisa, cerró la puerta mientras yo aún estaba en frente de ella, tal como lo hará el hombre de la funeraria cuando cierre el féretro en nuestra cara por última vez. ¿Por qué es siempre el "hombre" de la funeraria y no la mujer?... Quizá lo hizo para ayudarme a irme, o quizá para despertarme... Es igual, me encaramé apuradamente en el elevador que ahora no me elevaría más; y sin tropezar me fuí a la calle. Cuando dejé el edificio a mis espaldas me dí cuenta entonces de que la miel de la niñez que se colgaba ávida y pegajosa de mis años, ya se había comenzado a evaporar.

Esa demente y repentina colisión entre el pasado y el presente me dejó heridas múltiples en los diversos y surtidos lugares de mi ser, delicados lugares en los cuales mi alma y mi corazón se esforzaban frenéticamente por contener y controlar el daño; mientras que en otro campo de batalla, mi psiquis se recuperaba del impacto repentino que me descalabró temporalmente la lógica, la cual trataba desesperadamente de recalibrarse entre el apuro y el equilibrio. Mis pensamientos se enredaron en arcadas, y mis sentimientos se congelaron secos en my garganta. Aunque los escalofríos no pudieron erizarme la piel de las manos, un ácido sudor en polvo me cubrió las sienes, y un tiritón nervioso se derritió por mi columna desde la nuca hasta el suelo. Esta rápida y audaz incursión al movedizo pasado ciertamente me dió un golpe formidable, pero no me derrotó porque todavía llevo salvaguardado en mis memorias el recuerdo intacto de cómo era mi idílica casa de Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.

Vejez
Algunos humanos se hacen viejos, otros nos gastamos. Los que envejecen se apagan paulatinamente sin llama ni luz en días desabridos y carentes de eco. Los que nos gastamos en cambio, solo cambiamos de unas experiencias explosivas a unas más iluminadas y menos inauditas. Ésto me lo enseñó mi Abuelito Víctor. Es cierto de que todos caminamos al unísono hacia el último escalón del infinito, ése que tiene forma de un cajón oscuro y largo con una ventanica chiquitica de una ininterrumpida vista sin obstrucciones hacia nunca jamás; pero algunos de nosotros no corremos ansiosos hacia él, no corremos ansiosos porque llevamos de la mano y con cuidado a aquel niño que vive dentro de nosotros flotando en una nube de sueños.

Algunos de nosotros somos unos buenos tipos, y otros son unos cascarrabias; pero lo que importa es que no andemos solos, ni que esperemos en vano, ni que nos entristezcamos. Siempre observo a las personas gastadas como yo y a pesar de que parecemos tan distintos, nuestro niños de adentro son tan iguales... Hay algunos que crecieron corriendo, hay otros que crecieron caminando; hay algunos que bebieron agua dulce, y otros que bebieron agua amarga. Algunos llevamos la vida encima, otros la llevamos arrastrándola detrás nuestro, y hasta hay algunos que la han dejado olvidada en algún banco de alguna plaza perdida en alguna áspera ciudad; pero es igual porque nuestro tiempo no tiene historia escrita ni tampoco tiene sueños de barro.

Ahora que entiendo bien por qué Pablo Neruda se cansaba tanto de ser hombre, yo nunca me cansaré de ser niño; y espero que usted tampoco lo haga. La mejor manera de hacer esto, es cada mañana acechar furtivo el espejo, y ver ahí dentro de tus ojos, al niño que vive dentro. Así y a pesar de que muchos no crean que yo también fuí un niño, cada día vivo más alegre porque puedo mirar seguido en los ojos del espejo, a ese eterno niño eterno que nunca se hizo viejo.

Pero debo confesar de que una vez yo fuí viejo. Sí, hace un tiempo atrás me olvidé de gastarme y me comencé a hacer viejo. Quizá tal vez porque una pena grande me ahogó el alma, quizá fué porque la rutina de la vida me sofocó el corazón en inercia; ¿o habrá sido porque tal vez dejé de hacerme preguntas?, o simplemente haya sido quizá porque se me olvidó dejar que mi imaginación volara libre; pero el hecho es que un día comencé a arrastrar mi vida, a dejarla pegada en murallas olvidadas, a diluírla en las lluvias de la primavera, a enterrarla en las arrugas de mis manos, a dejarla que la agobiase el inclemente destino. Quizá a usted le haya pasado lo mismo algún día... Quizá... Traté de imitar a los jóvenes electrónicos con un aparatito extraño en la mano que me decía cosas, pero eran cosas que yo no entendía. No funcionó, y además me quedaba muy mal. Quizá usted se acuerde de estas cosas...

No sé qué fué lo que pasó. Solo recuerdo de que me comencé a hacer viejo rápidamente, y los dolores del alma me volvieron, y las penas olvidadas regresaron y se me agrandaron adentro, y me descalabraron la horma del corazón; el temperamento se me pudrió, y hasta me molestaba la estridente risa de los niños. No sé qué fué lo que pasó. Los días se pusieron sumamente largos y todo me asustaba; y ya no era de cómo danzar en la lluvia, sino que cómo no mojarse con ella; y ya no era acerca de vivir, sino de cómo sobrevivir, y hasta el carácter se me quebró... y todo esto es porque el gastarse es un regalo, pero el hacerse viejo es un préstamo usurero el que nunca se puede pagar. Envejecer y gastarse es la diferencia fundamental entre el saltar desesperado por la borda de un barco que se hunde, o descender con calma y elegancia hasta el bote salvavidas.

Pero un soleado día como aquellos que me llevaban al parque Brasil, súbitamente dejé de hacerme viejo, y comencé otra vez a gastarme. No sé qué fué lo que pasó. Quizá fué porque el niño que llevo adentro abrió una ventana del alma para que entrara la luz del sol, o fué porque quizá uno de mis copiosos llantos formó un prístino arcoíris en mis retinas, tal vez haya sido porque una de aquellas inmortales sonrisas de mi madre me disolvió todas las penas moradas; o simplemente fué porque aquellas simientes que se habían extraviado en un surco de mi memoria comenzaron a germinar otra vez, y me hicieron acordarme de que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada. No sé qué fué lo que pasó, pero dejé de envejecer... ¿Habrá sido porque el Viejo no creyó en nada, y el Gastado creyó en todo? ¿Quién sabe? ¿Qué cosas, no?

Desde entonces a la seca muerte la comencé a perder de vista, aunque aún puedo verla intermitente allá a lo lejos; paseándose ilusa, equilibrándose en la fina y desgastada línea del horizonte. Pero pronto aprendí a ignorarla y a perderle el miedo, poco a poco, y finalmente la olvidé como lo hice un día con aquel negro y horrible teléfono. Como ven, todo cambia, siempre cambia todo; porque si el cambio no existiese, no tendríamos mariposas... ...y nuestros sueños serían solamente unos olvidados guijarros tirados por el camino... Todo cambia siempre; todo y siempre, pero lo único eternamente definitivo y perpetuo es ése último y más minúsculo segundo en nuestras vidas, ése mínimo segundo cuando expiramos irremediablemente, justo antes de que esa ventanilla a nunca jamás el hombre de la funeraria la cierre por última vez.

Hoy, a pesar de que muchos no lo crean, yo también sigo siendo un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos y deslizándose presurosa por mi bastón lleno de nudos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que ya no compite con mi barba o mis bigotes, quienes ya se olvidaron de las simples e intrascendentales arrugas de mi cara; o quizá porque ahora camino con un paso bastante más cansino... Quizá sea porque ya no me importe vestirme "a la moda" y porque ya no me llaman la atención los extraviados internautas que caminan sin rumbo por las calles mirando esas atontadoras cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... a pesar de todo esto, me empeño en seguir siendo un niño...

Quizá nuestra apariencia actual no guarde vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, nosotros también; un día perdido allá atrás lejos entre las pálidas huellas de nuestros gastados días; fuímos un niño, quizá como aquel simple y soñador niño con una imaginación titánica, que un día vivió feliz frente a los almacenes "Cori", allá en ese pequeño mundo del edificio de la Calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.

The Sincipitus Porcus
El Loco