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sábado, 1 de marzo de 2014

El Bombero

Estas estelas bomberiles provienen desde un caliginoso y libático rincón del baúl de mis recuerdos juveniles, que aunque menos exóticos; son sin embargo señalados.  Más que aventuras, son una relajada reflexión de la historia que escribió algunas de las páginas de mi verde pasado.  Cuando me encontraba estudiando Ingeniería en la Gloriosa y Espléndida Universidad Técnica Federico Santa María ubicada en la inmortal ciudad de Valparaíso, Chile; yo, como la gran mayoría de los estudiantes de esa época tan soberbia; me encontraba en un estado catatónico consumado de bancarrota permanente, y andaba siempre más planchado que pantalón de milico.

Como el instinto de conservación y el sentido de supervivencia son ignatos en el ser humano y son aun más poderosos que la fé, cuando apenas me quedaba poto para sujetar los pantalones, y los libros que acarreaba pesaban más que yo; y ante la evidencia de tener que andar con piedras en los bolsillos para que no me arrastrase el viento, encontré una solución casi perfecta para salvar el pellejo: Me hice Bombero.

Digo casi perfecta, porque como ustedes leerán mas adelante, este oficio tenía sus gajes altos y bajos; los altos siempre más profusos que los bajos, pero los sinsabores, aunque en solo algunas contadas ocasiones, nunca fueron tan malos.  Hoy, no me acuerdo ni de los contratiempos ni de las contrariedades, pero ciertamente me acuerdo de aquellos eventos que contribuyeron a exaltar mi exorbitante inmadurez y mi escandalosa falta de criterio, los que atesoro con especial aprecio porque ellos están entre las más justipreciadas y más preciosas memorias, aquellas que están embetunadas de los más felices recuerdos y momentos de mi desordenada y desregulada vida.

Corría presuroso y violento el año de 1973, donde los políticos desgraciados delinquían desfachatadamente perpetrando la violación general y desvergonzada de aquella, nuestra frágil y quebradiza sociedad contemporánea, y nosotros; los imberbes y pluripresentes ciudadanos jóvenes y estudiantiles, era poco y nada lo que podíamos hacer en beneficio y defensa de la frágil dignidad humana, y no teníamos más remedio –forzados por las leyes del probabiliorismo- que gastar casi toda nuestra energía en sobrevivir.  En ese año depravado de sentido común y dignidad humanas me inscribí como Voluntario del Cuerpo de Bomberos de Viña del Mar, en el Cuartel de la romántica, osada y resuelta 4ª Compañía de Bomberos de la Ciudad Jardín.  Nada sospechaba yo de que más de veinte años más tarde haría lo mismo en Alexandria, Virginia, USA, donde reviviría mis aventuras bomberiles, pero aquello no fué lo mismo.  La segunda vez siempre carece de originalidad y emoción.

Debo de aclarar fehacientemente y en forma perspicua de que todas las Compañías de Bomberos de las magníficas ciudades de Valparaíso y Viña del Mar eran (y quizá lo sigan siendo hoy) románticas, osadas y resueltas; pero la Cuarta Compañía de Bomberos de Viña del Mar era la más elegante, distinguida, aristocrática y gallarda; la que contaba entre sus filas -y no sin la envidia general-  con los Voluntarios más gentiles, apuestos, elegantes y más positivos y valientes bomberos de esa larga y políticamente enferma nación.  Esto viniendo de una persona ecuánime y plenariamente imparcial como yo.  Si hubiese un Premio Nobel Bomberil, el primero debería serle conferido a la 4ª.  Y no se ría.  Comenzaré por los albores de mis legendarias aventuras bomberiles cuando yo tenía apenas el rango de "Material". 

Antes de entrar en materia, debo de otorgar algunos antecedentes a mis lectores para que se ubiquen en el espacio-temporal en que yo vivía en esa época, y las demandas cotidianas que mi vida acarreaba en ese joven entonces.  Poco antes de convertirme en efectivo bomberil, yo vivía en una Pensión ubicada estratégicamente entre los dobleces de las cortas faldas del Cerro Castillo, en la regia ciudad de Viña del Mar, frente al Mar de Chile en un romántico paraje de aquella fértil provincia y señalada, en la región Antártica famosa.

Durante esos suaves pero indóciles días, yo estaba asistiendo a mi primer año de Ingeniería en la Universidad Técnica Federico Santa María, alias "La Santa María", aunque muchas de las actividades estudiantiles tenían más de "diablillo" que de "santa".  Previamente, había investigado e inspeccionado los aposentos de la universidad donde se alojaba parte del cuerpo estudiantil, pero las condiciones deleitables del lugar y las exigencias económicas que demandaban, no me apetecían ni cuadraban con la bancarrota permanente en que yo vivía, por lo tanto, busqué refugio en esta inolvidable Pensión, de la cual guardo exquisitos  momentos y sublimes memorias de mi –solo físicamente ida- juventud.  

Pero los morlacos no alcanzaban para cubrir las necesidades básicas, y llegado el irremediable final de cada mes, económicamente me quedaba más corto que pulgar de enano chico, y los Escudos(1) no escudaban nada.  Esta situación empeoraba a medida de que el tiempo transcurría, hasta que no me quedó más remedio que elucubrar una solución apropiada para el problema.

(1) El "Escudo" era la moneda de Chile entre los años 1960 y 1975 que utilizaba el símbolo Eº.  Esta cuasi-moneda fué un estertor económico gubernamental para minimizar los efectos de la Gran Depresión, donde la dependencia de las exportaciones de salitre contribuyó a la inestabilidad financiera del país.  El  Escudo estaba dividido en 100 centésimos y sustituyó al antiguo Peso a un cambio ajustado de 1 Escudo = 1.000 Pesos.  Después, como el truco no resultó; el Escudo se reemplazó nuevamente por un nuevo Peso, a una nueva tasa de cambio equivalente a 1 peso = 1.000  Escudos.   Anteriormente y hasta 1851, año en que se firmó el Concordato de 1851 entre el Gobierno Español, la Reina Isabela II, y el puñetero Vaticano; se emitieron Escudos de oro, con un valor equivalente de 8 Reales cada uno.  ¿Qué cosas, no?

La solución adecuada fué hacerme bombero para poder vivir parcialmente en el Cuartel de la Compañía.  Cada Voluntario, desde el "Material" al Capitán, debían de "hacer guardia", y para cumplir con este requisito, debían vivir en el Cuartel 15 días al año.  Naturalmente los hombres casados no deseaban hacer esto bajo ningún punto de vista, y suertudamente, los Voluntarios solteros eran más acomodados que yo, así que tenían sus propios acogedores lugares para vivir, y tampoco les gustaba la idea de pernoctar por dos semanas en el, aparentemente; eremofito Cuartel.

Aquí fué donde la oportunidad golpeó firmemente la puerta, y fué cuando me presenté a estos superhombres ataviados de quijotescos adalides, y me inscribí como flamante Voluntario.  Inmediatamente después de hacer esto me dieron las dos primeras semanas de Guardia porque era el nuevo Material, y entonces (astutamente como me enseñó mi mamá) aproveché esas dos semanas para preguntarle a los otros Voluntarios si les interesaba que yo les reemplazase durante el período de sus Guardias, y como lo había previsto sagazmente; todos accedieron a hacerlo, y así pude vivir el año completo bajo un techo seguro y sin pagar renta.  Poco después, un compañero de Universidad caído en desgracia financiera se me unió, y entre el Manguera y yo, cubrimos el servicio nocturno de aquel memorable año, y nuestra estadía en el Cuartel. 

Debo hacer un "aro" para explicar el concepto de "Material" para los que estén curiosos.  Como nuevo Voluntario, automáticamente uno asume íntegramente el rol de esclavo de los demás Voluntarios, cuyos rangos superiores se basan solamente en el haber sido Voluntarios más tiempo que la última víctima.  Entonces uno debe cocinar, limpiar, barrer, ir de compras, hacer las camas, limpiar la Bomba (el camión de bomberos), servir a los Voluntarios como Mozo y Niño de los Mandados y efectuar a pedido, otras actividades menos dignificantes, pero respetables.  Todo esto valía la pena a cambio de vivir gratis en una casa magnífica como la era el Cuartel de la Cuarta de Viña, frente a la playa y con vista al Mar de Chile.  Además, la manducatoria estaba incluída.

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Equitibus Vrina

Mi primera asignación como parte del entrenamiento, fué el aprender y ejecutar un ejercicio llamado "Equitibus Vrina", lo que literalmente significa: meado de caballo.  Yo no lo sabía, pero sonaba tan romántico e importante, que sin ninguna dilación me engalané con mi glorioso y gallardo uniforme de Bombero, y con garbosas botas hasta la rodilla y un victorioso casco con un dorado y arrogante número 4 en el frente del casquete y apenas descansando sobre la visera, salí a la calle (donde me habían indicado) más altanero que un pavo real caliente.

Una vez que terminé rápida y eficientemente conectando las mangueras a las salidas de las bombas del carro bomberil, me dí vuelta enfrentado a la calle, y preguntándome que diablos tenía que hacer para completar mi "Equitibus Vrina".  El Capitán que me miraba con una sarcástica sonrisa en los labios los que apenas dejaban vislumbrar una desnivelada línea de dientes amarillos con algunos huecos sospechosos, apuntó con su regordete dedo índice hacia la calle y la cuneta que la sujetaba para que no se desparramase, y gritó: "¡a manguerear Material!"  Para mi incontenible asombro, en lo que el "entrenamiento" realmente consistía era en limpiar el meado de los caballos de las "Victorias" que se estacionaban frente al Cuartel.  La caca de caballo era de "yapa".  Especialmente en el Verano, el olor a meado era insoportable así que había que manguerear todos los días.  ¡Malditos jumentos!  Esta poco honrosa actividad no duro mucho porque el Manguera la heredó apenas entró en servicio.

Gómez Carreño

En otra ocasión y siendo ya un Bombero más experimentado, tuve otro desengaño poco ennoblecedor y bastante ignominioso.  Una tarde llegando al Cuartel desde la Universidad, encontré todas las puertas del Cuartel abiertas de par en par.  Intrigado por esto, entré al Cuartel apresuradamente y me fuí directamente a la Sala de Máquinas, y para mi sorpresa y desconcierto, el carro Bomba no estaba allí.  Inmediatamente me fijé en la pizarra de comandos y esta leía gravemente con tiza blanca y con grandes letras: "Incendio en Gómez Carreño – Tres Alarmas".  Mi corazón casi se me escapó del pecho con la emoción, arrastrado por un sañudo torrente de adrenalina.

Más rápido que apurado me abalancé hacia el dormitorio donde mi "mono"(2) estaba siempre listo para la acción, y en un dos por tres, estaba vestido con mi uniforme bomberil completo.

(2)  El "mono" consiste en tener las botas de incendio paradas al pié de la cama con los pantalones insertados en ellas, mientras que en la cama –también apuntando hacia los pies- estaba la chaqueta con los guantes ensartados en la salida de las mangas, y el casco a su lado; todo listo para vestirse en unos pocos segundos y salir disparado al incendio.

Como no había carro-bomba en el garaje, salí a la calle como tempestad e hice parar el primer taxi que pasó.  El taxista me miró con los ojos desorbitados y llenos de emoción y me dijo:

¡P'a 'onde, jefe!
¡A Gómez Carreño! – repliqué con voz autoritaria.
¡Agárrese jefe que volamos p'allá!
¡Gracias! – vociferé agradecido.
¡De ná! – dijo el taxista - ¡Ustedes son héroes y hay que ayudar gratis!

Y el Simca 1000 modelo 1961 con un motor de 0.8 L Tipo 315 OHV I-4 de 4 rugientes cilindros bramaba por las calles Viñamarinas en dirección a Gómez Carreño.  El motorcillo tronaba aún más cuando comenzó a escalar bravíamente la empinada cuesta hacia la población Gómez Carreño.  Yo estaba sentado en el asiento del pasajero al lado del chofer  sujetando mi casco bomberil fuera de la ventana y en alto para que todos pudieran verlo, y así los otros ciudadanos le dejasen paso entre el tráfico a tan magnos héroes; mientras que el chofer del taxi tenía la mano pegada en la chillona bocina para llamar la atención.

A medida que nos acercábamos velozmente a Gómez Carreño, yo trataba de descubrir una columna de humo que me indicase el lugar del siniestro Siniestro, pero no veía nada...  Entonces le comenté al taxista:

¿Usted vé humo en alguna parte?
- No jefe – contestó el patriótico piloto mientras estiraba el cuello tratando de mirar a través del escueto parabrisas de la maravilla mecánica Italiana. – Parece que no hay n'a -.
- Yo tampoco veo humo – agregué un poco confuso.

Cuando llegamos a la cima del cerro en que descansaba la gloriosa población Gómez Carreño(3), repositora de tantas memorias surtidas de mi salvaje y activa pubertad, los cielos se miraban despejados, y no había conmoción en el camino principal y único de acceso a este seductivo lugar.  

(3)  Luis Esteban Gómez Carreño quien nació el 26 de Enero de 1865, y murió sirviendo a la Patria en la aislada isla Guar el 6 de Enero de 1930; fué un rutilante oficial de la marina Chilena.  Se escurrió en la marina de guerra a la edad de 15 años a bordo del monitor Huáscar durante la captividad de éste a manos chilenas.  Más tarde se desempeñó como Comandante en Jefe de Escuadrón, director de la Escuela Naval, y Ministro de Guerra y de la Marina bajo la Junta de Septiembre.   Sufrió un accidente automovilístico en una de las endiabladas curvas de la carretera "El Olivar", entre la idílica ciudad de Quilpué (que en lengua Picunche significa "lugar donde se encuentran las palomas") y Viña del Mar el 1 de Enero de 1930,  y como resultado de este infortunado accidente, murió 5 días después. Se supone que está enterrado en el Cementerio Número 2 en Valparaíso, a no ser que un terremoto o los Comunistas lo haya movido.

Derepentemente (¿les gustó esta palabrita?), el taxista ya con menos patriotismo y con más desengaño le gritó a un "maestro" que estaba trabajando en la fachada de una casa a la orilla el camino:

¡Amigo!, ¿Ha visto a los bomberos? -
- Nooo... p'o – dijo el chato comenzando su respuesta con un lento tono de incredulidad y acabando con un arrastrado sonsonete de pregunta curiosa. – No he visto n'aaa, p'o -.
¿Está seguro? -
- Segurete amigo, estoy tra'ajando desde las siete aquí y no he visto n'iuna 'omba, p'o. -

El chofer del taxi se dirigió hacia mí, me miró con el ceño fruncido; y me dijo con una voz sumamente porteña:

¡Oye gil, vay a tenel que pagal la trifa, p'o! -

Ante tan embarazosa circunstancia, no me quedó más remedio que asentir con la cabeza, y le dije:

- Vamos a tener que volver al Cuartel para buscar plata.   ...p'o... -
- Güeno, p'aya vamo, p'o. -

Y acto seguido, le metió la "chala" al acelerador, y volvimos a Viña envueltos en un silencio sepulcral, pero no dejé de notar una sonrisa de sarcasmo en el taxista, mientras que los ecos de la risa insolente del maestro se escuchaban diáfanos en lontananza mientras nos alejábamos.

Llegamos al Cuartel al corto tiempo, y me bajé del vehículo a buscar dinero para pagar la tarifa del taxi.  Cuando entré a Cuartel me encontré con el Cuartelero que me recibió con una sonrisa diciendo:

¿Y qué hací vestío de bombero? -
- Ví en la pizarra que había un incendio en Gómez... -
¿Y te jüiste p'allá? –
¡Sí, po! –
- Oye gil, el incendio j'ué en la mañana...  No he borrao la pizarra toavía. –  Y se largó a reír como contratado.
- Pero la Bomba no estaba... –
¡No p'o gil!  Le lle'e a echal'le bencina, p'o! –
- Aah, por eso... ...¿Tenís 30 Escudos p'al taxi?  Ando planchao... – le dije.
- Aquí tenís. – me dijo riendo y salpicando de saliva los billetes que me pasaba mientras se reía.

Salí del Cuartel cabizbajo y le pagué el importe al taxista que mientras limpiaba el parabrisas con un calzoncillo viejo, ahora se reía desahogadamente.  Recibió su dinero y me dijo:

¡Lo lle'o cuando qu'era p'a Gómez Carreño, jefe! -  Y se alejó sonriente entre los estruendosos rugidos del motor del Italianissimo Simca 1000.

La pesadilla no terminó aquí.  Por un tiempo todos los demás bomberos me hicieron bromas al respecto, y en vez de dirigirse a mí por mi nombre; me llamaban "Gómez Carreño".

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El Fuego Fantasma

Esta coyuntura histórica de mi vida bomberil merece un capítulo aparte.  Por supuesto que los fantasmas no existen porque de otro modo, serían otro de los innumerables espejismos dogmáticos religiosos.

Era tarde en una templada noche a fines de Agosto.  Los maullidos felinos alfombraban la ciudad y se escuchaban hasta las arenas de la playa Acapulco, en donde se sentaba apacible y románticamente esta célebre e inmortal 4a Compañía de Bomberos de Viña del Mar.  El Correo de las Brujas dice que cuando los dioses decidan apagar el Infierno, harán sonar 4 alarmas para la Cuarta de Viña, la más memorable institución establecida en esta longitud.

Serían alrededor de las 2 A.M. cuando las alarmadas alarmas hicieron trizas el sereno silencio de la noche.  El Manguera y yo despertamos sobresaltados, pero conscientes de lo que pasaba y con los ojos abiertos.  Saltamos ágilmente dentro de nuestros "monos", y en un santiamén estábamos abordando la Bomba que ya salía presurosa del Cuartel, porque el cuartelero no esperaba a nadie.  Ésta era la cuarta alarma, por lo que sabíamos que habría otras compañías de Bomberos en el lugar del siniestro, las que habían sido llamadas a combate antes de nosotros.  También sabíamos de que el incendio estaba fuera de control, de otra forma, no hubiese habido necesidad de más de una o dos alarmas.

El cuartelero dirigió el carro bomba hacia la parte de atrás del área afectada por el fuego que era una de esas endiabladas poblaciones que crecían silvestres colgándose precariamente de los cerros, en donde había muchas casas de madera y una multitud de Eucaliptus los que eran fácil presa del voraz fuego, y algunas solitarias palmeras.  Ágil y con precisión milimétrica, el cuartelero estacionó la bomba a unos metros del grifo de incendios, emplazó diestramente las mangueras de acepción, abrió el grifo para que el agua fluyera hacia el carro bomba, y encendió los pistones apenas lograron su requerido nivel de vacío.

En el intertanto, el Manguera y yo nos encaramamos en el techo de una de las casas, lo que nos permitía observar el incendio desde un punto de ventaja.  Desde el techo construído con económicas "fonolas" y práctico "pizarreño", podíamos ver cómo se había desplazado el fuego y qué lugares afectaba, y afortunadamente parados en este techo; estábamos en una posición en la que dominábamos la vista completa de la hoguera, y ya estábamos preparados listos para la acción con nuestra manguera de 4 pulgadas y su correspondiente pitón de descarga de ½ pulgada, al que cariñosamente llamábamos: "la callampa".

- ¡Agua vá! – gritó el cuartelero con su voz aguardentosa a medio dormir todavía.

Y el agua vino ella toda con su poderosa presión la que casi nos hizo perder pié.  Había oscuridad y niebla por todos lados y la visibilidad era malísima, además; éstas se mezclaban con el abundante y grueso vapor del agua que al caer sobre las desprevenidas llamas, se evaporaba con encrespados alaridos chisporroteantes y húmedos.

¡Fuego a la izquierda! – gritó el cuartelero que estaba parado sobre la cabina del camión bomberil con unos binoculares, ayudándonos a dirigir el chorro de agua. 

Y hacia la izquierda lo dirigimos.  Después de unos segundos de lanzar cuatro pulgadas de agua a 120 libras de presión, escuchamos una ensalada de alarmados gritos los que no podíamos entender.  Apenas dejamos de lanzar agua en esa dirección, los rojos resplandores que danzaban violentamente entre la oscuridad y el chisporroteante vapor de agua; desaparecieron.

¡Güena cabros! – le escuchamos decir al cuartelero, y acto seguido; dirigimos el potente chorro de agua hacia otro sector que desplegaba un festival de saltones y corcoveantes  matices rojos y amarillos.  Tiramos agua como locos en esa dirección acompañados por el ronroneo del motor de la Bomba que nos proveía agua en abundancia.  Segundos más tarde, escuchamos otra vez esa mezcolanza de inquietos gritos que tampoco entendimos.  Al mismo tiempo que esto ocurría, los resplandores se apagaban.

¡J'uego a la izquierda othra'e! – gritó el cuartelero atragantándose.  

Y hacia allá dirigimos el chorro nuevamente hasta que el griterío se repetía, los fulgores desaparecían, y el festival de destellos reaparecían nuevamente a la derecha.   Seguimos haciendo esto por un largo rato y apoyados por las chillonas indicaciones del cuartelero.  La noche seguía firme, y nosotros estábamos ya sintiendo el frío con que nos lamía la ropa mojada el helado viento marino.

Un poco más tarde desde cuando comenzamos a apagar las porfiadas y obstinadas llamas, y el incendio se había reducido a unos pocos focos de poca monta -serían unos treinta minutos después- llegó corriendo el jadeante Capitán con su ayudante, los dos más mojados que pañal de güagüa meona, despeinados y sin casco.  Apenas estuvimos al alcance de sus gritos, nos increpó el Capitán:

- ¡Oye par de güeones!, ¡Qué chucha están haciendo! – rugió su voz haciendo temblar nuestras pajarillas.
¡Apagando el incendio, p'o! – respondimos casi al unísono con el Manguera.
¡¿Y sa'en p'a'onde están tirando el agua?! -

El Manguera y yo nos miramos desconcertados, y respondí:

¡Hacia el foco del fuego! ¡Hay dos lugares que el fuego se apaga y se vuelve a encender! –
¿Y no escucharon los gritos? –
¿Qué gritos? –
¡Los gritos 'e nosothros p'os güeones!-
¡No escuchamo n'á, p'o! – dijo el Manguera.
¡Bájense de ahí! – nos ordenó visiblemente enojado el Capitán - ¡Y vo's apaga la bomba! – le dijo al cuartelero que corrió presurosamente a hacerlo con una cara de que sabía algo más...

Regresamos al cuartel sentados en la cabina de la Bomba con el cuartelero que manejaba cabizbajo.  De pronto rompió el silencio para decirnos:

¡Oye cabros, dejamo la cagá! –
¿Por qué? -
¡Porque le estaban tirando agua a los bomberos! – dijo con voz alarmada.
¿A los bomberos? – inquirí con mi voz escudriñante...
¡Sí!, ¡A los bomberos" -

Lo que había sucedido fue los siguiente:

Estando parados en el techo de esa vivienda, entre la negra noche solo podíamos ver el vapor y las fulgentes y centelleantes matices de luces rojas, las que pensamos (al igual que el cuartelero) que eran llamas.  No lo eran.  ¡Eran las luces de emergencia de los carros bomba!  Entre el humo, la oscuridad y el vapor, estos resplandores efectivamente parecían llamas, pero a lo que le estábamos tirando agua era sin duda a los bomberos y a las luces rojas y amarillas de los carros bomba.

Los gritos indescifrables que escuchábamos desde nuestra posición en el ciego techo antes de que las "llamas" se apagasen, eran los pobres bomberos que nos gritaban que no los apagáramos a ellos, y estos gritos probablemente estaban aliñados con abundantes garabatos y maldiciones...  Para poder llamar nuestra atención, apagaban las luces del carro bomba, con lo que nosotros pensábamos que habíamos apagado las llamas.  Una vez que dejamos de tirarles agua, encendían las luces de emergencia otra vez, y nosotros repetíamos la maniobra pensando de que el fuego había resucitado en ese sector.  Error inocente; digo yo...

De vuelta al Cuartel, y después de haber aclarado la situación que había ocurrido con el Capitán y los demás bomberos, las cosas se calmaron, nos reímos un poco del asunto.  El cuartelero no sonrió ni una vez; y se mantenía más serio que muerto enojado.

Para que no cometiésemos este error otra vez, el Capitán nos asignó al Manguera y a mí al servicio de Equitibus Vrina por el resto del Verano.  Esto complació mucho a los mojados y enojados bomberos, y sirvió de escarmiento para el futuro.  Pero no todo fué tan protervo, cada vez que manguereaba el meado de caballo en el pavimento de la calle, los escuálidos jumentos con gastadas viseras de cuero negro sobre sus ojos me recordaban a mi amado y libre Pehuén.

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Felis Putredinem

Tirarse un pedo es una acción natural necesaria y lógica para bajar la presión intestinal, la cual fuera de control, podría causar serios estragos en nuestra salud y nuestra integridad física interna.  Es también un acto semi-involuntario el que se puede manipular solo hasta cierto punto.  Es tan natural así la necesidad del pedo, que en la mayoría de los casos es siempre más acertado perder un amigo, que perder una tripa.

Ahora, lo más importante de tirarse un pedo es dónde uno se lo tira.  Si se lo tira en el ascensor, no le puede echar la culpa a Fido.  Si se lo tira en la iglesia, la culpa es siempre de las viejas beatas que perpetuamente están haciendo ruidos raros mientras balbucean y rezongan murgas ininteligibles.  Si se lo tira en una "micro", siempre se le puede echar la culpa a un "rotito" o a un "flaite"; pero cuando se lo tira en público, a no ser que sea silencioso; es otra cosa.  Este es el caso de esta lamentable y triste historia. 

Teníamos un compañero Voluntario en la Cuarta que era un poco excéntrico y a veces, ¿por que no decirlo?: peripatético.  Pero era un buen chato, solo que era medio cuico.  Era un hombre en los avanzados cuarenta, soltero, aún vivía bajo el patrocinio y asidero de su madre, y tenía contadísimos amigos, por lo que a él le era sumamente conveniente ser bombero porque en la Cuarta, todos lo tratábamos con camaradería y amistad: era uno del clan.

Le conocíamos muchos intentos con intenciones pro-conyugales con las muchas damas a las que intentó atrapar en sus intrincadas redes amorosas, pero que por esas vicisitudes de la vida, nunca consiguió atrapar a ninguna.  Quizá sería porque no sabía cómo terminar una pichanga, o porque le faltaba "moyo" o un poco de "je ne sais quoi"; o porque la mamá quizá no lo dejaba salir hasta tarde, o no le cambiaba los calzoncillos más seguido.  Además era medio pelado, tenía una panza de cerveza, y calzaba 42 con los dedos doblados y el talón afuera.  En fin, era poco agraciado, pero esto no le impedía conseguir algunas citas con el sexo opuesto.  Esto lo aclaro bien porque este "gallo" no era maraco para nada.  Y así va la historia:

Una noche de Verano nos encontrábamos varios bomberos Voluntarios aparejados con nuestras mujeres veraniegas en la sala del Cuartel, relajándonos después de un largo y ardiente día en la playa.  La sala tenía unos grandes ventanales que enfrentaban el Mar de Chile donde la luna se bañaba desnuda y sin inhibiciones, mientras que besaba las olas con sus plateados besos que danzaban nerviosos sobre la superficie del océano, y que finalmente se dejaban arrastrar hacia las murmurantes arenas de la playa; esa playa que guardaba tantos de nuestros eróticos y carnales secretos en sus furiosamente revueltas arenas. 

También se podían ver claramente los cielos azul-negros adornados con una tremenda explosión de titilantes y nerviosas estrellas y con los cuerpos celestes de la Via Láctea.  Por un rincón allá de la bóveda celeste, se vislumbraba la Cruz del Sur, callada, glacial y frígida como aquel ácido beso de despedida que en un fulminante momento de mi pasado, me quemó la boca para siempre; regalo de unos mezquinos y desapegados labios que me lo me dieron sin piedad alguna en la acerba noche de un amargo día.

Estábamos todos sumidos en un silencio cuasi completo besando a nuestras complacientes mujeres, protegidos y amparados por la oscuridad y la complicidad que las extinguidas luces nos brindaban.  Apenas se oía el sorbeteo de los besos, no había ni quejidos ni jadeos.  Era un ambiente sereno y muy romántico.  ¿Qué cosas, no?

Mientras disfrutábamos del postre de Eros, sentimos que la puerta de entrada al Cuartel se abrió con un lento y angustioso crujido, digno de las películas de Alfred Hitchcock.  Todos paramos la oreja.  Se oyó una susurrante y pasional conversación que decía:

- Ya p'os, déjame... –
¡No p'o, aquí no! –
- Un poquito no'ma –
¿T'ai loco?  ¡Nos pue'en ver! –
- Aquí no hay nadie, p'o –
¿Y si viene alguien? –
¡Nadie va' venir, p'o! –
¿T'ai seguro?
¡Si p'o! –
¡Tenís la mano helá!
- Se calienta rápi'o p'o... –
- Ya p'os, no –
- No seai difícil –
- Mejor me 'oy, lo hacimo mañana... –
- Güeno ya...
- Ya, p'o –
- Ya, p'o...
- Chao..
- Chao...

Y la puerta se cerró con el mismo crujido, pero al revés.

Todos estábamos callados escuchando sin decir ni pío.  Sabíamos que nuestro compinche bomberil no sabía que estábamos allí ya que la oscuridad era total y el silencio, sepulcral.  Sentimos que se encaminó hacia los baños.  Para llegar a ellos tenía que pasar a través de la sala.  Pero nunca lo hizo.  Se detuvo casi a la entrada de la sala, y desató el concierto de pedos más bullicioso, con una multitonalidad y una modulación extraordinarias; que nunca antes habíamos escuchado en nuestras vidas.  La sinfonía de gases letales era digna de las alturas de Wagner, y entre pedo y pedo; se quejaba lastimosamente con un dejo de orgasmo gaseoso, y con una creciente y balsámica sensación de alivio, exclamaciones desenvainadas de las escenas de Satyricon, de Federico Fellini.

Entre los pocos pedos que pude identificar, estaban los ascendente con sinfonía final, también estaban los con babilla estridente, los sonoros de cuatro fases, aquellos extra largos y gritones, los indecisos, los nítidos y los potentes.  Sería que esta cacofonía era la asonancia de una bocina de mojón, o quizá el grito de libertad de la mierda oprimida, o la eufonía del alma de un poroto que se vá al cielo, o el suspiro de un poto enamorado, ¿o simplemente fué la ridícula pretensión del poto de querer hablar? ¿Quién sabe?  Esto será un misterio infinito...  Pero sin duda, fué el canoro grandilocuente producto de un intestino magistral y superdotado.

Cuando completó su sonata de pedos y su lamento de quejidos surtidos, encendió la luz de la sala, y para su sorpresa, nos vió a todos.  Nosotros tratábamos de sujetar una cara impávida, y una risa a punto de explotar en mil direcciones, la que no se hizo esperar.

Impávido y usando toda la experiencia, la bravura y la sangre fría que había acumulado durante su existencia; calmadamente dijo:

¡Ah, no los había visto! –

Seguidamente apagó las luces de la sala, se dió media vuelta; y salió por la misma crujiente puerta por la que había entrado.  Un llamado urgente de ventilación general de desató en el Cuartel para rápida y velozmente reducir la flamabilidad del establecimiento.  Nunca más se habló de esto en los anales bomberiles, ni en las letrinas, ni en las filas de combate.

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Tengo más historias, pero no el suficiente tiempo libre para contarlas, ni ustedes la suficiente paciencia y aguante para leerlas; así que aquí termino de narrar, y el resto las dejaré para otra ocasión.  Si, p'o.




El Loco

domingo, 1 de abril de 2012

La Calle Eleuterio Ramírez

A pesar de que muchos no lo crean, yo también fuí un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que compite con mi barba y mis bigotes los que se esfuerzan afanosos por cubrirme algunas de las impertinentes arrugas de la cara; o quizá porque ahora camino con un paso un poco más cansino que el de ayer... Quizá sea porque yo ya no me visto "a la moda" y porque mis ropajes -aunque sobrios y limpios- ya no son modernos ni "tiran pinta" como los de los jóvenes internautas de exigua Anchura de Banda que caminan por las calles mirando esas cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... Quizá mi apariencia de hoy haya borrado los vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, yo también un día fuí un niño.

Pero yo sé más que ellos, porque yo sé que todavía tengo mucha fuerza y energía, porque sé que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada; puedo decir palabras sanas y contar historias fantásticas, y hacerme eterno en las memorias de las gentes. Sé que todavía tengo fuerza, porque aún soy capaz de encontrar sin buscarla, a la esperanza y la gloria en la risa de los niños, porque no me he olvidado de que a pesar de lo que muchos piensan, yo también un día fuí un niño.

Pero este viejo que les habla cree que es inmortal porque todavía puede oír de esos otros niños ancestrales de hoy; de aquellos que fueron antaño sus compañeros de juegos, su estridente coro de risas, esos amigos que aún perduran en el tiempo; como los Gloriosos y Gallardos Ercillanos de la Sólida e Inmortal Guardia Vieja del '72. Aquellos amigos impolutos, intachables y angelicales... Esos amigos son así; intactos, porque los hicimos sin los intereses creados con que los viejos y los gastados hacemos amistades ahora. Nos hicimos amigos porque estábamos juntos, porque asistíamos al mismo colegio, y porque jugábamos juntos. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos.

Hoy por hoy, elegimos las amistades con el tinte del interés, con la anilina de la conveniencia, y con una mezquindad que nos favorezca. Nos aseguramos de hacernos "amigos" de Fulano porque es el gerente de una fábrica de Envidia y tal vez en el futuro necesitemos un puesto en el Departamento de Disimulos; afianzamos una amistad hecha de sombras con Zutano porque es abogado, y porque tal vez necesitemos eventualmente una piraña sarnosa que nade en nuestra angosta pecera; tampoco nos olvidamos de complacer a Merengano que es amigo de él-y-de-aquél, ya que pronto apremiaremos una recomendación falsa e interesada; y por último, nos encargamos de cortejar a Nesciano y a Perencejo (Perencejo es el primo tonto de Pendejo) porque es seguro que necesitaremos a alguien a quién podamos hacer víctima de nuestras bajezas, de nuestras cobardías, y de nuestros fracasos personales.

Por eso me gustan más mis amigos de la niñez; porque forjamos nuestras amistades en el fogón de la inocencia simplemente porque estábamos juntos, sin intereses, sin saber lo que uno o el otro serían cuando viejos o gastados; fraguamos a nuestros camaradas porque chuteábamos la misma pelota plástica; porque compartíamos un sándwich proletario de mortadela con mantequilla, y porque también, varios de nosotros bebíamos de la misma botella de Coca~Cola; y moldeamos esos sentimientos de amistad con nuestras jóvenes manitas amasando con alegría esa blanca y dócil arcilla de nuestros corazones, y la investimos generosamente con la límpida y flexible luz de nuestras almas para que se secara pronto. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos. Sin lágrimas ni penas; sin dudas ni cadenas.

Y sí señor, ellos quizá también se vean un poco gastados ahora, pero yo sé en mi corazón de que ellos, como yo un día lo fuí, también fueron niños; y sé que fueron niños porque los ví cuando lo eran, y porque oí sus estridentes risas, y porque sé que muchos de ellos aún no lo han olvidado, o se rehúsan rotundamente a hacerlo.

Hoy me siento niño, aunque ese talle me quede un poquito grande. Y en verdad me siento nuevo, aunque me tilden de loco. Presiento que hay algunos que se sienten como yo, quienes tienen en sus almas una oculta fuente de semillas que aún pueden germinar. Ellos saben que tienen fuerza porque aún son virtuosos para encontrar una sonrisa sin buscarla, y pueden descubrir un brillante arcoíris en medio de la lluvia, y porque como yo lo hago tan a menudo, no se han olvidado de que a pesar de lo que muchos piensen, ellos también un día fueron niños.

Les ofrezco ansiosamente este escrito a todos aquellos locos del alma que no dejaron nunca perecer la fuerza de su niñez; ni la heroica candidez de sus corazones.

Eleuterio Ramírez
Vivíamos en el centro nervioso mismo de la venerable y vibrante ciudad de Valparaíso, la perla más Perla del irascible Pacífico; frente al pintoresco y sucio edificio de la Municipalidad de la ciudad y enfrente de los prósperos Almacenes "Cori". Los Almacenes "Cori" siempre se engalanaban estridentemente como ningún otro cada año para Pascuas. Los amplios balcones del segundo piso de este futurista almacén, los que daban a la calle Condell, siempre estaban generosa y ruidosamente peripuestos con figuras del "Viejito Pascuero" iluminado con grandes luces, y que con su traje rojo dirigía impertérrito su trineo tirado por unos renos que movían la cabeza y las patas como si estuviesen volando, mientras me saludaba con una mano en un airoso y blanco guante. Yo me quedaba largos minutos observando este increíble y fantástico espectáculo hasta que el alma se me salía a borbotones por la boca abierta, o hasta que mi madre me arrastrase impaciente de un brazo. También veía ocasionalmente a otros niños apuradamente baboseando porciones de sus almas por la boca, mientras miraban por las ventanas de los "troles" que con sus largos y engrasados suspensores eléctricos hacían ¡claquiti-clak!- ¡claquiti-clak! cuando pasaban expeditamente por la calle delante del almacén.

¡Entrar al almacén "Cori" era un convite sensacional! La ensordecedora avalancha de juguetes nuevos cegaba a cualquiera, a cualquiera que fuese un niño eso es, y el ruido de las luces era ensordecedor y la cegadora luz de los sonidos atontaba; y las montañas de tantas novedades y de tantas cosas antes nunca vistas, cimentaba sólidamente y para siempre, la creencia en la comandante figura de aquel "Viejito Pascuero" del balcón de cemento que piloteaba incansable y con una enorme sonrisa, a su rojo trineo de infatigables renos. No recuerdo haber pestañado ni una sola vez mientras estuve dentro de los soñadores Almacenes "Cori".

En la calle, el aire olía diferente, la música de los almacenes era más apropiada, y los paquetes de regalos que llevaban las gentes siempre eran inmensos. Las piedrecitas que el furioso viento del Puerto levantaba y me las estrellaba con fuerza en las flacas piernas desprotegidas por un pantalón corto de cotelé café oscuro que odiaba, me pinchaban con dolor, pero a mí no me importaba porque mi atención completa estaba en este magnífico lugar de sueños. Ahora que estoy un poco más gastado, también sueño, tal vez como usted lo hace a veces, pero creo que me hace falta de que una pizca de alma me salga por la boca... y es por eso que quizá las gentes piensen de que nosotros estamos secos, pero a pesar de lo mucho que no lo crean, nosotros también fuímos niños.

Desde que fuí un niño, mi madre se aseguró de que me aprendiera bien nuestra dirección para que si alguna vez me perdía en la ciudad, le dijera a un Carabinero que me llevase a casa. Desde entonces nunca me he olvidado de que cuando antaño fuí un niño, vivía en la calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto piso, Departamento "A"; teléfono: 54659 (sí, con poquitos números). No había ninguna necesidad de nombrar a Valparaíso, ni menos a Chile, porque en aquel corto tiempo, para mí ése era el único mundo que existía y que conocía; no había ni cosmos ni Universo, y no sospechaba de que existiera ningún otro mundo en ninguna otra parte... Hoy que estoy un poco más gastado, añoro profundamente esa virginal e insondable inocencia tan impoluta y cándida como la que usted y yo tuvimos en tanta abundancia, en aquel tiempo cuando apenas éramos unos ingenuos niños.

¡Y sí señor!, ¡teníamos teléfono! Pero eso no era nada porque muy pocos eran los llamados que llegaban. En ese tiempo casi nadie de los que conocíamos tenía teléfono, así que las llamadas eran escasas y espaciadas. A mí no me gustaba mucho el teléfono. Ese teléfono era negro como las intenciones políticas y como otros que conozco, y se asemejaba a una jaiba feroz lista para abalanzarse a mansalva desde la mesita en que descansaba si uno estaba desprevenido. Me aterrorizaba cuando sonaba porque no avisaba, y su imprevisible, súbito y chillón "¡ring-ring! - ¡ring-ring! hacía eco por todo el departamento y siempre me asustaba. Yo lo miraba de reojo y él también hacía lo mismo conmigo; pero yo me cuidaba de no pasar cerca de su siniestra mesita. Con el tiempo aprendí a ignorarlo, poco a poco, hasta que un día, me olvidé de él como me olvidé de algunas de aquellas penas que una vez me estrujaron unas pocas lágrimas del alma.

Nuestro flamante departamento, el "A" en el sexto piso; era enorme, ciclópeo. Me acuerdo de que nosotros, mi hermanito, mi hermanita y yo, compartíamos un cuarto enorme en el que cabían tres camas, tres veladores, tres cómodas y espacio para tres montones de juguetes; y tenía un cielo inmenso en el que cabían casi todos mis sueños, y tenía unos grandes ventanales para ver el mundo, en donde nos pasábamos asomados un montón de tiempo durante la Noche Buena para ver si podíamos ver al Viejito Pascuero y a sus peludos renos. Teníamos una sala enorme para las visitas, un "porche" que parecía otro "living", el cuarto de mis padres tenía eco, podíamos jugar ping-pong en el comedor sin trastabillar con nadie, y teníamos una despensa grandísima que tenía unas estanterías altas que parecían rascacielos, llenas de alimentos y de otros menesteres, y de la que nunca pude ver lo que escondía en sus tres últimas repisas allá arriba.

También había un corredor enorme y largo de baldosas amarillas y verdes en el interior del edificio donde yo conducía temerariamente mi autito rojo a pedales mientras sorteaba magistralmente los tarros y las bolsas de basura que se acumulaban a lo largo de la ruta en espera de que el mayordomo las recogiese. Años después, esas baldosas verdes y amarillas se darían temerarias vueltas en una cita de vertiginosos remolinos de recuerdos de mi cabeza, cuando jugaba unas divertidas y animadas pichangas en otro mundo diferente y lejano, en un mundo nuevo y más grande lleno de aquellos viejos amigos, los que ahora estamos un poco más gastados que antes, allá en lontananza, en un mundo espacioso, bullicioso y distante llamado Santiago.

En ese inolvidable tiempo de niño, las distancias eran tan extraordinariamente enormes que no se podía ver nada en el lejano e imperceptible horizonte; y si se nos perdía la mirada cuando la clavábamos en el "infinito", el "infinito" estaba solo a unas pocas cuadras de casa... pero cuando la vida pasa acaballadamente por encima de nosotros y nos gasta, las distancias se acortan superlativamente. Lo sé porque ahora, al igual que usted; puedo ver cosas allá en la distancia que nunca pude ver en mi niñez, puedo ver cosas en el infinito como por ejemplo, ahora puedo vislumbrar a la seca muerte allá en lontananza... y hasta puedo distinguir la afilada guadaña que carga a su espalda... y hasta puedo vislumbrar a veces, mi nombre escrito con letras pequeñitas en su negra hoja afilada sin fulgor. El infinito ahora está a cortas cuadras, solo un poco más allá de casa...

Me fascinaban los elevadores del edificio. Ellos se llamaban "OTIS". Eran gemelos. Había dos, uno a cada lado de la amplia entrada parapetada con sus enormes murallas cubiertas de mármol. Esas murallas eran frías, suaves y resbalosas; tanto así, que no se les podía pegar un "moco" por más que uno tratase. Yo pensaba que los ascensores eran formidables porque cabían varios pasajeros al mismo tiempo, y tenía unos botones muy inteligentes que dejaban a la gente en el piso que ellos quisieran; y nunca se equivocaban. Me encantaba jugar en los ascensores, pero muchas veces me correteaba el mayordomo diciéndome que no era un juguete. ¡Pobre mayordomo! ¡no tenía idea! ¡no tenía idea!

El Parque Brasil
Saliendo del edificio durante cualquier día de sol, y yendo a mano derecha, a dos cuadras del edificio estaba el parque Brasil. Creo que en los días de lluvia el parque no existía. No puedo saberlo a ciencia cierta porque mi mamá nunca me dejó ir al parque en los días lluviosos, así que nunca podré saberlo. Pero no importa porque me alegro de que existiera los días asoleados puesto que eran los mejores para ir allá a jugar con nuestros inextinguibles amigos.

El parque Brasil no tenía nada de cemento. Los corredores entre sus jardines eran de un ripio blanco como las palomas de los cuentos de hadas, y el resto era pasto, pasto verde, flores y muchas palmeras. Y las palmeras eran altas y fuertes. Hasta las bancas eran de fierro forjado. Nada de cemento. También había muchas palomas y algunos perros vagabundos durmiendo al lado del ocasional "curadito" que estaba durmiendo la "mona" en el invitante pasto del parque tal como lo hacían los curaditos de Playa Ancha. También patrullaban esos lares los esforzados e incomprendidos "basureros" que deambulaban sudorosos con sus carritos hechos de los tambores viejos del petróleo de Pablo Neruda, con un pintoresco letrero pintado con grafías blancas enfrente que leía: "Ilustre Municipalidad de Valparaíso". Estos ingenuos carritos tenían una asadera amplia y un par de grandes ruedas con las que los hombres de mameluco verde se paseaban a lo largo del parque recogiendo basura y vaciando los tachos basureros que estaban desparramados sin concierto a lo largo del parque. En un costado estaban dotados con una pala, y con unas largas hojas de palmera que las usaban como escobas. Sus sueños; estos lánguidos hombres, los arrastraban por el ripio colgados detrás de sus carritos.

En el pasto bajo las palmeras había coquitos. Eran en realidad las semillas de la palmera, pero nosotros les llamábamos coquitos. Cuando nos juntábamos con los otros amigos en el parque Brasil, teníamos guerras de coquitos. Armados con hondas hechas de la horcaja de una rama de árbol y unas tiras recortadas de la cámara de algún neumático desahuciado, y con un trozo de cuero para depositar los proyectiles; nos trenzábamos en sendos combates mientras el sol nos lamía la ropa y el pasto nos pintaba las rodillas de un verde claro como las auroras de aquel entonces. Nos dividíamos en equipos y nos agarrábamos a hondazos entre saltos y carreras mientras nuestras sonoras risas hacían eco en las perdidas ventanas de los edificios circundantes haciendo volar asustadas a las ingenuas y numerosas palomas vestidas con sus consuetudinarios trajes grises. Los cocazos dolían y dejaban moretones en las piernas y en los brazos... pero ahora sé positivamente que esos magullones eran mucho mejores que los moretones que la vida nos deja ahora en el alma...

Los moretones del cuerpo se nos esfumaban en unos días, y mientras los teníamos estampados en un enojoso lila, los exhibíamos y los llevábamos con orgullo guerrero. No podíamos esperar para contarle a alguien del origen de tan heroico magullón. Tampoco ahorrábamos palabras para explicar cómo los habíamos conquistado. Lo curioso de esto es que ahora que estamos un poco más gastados, escondemos celosamente los moretones del alma, y no queremos contarle a nadie acerca de ellos... Será acaso que ahora que ya estamos un poco más gastados y con la salud a veces colgando de nuestros bolsillos, ¿no nos gustan ya más los moretones? ¿Qué cosas, no?

El Colegio
Yo asistía a un colegio muy cuico y pituco al que llamaban "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses". En ese tiempo no sabía que había sagrados corazones de tantas nacionalidades distintas. ¿Será que había de distintas nacionalidades? No lo sé, pero nunca escuché de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Tibetanos", o de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Esquimales". Tampoco oí nunca de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Norteamericanos" ni de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Pascuenses". Eran solo franceses... ¿será que tenían el monopolio?, ¿o sería que los corazones de los otros no eran sagrados?, ¿o sería algo así como una cosa que aprendí más tarde, y que le llaman discriminación? ¿Quién sabe? Yo sólo era un niño y no distinguía entre la calidad de las personas ni la altura de sus almas así como lo hacen tan marcadamente los que viven en las sociedades de los viejos... y también de los gastados... A veces pienso de que por la forma en que pienso, a pesar de que muchos no lo crean, yo todavía sigo siendo un niño como antaño, cuando fuí un niño. Sí, como usted... Mucho después me enteré para mi asombro de que estos caracteres de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses" no eran ni "Padres"; ni tampoco eran "Franceses"; y jamás tuvieron nada de "Sagrados"... ¿Qué cosas, no?

"Tico"
En la esquina de Eleuterio Ramírez y la transitada calle Condell había un pintoresco Kiosco de diarios y revistas. El dueño era un señor gastado que se había quedado atrapado desamparadamente en su niñez. Todos le llamaban "Tico" porque decían que venía de un lugar extraño que se llamaba "Costa Rica" (o algo así) y siempre hablaba raro. Decía chiquitico en vez de chico, y decía poquitico en vez de poco, y cantico en vez de canto, y a veces decía chaquetica en vez de chaqueta. También le gustaba tocar la guitarrica y cantar algunas cancioncicas. Pero esto no importaba porque él era nuestro amigo. A pesar de que estaba gastado y arrugado, nosotros sabíamos que él llevaba un niño dentro; un niño chiquitico.

A nosotros nos gustaban las revistas de aventuras y "Tico" tenía muchas de ellas para la venta en su quimérico Kiosco que olía a madera verde de Mañío que en una de sus gastadas tablas estaba quemada la palabra "Aysén", lo que nunca supe en ese entonces qué era. Tenía revistas de Supermán, Batman y Robin, Marvila, El Pato Lucas, Porky y sus Amigos, Archi, El Fantasma, Relatos Fabulosos, La Pequeña Lulú, Flash (el corredor veloz y mi héroe), Flash Gordon, Tarzán, Vidas Ilustres, Red Ryder, Roy Rogers, Mi Gran Aventura, El Llanero Solitario, El Súper Ratón, Blackhawk, El Halcón Negro, Julio Jordán, Linterna Verde, El Conejo de la Suerte, Disneylandia, Domingos Alegres, El Zorro, Spirit, Tom y Jerry, La Zorra y El Cuervo, Mandrake, Pluto, El Hombre Araña, Epopeya, El Pájaro Loco, Titanes Planetarios, y muchas otras de las que ya no me acuerdo porque ahora, como usted, ya estoy un poco gastado y la memoria no me trabaja como antes. ¡Ah!, y también tenía algunos periódicos para los viejos y los gastados... Quizá usted se acuerde de algunas otras revistas, esas que leyó cuando usted era chiquitico. Nunca ví en el Kiosco el "Okey" que mi abuelito Víctor me compraba...

Él nos dejaba leer sus revisticas porque nunca teníamos dinero para comprarlas, y cada vez que regresábamos del colegio, hacíamos una ansiosa parada en el Kiosco de "Tico" para leer una revista de aventuras antes de llegar a casa. Leí muchas de esas revisticas que plantaron tantos sueños en nuestros tiernos corazones de marfil blando aún sin contaminar, los que estaban irremediablemente conectados con nuestras libres imaginaciones por el indisoluble cordón umbilical de las ilusiones. Ojalá pueda ver algún día al niño que "Tico" llevaba adentro... A pesar de que en ese entonces nosotros no lo podíamos creer, "Tico" también fué un niño, aunque chiquitico, fué un niño un día.

La Máquina del Tiempo
Un gran hatajo de años después, un severo día aturdido en la avalancha de la vida, durante un lánguido viaje a la tierra madre fuí tan esperanzado a ver el departamento de Eleuterio Ramírez 477. La entrada del añoso edificio ahora me pareció mucho más chica y oscura; y quizá hasta un poco egoísta... Las murallas parapetadas del mármol negro seguían frías, suaves y resbalosas, pero esta vez no traté de pegarles ningún "moco". Ahí me dí cuenta de que la edad se acumula... ...y que yo ya no me admiro con grandes ojos dejando escapar un sentido "¡aaah!"de mi boca cuando descubría cosas extravagantes y portentosas como los huevos de avestruz. Subí en el juguete con botones inteligentes hasta el Sexto Piso. El ascensor era chico, solo cabían cuatro pasajeros flacos, o solo uno con un ego grande. Me bajé en el piso de destino y me acerqué a la puerta con una gastada letra "A" que estaba media chueca pegada sobre la puerta. El aire era pesado y ya no olía como el aire de los almacenes "Cori". Me detuve un momento casi eterno a escuchar como palpitaba mi asustado corazón, y después de unos breves segundos de vacilación a destiempo, le dí tres golpecitos a la puerta con mis arrugados nudillos mágicos.

Mientras esperaba que alguien contestara a la puerta, me asomé a mirar el corredor interior del edificio, el que se podía observar desde una sucia ventana al lado del ascensor. No pude comprender cómo yo podía haber piloteado mi audaz autito rojo a pedales tan temerariamente en ese escueto y estorbado pasillo... se veía chiquitico... intransitable... De pronto la puerta del 6-A se abrió con un sordo ruido y me sacó abruptamente de mis lánguidos pensamientos. Una mujer gastada apareció en el dintel y me miró curiosa. "¿Qué se le ofrece, señor?" dijo con una voz suave y pausada. Le expliqué que yo había vivido en ese departamento cuando tenía apenas cinco años; hacía muchos siglos atrás, y que quería verlo otra vez. La mujer me miró desconfiada mientras se parapetaba detrás de la puerta sin decir palabra. Pensé que debería irme. ¡Esto era una locura!, pero el niño que llevo dentro me tenía apernado los pies al suelo. Después de unos incómodos segundos dije: "No se preocupe señora, gracias de todas maneras", y me dispuse a irme.

Un efímero instante antes de voltearme hacia el juguete con botones inteligentes, imprevistamente ví a una niña escondida dentro de los ojos de la mujer que se asomaba por entre sus grises y frondosas cejas, y ésta entonces me dejó entrar al departamento. "Pase señor y vea lo que quiera" dijo la señora haciéndose a un lado y terminando de abrir la puerta para que yo pasase. Le sonreí y me adentré intrépidamente en el desconocido pasado del presente casi sin respirar y con un enorme suspiro atragantado en el pescuezo.

¡No me dí cuenta cómo ni cuándo había salido del "porche"! Y yo que pensaba que era enorme, pero ahora se había achicado tanto como lo que se nos achican los sueños a medida de que nos gastamos. Apenas pasé el dintel del "porche", miré hacia la izquierda nerviosamente. El teléfono negro ya no estaba allí. Dí un respiro de alivio y proseguí mi lenta patrulla mientras la señora me seguía silenciosa detrás. Las murallas ya no eran de un amarillo de budín, sino que eran de un verde de lagartijas enfermas. La luz de las ventanas ya no alcanzaba a las murallas opuestas, y la despensa ahora era un insano y olvidado armario para guardar cachureos.

La cocina otrora amplia y llena de tiestos, ahora descansaba silente y solitaria, y me pareció tan chica como la honradez de los políticos. El pasillo que recordaba tan amplio, ahora se presentaba angosto y estrecho como el creacionismo; la tina del baño que solía ser una piscina, ahora semejaba un reducido y fosco baño de pájaros; y el dormitorio nuestro, ése que visitó el Viejito Pascuero de los almacenes "Cori" tantas veces, me golpeó la cara con una oscura y fría mezquindad.

Me detuve súbito. Un terror de cartón me ahogaba los recuerdos. Miré a mi alrededor descorazonado y sin pestañar. Sentí una gota de pánico negro deslizándose lentamente como plomo derretido por mis ansias, disturbando enojosamente mis límpidas memorias. No quise seguir adelante a pesar de que aún había más que recorrer y ver; giré decepcionado sobre mis gastados talones y miré a la señora que me observaba curiosa y silente. Ella me miró lánguidamente a los ojos y exclamó: "Ya no es lo mismo... ¿verdad?". "No" contesté con un eco sereno, y al mirarla a los ojos me dí cuenta de que ya no se asomaba esa niña que me abrió el paso. Solo se veía el gastado fondo de sus retinas, las que denunciaban enormes torrentes de lágrimas derramadas en el pasado. Podía ver los profundos surcos y los lechos que esas aguas saladas que le habían brotado del alma le habían dejado marcados en su marcha hacia las mejillas. Quizá la niña que vive dentro de esta señora estaba escondida en una de esas zanjas de pena.

"Sé que no volverá", me dijo, "nunca nadie regresa después de querer ver lo que no pueden ver porque ya no se puede ver más". "Sí", dije casi suspirando y me encaminé hacia la puerta de salida. Cuando llegamos a la puerta ella me dijo: "Lamento que no haya encontrado lo que buscaba en mi casa. Va a tener que mirar en su corazón y en sus memorias para encontrarlo. Lo que busca siempre estará ahí".

Me despedí cortésmente de la señora quién me ofreció una amable, pero corta sonrisa de condescendencia y aflicción, la que exhibía un soberbio penacho de desilusión. Y después de ofrecerme esta limpia sonrisa, cerró la puerta mientras yo aún estaba en frente de ella, tal como lo hará el hombre de la funeraria cuando cierre el féretro en nuestra cara por última vez. ¿Por qué es siempre el "hombre" de la funeraria y no la mujer?... Quizá lo hizo para ayudarme a irme, o quizá para despertarme... Es igual, me encaramé apuradamente en el elevador que ahora no me elevaría más; y sin tropezar me fuí a la calle. Cuando dejé el edificio a mis espaldas me dí cuenta entonces de que la miel de la niñez que se colgaba ávida y pegajosa de mis años, ya se había comenzado a evaporar.

Esa demente y repentina colisión entre el pasado y el presente me dejó heridas múltiples en los diversos y surtidos lugares de mi ser, delicados lugares en los cuales mi alma y mi corazón se esforzaban frenéticamente por contener y controlar el daño; mientras que en otro campo de batalla, mi psiquis se recuperaba del impacto repentino que me descalabró temporalmente la lógica, la cual trataba desesperadamente de recalibrarse entre el apuro y el equilibrio. Mis pensamientos se enredaron en arcadas, y mis sentimientos se congelaron secos en my garganta. Aunque los escalofríos no pudieron erizarme la piel de las manos, un ácido sudor en polvo me cubrió las sienes, y un tiritón nervioso se derritió por mi columna desde la nuca hasta el suelo. Esta rápida y audaz incursión al movedizo pasado ciertamente me dió un golpe formidable, pero no me derrotó porque todavía llevo salvaguardado en mis memorias el recuerdo intacto de cómo era mi idílica casa de Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.

Vejez
Algunos humanos se hacen viejos, otros nos gastamos. Los que envejecen se apagan paulatinamente sin llama ni luz en días desabridos y carentes de eco. Los que nos gastamos en cambio, solo cambiamos de unas experiencias explosivas a unas más iluminadas y menos inauditas. Ésto me lo enseñó mi Abuelito Víctor. Es cierto de que todos caminamos al unísono hacia el último escalón del infinito, ése que tiene forma de un cajón oscuro y largo con una ventanica chiquitica de una ininterrumpida vista sin obstrucciones hacia nunca jamás; pero algunos de nosotros no corremos ansiosos hacia él, no corremos ansiosos porque llevamos de la mano y con cuidado a aquel niño que vive dentro de nosotros flotando en una nube de sueños.

Algunos de nosotros somos unos buenos tipos, y otros son unos cascarrabias; pero lo que importa es que no andemos solos, ni que esperemos en vano, ni que nos entristezcamos. Siempre observo a las personas gastadas como yo y a pesar de que parecemos tan distintos, nuestro niños de adentro son tan iguales... Hay algunos que crecieron corriendo, hay otros que crecieron caminando; hay algunos que bebieron agua dulce, y otros que bebieron agua amarga. Algunos llevamos la vida encima, otros la llevamos arrastrándola detrás nuestro, y hasta hay algunos que la han dejado olvidada en algún banco de alguna plaza perdida en alguna áspera ciudad; pero es igual porque nuestro tiempo no tiene historia escrita ni tampoco tiene sueños de barro.

Ahora que entiendo bien por qué Pablo Neruda se cansaba tanto de ser hombre, yo nunca me cansaré de ser niño; y espero que usted tampoco lo haga. La mejor manera de hacer esto, es cada mañana acechar furtivo el espejo, y ver ahí dentro de tus ojos, al niño que vive dentro. Así y a pesar de que muchos no crean que yo también fuí un niño, cada día vivo más alegre porque puedo mirar seguido en los ojos del espejo, a ese eterno niño eterno que nunca se hizo viejo.

Pero debo confesar de que una vez yo fuí viejo. Sí, hace un tiempo atrás me olvidé de gastarme y me comencé a hacer viejo. Quizá tal vez porque una pena grande me ahogó el alma, quizá fué porque la rutina de la vida me sofocó el corazón en inercia; ¿o habrá sido porque tal vez dejé de hacerme preguntas?, o simplemente haya sido quizá porque se me olvidó dejar que mi imaginación volara libre; pero el hecho es que un día comencé a arrastrar mi vida, a dejarla pegada en murallas olvidadas, a diluírla en las lluvias de la primavera, a enterrarla en las arrugas de mis manos, a dejarla que la agobiase el inclemente destino. Quizá a usted le haya pasado lo mismo algún día... Quizá... Traté de imitar a los jóvenes electrónicos con un aparatito extraño en la mano que me decía cosas, pero eran cosas que yo no entendía. No funcionó, y además me quedaba muy mal. Quizá usted se acuerde de estas cosas...

No sé qué fué lo que pasó. Solo recuerdo de que me comencé a hacer viejo rápidamente, y los dolores del alma me volvieron, y las penas olvidadas regresaron y se me agrandaron adentro, y me descalabraron la horma del corazón; el temperamento se me pudrió, y hasta me molestaba la estridente risa de los niños. No sé qué fué lo que pasó. Los días se pusieron sumamente largos y todo me asustaba; y ya no era de cómo danzar en la lluvia, sino que cómo no mojarse con ella; y ya no era acerca de vivir, sino de cómo sobrevivir, y hasta el carácter se me quebró... y todo esto es porque el gastarse es un regalo, pero el hacerse viejo es un préstamo usurero el que nunca se puede pagar. Envejecer y gastarse es la diferencia fundamental entre el saltar desesperado por la borda de un barco que se hunde, o descender con calma y elegancia hasta el bote salvavidas.

Pero un soleado día como aquellos que me llevaban al parque Brasil, súbitamente dejé de hacerme viejo, y comencé otra vez a gastarme. No sé qué fué lo que pasó. Quizá fué porque el niño que llevo adentro abrió una ventana del alma para que entrara la luz del sol, o fué porque quizá uno de mis copiosos llantos formó un prístino arcoíris en mis retinas, tal vez haya sido porque una de aquellas inmortales sonrisas de mi madre me disolvió todas las penas moradas; o simplemente fué porque aquellas simientes que se habían extraviado en un surco de mi memoria comenzaron a germinar otra vez, y me hicieron acordarme de que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada. No sé qué fué lo que pasó, pero dejé de envejecer... ¿Habrá sido porque el Viejo no creyó en nada, y el Gastado creyó en todo? ¿Quién sabe? ¿Qué cosas, no?

Desde entonces a la seca muerte la comencé a perder de vista, aunque aún puedo verla intermitente allá a lo lejos; paseándose ilusa, equilibrándose en la fina y desgastada línea del horizonte. Pero pronto aprendí a ignorarla y a perderle el miedo, poco a poco, y finalmente la olvidé como lo hice un día con aquel negro y horrible teléfono. Como ven, todo cambia, siempre cambia todo; porque si el cambio no existiese, no tendríamos mariposas... ...y nuestros sueños serían solamente unos olvidados guijarros tirados por el camino... Todo cambia siempre; todo y siempre, pero lo único eternamente definitivo y perpetuo es ése último y más minúsculo segundo en nuestras vidas, ése mínimo segundo cuando expiramos irremediablemente, justo antes de que esa ventanilla a nunca jamás el hombre de la funeraria la cierre por última vez.

Hoy, a pesar de que muchos no lo crean, yo también sigo siendo un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos y deslizándose presurosa por mi bastón lleno de nudos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que ya no compite con mi barba o mis bigotes, quienes ya se olvidaron de las simples e intrascendentales arrugas de mi cara; o quizá porque ahora camino con un paso bastante más cansino... Quizá sea porque ya no me importe vestirme "a la moda" y porque ya no me llaman la atención los extraviados internautas que caminan sin rumbo por las calles mirando esas atontadoras cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... a pesar de todo esto, me empeño en seguir siendo un niño...

Quizá nuestra apariencia actual no guarde vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, nosotros también; un día perdido allá atrás lejos entre las pálidas huellas de nuestros gastados días; fuímos un niño, quizá como aquel simple y soñador niño con una imaginación titánica, que un día vivió feliz frente a los almacenes "Cori", allá en ese pequeño mundo del edificio de la Calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.

The Sincipitus Porcus
El Loco