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domingo, 1 de junio de 2014

El Pupitre

Ahora que estoy más gastado(1) y fuera del alcance de las filosas garras de algunos de mis muchos profesores, todos ellos excelentes personas debo mencionar; los que cuando lean esto, es muy posible que aún me quieran asesinar con gran delirio, justificado aturdimiento emocional y satisfacción primal.  Pero desde la segura, enmascarada y macanuda distancia en la que me encuentro, convenientemente disimulado y camuflado en el hemisferio Norte de nuestro planeta, en este momento me siento un poco más seguro y resguardado para revelar y relatar las inicuas e invulnerables aventuras de las que hice cómplice involuntario a mi sereno y fiel pupitre.

(1)  Nunca me ha gustado usar la denigrante palabrita: "viejo", simplemente  porque la "edad" solo existe en la imaginación, profundamente arraigada en las mentes más subyugadas por los correlativos instantes del ciclo del tiempo.  La ropa se pone vieja, los zapatos se ponen viejos, y a veces hasta las esperanzas se ponen viejas;  pero no los seres humanos de carácter vibrante y poseedores de una visión con perspectiva, no nos ponemos viejos.  ¡No señor!, nosotros estrictamente hablando; nos gastamos.

Técnicamente, se le llama "pupitre" a una pintoresca mesa con cajón, la que tiene un gran surtido de patas y extremidades de apoyo dependiendo del gusto y estilo de cada usuario, y es lo que utilizaban los inocentes niños como lo era yo durante la larga estancia en el colegio, mientras masticábamos y nos comíamos el currículo educacional a fuerza de "chascazos"(2), y sobre el que realizábamos nuestros estudios y los trabajos que nuestros maestros nos encargaban tan cariñosamente.

(2)  La Chasca era un artilugio infernal  de madera de palo de árbol de bosque, el que se asemejaba mucho a una endiablada pinza con una descarada y matrera esfera en uno de sus extremos, y que le servía a los "mochos" para hacer ruido, para llamar la atención, para darnos por la cabeza, y para joder.

En caso de que no se acuerden, --porque a veces nos pasa a nosotros los "gastados" de que nuestra memoria emigra junto con los pelos de nuestras blandas cabecitas, lo que contribuye a una progresiva y prematura alopecia retentiva-- los pupitres son unas graciosas mesas que consisten por lo general en un cajón amplio que se cierra con una tapa superior sobre la que apoyábamos los codos cuando dormíamos durante las aburridísimas y vanutópicas clases de religión.  La tapa de nuestros pupitres siempre estaba inclinada en una desagradable gradiente, lo que era una jodienda para mantener los lápices quietos en su lugar.  En su extremo superior horizontal, el pupitre tenía un surco el que se suponía que era para los lápices, pero que no servía porque era poco hondo e inapropiado para este objetivo. 

También tenía un hoyo muy peculiar para, supuestamente; poner un tintero.  Esto explica el surco de descanso para las plumas pero no para los modernos lápices.  Desprendiéndose claramente del modelo de pupitre que nosotros teníamos y usábamos en el docto "Instituto Alonso de Ercilla"(3), aparentemente estos vetustos pupitres los trajo Ercilla él mismo desde España en una de sus arrugadas alforjas de cuero de chancho Vasco, el que aparentemente antes de ser despellejado; era turnio.  La mayoría de nuestros pupitres no estaban muy cojos, o muy rayados o a muy mal traer porque a pesar de nuestros vandálicos y repetidos esfuerzos, los pacientes y cuidadosos Hermanos Maristas los mantenían como se mantiene una Novena. 

(3)  Para ser justos y ecuánimes, los pupitres no se inventaron hasta el año de 1880 por John D. Loughlin en Sidney, Ohio; el mismo año en que comenzó la construcción del Canal de Panamá; en que Tomás Edison patentó su primera lámpara incandescente; y cuando se completó el primer Censo en los Estados Unidos de Norteamérica, el que arrojó una población de 50.155.783 habitantes, contando a James A. Garfield, el vigésimo Presidente de USA.  ¿Los pupitres que trajo Ercilla?, pues en España les llamaban Mesa-banco bipersonal (pero creo que ellos decían: perzonal).  ¿Qué cosas, no?  

A pesar de que el pupitre tenía una función escolástica muy específica, éste era un artefacto multifario de misceláneos servicios, heterogéneas aplicaciones y diversas y disparatadas funciones.  Por ejemplo, servía para guardar el almuerzo y para estibar la ropa de de la clase de gimnasia la que normalmente estaba más hedionda que un ciclista francés después de la vuelta a Francia.  También se utilizaba activamente como taburete para cambiar ampolletas, como barricada de defensa para bloquear las puertas, como fortificación durante las guerras de comida, como almacén de venta de golosinas, para esconder las paletas de helados mientras las chupábamos y para que los profesores no se percatasen de ello, como pódium para discursos, y como una práctica y sorpresiva guillotina ajusticiadora de los dedos y manos de nuestros incautos enemigos, y como zoológico(*).  ¡Ah!, y también a veces nos servía para guardar nuestros libros y algunos de nuestros obligados inútiles útiles escolares.

(*) Nota del autor: Cuando terminé este escrito, le comenté a nuestro ilustre compañero de armas Patricio Seyler si se acordaba de estos infaustos hechos, pero para mi sorpresa, se acordó de otro episodio el cual yo ya no rememoraba: una vez convertí mi pupitre en un mini-zoológico.  En este improvisado bestiario tenía cautivos a algunos gusanos; una barata (cucaracha) coja con solo cuatro patas, un sapo chico, una lagartija sin cola, dos polillas (Tineola Bisselliella), una coqueta chinita (Coccinellidae), un gorrión muerto con menos valor que juramento de abogado y que olía a lo mismo, el que estaba allí solo para llamar la atención; y una enorme araña peluda de Recinto (Acantognathus Recinto) de un color café oscuro muy sospechoso a la que orgullosa y suspiradamente apellidé Juana; todos ordenadamente viviendo en un inmueble que construí con cartón el que auspiciaba unas celdas muy mononas para cada uno, y así separados,  no se comieran entre ellos.

El hecho es que la Juana se escapó por el hoyo del tintero del pupitre y bajó al suelo rápida y ágil como la mentira y se parapetó en algún lugar en que no la podíamos ver.  Cabe notar que Patricio era aracnofóbico al cubo, y les tenía un miedo horrible-pavoroso-espantoso-horroroso-aterrador a las arañas.  Patricio se mantuvo encaramado en su pupitre sin tocar el suelo durante casi todo el día hasta que se aseguró positivamente de que la Juana había sido recapturada.  Después de esto el Pato recuperó su color natural, pero creo que bajó dos kilos con el susto y no pudo ir al baño por otros tres días más.     
(*) Fin de la Nota del autor.

Ahora que ya estamos ubicados en el tiempo y espacio presentes, dejaré salir de mi imperdonable e inexcusable pluma con menos recelo las mentadas "aventuras" a las que me refiero.  Esto lo hago con la más egoísta, mezquina y calculadora de las razones: me siento un poco culpable de algunas de las canas de ciertos profesores, y me quiero ir con la conciencia clara cuando me toque el turno de irme al Horno, el que desgraciadamente a esta edad, ya comenzamos a olerlo  levemente, el que está perdiendo paulatinamente su camuflaje, allá no tan lejos ya, en la distante distancia.

Evitaré mencionar los nombres reales de los compinches, secuaces y cómplices que participaron en estas casuales circunstancias e imprevisibles episodios –-los que por cierto eran muy esporádicos-- porque aún quiero viajar a Chile, y deseo hacerlo en Paz y evitar a toda costa cualquier atentado o conspiración en contra de mi seguridad insana a manos de aquellos inocentes e incautos colaboradores, los que sorpresivamente se encontraron irremediable e irreparablemente envueltos en mi transcendental locura, la que estaba contrapuesta y en absoluta oposición a sus independientes voluntades.  Es una de esas situaciones que nadie quiere o espera, como por ejemplo cuando uno está de visita en la casa de la Polola nueva y vá al baño, y cuando llega el momento de limpiarse los arrugados labios obscurecidos por el tiempo, el papel higiénico falla catastróficamente, y los dedos accidentalmente terminan embutidos en el negro y maloliente destino.  Y ése, era el último trozo de papel "Confort" que quedaba.  Una situación bien incómoda, por decir lo menos.

Bueno, éstas son las "más fortuitas eventualidades" que acaecieron en las magnas aulas del Glorioso e Irremplazable Instituto Alonso de Ercilla de los Inmortales Hermanos Maristas de Chile.  Estos lamentables hechos no están narrados en forma cronológica, sino que con la específica intención de descolocar anacrónicamente al lector para que éste no se reconozca a sí mismo en estos poco Renacentistas hechos y por si algún profesor llegase a leer estas abiertas confesiones provenientes de este demonio humanitario engendrador de duros infiernos.  Que quede sumamente  claro que estos hechos ocurrieron con la misma fatalidad del impredecible sino con que ocurren los terremotos, erupciones, tsunamis y la caída de meteoros: absolutamente fuera del control humano; por lo tanto y debido a lo cual, nadie puede reclamar responsabilidad ni culpa hereditarias.

En una de esas cuantiosas, friísimas y gélidas mañanas del invierno Santiaguino, yo me encontraba situado en el sospechoso rincón sud-occidental de nuestra sala de clases en el segundo piso de nuestro edificio, aula que enfrentaba el telúrico patio de baldosas verdes.  A mi diestra y a la altura de mi cabeza, se encontraba una de esas grandes ventanas corredizas la que estaba irremisiblemente atascada en su marco, y que para mi desgracia personal, no cerraba completamente dejando abierta una fisura de unos cinco centímetros de acuerdo a la Regla de Tres.  Ese claro y matutino amanecer le había traído al valle de Santiago, esa antigua ciudad que siempre ha sido una gran bombonera de sorpresas, un largo hálito de frío Andino.  Era un viento crudo y bastante insolente el que nos arrancó constantes lágrimas durante nuestro viaje hacia el colegio, y que ahora se filtraba sin permiso por la grieta que la (%#$8*&#*@) ventana dejaba escindida, y que me daba de lleno en mi flaco, pero Adónico cuerpo.

En aquel entonces usábamos un uniforme incómodo, mal preparado para las premeditadas circunstancias, y más horrible que la propaganda política, y que tampoco protegía nada del frío.  Por supuesto que después de unos lánguidos minutos de estar expuesto a semejante martirio, yo estaba más helado que nalga de Pygoscelis Antarcticus (pingüino barbijo o de la Antártida).  Entonces, me puse mi "parka", la que estaba convenientemente colgada en uno de los ganchos de la interminable hilera de éstos que cubrían la muralla del fondo de nuestro paraninfo, y que se extendía de muralla a muralla.

Apenas me la coloqué, la atronadora y fragosa voz de nuestro "Magistrum Initio" (Latín para "maestro", palabra que uso para esconder la verdadera identidad del profesor), quien era una corta víctima del inconsciente ataque de las irreflexivas fuerzas gravitacionales, por lo que apenas de levantaba 1.58 metros del suelo con peinado alto, pero su voz era ciclópea como Polyphemus, y me rugió: 

- ¡Señor Guajardo, no estamos en el Polo!  ¡Sáquese la chaqueta!
- No es chaqueta profesor, ¡es una parka! –respondí desafiante con una sarcástica sonrisa en los fríos labios.
- ¡Joder!  !Se llame como se llame, te la sacas! -dijo molesto y acompañando su locución con un festival de chascazos en todos los tonos y en variados decibeles.
- ¡Pero es que tengo mucho frío! – respondí con una inflexión de clemencia, y ya sin sonreír.
- ¡Que te la saques, coño! – repitió en un tono "in misericordias", y ya un poco alborotado.

No me quedó más remedio que quitármela porque la alternativa iba a ser expulsión de la clase, y entonces tendría que comerme toda la inclemencia del helado viento parado solitariamente, triste y abandonado en el desamparado corredor.  Después de unos largos y acongojantes minutos, cuando la campana de viejo bronce tronó su independencia, salimos a nuestro recreo a disfrutar de nuestras alocadas juventudes antes de que la imperdonable campana detonara traidora otra vez, y tuviésemos que volver al agobiante hipogeo del segundo piso.

Durante el recreo, me dediqué concienzudamente a recoger los palitos de los helados, las varillas de los "algodones" de azúcar, y las ramitas secas de los árboles del patio Ercillano, los que se encontraban diseminados y sin concierto por todos lados y rincones de ese querido patio de baldosas amarillas como la ictericia.  Mientras me ocupaba atareadamente de esto, uno de mis compañeros se me acercó y preguntó:

- ¿Qué hacís, Loco?
-¡N'a, p'o! 
- ¿Como que n'a p'o?
-¡N'a, p'o!  -volví a responder.
- ¿Creís que soy ciego?

Mi querido compañero no era ciego o no vidente per sé, pero llevaba unos gruesísimos anteojos aparentemente hechos con gigantescos potos de botella de Champagne "Don Perignon" los que le magnificaban tremendamente los ojos, de forma que las escasas pestañas que le quedaban parecían clavos chuecos de crucifijo de Luma.  Otro compañero nuestro que estaba a su lado dijo atemorizadamente:

- Lo que sea que éste Loco está haciendo no importa, lo que importa es que estoy seguro que significa problemas -y seguidamente ambos se quedaron parados un poco atónitos mientras yo me alejaba giboso y proseguía mi pesquisa de palitos.

Al término del recreo ya había amasado una saludable cantidad de inocentes maderitos, los que colmaban los espantosos bolsillos de mi espantosa chaqueta azul sin cuello y sin personalidad ni estilo estudiantil.  Creo que esta patética chaqueta fué diseñada por el "Chupacabras" cuando andaba deprimido y tomando licuados de Prozac.  También me armé de un práctico artefacto que fuí a buscar a la construcción que se llevaba a cabo en el sector Noroeste del colegio, en dirección de la intersección de las esquinas de las calles Rosas y Maturana.  ¿Mencioné que durante el Verano estas calles se vestían hermosamente de verdes y alegres árboles a los que el suave viento los mecía como las suaves y grandes hojas de las magnificas higueras de Quillota, mientras que los cariñosos perros vagabundos los regaban dadivosamente? 

La otra calle de la que me acuerdo bién, es la calle de Santo Domingo donde está la entrada principal del "Scholam" de aquellos gigantes y soberbios hermanos y profesores (si se fijan bien, el edificio del colegio parece más bien una fortaleza de defensa que una institución de enseñanza).  Nunca caminé la calle General Baquedano que estaba en un flanco olvidado del colegio.  Sabía que existía porque mis compañeros hablaban de ella, pero yo nunca puse pié en ella, así que todavía dudo de su existencia porque yo no creo ni en Google Earth.

Este artefacto al que me referí tan suelta y descuidadamente en el párrafo anterior, era un artificio flexible hecho de hule sintético (del mismo con que hacen los condones) reforzado por dentro con una resistente y maleable red de fibras de hevea brasiliensis (caucho).  Como parte de su dúctil forma, contenía una perforación cilíndrica transversal circular (o anillos de refuerzo circunferenciales helicoidales) la que estaba guarnecida por fibras e hilos de una fornida aleación de hierro y carbono, a la que comúnmente llamamos "acero",  los que le daban resistencia a las presiones cóncavas y convexas, y los que estaban imbuídos en este dispositivo en forma trenzada, espiral, o como un tejido y envoltura de capas de telas resistentes a la presión y la temperatura, dándole al cilíndrico artefacto una rigidez semi-flexible lo que además le daba una extraordinaria capacidad de obtener ondulaciones de maleabilidad, o fuelles durante su uso.  ¡Me acabo de acordar del nombre Chileno de esta "custión"!  Lo que recogí de la construcción fué un simple trozo de manguera.

Mientras esperaba en una de las plurales y ordenadas filas que se formaban en el patio –orden que obedecía a los múltiples y autoritarios chascazos y a la colérica y seria mirada de nuestro queridísimo Hermano Lucio- antes de subir a nuestras correspondientes aulas, me metí la mentada manguera en la pierna del gris pantalón escolar desde el tobillo al pecho.  Las complicaciones de esta movida se produjeron apenas comenzamos a subir las escalas.  Desde el primer peldaño, la pierna izquierda –por efectos de la manguera atrapada allí- se me puso más tiesa que una francesa flaca bailando Mambo, y el subir una simple escala se transformó en una tarea hercúleamente* difícil.  Pero entre las risas, las bromas y los empujones de mis amados compañeros, logré llegar candongamente al segundo piso sin rajar el pantalón, y envuelto en la fenomenal curiosidad que narcotizaba las imaginaciones de mis camaradas de curso.

* NOTA DEL AUTOR: Antes de sentarse a comer, la mamá de Hércules siempre le decía al pequeño Hércules: "Anda a lavarte Herculito"  ¿Qué cosas, no?

A este punto mientras escribía este panfletín de memorabilia, se me heló la "pajarilla" de solo pensar que alguno de mis amados ex-profesores(4) lo estará leyendo mientras respira pesadamente por la boca mientras afila un machete, un hacha, o una "Pica"(5).  Pero como yo soy valiente y no le tengo miedo a nada en el Universo, incluída mi suegra; seguí escribiendo desafiante porque me imagino que en algún momento habrá que producir otro "Mártir Marista".

(4)  La expresión "ex-profesor" es una mentira calumniosa y absolutamente falsa para todos y cualquier ex-alumno Marista, porque nuestros profesores Maristas son los más eternos e indelebles educadores que han cavado trincheras en nuestras vidas y no tienen nada de "ex" para nosotros, por lo tanto; jamás de los jamases ellos serán lo que la insolente, indecorosa y descocada pseudo-preposición "ex" implica en este puntual y delicado caso.

(5)  La "Pica" es un vocablo de la lengua Mapudungún usado por los Araucanos para referirse a la antigua y salvaje costumbre Española de ejecutar a sus enemigos por "empalamiento".  El empalamiento es un método de ejecución donde la víctima es atravesada por una gruesa  estaca de madera clavada verticalmente en el suelo.  La penetración de la Pica puede realizarse por un costado, por el recto, la vagina o por la boca, y que cuando se completaba esta macabra maniobra, a la víctima se le dejaba colgada para que muriera lentamente.  Esta fué la horrorosa muerte que padeció el Toqui Caupolicán a manos de los españoles después de ser derrotado y capturado en la  Batalla de Antihuala el 5 de Febrero de 1558.  La localidad de Antihuala, que en Mapudungún significa: "Ave acuática asoleada"; es una localidad perteneciente a la comuna de Los Álamos en la Provincia de Arauco, asentada en la VIII Región del Biobío, en Chile. La única referencia histórica que se tiene sobre el origen de este método proviene del antiguo pueblo de Asiria.  Este método de ejecución lo utilizó el barbárico rey persa Darío I entre los siglos VI y V de la Era Común, para matar de esta manera a más de 3.000 habitantes de Babilonia.  Yo prefiero el hacha aunque esté sumamente oxidada.

Prosiguiendo con este relato, apenas arribé a mi amado y estoico pupitre, vacié mis pavorosos bolsillos de sus listoncitos y demases, y también puse en forma rápida y lo más furtivamente posible el pedazo de manguera en el práctico cajoncito con su tapa superior, y antes de que el profesor se percatara y aprovechándome del desorden general que había mientras nos parábamos flanqueando nuestros pupitres, para recitar el mecánico y habitual "Ave María" antes del comienzo de cada clase.  Nunca supe si este avemaría se refería a una extraña pajarraca de nombre María, o que a alguna María le llamaban pajarraca;  porque la palabra "ave" en Latín es "luvavit" y que en Castellano significa "será útil".  La palabra "ave" también se usa en el Latín para decir "hola", y la palabra "avem" significa "pájaro", por lo tanto avemaría se podría traducir filológicamente y transliteralmente como: "¡hola pajarraca útil!  ¿Qué cosas, no?

Toda esta preparación que yo acababa de efectuar, era simplemente un mecanismo de defensa para combatir el frío que me acosaba a través de la grieta de la jodida ventana, y para contrarrestar la "Durus Caput" (cabeza dura) de nuestro profesor.  Vale decir que yo no era la única víctima de la hiperbórea corriente de aire apurado que se colaba por la rendija.  Mi compañero de adelante se convulsionaba entre azul y tiritante, y también el del flanco izquierdo temblaba como una Virgen Vestal antes del "primum coitus concubitos".

Entre el favorable desconcierto después del sacrosanto bisbiseo, instalé la manguera introduciendo un extremo el femíneo agujero del pupitre, y llevando el extremo opuesto a través de la rendija de la ventana hacia afuera.  Esta fué la maniobra más difícil porque debí de hacerlo en forma rápida y precisa a la usanza de "Misión Imposible", y luego ocultar el cuerpo de la manguera entre los chaquetones que colgaban inservibles en los ganchos de la muralla contra la cual descansaba mi asustado pupitre.  El primer objetivo había sido cumplido sin bajas en el contingente.

Seguidamente, vacié mi pupitre de libros y otros enseres colocándolos debajo del asiento de éste no sin la atenta y aterrorizada mirada de mis colindantes compañeros, los que sin saberlo, se acercaban rápida e involuntariamente hacia la calidad de víctimas impensadas.  Una vez hecho esto, desenvolví mi proletario y menestral sándwich (en Chileno: Sánguche) de mortadela(6) y queso, y usé el papel "Alusa foil" (papel de aluminio) doblándolo un par de veces a modo de formar una base cuadrada.  Así y sin más trámites o despliegues de ingeniería, había producido una conveniente y práctica parrilla pupitresca.  A este punto, los ojos de mis compañeros estaban más dilatados que el agüjero de ozono.

(6)  La Mortadela es substituto proletario del jamón.  Mientras que el jamón se elabora con las más nobles y delicadas partes del Suidae Ungulates Sincipitis Porcus, la mortadela es un embutido artesanal que se fabrica con una mezcolanza hecha de sobras de chancho desmenuzado o molido, despojos de salchicha curada, por lo menos con un 15% de grasa dura de cuello de porcino o caballo y otros altamente sospechosos rellenos, los que individualmente considerados, se denominarían como argamasa corpórea animal .  El queso de mi sánguche no andaba lejos de ese nivel.

Una vez establecida la clandestina base de operaciones, la ofensiva se desató de acuerdo a mi plan.  Con esta cruda pero valiosa experiencia aprendí para siempre que TODOS los planes son buenos, hasta que chocan con la realidad.  Enséñeles esto a sus hijos.  Entonces, levanté una cónica formación de palitos en forma de "Ruka" apoyada en un pedazo de papel arrugado proveniente de uno de mis cuadernos, la que se alzaba unos cuatro centímetros de altura aproximadamente.  La altura era importante para que el fuego no quemara la tapa del pupitre y para que el humo escapara fácilmente por la chimenea de campaña que se iniciaba en el hoyo del tintero.  La mini-fogata estaba lista para ser inflamada.  Problema: ¡no tenía ni un fósforo!  Me acordé de Arthur Schnitzler: "Estar preparado es importante, saber esperarlo es aún más, pero aprovechar el momento adecuado es la clave de la vida".  Esto lo aprendí del áspero pero sabio Hermano Jovino Morala.

Me puse inmediatamente en campaña para conseguir un modo de ignición, pero siendo muy cuidadoso de que el profesor no me descubriese enganchado en actividades ilícitas y prohibidas durante la clase.  Después de trabajar arduamente el clandestino "Correo de las Brujas", ubiqué un modo de encender la fogatita.  Un compañero que se encontraba claramente en la esquina opuesta de la clase tenía un inventito al que los fumadores llamaban "encendedor", el que me fué ofrecido con una enigmática señal de acuerdo:  mi distante compañero levantó considerablemente su frondosa ceja izquierda en señal de acuerdo, pero la contorsionó tanto para dar una clara señal,  que le dió un calambre en el ojo, y comenzó a berrear como energúmeno mientras se sujetaba la generosamente pilosa área con ambas manos.

Ante los bramidos de dolor ocular, el profesor se abalanzó vertiginosa y precipitadamente en auxilio de su alumno en peligro.  Nuestros profesores Maristas eran así.  Dejaban su vida botada en el lugar en que estuviesen parados para salir disparados sin vacilación a socorrer a sus alumnos, no importase cuán grande o pequeño el peligro pudiese ser.  Esta desprendida virtud de mi profesor me proporcionó la oportunidad para que mis compinches me despacharan despachadamente el proscrito artículo de revolución; el que llegó con la velocidad y la habilidad de los "Chasquis" a mis psicópatas manos.  Sorpresivamente noté que los ojos de mis compañeros se les estaban escapando de entre los siete huesos que forman sus cavidades orbitarias bajo la inaguantable presión de la enervante anticipación.

Paso tercero: ejecución de la escaramuza.  Armado, decidido, y por ende peligroso, levanté lenta y muy disimuladamente la tapa de mi aterrorizado pupitre de colonial madera, y le atraqué la flama al inocente papel que sujetada precariamente las blancas paletitas de helado.  Estaba un poco preocupado de que el fuego no se encendiese correctamente porque no había tenido la oportunidad ni el tiempo de construír un "maricón" para darle el fuelle apropiado al fogón.  Sabía que en el colegio había un maricón suelto en algún lado, pero creo que estaba ocupado...

La llamita comenzó insignificante y precaria como el futuro de los pobres, luego creció poco a poco y se hizo más fuerte como lo hace el atrevimiento, y finalmente se tornó en una fuerza tan poderosa y arrasadora como la ignorancia colectiva.  Al principio todo iba muy bien.  El fueguito ardía calladito y entregando su codiciada temperatura la que calentaba mis manos, las cuales yo ponía sobre mis piernas, y así traspasaba el calor al resto de mi cuerpo.  Ya no me importaba tanto el frío chiflón de viento que trataba de acosarme, así que víctima de mi completo desprecio e indiferencia, el helado viento entonces se dedicó a martirizar a mis otros compañeros, los que también vestían horriblemente con esas chaquetas proto-satánicas que no protegían ni de las sonrisas.

Lo que pasó a continuación fué estrictamente un problema de preparación, prevención, y un producto natural de la sempiterna e irracional conducta de jóvenes irresolutos, irresponsables y necios como solíamos serlo todos nosotros; sin excepción, actitud que en aquellos idos verdes años es invariablemente más liviana que el polvo.  Mientras el fueguito quemaba afanosamente sin chisporroteos ni tos, y el escaso y mudo humo que producía se escabullía silente e invisible por la chimenea de campaña; el resto de los otros palitos que me sobraron estaban colocados en un rincón del cajón del pupitre esperando su turno en caso de que se les necesitase.  ¡Tremendo y fatal error! 

No sé si fué una chispa renegada, un palito ingrato que se desmoronó de la torre, o el calor mismo que encerraba el cajón el que ya pasaba los niveles de seguridad; la cosa es que el contingente de leña de emergencia que esperaba estratégicamente en el flanco derecho del cajón cogió fuego como si no hubiese un mañana.  ¡Y repentinamente el siniestro caos del siniestro en marcha se desplayó siniestramente al resto del pupitre!  A pesar de que a estas alturas yo ya no temblaba de frío, comencé rápidamente a temblar otra vez y sudar frío mientras que una tétrica y blanca palidez se apoderó febrilmente de mi cara llena de espinillas y puntos negros y con unos pocos pelos surtidos que pretendían dibujar un bigote de gato proletario para subrayar mi narizota.   

Cuando repentinamente y sin aviso comenzó a salir humo por todos lados y la manguera estaba ahora bajo el ataque de las llamas y se había comenzado a derretir velozmente, sus llamaradas salían iracundas por el hoyo del tintero ahora chisporroteando y tosiendo como un tuberculoso con picazón de garganta; abrí rápidamente la tapa del pupitre con gran pánico, entonces una enorme nube de alardeante humo negro escapó triunfante y me atacó la cara.  Esta nube de humo era enorme y más negra que noche de luto.  Antes de que yo alcanzara a cerrar la boca, respiré una bocaronada del grueso humo que ya se me metía violador por las narices y comencé a toser como un poseso.  Instintivamente me paré del pupitre y tratando de salir me tropecé con las patas del pupitre las que estaban unidas por un listón entre ellas, entonces caí al suelo pesadamente como un saco de papas Alacalufe, y mientras al caer azotaba mis fornidas y bien parecidas espaldas violentamente  en el suelo, pude ver los pávidos y aterrorizados ojos de mis circundantes compañeros los que parecían huevos fritos en plato chico.

Me paré trastabillando lo más rápido que pude y de reojo ví a mi profesor que parecía puercoespín en celo: tenía todos los pelos que le quedaban más empinados que rebaño de Meerkats, y sus ojos estaban tan abiertos que se asemejaba de muy cerca a un Cíclope realmente sorprendido.  Reabrí la tapa del pupitre la que con el susto del humo, se había dejado caer violentamente volviéndose a cerrar.  Apenas hice esto, el oxígeno que el pupitre respiró, encendió aún más las llamas que ahora mordían furiosamente la docente madera de mi agonizante y gemebundo pupitre.  Cuando el humo hizo su escape del cajón, pude ver dolorosamente que del plateado papel de aluminio no quedaban más que unos irreconocibles restos de metal, los que estaban más chamuscados que incienso de iglesia pobre.

Como combatiente experimentado, mi temerario profesor se transformó instantáneamente en superhéroe (éste era su trabajo secreto después del colegio a partir de las 5:00 PM, hora Chilena) y sin dilación alguna comenzó a coordinar el salvataje de su rebaño el que se encontraba desesperanzadamente alborotado.  Mientras él daba marciales órdenes de abandonar el barco e indicaba cómo y por dónde hacerlo, yo estaba tratando de apagar el fuego con la ayuda de tres compañeros más locos que osados, pero más valientes que torero ciego; no por el fuego, sino por la responsabilidad que nos tocaría después de los hechos ya que estábamos tratando de apagar el siniestro muriéndonos de la risa. 

Para proteger la identidad de los inocentes, me referiré a mis secuaces como: el "Kiko", el "Guatón", y el "Chico".  El Kiko se sentaba enfrente de mí.  El Guatón se sentaba al otro extremo de la clase, y era el que había producido el artefacto de ignición y al que a estas alturas, ya se le había aminorado la molestia del calambre en el ojo; y el Chico que se sentaba a mi siniestra.  Sería muy difícil para mí poder explicar los acontecimientos que sucedieron en esos escasos pero frenéticos minutos, así que dejaré que el diálogo que se llevó a cabo explique los lamentables hechos que ocurrieron, y que ya son parte del irremediable y afortunadamente; irreversible pasado.  Cualquier semejanza con la realidad respecto a los apodos que voy a usar, son nada más que el inefable rédito de una mera, casual e inocente  coincidencia.

- ¡Oye Loco!  Tiremo'el pupichre pol'laentana – vociferó el Guatón.
- ¡¿T'ai loco?! , nos vamo'a quemar p'o gil – añadió el Chico.
- ¡Echémole Coca~Cola – gritaba el Kiko blandiendo orgulloso una botella del gaseoso líquido, y que sin esperar por una respuesta, comenzó a vaciar el contenido de la botella en la masa de fuego.

Apenas el líquido carbonatado con sacarosa, cafeína, acido fosfórico, color E150d, y otros sabores naturales desconocidos diluídos en Solvente Universal -o sea la Coca~Cola- cayó en el fuego, se produjo un chisporroteo horrible y ruidoso, y el fuego se avivó aún más ante el pavor de los pseudo-bomberos* que trataban desesperadamente de contener el fuego para que no se pasase a los otros pupitres.  El ataque Cocacolezco hizo carraspear al fuego el que soltó una enojada descarga de humo negro la que nos dió de lleno en la cara a los tres.  A este punto parecíamos limpiadores de chimenea, y si nuestros pantalones hubiesen sido amarillos, hubiésemos parecido los Tres Tristes Tigres de la Malasia.  Lo único blanco que le quedaba al Kiko eran sus parpadeantes ojos.  ¿Y el fuego?  Bueno, a esta altura, el fuego era ya un histérico Fandango.

* NOTA DEL AUTOR: Sabía usted que la palabra "Bombero" no tiene sinónimos conocidos en la Lengua Castellana?  ¿Que cosas, no?

- ¡Se jodió! ¡No tirís m'a Coca! –dijo el Guatón, y el Chico agregó:
- ¡Se trata de apagar p'os menso!
- Y kikiris-ki-liaga – dijo el Kiko (El Kiko comía demasiado pollo).
- ¡Ya p'os gil, hace algo –me gritaba el Guatón con sus rojos y regordetes cachetes.
- ¡Estoy tratando, p'o! – contesté algo airado.
- ¡No discutan güeones atontaos y apaguemos esta güeá! –gritó el Chico con su virgen y divino lenguage que lo aprendió en El Nido de Águilas.

El Guatón entonces agarró un atado de posters que estaba encima de uno de los pupitres, y comenzó a blandearlos en contra del fuego dándole furiosos "posterazos" al pupitre, pero le salió el tiro por la culata, y el atado de posters se desató al tercer golpe y los posters volaron por el aire como la Paloma de La Paz (la que muchos dicen que no vuela para nada), y desafortunadamente algunos de ellos cayeron en el voraz fuego para alimentarlo aún más.

- ¡Hay que apagarlo, gil! –le berreó el Chico al Guatón, al que unas gruesas gotas de sudor le hacían marcados surcos en el hollín de la cara.
- ¡Las chaquetas! –grité iluminado apuntando con el dedo de los mocos hacia ellas.
- ¡Ya p'o! –dijo el Kiko, y los cuatro nos giramos y agarramos la primera chaqueta que estaba a mano y comenzamos a darle chaquetazos al fuego a diestra y siniestra.

El espectáculo era Apocalíptico pero sin jinetes.  El humo llenaba la habitación, las ventanas ya estaban casi todas negras, la barra en el pasillo nos instaba a la lucha, estábamos más mugrientos que el profesionalismo de los abogados deshonestos, y mientras sudábamos como el caballo de Sancho Panza; los "chaquetazos" surtidos eran nutridos y sin cuartel.  (A propósito de Apocalíptico, ¿es cierto de que estos caballos no cagan?).

El dúo dinámico del Guatón y el Chico se afanaban frenéticos dándole sin tregua unos tremendos chaquetazos al pobre pupitre que ya se comenzaba a quejar ruidosamente.  Nadie sabía a quién le pertenecían las infortunadas chaquetas convertidas en repentinos parafuegos, pero no importaba porque en las emergencias uno no se fija en gastos.  A todo esto, yo estaba medio asfixiado de tanto tragar hollín, y trataba de decirle al Guatón que empujara los otros pupitres más lejos para que no se quemasen.  Al escuchar esto, el Chico se puso sumamente Grande y sacó fuerzas Sansonescamente Hercúleas de flaqueza, y para mi estupor, empujó cinco o seis pupitres al unísono casi hasta la tarima del pizarrón unos metros más allá, lejos del siniestro pupitral.  Con el humo, el hollín y el tizne de la madera quemada, estábamos más sucios y negros que las intenciones de un fraile Católico Romano.

La situación estaba ya fuera de control, y por más que nos afanábamos en tratar de apagar el fuego, éste más ardía y amenazaba con extenderse a los demás sobrecogidos pupitres, los que amontonados en un rincón, decían sus pías AveMaderas.  En medio del caos, el Kiko tuvo una idea más iluminada que el quirófano del General Electric, y actuando con la más absoluta y sorprendente valentía e innovadora originalidad, prestamente se paró encima del pupitre más cercano, sacó su aparejo bomberil, y comenzó a mear las llamas con un delirio digno de "Canutos", aquellos trastornados seguidores del Español Juan Bautista Canut de Bon.

A pesar de que la artimaña era (a esta altura) apropiada como solución desesperada en una desahuciada y gravísima situación, no dió muchos frutos, pero sí resultó ser una añagaza bastante fétida.  ...¿Ha olido usted orina carbonizada?  El fuego no se inmutó un ápice, y siguió indolente devorando brutal, salvajemente y sin piedad a mi pobre pupitre que ya estaba casi fenecido.

En el intertanto en que ocurría esta alarmante peripecia, nuestro temerario profesor con su alma de Matasiete Sietemachos y valiente como el Príncipe Valiente, después de haber escoltado y puesto a resguardo al resto de su querido e inocente rebaño, acudió presto en nuestra ayuda esgrimiendo un extintor del tipo Clase A que era más pesado que él, pero que lo esgrimía con la gracia y simpleza con que D'Artagnan esgrimía su habilidoso florete.  Le vimos entrar en acción como lo hace Neil en La Matrix: Serio pero más efectivo que un cóctel de diurético y Viagra.  En ese segundo fortuito noté una interminable hilera de cabezas en la ventana, cuyas caras pegadas a ellas, estaban adornadas con crispadas y siniestras muecas a modo de sonrisa con incrédulos ojos, las que se asomaban con sus narices pegadas al cristal de las ventanas para observar qué era lo que estaba sucediendo.

Nuestro osadísimo y tremendamente temerario profesor bramó con una voz de trueno espantado:

- "¡Todo el mundo a un lado!"

Y sin decir ¡agua vá!, descargó una gruesa y furiosa nube de polvo blanco la que envolvió el pupitre completo con llamas y todo, y también engolfó al pobre Kiko que estaba totalmente desprevenido, y aún con su maleable material de ignis-combativo firmemente sujeto en la palma derecha.  Se escuchó un escalofriante y sorpresivo ¡¡¡Juoochhh!!!, y el extintor en las experimentadas manos de nuestro héroe del día; expiró extinguido.  Hubo unos segundos de desconcierto y gran silencio.  Cuando el polvo finalmente cayó al suelo, y la blanca nube que éste había formado se disipó, el cuadro era digno del Infierno de Dante:  El Kiko parecía un Zombi con su cara blanquinegra producto del ¡¡¡Juoochhh!!! del rojo extintor, el Chico había recuperado su tamaño normal pero estaba algo más negrirojo, el Guatón se estaba comiendo un sánguche de mortadela que encontró en el suelo entre el desorden y el desbarajuste de las "loncheras"; y yo estaba más agotado que la paciencia del pobre, y más nervioso que monja con atraso.

Nuestro profesor nos estaba dirigiendo una mirada leonina más áspera que lengua de gato,   y que prometía el Vía Crucis en esteroides, pero felizmente; el fuego había sido extinguido.

Convenientemente y arbitrariamente me saltaré un corrosivo y poco glorioso episodio aquí con la sola intención de proteger la integridad moral y la honorabilidad ética de los susodichos envueltos en este lance, cosa que como ustedes pueden haberse dado cuenta, se transformó indeliberada, involuntaria, casual-accidental y espontáneamente en un infortunado incidente piromaníatico.  Los detalles que puedo revelar con respecto a la secuela de este olvidado episodio, es que me costó un Verano completo de trabajo para poder pagar por un pupitre de reemplazo.  Ciertamente hubo otras variadas penalidades pero no es necesario –después de tantos años- nadar en esas amargas aguas.  ¿Quizá éste lastimoso hecho del pasado haya sido el motivo original para despertar mis ansiedades bomberiles?  ¿Quién sabe?  No podemos encontrar los tiempos perdidos, pero podemos encontrar sus huellas.

Moraleja para profesores:  Deje que los Locos con frío se abriguen.

Moraleja para alumnos:  Si tiene frío, no haga fogatitas chicas dentro de su pupitre.

¿Qué cosas, no?
  


El Loco

sábado, 1 de marzo de 2014

El Bombero

Estas estelas bomberiles provienen desde un caliginoso y libático rincón del baúl de mis recuerdos juveniles, que aunque menos exóticos; son sin embargo señalados.  Más que aventuras, son una relajada reflexión de la historia que escribió algunas de las páginas de mi verde pasado.  Cuando me encontraba estudiando Ingeniería en la Gloriosa y Espléndida Universidad Técnica Federico Santa María ubicada en la inmortal ciudad de Valparaíso, Chile; yo, como la gran mayoría de los estudiantes de esa época tan soberbia; me encontraba en un estado catatónico consumado de bancarrota permanente, y andaba siempre más planchado que pantalón de milico.

Como el instinto de conservación y el sentido de supervivencia son ignatos en el ser humano y son aun más poderosos que la fé, cuando apenas me quedaba poto para sujetar los pantalones, y los libros que acarreaba pesaban más que yo; y ante la evidencia de tener que andar con piedras en los bolsillos para que no me arrastrase el viento, encontré una solución casi perfecta para salvar el pellejo: Me hice Bombero.

Digo casi perfecta, porque como ustedes leerán mas adelante, este oficio tenía sus gajes altos y bajos; los altos siempre más profusos que los bajos, pero los sinsabores, aunque en solo algunas contadas ocasiones, nunca fueron tan malos.  Hoy, no me acuerdo ni de los contratiempos ni de las contrariedades, pero ciertamente me acuerdo de aquellos eventos que contribuyeron a exaltar mi exorbitante inmadurez y mi escandalosa falta de criterio, los que atesoro con especial aprecio porque ellos están entre las más justipreciadas y más preciosas memorias, aquellas que están embetunadas de los más felices recuerdos y momentos de mi desordenada y desregulada vida.

Corría presuroso y violento el año de 1973, donde los políticos desgraciados delinquían desfachatadamente perpetrando la violación general y desvergonzada de aquella, nuestra frágil y quebradiza sociedad contemporánea, y nosotros; los imberbes y pluripresentes ciudadanos jóvenes y estudiantiles, era poco y nada lo que podíamos hacer en beneficio y defensa de la frágil dignidad humana, y no teníamos más remedio –forzados por las leyes del probabiliorismo- que gastar casi toda nuestra energía en sobrevivir.  En ese año depravado de sentido común y dignidad humanas me inscribí como Voluntario del Cuerpo de Bomberos de Viña del Mar, en el Cuartel de la romántica, osada y resuelta 4ª Compañía de Bomberos de la Ciudad Jardín.  Nada sospechaba yo de que más de veinte años más tarde haría lo mismo en Alexandria, Virginia, USA, donde reviviría mis aventuras bomberiles, pero aquello no fué lo mismo.  La segunda vez siempre carece de originalidad y emoción.

Debo de aclarar fehacientemente y en forma perspicua de que todas las Compañías de Bomberos de las magníficas ciudades de Valparaíso y Viña del Mar eran (y quizá lo sigan siendo hoy) románticas, osadas y resueltas; pero la Cuarta Compañía de Bomberos de Viña del Mar era la más elegante, distinguida, aristocrática y gallarda; la que contaba entre sus filas -y no sin la envidia general-  con los Voluntarios más gentiles, apuestos, elegantes y más positivos y valientes bomberos de esa larga y políticamente enferma nación.  Esto viniendo de una persona ecuánime y plenariamente imparcial como yo.  Si hubiese un Premio Nobel Bomberil, el primero debería serle conferido a la 4ª.  Y no se ría.  Comenzaré por los albores de mis legendarias aventuras bomberiles cuando yo tenía apenas el rango de "Material". 

Antes de entrar en materia, debo de otorgar algunos antecedentes a mis lectores para que se ubiquen en el espacio-temporal en que yo vivía en esa época, y las demandas cotidianas que mi vida acarreaba en ese joven entonces.  Poco antes de convertirme en efectivo bomberil, yo vivía en una Pensión ubicada estratégicamente entre los dobleces de las cortas faldas del Cerro Castillo, en la regia ciudad de Viña del Mar, frente al Mar de Chile en un romántico paraje de aquella fértil provincia y señalada, en la región Antártica famosa.

Durante esos suaves pero indóciles días, yo estaba asistiendo a mi primer año de Ingeniería en la Universidad Técnica Federico Santa María, alias "La Santa María", aunque muchas de las actividades estudiantiles tenían más de "diablillo" que de "santa".  Previamente, había investigado e inspeccionado los aposentos de la universidad donde se alojaba parte del cuerpo estudiantil, pero las condiciones deleitables del lugar y las exigencias económicas que demandaban, no me apetecían ni cuadraban con la bancarrota permanente en que yo vivía, por lo tanto, busqué refugio en esta inolvidable Pensión, de la cual guardo exquisitos  momentos y sublimes memorias de mi –solo físicamente ida- juventud.  

Pero los morlacos no alcanzaban para cubrir las necesidades básicas, y llegado el irremediable final de cada mes, económicamente me quedaba más corto que pulgar de enano chico, y los Escudos(1) no escudaban nada.  Esta situación empeoraba a medida de que el tiempo transcurría, hasta que no me quedó más remedio que elucubrar una solución apropiada para el problema.

(1) El "Escudo" era la moneda de Chile entre los años 1960 y 1975 que utilizaba el símbolo Eº.  Esta cuasi-moneda fué un estertor económico gubernamental para minimizar los efectos de la Gran Depresión, donde la dependencia de las exportaciones de salitre contribuyó a la inestabilidad financiera del país.  El  Escudo estaba dividido en 100 centésimos y sustituyó al antiguo Peso a un cambio ajustado de 1 Escudo = 1.000 Pesos.  Después, como el truco no resultó; el Escudo se reemplazó nuevamente por un nuevo Peso, a una nueva tasa de cambio equivalente a 1 peso = 1.000  Escudos.   Anteriormente y hasta 1851, año en que se firmó el Concordato de 1851 entre el Gobierno Español, la Reina Isabela II, y el puñetero Vaticano; se emitieron Escudos de oro, con un valor equivalente de 8 Reales cada uno.  ¿Qué cosas, no?

La solución adecuada fué hacerme bombero para poder vivir parcialmente en el Cuartel de la Compañía.  Cada Voluntario, desde el "Material" al Capitán, debían de "hacer guardia", y para cumplir con este requisito, debían vivir en el Cuartel 15 días al año.  Naturalmente los hombres casados no deseaban hacer esto bajo ningún punto de vista, y suertudamente, los Voluntarios solteros eran más acomodados que yo, así que tenían sus propios acogedores lugares para vivir, y tampoco les gustaba la idea de pernoctar por dos semanas en el, aparentemente; eremofito Cuartel.

Aquí fué donde la oportunidad golpeó firmemente la puerta, y fué cuando me presenté a estos superhombres ataviados de quijotescos adalides, y me inscribí como flamante Voluntario.  Inmediatamente después de hacer esto me dieron las dos primeras semanas de Guardia porque era el nuevo Material, y entonces (astutamente como me enseñó mi mamá) aproveché esas dos semanas para preguntarle a los otros Voluntarios si les interesaba que yo les reemplazase durante el período de sus Guardias, y como lo había previsto sagazmente; todos accedieron a hacerlo, y así pude vivir el año completo bajo un techo seguro y sin pagar renta.  Poco después, un compañero de Universidad caído en desgracia financiera se me unió, y entre el Manguera y yo, cubrimos el servicio nocturno de aquel memorable año, y nuestra estadía en el Cuartel. 

Debo hacer un "aro" para explicar el concepto de "Material" para los que estén curiosos.  Como nuevo Voluntario, automáticamente uno asume íntegramente el rol de esclavo de los demás Voluntarios, cuyos rangos superiores se basan solamente en el haber sido Voluntarios más tiempo que la última víctima.  Entonces uno debe cocinar, limpiar, barrer, ir de compras, hacer las camas, limpiar la Bomba (el camión de bomberos), servir a los Voluntarios como Mozo y Niño de los Mandados y efectuar a pedido, otras actividades menos dignificantes, pero respetables.  Todo esto valía la pena a cambio de vivir gratis en una casa magnífica como la era el Cuartel de la Cuarta de Viña, frente a la playa y con vista al Mar de Chile.  Además, la manducatoria estaba incluída.

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Equitibus Vrina

Mi primera asignación como parte del entrenamiento, fué el aprender y ejecutar un ejercicio llamado "Equitibus Vrina", lo que literalmente significa: meado de caballo.  Yo no lo sabía, pero sonaba tan romántico e importante, que sin ninguna dilación me engalané con mi glorioso y gallardo uniforme de Bombero, y con garbosas botas hasta la rodilla y un victorioso casco con un dorado y arrogante número 4 en el frente del casquete y apenas descansando sobre la visera, salí a la calle (donde me habían indicado) más altanero que un pavo real caliente.

Una vez que terminé rápida y eficientemente conectando las mangueras a las salidas de las bombas del carro bomberil, me dí vuelta enfrentado a la calle, y preguntándome que diablos tenía que hacer para completar mi "Equitibus Vrina".  El Capitán que me miraba con una sarcástica sonrisa en los labios los que apenas dejaban vislumbrar una desnivelada línea de dientes amarillos con algunos huecos sospechosos, apuntó con su regordete dedo índice hacia la calle y la cuneta que la sujetaba para que no se desparramase, y gritó: "¡a manguerear Material!"  Para mi incontenible asombro, en lo que el "entrenamiento" realmente consistía era en limpiar el meado de los caballos de las "Victorias" que se estacionaban frente al Cuartel.  La caca de caballo era de "yapa".  Especialmente en el Verano, el olor a meado era insoportable así que había que manguerear todos los días.  ¡Malditos jumentos!  Esta poco honrosa actividad no duro mucho porque el Manguera la heredó apenas entró en servicio.

Gómez Carreño

En otra ocasión y siendo ya un Bombero más experimentado, tuve otro desengaño poco ennoblecedor y bastante ignominioso.  Una tarde llegando al Cuartel desde la Universidad, encontré todas las puertas del Cuartel abiertas de par en par.  Intrigado por esto, entré al Cuartel apresuradamente y me fuí directamente a la Sala de Máquinas, y para mi sorpresa y desconcierto, el carro Bomba no estaba allí.  Inmediatamente me fijé en la pizarra de comandos y esta leía gravemente con tiza blanca y con grandes letras: "Incendio en Gómez Carreño – Tres Alarmas".  Mi corazón casi se me escapó del pecho con la emoción, arrastrado por un sañudo torrente de adrenalina.

Más rápido que apurado me abalancé hacia el dormitorio donde mi "mono"(2) estaba siempre listo para la acción, y en un dos por tres, estaba vestido con mi uniforme bomberil completo.

(2)  El "mono" consiste en tener las botas de incendio paradas al pié de la cama con los pantalones insertados en ellas, mientras que en la cama –también apuntando hacia los pies- estaba la chaqueta con los guantes ensartados en la salida de las mangas, y el casco a su lado; todo listo para vestirse en unos pocos segundos y salir disparado al incendio.

Como no había carro-bomba en el garaje, salí a la calle como tempestad e hice parar el primer taxi que pasó.  El taxista me miró con los ojos desorbitados y llenos de emoción y me dijo:

¡P'a 'onde, jefe!
¡A Gómez Carreño! – repliqué con voz autoritaria.
¡Agárrese jefe que volamos p'allá!
¡Gracias! – vociferé agradecido.
¡De ná! – dijo el taxista - ¡Ustedes son héroes y hay que ayudar gratis!

Y el Simca 1000 modelo 1961 con un motor de 0.8 L Tipo 315 OHV I-4 de 4 rugientes cilindros bramaba por las calles Viñamarinas en dirección a Gómez Carreño.  El motorcillo tronaba aún más cuando comenzó a escalar bravíamente la empinada cuesta hacia la población Gómez Carreño.  Yo estaba sentado en el asiento del pasajero al lado del chofer  sujetando mi casco bomberil fuera de la ventana y en alto para que todos pudieran verlo, y así los otros ciudadanos le dejasen paso entre el tráfico a tan magnos héroes; mientras que el chofer del taxi tenía la mano pegada en la chillona bocina para llamar la atención.

A medida que nos acercábamos velozmente a Gómez Carreño, yo trataba de descubrir una columna de humo que me indicase el lugar del siniestro Siniestro, pero no veía nada...  Entonces le comenté al taxista:

¿Usted vé humo en alguna parte?
- No jefe – contestó el patriótico piloto mientras estiraba el cuello tratando de mirar a través del escueto parabrisas de la maravilla mecánica Italiana. – Parece que no hay n'a -.
- Yo tampoco veo humo – agregué un poco confuso.

Cuando llegamos a la cima del cerro en que descansaba la gloriosa población Gómez Carreño(3), repositora de tantas memorias surtidas de mi salvaje y activa pubertad, los cielos se miraban despejados, y no había conmoción en el camino principal y único de acceso a este seductivo lugar.  

(3)  Luis Esteban Gómez Carreño quien nació el 26 de Enero de 1865, y murió sirviendo a la Patria en la aislada isla Guar el 6 de Enero de 1930; fué un rutilante oficial de la marina Chilena.  Se escurrió en la marina de guerra a la edad de 15 años a bordo del monitor Huáscar durante la captividad de éste a manos chilenas.  Más tarde se desempeñó como Comandante en Jefe de Escuadrón, director de la Escuela Naval, y Ministro de Guerra y de la Marina bajo la Junta de Septiembre.   Sufrió un accidente automovilístico en una de las endiabladas curvas de la carretera "El Olivar", entre la idílica ciudad de Quilpué (que en lengua Picunche significa "lugar donde se encuentran las palomas") y Viña del Mar el 1 de Enero de 1930,  y como resultado de este infortunado accidente, murió 5 días después. Se supone que está enterrado en el Cementerio Número 2 en Valparaíso, a no ser que un terremoto o los Comunistas lo haya movido.

Derepentemente (¿les gustó esta palabrita?), el taxista ya con menos patriotismo y con más desengaño le gritó a un "maestro" que estaba trabajando en la fachada de una casa a la orilla el camino:

¡Amigo!, ¿Ha visto a los bomberos? -
- Nooo... p'o – dijo el chato comenzando su respuesta con un lento tono de incredulidad y acabando con un arrastrado sonsonete de pregunta curiosa. – No he visto n'aaa, p'o -.
¿Está seguro? -
- Segurete amigo, estoy tra'ajando desde las siete aquí y no he visto n'iuna 'omba, p'o. -

El chofer del taxi se dirigió hacia mí, me miró con el ceño fruncido; y me dijo con una voz sumamente porteña:

¡Oye gil, vay a tenel que pagal la trifa, p'o! -

Ante tan embarazosa circunstancia, no me quedó más remedio que asentir con la cabeza, y le dije:

- Vamos a tener que volver al Cuartel para buscar plata.   ...p'o... -
- Güeno, p'aya vamo, p'o. -

Y acto seguido, le metió la "chala" al acelerador, y volvimos a Viña envueltos en un silencio sepulcral, pero no dejé de notar una sonrisa de sarcasmo en el taxista, mientras que los ecos de la risa insolente del maestro se escuchaban diáfanos en lontananza mientras nos alejábamos.

Llegamos al Cuartel al corto tiempo, y me bajé del vehículo a buscar dinero para pagar la tarifa del taxi.  Cuando entré a Cuartel me encontré con el Cuartelero que me recibió con una sonrisa diciendo:

¿Y qué hací vestío de bombero? -
- Ví en la pizarra que había un incendio en Gómez... -
¿Y te jüiste p'allá? –
¡Sí, po! –
- Oye gil, el incendio j'ué en la mañana...  No he borrao la pizarra toavía. –  Y se largó a reír como contratado.
- Pero la Bomba no estaba... –
¡No p'o gil!  Le lle'e a echal'le bencina, p'o! –
- Aah, por eso... ...¿Tenís 30 Escudos p'al taxi?  Ando planchao... – le dije.
- Aquí tenís. – me dijo riendo y salpicando de saliva los billetes que me pasaba mientras se reía.

Salí del Cuartel cabizbajo y le pagué el importe al taxista que mientras limpiaba el parabrisas con un calzoncillo viejo, ahora se reía desahogadamente.  Recibió su dinero y me dijo:

¡Lo lle'o cuando qu'era p'a Gómez Carreño, jefe! -  Y se alejó sonriente entre los estruendosos rugidos del motor del Italianissimo Simca 1000.

La pesadilla no terminó aquí.  Por un tiempo todos los demás bomberos me hicieron bromas al respecto, y en vez de dirigirse a mí por mi nombre; me llamaban "Gómez Carreño".

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El Fuego Fantasma

Esta coyuntura histórica de mi vida bomberil merece un capítulo aparte.  Por supuesto que los fantasmas no existen porque de otro modo, serían otro de los innumerables espejismos dogmáticos religiosos.

Era tarde en una templada noche a fines de Agosto.  Los maullidos felinos alfombraban la ciudad y se escuchaban hasta las arenas de la playa Acapulco, en donde se sentaba apacible y románticamente esta célebre e inmortal 4a Compañía de Bomberos de Viña del Mar.  El Correo de las Brujas dice que cuando los dioses decidan apagar el Infierno, harán sonar 4 alarmas para la Cuarta de Viña, la más memorable institución establecida en esta longitud.

Serían alrededor de las 2 A.M. cuando las alarmadas alarmas hicieron trizas el sereno silencio de la noche.  El Manguera y yo despertamos sobresaltados, pero conscientes de lo que pasaba y con los ojos abiertos.  Saltamos ágilmente dentro de nuestros "monos", y en un santiamén estábamos abordando la Bomba que ya salía presurosa del Cuartel, porque el cuartelero no esperaba a nadie.  Ésta era la cuarta alarma, por lo que sabíamos que habría otras compañías de Bomberos en el lugar del siniestro, las que habían sido llamadas a combate antes de nosotros.  También sabíamos de que el incendio estaba fuera de control, de otra forma, no hubiese habido necesidad de más de una o dos alarmas.

El cuartelero dirigió el carro bomba hacia la parte de atrás del área afectada por el fuego que era una de esas endiabladas poblaciones que crecían silvestres colgándose precariamente de los cerros, en donde había muchas casas de madera y una multitud de Eucaliptus los que eran fácil presa del voraz fuego, y algunas solitarias palmeras.  Ágil y con precisión milimétrica, el cuartelero estacionó la bomba a unos metros del grifo de incendios, emplazó diestramente las mangueras de acepción, abrió el grifo para que el agua fluyera hacia el carro bomba, y encendió los pistones apenas lograron su requerido nivel de vacío.

En el intertanto, el Manguera y yo nos encaramamos en el techo de una de las casas, lo que nos permitía observar el incendio desde un punto de ventaja.  Desde el techo construído con económicas "fonolas" y práctico "pizarreño", podíamos ver cómo se había desplazado el fuego y qué lugares afectaba, y afortunadamente parados en este techo; estábamos en una posición en la que dominábamos la vista completa de la hoguera, y ya estábamos preparados listos para la acción con nuestra manguera de 4 pulgadas y su correspondiente pitón de descarga de ½ pulgada, al que cariñosamente llamábamos: "la callampa".

- ¡Agua vá! – gritó el cuartelero con su voz aguardentosa a medio dormir todavía.

Y el agua vino ella toda con su poderosa presión la que casi nos hizo perder pié.  Había oscuridad y niebla por todos lados y la visibilidad era malísima, además; éstas se mezclaban con el abundante y grueso vapor del agua que al caer sobre las desprevenidas llamas, se evaporaba con encrespados alaridos chisporroteantes y húmedos.

¡Fuego a la izquierda! – gritó el cuartelero que estaba parado sobre la cabina del camión bomberil con unos binoculares, ayudándonos a dirigir el chorro de agua. 

Y hacia la izquierda lo dirigimos.  Después de unos segundos de lanzar cuatro pulgadas de agua a 120 libras de presión, escuchamos una ensalada de alarmados gritos los que no podíamos entender.  Apenas dejamos de lanzar agua en esa dirección, los rojos resplandores que danzaban violentamente entre la oscuridad y el chisporroteante vapor de agua; desaparecieron.

¡Güena cabros! – le escuchamos decir al cuartelero, y acto seguido; dirigimos el potente chorro de agua hacia otro sector que desplegaba un festival de saltones y corcoveantes  matices rojos y amarillos.  Tiramos agua como locos en esa dirección acompañados por el ronroneo del motor de la Bomba que nos proveía agua en abundancia.  Segundos más tarde, escuchamos otra vez esa mezcolanza de inquietos gritos que tampoco entendimos.  Al mismo tiempo que esto ocurría, los resplandores se apagaban.

¡J'uego a la izquierda othra'e! – gritó el cuartelero atragantándose.  

Y hacia allá dirigimos el chorro nuevamente hasta que el griterío se repetía, los fulgores desaparecían, y el festival de destellos reaparecían nuevamente a la derecha.   Seguimos haciendo esto por un largo rato y apoyados por las chillonas indicaciones del cuartelero.  La noche seguía firme, y nosotros estábamos ya sintiendo el frío con que nos lamía la ropa mojada el helado viento marino.

Un poco más tarde desde cuando comenzamos a apagar las porfiadas y obstinadas llamas, y el incendio se había reducido a unos pocos focos de poca monta -serían unos treinta minutos después- llegó corriendo el jadeante Capitán con su ayudante, los dos más mojados que pañal de güagüa meona, despeinados y sin casco.  Apenas estuvimos al alcance de sus gritos, nos increpó el Capitán:

- ¡Oye par de güeones!, ¡Qué chucha están haciendo! – rugió su voz haciendo temblar nuestras pajarillas.
¡Apagando el incendio, p'o! – respondimos casi al unísono con el Manguera.
¡¿Y sa'en p'a'onde están tirando el agua?! -

El Manguera y yo nos miramos desconcertados, y respondí:

¡Hacia el foco del fuego! ¡Hay dos lugares que el fuego se apaga y se vuelve a encender! –
¿Y no escucharon los gritos? –
¿Qué gritos? –
¡Los gritos 'e nosothros p'os güeones!-
¡No escuchamo n'á, p'o! – dijo el Manguera.
¡Bájense de ahí! – nos ordenó visiblemente enojado el Capitán - ¡Y vo's apaga la bomba! – le dijo al cuartelero que corrió presurosamente a hacerlo con una cara de que sabía algo más...

Regresamos al cuartel sentados en la cabina de la Bomba con el cuartelero que manejaba cabizbajo.  De pronto rompió el silencio para decirnos:

¡Oye cabros, dejamo la cagá! –
¿Por qué? -
¡Porque le estaban tirando agua a los bomberos! – dijo con voz alarmada.
¿A los bomberos? – inquirí con mi voz escudriñante...
¡Sí!, ¡A los bomberos" -

Lo que había sucedido fue los siguiente:

Estando parados en el techo de esa vivienda, entre la negra noche solo podíamos ver el vapor y las fulgentes y centelleantes matices de luces rojas, las que pensamos (al igual que el cuartelero) que eran llamas.  No lo eran.  ¡Eran las luces de emergencia de los carros bomba!  Entre el humo, la oscuridad y el vapor, estos resplandores efectivamente parecían llamas, pero a lo que le estábamos tirando agua era sin duda a los bomberos y a las luces rojas y amarillas de los carros bomba.

Los gritos indescifrables que escuchábamos desde nuestra posición en el ciego techo antes de que las "llamas" se apagasen, eran los pobres bomberos que nos gritaban que no los apagáramos a ellos, y estos gritos probablemente estaban aliñados con abundantes garabatos y maldiciones...  Para poder llamar nuestra atención, apagaban las luces del carro bomba, con lo que nosotros pensábamos que habíamos apagado las llamas.  Una vez que dejamos de tirarles agua, encendían las luces de emergencia otra vez, y nosotros repetíamos la maniobra pensando de que el fuego había resucitado en ese sector.  Error inocente; digo yo...

De vuelta al Cuartel, y después de haber aclarado la situación que había ocurrido con el Capitán y los demás bomberos, las cosas se calmaron, nos reímos un poco del asunto.  El cuartelero no sonrió ni una vez; y se mantenía más serio que muerto enojado.

Para que no cometiésemos este error otra vez, el Capitán nos asignó al Manguera y a mí al servicio de Equitibus Vrina por el resto del Verano.  Esto complació mucho a los mojados y enojados bomberos, y sirvió de escarmiento para el futuro.  Pero no todo fué tan protervo, cada vez que manguereaba el meado de caballo en el pavimento de la calle, los escuálidos jumentos con gastadas viseras de cuero negro sobre sus ojos me recordaban a mi amado y libre Pehuén.

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Felis Putredinem

Tirarse un pedo es una acción natural necesaria y lógica para bajar la presión intestinal, la cual fuera de control, podría causar serios estragos en nuestra salud y nuestra integridad física interna.  Es también un acto semi-involuntario el que se puede manipular solo hasta cierto punto.  Es tan natural así la necesidad del pedo, que en la mayoría de los casos es siempre más acertado perder un amigo, que perder una tripa.

Ahora, lo más importante de tirarse un pedo es dónde uno se lo tira.  Si se lo tira en el ascensor, no le puede echar la culpa a Fido.  Si se lo tira en la iglesia, la culpa es siempre de las viejas beatas que perpetuamente están haciendo ruidos raros mientras balbucean y rezongan murgas ininteligibles.  Si se lo tira en una "micro", siempre se le puede echar la culpa a un "rotito" o a un "flaite"; pero cuando se lo tira en público, a no ser que sea silencioso; es otra cosa.  Este es el caso de esta lamentable y triste historia. 

Teníamos un compañero Voluntario en la Cuarta que era un poco excéntrico y a veces, ¿por que no decirlo?: peripatético.  Pero era un buen chato, solo que era medio cuico.  Era un hombre en los avanzados cuarenta, soltero, aún vivía bajo el patrocinio y asidero de su madre, y tenía contadísimos amigos, por lo que a él le era sumamente conveniente ser bombero porque en la Cuarta, todos lo tratábamos con camaradería y amistad: era uno del clan.

Le conocíamos muchos intentos con intenciones pro-conyugales con las muchas damas a las que intentó atrapar en sus intrincadas redes amorosas, pero que por esas vicisitudes de la vida, nunca consiguió atrapar a ninguna.  Quizá sería porque no sabía cómo terminar una pichanga, o porque le faltaba "moyo" o un poco de "je ne sais quoi"; o porque la mamá quizá no lo dejaba salir hasta tarde, o no le cambiaba los calzoncillos más seguido.  Además era medio pelado, tenía una panza de cerveza, y calzaba 42 con los dedos doblados y el talón afuera.  En fin, era poco agraciado, pero esto no le impedía conseguir algunas citas con el sexo opuesto.  Esto lo aclaro bien porque este "gallo" no era maraco para nada.  Y así va la historia:

Una noche de Verano nos encontrábamos varios bomberos Voluntarios aparejados con nuestras mujeres veraniegas en la sala del Cuartel, relajándonos después de un largo y ardiente día en la playa.  La sala tenía unos grandes ventanales que enfrentaban el Mar de Chile donde la luna se bañaba desnuda y sin inhibiciones, mientras que besaba las olas con sus plateados besos que danzaban nerviosos sobre la superficie del océano, y que finalmente se dejaban arrastrar hacia las murmurantes arenas de la playa; esa playa que guardaba tantos de nuestros eróticos y carnales secretos en sus furiosamente revueltas arenas. 

También se podían ver claramente los cielos azul-negros adornados con una tremenda explosión de titilantes y nerviosas estrellas y con los cuerpos celestes de la Via Láctea.  Por un rincón allá de la bóveda celeste, se vislumbraba la Cruz del Sur, callada, glacial y frígida como aquel ácido beso de despedida que en un fulminante momento de mi pasado, me quemó la boca para siempre; regalo de unos mezquinos y desapegados labios que me lo me dieron sin piedad alguna en la acerba noche de un amargo día.

Estábamos todos sumidos en un silencio cuasi completo besando a nuestras complacientes mujeres, protegidos y amparados por la oscuridad y la complicidad que las extinguidas luces nos brindaban.  Apenas se oía el sorbeteo de los besos, no había ni quejidos ni jadeos.  Era un ambiente sereno y muy romántico.  ¿Qué cosas, no?

Mientras disfrutábamos del postre de Eros, sentimos que la puerta de entrada al Cuartel se abrió con un lento y angustioso crujido, digno de las películas de Alfred Hitchcock.  Todos paramos la oreja.  Se oyó una susurrante y pasional conversación que decía:

- Ya p'os, déjame... –
¡No p'o, aquí no! –
- Un poquito no'ma –
¿T'ai loco?  ¡Nos pue'en ver! –
- Aquí no hay nadie, p'o –
¿Y si viene alguien? –
¡Nadie va' venir, p'o! –
¿T'ai seguro?
¡Si p'o! –
¡Tenís la mano helá!
- Se calienta rápi'o p'o... –
- Ya p'os, no –
- No seai difícil –
- Mejor me 'oy, lo hacimo mañana... –
- Güeno ya...
- Ya, p'o –
- Ya, p'o...
- Chao..
- Chao...

Y la puerta se cerró con el mismo crujido, pero al revés.

Todos estábamos callados escuchando sin decir ni pío.  Sabíamos que nuestro compinche bomberil no sabía que estábamos allí ya que la oscuridad era total y el silencio, sepulcral.  Sentimos que se encaminó hacia los baños.  Para llegar a ellos tenía que pasar a través de la sala.  Pero nunca lo hizo.  Se detuvo casi a la entrada de la sala, y desató el concierto de pedos más bullicioso, con una multitonalidad y una modulación extraordinarias; que nunca antes habíamos escuchado en nuestras vidas.  La sinfonía de gases letales era digna de las alturas de Wagner, y entre pedo y pedo; se quejaba lastimosamente con un dejo de orgasmo gaseoso, y con una creciente y balsámica sensación de alivio, exclamaciones desenvainadas de las escenas de Satyricon, de Federico Fellini.

Entre los pocos pedos que pude identificar, estaban los ascendente con sinfonía final, también estaban los con babilla estridente, los sonoros de cuatro fases, aquellos extra largos y gritones, los indecisos, los nítidos y los potentes.  Sería que esta cacofonía era la asonancia de una bocina de mojón, o quizá el grito de libertad de la mierda oprimida, o la eufonía del alma de un poroto que se vá al cielo, o el suspiro de un poto enamorado, ¿o simplemente fué la ridícula pretensión del poto de querer hablar? ¿Quién sabe?  Esto será un misterio infinito...  Pero sin duda, fué el canoro grandilocuente producto de un intestino magistral y superdotado.

Cuando completó su sonata de pedos y su lamento de quejidos surtidos, encendió la luz de la sala, y para su sorpresa, nos vió a todos.  Nosotros tratábamos de sujetar una cara impávida, y una risa a punto de explotar en mil direcciones, la que no se hizo esperar.

Impávido y usando toda la experiencia, la bravura y la sangre fría que había acumulado durante su existencia; calmadamente dijo:

¡Ah, no los había visto! –

Seguidamente apagó las luces de la sala, se dió media vuelta; y salió por la misma crujiente puerta por la que había entrado.  Un llamado urgente de ventilación general de desató en el Cuartel para rápida y velozmente reducir la flamabilidad del establecimiento.  Nunca más se habló de esto en los anales bomberiles, ni en las letrinas, ni en las filas de combate.

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Tengo más historias, pero no el suficiente tiempo libre para contarlas, ni ustedes la suficiente paciencia y aguante para leerlas; así que aquí termino de narrar, y el resto las dejaré para otra ocasión.  Si, p'o.




El Loco