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jueves, 1 de octubre de 2015

El Chepe

"El Chepe" es un tren de pasajeros que se desplaza desde el Estado de Chihuahua en México, hasta el puerto de Topolobampo al borde del océano Pacífico al otro lado del continente; también en México.  Sus rieles pasan por más de 37 puentes y 86 túneles, encaramándose tan alto como 2,400 metros sobre el nivel del mar -esto cerca de la parada "Divisadero" que marca la división continental y que es un mirador popular en el Cañón del Cobre.  Cada viaje de punta a punta toma aproximadamente 16 horas, unos cinco días si uno hace las paradas de rigor.  Una cosa curiosa es que la via férrea a veces cruza sobre sí misma para ganar altura.

Le llaman "el Chepe", lo que es una articulación fonética de la marca representativa del ferrocarril: Ferrocarril CHP (CH=che, P=pe), y CHP es para indicar Chihuahua-Pacífico.  El nombre completo del tren es: Ferrocarril Chihuahua al Pacífico.  Durante la Revolución Mexicana, a lo que ahora es El Chepe se le conocía como el "Tren de la Revolución".  ¿Qué cosas, no?   

El moderno tren Chepe fué construído en el año 1961, y hoy en día es el único tren de pasajeros en México y la única conexión terrestre entre las ciudades de Chihuahua en el Estado de Chihuahua y Los Mochis, en el Estado de Sinaloa.  Es una inolvidable experiencia pues en su largo recorrido por la Sierra Madre Oriental y las Barrancas del Cobre permiten admirar paisajes realmente espectaculares e inolvidables.

Desde su arranque, el Chepe se interna entre los majestuosos paisajes de la Sierra Tarahumara, el extenso territorio donde se conjugan los rasgos más importantes de la historia y el folklore de la cultura Tarahumara, la cultura Rarámuri, y las Barrancas del Cobre o Copper Canyon, como es conocido internacionalmente.  El Chepe sale todos los días del año de la estación de Chihuahua hacia Los Mochis, y de Los Mochis de regreso a Chihuahua a las 6:00 AM, terminado su ruta aproximadamente a las 21:00 horas durante la cual hace escala en los principales puntos turísticos de la ruta.


En el año 2006 mi familia y yo visitamos Chihuahua por un asunto de negocios mío, pero también era un viaje de vacaciones.  Hacían parte de mi comitiva mi esposa, mis tres hijos y los padres de mi esposa.  Allí encontramos al Chepe, y decidimos tomar esta ruta ferroviaria y aventurarnos anhelosos en los confines de los majestuosos paisajes de las Barrancas del Cobre, donde viven los indígenas Tarahumara y Rarámuri.  El tren era cómodo: coches comedor, coche bar y coches de pasajeros con asientos reclinables, aire acondicionado y calefacción, y además con servicio de alimentos y bebidas.


Es poco sabido, pero las Barrancas del Cobre o el "Cañón del Cobre" como se le conoce mejor internacionalmente, es cuatro veces más grande que el Cañón del Colorado en Arizona, USA.  A éste se le llama Cañón del Colorado porque el río Colorado (por su color arcilloso) lo talló durante los últimos 40 millones de años hasta lo que es ahora.  Nuestro interesante viaje en el Chepe nos llevó por uno de los recorridos más entretenidos y más espectaculares que he visto a lo largo de mi atolondrada y aventurera existencia humana.

La cosa es que nos levantamos antes de las 3:00 AM para viajar a la estación a alcanzar el tren.  Estábamos pernoctando en un rancho que le pertenece a un amigo mío que es uno de los descendientes directos de José Doroteo Arango Arámbula; alias  Pancho Villa, a unos 70 kilómetros de la ciudad de Chihuahua.  Después de más de una hora de viaje bandeando el costado del desierto de Chihuahua y haciéndole el quite a los borrachos que conducían camionetas destartaladas zigzagueando por la ruta, llegamos sanos y salvos a Chihuahua, y a la estación del tren.  Nuestro amigo nos apeó en la estación junto con nuestros bártulos.

Yo ya tenía los boletos para el viaje, pero me acerqué a la ventanilla para confirmarlos.  Una vez hecho esto, nos hicieron pasar al andén.  Y ahí estaba el Chepe.  Su locomotora y sus coloridos carros estaban sentados silenciosamente sobre los negros rieles.  En el andén había un surtido maremágnum de disímiles pasajeros.  La mayoría de la caterva la constituían indígenas Tarahumara y Rarámuri vestidos en sus coloridos ropajes y sosteniendo sus enseres en zurrones, escarcelas y costales, y las madres acarreando sus retoños en los brazos o cargados a la espalda a modo de mochila.  También había turistas surtidos, la mayoría mexicanos, pero se veían algunos escasos europeos que se distinguían claramente por lo blancos que eran, por los ropajes inauditamente inapropiados para el viaje que llevaban, y por la cara de perdidos por la falta de conocimiento para hablar un lenguaje exquisitamente "mexicano" y más local que el ombligo. 

Entre los pasajeros que esperaban la orden de abordar, en una banca de madera arrimada contra la muralla de la estación, estaba sentado un viejo loco con cara de maldito que nos miraba rencorosamente.  Yo siempre con un ojo avizor para proteger mi familia, ya lo tenía en la mira al viejo éste.  Como muchos mexicanos entienden bastante inglés, con mi quebrado italiano me dirigí a mi suegro (que es italiano) y le dije: "ha il volto di quel vecchio pazzo, tenerci lontano da lui", lo que según yo y mi tarzanesco italiano, significa: "ese viejo tiene cara de loco, mantengámonos alejados de él".  La ley de Murphy probó sin lugar a dudas de que aunque empírica, es efectivamente correcta: el viejo de mierda entendió claramente lo que le dije a mi suegro y apuntándonos con su dedo índice comenzó a vociferar a grito pelado: "¡Facista, facista!".  ¿Éste trasnochado veterano se habrá creído que yo era Benito Mussolini?  ¿Qué cosas, no?

Este viejo chico vestía un terno blanco medio amarillento muy arrugado.  Al parecer, lo había planchado con un repollo.  El terno se veía ajado y deformado, y tenía manchas visibles quizá de antiguas comidas grasosas, las que se habían quedado a vivir en el traje.  Claramente el terno necesitaba un cambio de aceite.  También llevaba escondida debajo de la chaqueta una camisa que en sus orígenes, hubiese podido ser blanca, pero que ahora era de un sospechoso color almendra pálida, casi podrida.  Los zapatos eran de un incierto negro con blanco y no combinaban para nada con la vestimenta.  Al parecer, su vestimenta era el legado de algún gánster con bastante mala suerte.  Los calcetines que envolvían sus ridículos pies eran cerúleos y con esto, uno se podía dar cuenta que su mamá no lo sabía vestir.  Para coronar este "Pierre Cardín" ambulante en desgracia, este hombrecito llevaba un sombrero al estilo Pedro Navaja, también sucio, con marcas de traspiración, y descalabrado por los años de abuso.

No lo sabía aún, pero este viejo chico mal amarrado se convertiría más tarde en una punzante e irritante cefalalgia.

A las seis de la mañana en punto el conductor del tren dió la voz de "¡Todo el mundo a bordo!", y todos los pasajeros esperando abordar comenzaron a subir al tren.  En las puertas de los carros había conductores uniformados revisando los boletos e indicando dónde ir a sentarse.  Una vez que nos conciliamos en los acomodaticios asientos del tren, hubo una corta espera antes de que el penetrante silbato del tren anunciara que dejaba la estación.  Estábamos excitados con el temprano comienzo de esta aventura.  El tren comenzó a desplazarse lentamente por sus arrabios rieles en busca de la salida de Chihuahua.  Los niños y los suegros estaban soñolientos debido temprana madrugada, y se acomodaron en los mullidos sillones y se durmieron plácidamente mientras que el tren nos farfullaba al oído con el sordo paso de sus zapatos de acero: "tacá-tacá (pausa), tacá-tacá, (pausa), tacá-tacá (pausa) ..." y así,  lenta pero seguramente fué dejando en lontananza a la histórica ciudad de Chihuahua, nombre que en el lenguaje Nahuatal significa: "entre dos aguas", aunque en la lengua Tarahumara significa: "lugar seco y arenoso".

No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto apareció el conductor en su impecable uniforme oscuro y con su negro quepís adornado con el logo del tren, para validar los boletos.  Los niños y los suegros continuaban durmiendo a pesar de los lentos pero bruscos bamboleos que daba el tren.  Los boletos parecía una guía turística más que boleto.  Tenían una lista y un horario de todas las paradas, indicaciones sobre hitos y mojones a lo largo de la ruta, y donde uno podía bajarse a visitar, y tomar el próximo tren para continuar a la siguiente parada.  Es como el metro, pero sin el olor a sobaco y a meado.  El conductor le propinaba un hoyo al boleto en el lugar correspondiente con su perforadora manual, la que llevaba convenientemente amarrada a un cordelito alrededor de su cuello.

El tren ya había salido de los límites de la ciudad de Chihuahua y había aumentado su velocidad.  El "tacá-tacá (pausa), tacá-tacá, (pausa), tacá-tacá (pausa)..." era ahora más rápido y más estrepitoso, y los tumbos; más robustos.  Para mi intranquilidad, noté que el enjuto viejo chico vestido de un umbroso blanco estaba sentado al final de nuestro vagón, y que nos miraba incesantemente apuntándonos con el dedo índice.  No le hice mucho caso, y me integré a los bellos durmientes mientras que mi esposa seguía leyendo una de las inagotables guías turísticas que acarreaba en una bolsa hecha de fibra de agave; y entre los tacá-tacás y los secos tumbos, me dormí sin oneirodinias.

Poco tiempo había pasado cuando me despertó la alabarda de los pasajeros que se apuraban en ir al carro-comedor que había abierto sus puertas para el desayuno.  Debería haber sido como a eso de las siete de la mañana, pero me importaba un coco porque no estaba ni apurado, ni en horario.  Cuando miro los números de cualquier reloj, siempre me acuerdo de que el número 30 está envidioso del número 3, porque si el 30 fuese "sincero", sería como el tres...  Despertamos a la familia, y nos dirigimos a calmar nuestros jugos gástricos al carro comedor.  Cuando nos dirigíamos al carro-comedor, pasamos enfrente del seco viejo chico que estaba dormido desparramadamente en su asiento.

El carro-comedor no estaba muy congestionado y había espacio de sobra para todos.  Nos sentamos en una gran mesa y comenzamos a explorar el Menú.  El Menú no era extenso, pero contenía manjares de desconocidos nombres y de los que no tenía la más emigrada idea de lo que eran; y se listaban otras viandas que sonaban a vetandas.  Como mi familia y yo somos sumamente osados y resueltos, pedimos valientemente al azar en esta audaz "Ruleta Rusa de la Manducatoria Mexicana".  Ordenamos diferentes platillos y todos resultaron ser unos delicados manjares dignos del sensorial paladar y las sensuales papilas gustativas de Bacchus (Baco).

Mientras terminábamos de desayunar, yo estaba en la segunda taza de café cuando de pronto, por la puerta de del carro-comedor; apareció el vejete con su pálida cara.  Traía el sombrero en la mano, y su cenceña cabeza exponía unos patéticos pelos grises largos y grasientos a modo de peinado sin ninguna personalidad.  Apenas entró al carro-comedor nos vió y dirigiéndose hacia donde estábamos y apuntándome con el dedo me gritó: "¡Facista, facista!".  Uno de los meseros se dio cuenta de esto, y se llevó al viejujo de un brazo hasta el fondo del carro donde lo sentó en una mesa aislada.  Desde allí nos miraba sin decir palabra. 

Esa mañana como a las 8:30, llegamos a nuestra primera parada: Cuauhtémoc.  En el poblado de Cuauhtémoc se encuentra la comunidad menonita más numerosa del mundo.  Los menonitas son una rama pacifista y trinitaria anabaptista, la que es otra de las incontables ramas sueltas del autodenominado cristianismo.  El nombre de este pueblito, Cuauhtémoc; se deriva del último Emperador Azteca que rigió Tenochtitlán (La Triple Alianza) desde el año de Su Majestad de 1520 a 1521.  En realidad no había mucho que ver en esta parada, así que nos montamos en el tren otra vez, para seguir a La Junta.

La Junta es una preponderante conjunción de varias vías ferroviarias y carreteras y un poblado eminentemente ferrocarrilero.  Su circumbirúndico nombre tiene su origen precisamente en la construcción de las líneas férreas y sus convergentes autopistas ya que es el punto donde se unen o se "juntan" el Ferrocarril Chihuahua al Pacífico, y la Carretera Federal 16

Nos apeamos brevemente en la estación de La Junta a comprar algunas de las chucherías que los indígenas vendían en el polvoriento y seco andén.  El viejo no se bajó del carro y nos miraba agudamente por una de las ventanas del tren.  Yo lo tenía en el reojo sin perderle pisada porque no sabía si este viejo loco era capaz de algo.  Cada vez que giraba mi cabeza hacia él, me apuntaba con el torcido dedo índice gritando su coloquial: "¡Facista, facista!".  "Viejo de mierda" –pensé para mí.

El tren silbateó y todos los turistas regresaron al tren, el que inició su ferromecánica marcha hacia su próximo destino: San Juanito, situado en el punto más elevado de la Sierra Madre Occidental, en el municipio de Bocoyna.  San Juanito en sus días de oro fué un centro de embarque de madera procedente de los aserraderos que se dedicaban a la explotación forestal de la Sierra.  No nos bajamos aquí porque era la hora de almorzar, así que nos fuimos al carro comedor.  Y el vejete atrás...

A esta altura el viejo ya me generaba un gran problema sexual: cada vez que lo veía, ¡se me hinchaban las pelotas!  Tomé una beligerante actitud defensiva anticríptica –mayormente para contrarrestar sus irracionales y esporádicos embistes y proteger a mi familia de un posible potoconloco(1).  Cada vez que me cruzaba con este individuo, lo miraba fijamente a los ojos apuntándole con mi dedo índice el que posicionaba desde mi nariz hacia adelante.  Mantenía mis ojos tremendamente abiertos y sin pestañar mientras le miraba fijamente, y le mostraba mis dientes con la mandíbula inferior superpuesta sobre la superior de modo que la cara se me veía papichenta.  Sostenía esta posición por unos pocos segundos mientras cruzaba delante de él dándole la cara. 

 (1) "Potoconloco".  Esta nomenclatura pseudodóxica Castellana es otro chilenismo protomorfo-lingüístico del demagógico Coa popular y fescennine chileno; de la cual su sumpsimus sería: un lío mayor pero sin grandes consecuencias, lo que se puede resumir con otra expresión chilena: "despelote".  

Cuando hacía esto, el viejo chico se me quedaba mirando perplejo y quizá un poco asustado, pero unos minutos después y cuando se recuperaba del cernícalo torpedeo fantodial, nos buscaba donde quiera que nos dirigiésemos, y cuando nos encontraba comenzaba a repetir sus fantochadas.

El tren seguía su marcha.  La próxima parada fue más larga porque había mucho más que ver.  Nos apeamos en el poblado de Creel (y con el viejo jodío atrás).  Este pulverulento y arrinconado pueblo ferroviario dedicado a la tala de árboles tiene varios miles de habitantes los que han rediseñado Creel como un centro turístico regional y como la "puerta de entrada" a las Barrancas del Cobre.  Sus innumerables y folklóricos boliches de venta, sus económicos hoteles rústicos y sus conexiones de autobuses y guías de turismo lo convierten en un buen punto de partida para visitar y explorar sus cañones periféricos, y algunas comunidades indígenas de las sierras altas.

Esa noche pernoctamos en un hotel en que la mitad del edificio colgaba en un acantilado de unos 800 metros de profundidad.  ¡Asomarse al mirador de madera (que era la extensión del "living") para ver el acantilado daba un julepe(2) mayúsculo!  Después de visitar las tiendas cerca de la estación del tren y cenar en un aburrido restaurante, nos fuimos a dormir.  Al otro día haríamos tres excursiones durante el día, y para esto; deberíamos estar bien descansados.  Cuando salimos del restaurante para dirigirnos al hotel, no ví al vejete por ningún lado.  Dando un suspiro de alivio, caminé en silencio hacia el hotel.

(2)  Julepe.  La palabra julepe sostiene diferentes significados dependiendo de quien la conozca.  Por ejemplo, es el nombre de un juego de naipes, también puede significar esfuerzo excesivo, o reprimenda; e incluso es el nombre de una bebida medicinal la que contiene eucaliptus.  En este escrito significa susto.  La palabra julepe se deriva del Catalán: julep o Xulepe.

La mañana llegó temprana y bulliciosa con taconeos en el entablado de los corredores del hotel acompañados de excitadas voces bajando al comedor a desayunar.  Eran casi las seis de la madrugada.  Si yo hubiese sido uno de estos Rumís, diría que es pecado mortal el levantarse tan temprano cuando uno está de vacaciones, pero como no soy ortodoxo, no digo nada; solo lo pienso...

La primera excursión fué a la Reserva Ecológica "Arareco" operada por los indígenas Tarahumara.  Allí hay un hermoso lago de aguas turbias con botes a pedales, y para joder, una misión (capilla) con su campanario al estilo Jesuíta construída cuando estos frayes vinieron a América a revolver el gallinero sin que nadie los hubiese invitado.  Pero bueno, es lo que hay.  Como estas construcciones obscenas no me apetecen, nos retiramos apuradamente del lugar para seguir viaje a Cusárare.

El nombre Cusárare viene del lenguaje Rarámuri de los nativos Tarahumara, y significa "Las Aguilillas".   Después de un vapuleado viaje en una camioneta de pasajeros más vieja que la injusticia y más parchada que momia; llegamos a la cascada de Cusárare.  Quizá si usted haya visitado "El Salto del Ángel" en Venezuela, o la cascada Yosemite en California, o la cascada subterránea Ruby Falls que se encuentra en las entrañas de la Montaña Lookout cerca de Chattanooga en Tennessee; la cascada de Cusárare no le impresionará, pero así y todo, es hermosa y tiene lugares para bañarse entre las gigantescas rocas que la forman.

La cascada exhibe un torrente permanente de apenas unos 30 metros de altura, y es considerada una de las cascadas más bonitas de México.  Para referencia, El Salto del Laja en Chile es una cascada de escasos 20 metros de altura, y la última vez que visité allí encontré sus parajes sucios, diseminados de basura por doquiera, con grafiti por todos lados, y los precios de sus establecimientos eran ridículamente caros.  Espero que hayan limpiado un poco porque dá vergüenza ajena referirles este sitio a los turistas.  Cuando visité (hace mucho tiempo atrás) mi hijo de cinco años me dijo con su prístina voz en Inglés: "¿Papá, por qué está tan sucio?".  Mi respuesta fue categórica: "Porque no han civilizado este lugar aún".

Después de una activa visita terminamos nuestro vertiginoso romance con Cusárare, y nos dirigimos al pequeño pueblo de Batopilas antes de que se nos terminase el día.  La fósil camioneta tosía y refunfuñaba mientras subía por los interminables recovecos y curvas del camino de tierra y ripio en busca de la cumbre de la montaña que alberga gloriosa y generosamente a Batopilas.  El olor a ala del chofer no contribuía a disfrutar el viaje.  Debido al constante culebreo del camino, a estos viajes en la zona les llaman "Dramamina Express".

Batopilas está incrustada en la parte inferior del precipicio del Cañón Batopilas, y fué fundada por los conquistadores españoles en 1632 como un centro de minería para extraer Argenta (plata).  Desde que los españoles comenzaron a explotar estas minas, docenas de minas de Argenta extraordinariamente productivas han sido perforadas en la zona; y se estima que las minas de la zona han producido siete veces más Plata que la famosa mina de Argenta de Kongsberg, en Noruega.  En Batopilas la minería está ahora agonizando.  Como diría el Puertorriqueño de El Pantano Maldito"¡Hay mijo, es un pueblito de lo más mono, oye!".

Mientras el sol ya se retiraba apuradamente entre las montañas a esconderse en su cubil nocturno, regresamos a Creel.  Durante el viaje de regreso realicé que habíamos disfrutado de un largo día sin el demente vejete gritón arruinándonos el viaje.  A pesar de los tumbos de la camioneta y del horrible olor a sobaco proletario del chofer, me dormí plácidamente en el poco mullido asiento de atrás de la camioneta mientras que mi involuntaria mente soñaba con la inmortal Juana...

Esa noche dormí profundamente y mi cansado y patriarcal cuerpo tuvo la oportunidad de recargar baterías, mitigar dolores, y aminorar parte de la centenaria lasitud que constantemente arrastra encarnada en la balumba de mi humanidad.

La mañana siguiente me despertó sobresaltada.  Cuando abrí los ojos después de que me vapulearan para despertarme y decirme que me apurara porque el tren se acercaba, mi mujer y mi suegro enfilaron inmediatamente hacia la oficina del hotel para registrar nuestra salida.  Entre tanto que mis hijos terminaban atolondradamente sus desayunos y mientras mi suegra trajinaba los últimos preparativos.  A pesar de que había dormido bastante, aún me sentía cansado, pero me consolé pensando que no haríamos escala en la siguiente parada del tren en el pequeño poblado de Pitorreal, una comunidad de unas 20 a 24 casas, y que seguiríamos directo a Divisadero, un lugar rodeado de un espectacular paisaje de montañas; así que podría dormir un poco más en el tren.  Pero me olvidé del viejo de mierda.

Apenas nos montamos en el tren, ví que esa vieja colilla del escroto de Benito Mussolini ya estaba acomodado en nuestro carro, probablemente para hacernos el viaje desagradable.  Apenas nos acomodamos, el tren partió raudo en busca de Pitorreal donde desmontaría solo a algunos pasajeros y seguiría camino a Divisadero.  No llevábamos ni cinco minutos de marcha cuando oí la desagradable voz del viejo gritando otra vez: "¡Facista, facista!".  Me volteé enseguida y lo ví de pie apuntando su sucio dedo hacia nosotros mientras chillaba como verraco.  Ya bastante molesto, me paré con la decidida intención de arrojar al viejo por la ventana del tren, tal como lo hice tiempo atrás en Sulmona, Italia con un individuo parecido a éste. 

El animalejo Italiano aquel que arrojé del tren en esa ocasión era más joven y cuando cayó en el térreo y polvoriento suelo no muy lejos de la estación de donde habíamos zarpado, y después de rodar revolcadamente unas cuantas veces, se paró lleno de tierra y me ofreció airadamente su puño maldiciendo a viva voz, pero para él, era ya demasiado tarde.  El tren se alejaba muy rápido para que este animalejo lo pudiese alcanzar, así que se quedó botado a unas dos leguas de la estación de Sulmona.  No fué lo más elegante, pero resolvió el problema.  Basado en el éxito de esta experiencia, calculé que también trabajaría con este viejo ladillento(3).  Casualmente, este episodio en Sulmona también ocurrió cuando viajaba con mis suegros y éste se acordaba vívidamente de ello, así que cuando me paré tan decididamente, súbitamente me agarró de un brazo y me dijo:

- ¿Lo vas a tirar del tren?
- ¡Sí! –contesté airado-.
- No –me dijo- vamos muy rápido y podría ser peligroso...

Miré a mi suegro en los ojos y acepté su intemporal sabiduría, y acto seguido; me volví a sentar en el mullido asiento del Chepe.  Afortunadamente el Conductor se encontraba en nuestro carro, y le advirtió al viejo que si seguía gritando lo haría bajarse en la siguiente estación.  Esto contuvo a la momia viviente, la que se quedó callada por el resto del viaje.

(3) Esta es otra cacofonología derivada de la neutropenia neuronal del lenguaje popular chileno.  "Ladilla" es el nombre vulgar con que los chilenos denominan al "Pthirus pubis", ese incómodo insectito anopluro ectoparásito que a veces llevamos en los pendejos y que molestan tanto como los políticos.

Quizá esto les parezca exagerado, pero no lo es.  Para mí, el arrojar a veces gente fuera de trenes en movimiento es un deporte bastante ameno y satisfactorio porque rápidamente resuelve problemas.  El remoquete de "el Loco" lo obtuve basado en repetidamente probados méritos, y en mis acreditadas y audaces acciones, por lo tanto; me lo gané en buena ley y sigue siendo tan válido hoy, como cuando jugaba pichangas en el viejo patio aquel de baldosas verdes.

No me dí cuenta cuando paramos en Pitorreal porque dormí placenteramente hasta que la sirena del tren anunció su llegada a Divisadero.  Nos apeamos del tren con nuestra impedimenta, y nos dirigimos al hotel "Divisadero Barrancas" en el cual teníamos hechas nuestras reservaciones.

Divisadero es un lugar con vistas de las Barrancas del Cobre, de Urique y Tararecua simplemente espectaculares, en donde se puede tener contacto con las comunidades Tarahumaras, saborear sus comidas típicas y comprar sus expresivas artesanías.  El hotel Divisadero está ubicado en el mismo borde de un enorme y profundísimo acantilado que al mirar hacia abajo desde los balcones de las habitaciones, produce una incomoda sensación de vértigo debido a su increíble altura, y donde la acrofobia siempre está presente y aglutinada en el tablado de sus extendidos balcones.

El hotel Divisadero está a una altitud de 2.200 metros sobre el nivel del mar, y sus acantilados parece que tienen 2.100 metros de profundidad.  Dicen que el eco se demora tres días en llegar de vuelta cuando uno grita hacia abajo.  La entrada del hotel es rústica y decorada exquisitamente con grandes ventanales y una gran y acogedora chimenea, y en donde también están ubicados la recepción y el bar.  En el segundo nivel de este edificio de madera hay un comedor panorámico amplio de altos techos, y creo que sus habitaciones ofrecen la mejor vista de todos los lugares en que estuvimos en las Barrancas, a pesar de que hay un ligado semanticismo panorámico entre todos estos lugares.  

En este lugar hicimos varias excursiones y nos quedamos allí por tres días.  Entre los varios lugares que visitamos, el que más me gustó fué Paquimé.  Afortunadamente el viejo de mierda no estaba alrededor porque las excursiones eran pagadas.

Paquimé es la mayor zona arqueológica de la región y sus estructuras de barro representan a los pueblos y culturas del desierto de Chihuahua.  Su establecimiento se originó alrededor del año 700 de la Era Común, y alcanzó su apogeo en los siglos XIV y XV.  Esta cultura es importante porque su arquitectura marcó un hito en el desarrollo de la arquitectura del asentamiento humano en esta vasta región, y es un ejemplo desacostumbrado de la tremenda organización y uso del espacio en la arquitectura.

Paquimé fué un punto y la vía de comercio para el intercambio cultural entre la cultura Puebla del Suroeste de los Estados Unidos y el Norte de México, y las civilizaciones más avanzadas de Mesoamérica –la que es una región y el área cultural en las Américas, que se extiende aproximadamente desde el centro de México a Belice, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, y el norte de Costa Rica- dentro de la cual las sociedades precolombinas florecieron antes de la colonización española de las Américas en los siglos XV y XVI.

La región de Mesoamérica es una de las seis áreas en el mundo donde estas antiguas civilizaciones surgieron independientes, y la segunda región en el continente Americano después de Norte Chico (Caral-Supe) en el norte costero del Perú.  Paquimé es ahora un sitio de UNESCO.

Nota del Autor: Nos saltamos San Rafael, Cuiteco, Bahuichivo, Loreto y Sufragio.  La única razón para no visitar estos lugares fué que queríamos volver a Chihuahua dentro de una semana de nuestra partida para visitar otros lugares en el Estado, incluyendo el Museo de Don José Doroteo Arango Arámbula, alias: Pancho Villa, el Centauro del Norte.

Otra Nota del Autor: ¿Sabía usted que lo primero que hacen los Mexicanos cada vez que se despiertan es mirarse la mano (cualquier mano) y decir: ¡Hola mano!?

"Posada" fué la parada de más adelante.  La estación Posada Barrancas está al lado de Areponapuchi, un pequeño poblado con un par de minúsculas tiendas que está localizado en el mismo borde del cañón.  El nombre del pueblito es "Arepo", lo que no tiene nada que ver con las "arepas" venezolanas.  Aquí hay varios miradores para contemplar y disfrutar las espectaculares vistas del cañón.  Fuimos al Parque de Aventuras Barrancas del Cobre donde nos encaramamos a una soberbia tirolesa (cable), en la que uno cruza una parte del cañón a gran velocidad sobre un precipicio de más de 1.500 metros de altura sujeto por unos meñiques y delgados cablecitos.  Aquí es donde la pajarilla y el julepe se fusionan carnavalescamente en la pilcha.

Después de agotar nuestras reservas de adrenalina en esta actividad, nos dirigimos a Témoris.  En la estación de Posada vislumbré al viejo con su bolsa sucia preparándose para subir al tren.  La sola vista del este viejo me revolvió el estomago de pensar que tendríamos que soportar sus estúpidos gritos y su hostigosa actitud.  La idea de tirarlo del tren me sabía más atractiva y cercana con cada encuentro con el viejo.

Témoris es otro pueblito minúsculo situado en el corazón de las Barrancas de la Sierra Madre Occidental.  En ese tiempo en que visitamos, sostenía una población de alrededor de 1.300 personas.  Témoris es la localidad más poblada del área y el asentamiento del municipio de Guazapares en Chihuahua.  A una gran altura sobre el nivel del mar, ofrece vistas asombrosas e imponentes de sus profundísimos acantilados, despeñaderos, e insondables simas; y con más túneles que un queso suizo.  Creo que lo bautizaron Témoris porque cuando te asomas a uno de sus precipicios, ¡"Te-morís" del susto!

Ese día no ví al viejo.

Dejamos el pequeño pero cómodo hotel en Témoris -del cual no recuerdo su nombre- para re-abordar el Chepe que ya estaba descansando en la estación férrea esperando a sus pasajeros y haciendo ronronear los roncos motores de la locomotora.  Anteriormente, cuando hice las reservaciones en este hotel previo a nuestro viaje, el anuncio del hotel decía que era de "dos estrellas", pero no mencionaron que al parecer las "estrellas", eran de cartón.  A lo que yo estoy acostumbrado y entiendo por "dos estrellas" difiere de lo que encontré allí.  En fin, no tengo reclamos sobre hotel, ni del servicio, ni de las acomodaciones, o de la comida, pero creo que deberían anunciar el hotel como "dos asteroides" en vez de "dos estrellas".

El viaje a El Fuerte desde Témoris toma un poco más de 3 horas a pesar de que la distancia entre estos dos sitios es solo de 132 kilómetros.  El tren no se mueve a gran velocidad y no puede debido a lo agreste y escabroso de la vía.  Es un viaje un poco largo y algo agotador, pero la hermosura de los paisajes hacen la travesía muy llevadera, con o sin un viejo de mierda gritando: "¡Facista, facista!".

Llegamos a El Fuerte a las 7:30 PM un poco cansados, y nos ubicamos inmediatamente en el hermoso y colonial Hotel Posada Hidalgo; hermoso pero muy caro para el objetivo del viaje.
Al siguiente día nos levantamos temprano y después de consumir un desayuno a "lo mero macho", nos dirigimos a disfrutar de las atracciones de El Fuerte.

En mi muy modesta opinión de fogueado y avezado viajero y aventurero, El Fuerte es una de las ciudades coloniales más hermosas y magníficas en esta región nor-occidental de Sinaloa.  En su apogeo y por varios siglos, El Fuerte fué un importante punto y enlace comercial para los abundantes mineros que excavaban en busca de oro y plata.  Hay una cantidad de fascinantes mansiones coloniales alineadas a lo largo de las calles adoquinadas que llevan a la Plaza de Armas del lugar.  Esta grata estampa me hizo recordar a "Lima la Vieja" en Lima, Perú.

El Fuerte (no la ciudad) fué erigido en 1610 para proteger la ciudad (fundada en 1564) de los sanguinarios indios Zuaque y Tehueco que forman parte de los varios pueblos indígenas denominados Cáhitas.  Las numerosas tribus Cáhitas habitaban en lo que son los actuales estados mexicanos de Sinaloa y Sonora.  El Fuerte es quizá más famoso porque es la cuna del legendario y romántico Don Diego de la Vega, conocido por nosotros desde que éramos chiquitos como "El Zorro".  No sé por qué cuando escucho esta palabra siempre me acuerdo de la Juana...  En 1590 los pantufleros Franciscanos llegaron a contaminar y emponzoñar la zona.

Nuestra última parada fué en Los Mochis, nombre que significa: "Lugar de Tortugas".  Ésta es una ciudad portuaria en la costa levantina del Mar de Cortés.  Los Mochis es la única ciudad de México a la que se puede arribar en tren, carretera, mar y aire.  Aquí visitamos la bahía de Topolobampo e hicimos un recorrido en yate por las diferentes bahías del lugar.  Sin sorprenderme, descubrí que el viejo de mierda también estaba a bordo del yate de turismo, pero ya no gritaba "¡Facista, facista!".  Quizá ya estaba asustado con todas las caras malditas que le puse cada vez que me cruzaba con él.  Desafortunadamente, la oportunidad de tirarlo al agua no se presentó.

Después de una agradable travesía ignorando al viejo de mierda, nuestra visita a Los Mochis terminó en una gran mesa de restaurante donde disfrutamos por primera vez de mariscos y pescado frescos.  Las ciudades grandes ya no me atraen, así que apenas mis compañeros de viaje se saciaron de visitar lugares, regresamos al hotel para embarcarnos al día siguiente en el Chepe para regresar a Chihuahua.  El Chepe zarpaba a las seis de la mañana desde Los Mochis, así que tendríamos que levantarnos muy temprano al otro día.

Al día siguiente y una vez que llagamos a la estación del tren, entre la gente que estaba esperando que el animal de fierro se pusiera en movimiento, estaba el jodío viejo que ya era una estampa desagradablemente permanente en nuestra jornada.  El Chepe no se hizo esperar y el conductor nos indicó que subiéramos a bordo para partir.  Nos subimos al carro y por supuesto, el viejo desgraciado se subió detrás de nosotros murmurando en voz baja: "¡Facista, facista!".  Esto me repitió el incómodo problema lúbrico: ¡se me volvieron a hinchar las pelotas y me dieron unas tremendas ganas de asestarle una buena patada en los mariachis!

Después de acomodarnos, yo ya estaba exasperado con el viejo de mierda que se sentó en el extremo opuesto del carro que ocupábamos.  La mañana estaba oscura porque el sol aún no había aparecido, en el carro nuestro había muy escasos pasajeros, y el conductor no estaba por ninguna parte.  Ante las propicias circunstancias, me paré sutilmente de mi asiento y me dirigí rápido hacia el viejo.  El Chepe ya iniciaba su lento movimiento.  Creo que el viejo se asustó al verme caminar hacia él tan decididamente.  El vejete estaba sentado contra la ventana, y su sucio bulto descansaba sobre la parrilla por encima de los asientos.  Lamentablemente (o afortunadamente) para el viejo, todas las ventanas del tren estaban abiertas porque el aire acondicionado todavía no estaba en funcionamiento.

Lo miré fijamente a los ojos con mi mejor cara de loco y sin titubear, veloz y osadamente tomé el bolso del vejete copuchento y ladillento y lo arrojé por la ventana del tren hacia el andén de la estación mientras que el tren seguía su marcha.  El viejujo rápidamente saltó del tren dinámico como ardilla en celo y se fué a recuperar su morral.  ¡Nunca había visto un viejo más arrugado y más ágil que éste!  Había calculado mal pensando que el viejo se demoraría más en bajar del tren, y antes de darme cuenta, el viejo jodío ya venía de vuelta hacia el tren dando saltitos de pony (Equus ferus caballuscojo con su bulto en la mano.  He aprendido que situaciones apremiantes requieren soluciones rápidas y efectivas, lo que no deja tiempo para medir consecuencias.  Por lo tanto, como visitante en Mexico, me ví obligado a reaccionar a lo mero macho.  ¿Qué cosas, no?

Unos dos o tres metros antes de que el viejo alcanzase nuestro carro que ya iba en veloz marcha, rápidamente cerré la puerta de entrada al carro bloqueando la escala de acceso, y el viejo molestoso no pudo subirse de vuelta al tren, y después de propinarle un par de frenéticos manotazos a la portezuela, se quedó irremediablemente abajo mientras que furioso gritaba con la cara roja y las venas del cuello hinchadas como sapo de asequia: "¡Facista, facista!", al tiempo que blandía su apretado puño de blancos nudillos en el aire colérica y exasperadamente.  Obviamente este viejo estaba más loco que Juana de Arco.

Y ahí se quedó el vejete: solo, energuménicamente furibundo y sin poder molestarnos más.  Mi suegro me dirigió una solapada sonrisa de complicidad y aprobación, mientras que mi suegra y mi mujer me daban un largo discurso acerca de buenas maneras, respeto, caballerosidad, civilidad y no sé qué otra porquería que no venía al caso, pero no importaba pues el problema estaba resuelto y aparte de una rabieta mayúscula, el viejo molestoso no sufrió ninguna otra consecuencia visible.  Como yo tengo un alma tremendamente caritativa, me apiadé del viejo de mierda y le arrojé su sucio sombrero que había dejado olvidado en su ex-asiento.  Esto lo menciono humildemente para que quede claro que donde quiera que vaya, yo siempre hago la caridad.

El Chepe se fué alejando ufano con su "tacá-tacá (pausa), tacá-tacá, (pausa), tacá-tacá (pausa)...".  Miré distraídamente hacia la butaca en donde había estado sentado el viejo cuando salíamos de la estación.  El asiento seguía vacío y estaba más callado que una uña.  El largo viaje de vuelta a Chihuahua lleno de cortas y pintorescas paradas fué tranquilo y sin presiones; y lo disfruté casi más que el viaje de ida. 

En el futuro si vuelvo a viajar a Chihuahua y me encuentro con el viejo, antes de que reaccione le comenzaré a gritar: "¡Facista, facista!", le apuntaré en la cara con mi dedo vaginal, lo seguiré por doquiera que ande, y le exhibiré mi mejor cara de loco con ojos desorbitados y todo; porque en esto, no me gana nadie.

El Loco

The Sincipitis Porcus

domingo, 1 de abril de 2012

La Calle Eleuterio Ramírez

A pesar de que muchos no lo crean, yo también fuí un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que compite con mi barba y mis bigotes los que se esfuerzan afanosos por cubrirme algunas de las impertinentes arrugas de la cara; o quizá porque ahora camino con un paso un poco más cansino que el de ayer... Quizá sea porque yo ya no me visto "a la moda" y porque mis ropajes -aunque sobrios y limpios- ya no son modernos ni "tiran pinta" como los de los jóvenes internautas de exigua Anchura de Banda que caminan por las calles mirando esas cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... Quizá mi apariencia de hoy haya borrado los vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, yo también un día fuí un niño.

Pero yo sé más que ellos, porque yo sé que todavía tengo mucha fuerza y energía, porque sé que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada; puedo decir palabras sanas y contar historias fantásticas, y hacerme eterno en las memorias de las gentes. Sé que todavía tengo fuerza, porque aún soy capaz de encontrar sin buscarla, a la esperanza y la gloria en la risa de los niños, porque no me he olvidado de que a pesar de lo que muchos piensan, yo también un día fuí un niño.

Pero este viejo que les habla cree que es inmortal porque todavía puede oír de esos otros niños ancestrales de hoy; de aquellos que fueron antaño sus compañeros de juegos, su estridente coro de risas, esos amigos que aún perduran en el tiempo; como los Gloriosos y Gallardos Ercillanos de la Sólida e Inmortal Guardia Vieja del '72. Aquellos amigos impolutos, intachables y angelicales... Esos amigos son así; intactos, porque los hicimos sin los intereses creados con que los viejos y los gastados hacemos amistades ahora. Nos hicimos amigos porque estábamos juntos, porque asistíamos al mismo colegio, y porque jugábamos juntos. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos.

Hoy por hoy, elegimos las amistades con el tinte del interés, con la anilina de la conveniencia, y con una mezquindad que nos favorezca. Nos aseguramos de hacernos "amigos" de Fulano porque es el gerente de una fábrica de Envidia y tal vez en el futuro necesitemos un puesto en el Departamento de Disimulos; afianzamos una amistad hecha de sombras con Zutano porque es abogado, y porque tal vez necesitemos eventualmente una piraña sarnosa que nade en nuestra angosta pecera; tampoco nos olvidamos de complacer a Merengano que es amigo de él-y-de-aquél, ya que pronto apremiaremos una recomendación falsa e interesada; y por último, nos encargamos de cortejar a Nesciano y a Perencejo (Perencejo es el primo tonto de Pendejo) porque es seguro que necesitaremos a alguien a quién podamos hacer víctima de nuestras bajezas, de nuestras cobardías, y de nuestros fracasos personales.

Por eso me gustan más mis amigos de la niñez; porque forjamos nuestras amistades en el fogón de la inocencia simplemente porque estábamos juntos, sin intereses, sin saber lo que uno o el otro serían cuando viejos o gastados; fraguamos a nuestros camaradas porque chuteábamos la misma pelota plástica; porque compartíamos un sándwich proletario de mortadela con mantequilla, y porque también, varios de nosotros bebíamos de la misma botella de Coca~Cola; y moldeamos esos sentimientos de amistad con nuestras jóvenes manitas amasando con alegría esa blanca y dócil arcilla de nuestros corazones, y la investimos generosamente con la límpida y flexible luz de nuestras almas para que se secara pronto. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos. Sin lágrimas ni penas; sin dudas ni cadenas.

Y sí señor, ellos quizá también se vean un poco gastados ahora, pero yo sé en mi corazón de que ellos, como yo un día lo fuí, también fueron niños; y sé que fueron niños porque los ví cuando lo eran, y porque oí sus estridentes risas, y porque sé que muchos de ellos aún no lo han olvidado, o se rehúsan rotundamente a hacerlo.

Hoy me siento niño, aunque ese talle me quede un poquito grande. Y en verdad me siento nuevo, aunque me tilden de loco. Presiento que hay algunos que se sienten como yo, quienes tienen en sus almas una oculta fuente de semillas que aún pueden germinar. Ellos saben que tienen fuerza porque aún son virtuosos para encontrar una sonrisa sin buscarla, y pueden descubrir un brillante arcoíris en medio de la lluvia, y porque como yo lo hago tan a menudo, no se han olvidado de que a pesar de lo que muchos piensen, ellos también un día fueron niños.

Les ofrezco ansiosamente este escrito a todos aquellos locos del alma que no dejaron nunca perecer la fuerza de su niñez; ni la heroica candidez de sus corazones.

Eleuterio Ramírez
Vivíamos en el centro nervioso mismo de la venerable y vibrante ciudad de Valparaíso, la perla más Perla del irascible Pacífico; frente al pintoresco y sucio edificio de la Municipalidad de la ciudad y enfrente de los prósperos Almacenes "Cori". Los Almacenes "Cori" siempre se engalanaban estridentemente como ningún otro cada año para Pascuas. Los amplios balcones del segundo piso de este futurista almacén, los que daban a la calle Condell, siempre estaban generosa y ruidosamente peripuestos con figuras del "Viejito Pascuero" iluminado con grandes luces, y que con su traje rojo dirigía impertérrito su trineo tirado por unos renos que movían la cabeza y las patas como si estuviesen volando, mientras me saludaba con una mano en un airoso y blanco guante. Yo me quedaba largos minutos observando este increíble y fantástico espectáculo hasta que el alma se me salía a borbotones por la boca abierta, o hasta que mi madre me arrastrase impaciente de un brazo. También veía ocasionalmente a otros niños apuradamente baboseando porciones de sus almas por la boca, mientras miraban por las ventanas de los "troles" que con sus largos y engrasados suspensores eléctricos hacían ¡claquiti-clak!- ¡claquiti-clak! cuando pasaban expeditamente por la calle delante del almacén.

¡Entrar al almacén "Cori" era un convite sensacional! La ensordecedora avalancha de juguetes nuevos cegaba a cualquiera, a cualquiera que fuese un niño eso es, y el ruido de las luces era ensordecedor y la cegadora luz de los sonidos atontaba; y las montañas de tantas novedades y de tantas cosas antes nunca vistas, cimentaba sólidamente y para siempre, la creencia en la comandante figura de aquel "Viejito Pascuero" del balcón de cemento que piloteaba incansable y con una enorme sonrisa, a su rojo trineo de infatigables renos. No recuerdo haber pestañado ni una sola vez mientras estuve dentro de los soñadores Almacenes "Cori".

En la calle, el aire olía diferente, la música de los almacenes era más apropiada, y los paquetes de regalos que llevaban las gentes siempre eran inmensos. Las piedrecitas que el furioso viento del Puerto levantaba y me las estrellaba con fuerza en las flacas piernas desprotegidas por un pantalón corto de cotelé café oscuro que odiaba, me pinchaban con dolor, pero a mí no me importaba porque mi atención completa estaba en este magnífico lugar de sueños. Ahora que estoy un poco más gastado, también sueño, tal vez como usted lo hace a veces, pero creo que me hace falta de que una pizca de alma me salga por la boca... y es por eso que quizá las gentes piensen de que nosotros estamos secos, pero a pesar de lo mucho que no lo crean, nosotros también fuímos niños.

Desde que fuí un niño, mi madre se aseguró de que me aprendiera bien nuestra dirección para que si alguna vez me perdía en la ciudad, le dijera a un Carabinero que me llevase a casa. Desde entonces nunca me he olvidado de que cuando antaño fuí un niño, vivía en la calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto piso, Departamento "A"; teléfono: 54659 (sí, con poquitos números). No había ninguna necesidad de nombrar a Valparaíso, ni menos a Chile, porque en aquel corto tiempo, para mí ése era el único mundo que existía y que conocía; no había ni cosmos ni Universo, y no sospechaba de que existiera ningún otro mundo en ninguna otra parte... Hoy que estoy un poco más gastado, añoro profundamente esa virginal e insondable inocencia tan impoluta y cándida como la que usted y yo tuvimos en tanta abundancia, en aquel tiempo cuando apenas éramos unos ingenuos niños.

¡Y sí señor!, ¡teníamos teléfono! Pero eso no era nada porque muy pocos eran los llamados que llegaban. En ese tiempo casi nadie de los que conocíamos tenía teléfono, así que las llamadas eran escasas y espaciadas. A mí no me gustaba mucho el teléfono. Ese teléfono era negro como las intenciones políticas y como otros que conozco, y se asemejaba a una jaiba feroz lista para abalanzarse a mansalva desde la mesita en que descansaba si uno estaba desprevenido. Me aterrorizaba cuando sonaba porque no avisaba, y su imprevisible, súbito y chillón "¡ring-ring! - ¡ring-ring! hacía eco por todo el departamento y siempre me asustaba. Yo lo miraba de reojo y él también hacía lo mismo conmigo; pero yo me cuidaba de no pasar cerca de su siniestra mesita. Con el tiempo aprendí a ignorarlo, poco a poco, hasta que un día, me olvidé de él como me olvidé de algunas de aquellas penas que una vez me estrujaron unas pocas lágrimas del alma.

Nuestro flamante departamento, el "A" en el sexto piso; era enorme, ciclópeo. Me acuerdo de que nosotros, mi hermanito, mi hermanita y yo, compartíamos un cuarto enorme en el que cabían tres camas, tres veladores, tres cómodas y espacio para tres montones de juguetes; y tenía un cielo inmenso en el que cabían casi todos mis sueños, y tenía unos grandes ventanales para ver el mundo, en donde nos pasábamos asomados un montón de tiempo durante la Noche Buena para ver si podíamos ver al Viejito Pascuero y a sus peludos renos. Teníamos una sala enorme para las visitas, un "porche" que parecía otro "living", el cuarto de mis padres tenía eco, podíamos jugar ping-pong en el comedor sin trastabillar con nadie, y teníamos una despensa grandísima que tenía unas estanterías altas que parecían rascacielos, llenas de alimentos y de otros menesteres, y de la que nunca pude ver lo que escondía en sus tres últimas repisas allá arriba.

También había un corredor enorme y largo de baldosas amarillas y verdes en el interior del edificio donde yo conducía temerariamente mi autito rojo a pedales mientras sorteaba magistralmente los tarros y las bolsas de basura que se acumulaban a lo largo de la ruta en espera de que el mayordomo las recogiese. Años después, esas baldosas verdes y amarillas se darían temerarias vueltas en una cita de vertiginosos remolinos de recuerdos de mi cabeza, cuando jugaba unas divertidas y animadas pichangas en otro mundo diferente y lejano, en un mundo nuevo y más grande lleno de aquellos viejos amigos, los que ahora estamos un poco más gastados que antes, allá en lontananza, en un mundo espacioso, bullicioso y distante llamado Santiago.

En ese inolvidable tiempo de niño, las distancias eran tan extraordinariamente enormes que no se podía ver nada en el lejano e imperceptible horizonte; y si se nos perdía la mirada cuando la clavábamos en el "infinito", el "infinito" estaba solo a unas pocas cuadras de casa... pero cuando la vida pasa acaballadamente por encima de nosotros y nos gasta, las distancias se acortan superlativamente. Lo sé porque ahora, al igual que usted; puedo ver cosas allá en la distancia que nunca pude ver en mi niñez, puedo ver cosas en el infinito como por ejemplo, ahora puedo vislumbrar a la seca muerte allá en lontananza... y hasta puedo distinguir la afilada guadaña que carga a su espalda... y hasta puedo vislumbrar a veces, mi nombre escrito con letras pequeñitas en su negra hoja afilada sin fulgor. El infinito ahora está a cortas cuadras, solo un poco más allá de casa...

Me fascinaban los elevadores del edificio. Ellos se llamaban "OTIS". Eran gemelos. Había dos, uno a cada lado de la amplia entrada parapetada con sus enormes murallas cubiertas de mármol. Esas murallas eran frías, suaves y resbalosas; tanto así, que no se les podía pegar un "moco" por más que uno tratase. Yo pensaba que los ascensores eran formidables porque cabían varios pasajeros al mismo tiempo, y tenía unos botones muy inteligentes que dejaban a la gente en el piso que ellos quisieran; y nunca se equivocaban. Me encantaba jugar en los ascensores, pero muchas veces me correteaba el mayordomo diciéndome que no era un juguete. ¡Pobre mayordomo! ¡no tenía idea! ¡no tenía idea!

El Parque Brasil
Saliendo del edificio durante cualquier día de sol, y yendo a mano derecha, a dos cuadras del edificio estaba el parque Brasil. Creo que en los días de lluvia el parque no existía. No puedo saberlo a ciencia cierta porque mi mamá nunca me dejó ir al parque en los días lluviosos, así que nunca podré saberlo. Pero no importa porque me alegro de que existiera los días asoleados puesto que eran los mejores para ir allá a jugar con nuestros inextinguibles amigos.

El parque Brasil no tenía nada de cemento. Los corredores entre sus jardines eran de un ripio blanco como las palomas de los cuentos de hadas, y el resto era pasto, pasto verde, flores y muchas palmeras. Y las palmeras eran altas y fuertes. Hasta las bancas eran de fierro forjado. Nada de cemento. También había muchas palomas y algunos perros vagabundos durmiendo al lado del ocasional "curadito" que estaba durmiendo la "mona" en el invitante pasto del parque tal como lo hacían los curaditos de Playa Ancha. También patrullaban esos lares los esforzados e incomprendidos "basureros" que deambulaban sudorosos con sus carritos hechos de los tambores viejos del petróleo de Pablo Neruda, con un pintoresco letrero pintado con grafías blancas enfrente que leía: "Ilustre Municipalidad de Valparaíso". Estos ingenuos carritos tenían una asadera amplia y un par de grandes ruedas con las que los hombres de mameluco verde se paseaban a lo largo del parque recogiendo basura y vaciando los tachos basureros que estaban desparramados sin concierto a lo largo del parque. En un costado estaban dotados con una pala, y con unas largas hojas de palmera que las usaban como escobas. Sus sueños; estos lánguidos hombres, los arrastraban por el ripio colgados detrás de sus carritos.

En el pasto bajo las palmeras había coquitos. Eran en realidad las semillas de la palmera, pero nosotros les llamábamos coquitos. Cuando nos juntábamos con los otros amigos en el parque Brasil, teníamos guerras de coquitos. Armados con hondas hechas de la horcaja de una rama de árbol y unas tiras recortadas de la cámara de algún neumático desahuciado, y con un trozo de cuero para depositar los proyectiles; nos trenzábamos en sendos combates mientras el sol nos lamía la ropa y el pasto nos pintaba las rodillas de un verde claro como las auroras de aquel entonces. Nos dividíamos en equipos y nos agarrábamos a hondazos entre saltos y carreras mientras nuestras sonoras risas hacían eco en las perdidas ventanas de los edificios circundantes haciendo volar asustadas a las ingenuas y numerosas palomas vestidas con sus consuetudinarios trajes grises. Los cocazos dolían y dejaban moretones en las piernas y en los brazos... pero ahora sé positivamente que esos magullones eran mucho mejores que los moretones que la vida nos deja ahora en el alma...

Los moretones del cuerpo se nos esfumaban en unos días, y mientras los teníamos estampados en un enojoso lila, los exhibíamos y los llevábamos con orgullo guerrero. No podíamos esperar para contarle a alguien del origen de tan heroico magullón. Tampoco ahorrábamos palabras para explicar cómo los habíamos conquistado. Lo curioso de esto es que ahora que estamos un poco más gastados, escondemos celosamente los moretones del alma, y no queremos contarle a nadie acerca de ellos... Será acaso que ahora que ya estamos un poco más gastados y con la salud a veces colgando de nuestros bolsillos, ¿no nos gustan ya más los moretones? ¿Qué cosas, no?

El Colegio
Yo asistía a un colegio muy cuico y pituco al que llamaban "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses". En ese tiempo no sabía que había sagrados corazones de tantas nacionalidades distintas. ¿Será que había de distintas nacionalidades? No lo sé, pero nunca escuché de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Tibetanos", o de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Esquimales". Tampoco oí nunca de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Norteamericanos" ni de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Pascuenses". Eran solo franceses... ¿será que tenían el monopolio?, ¿o sería que los corazones de los otros no eran sagrados?, ¿o sería algo así como una cosa que aprendí más tarde, y que le llaman discriminación? ¿Quién sabe? Yo sólo era un niño y no distinguía entre la calidad de las personas ni la altura de sus almas así como lo hacen tan marcadamente los que viven en las sociedades de los viejos... y también de los gastados... A veces pienso de que por la forma en que pienso, a pesar de que muchos no lo crean, yo todavía sigo siendo un niño como antaño, cuando fuí un niño. Sí, como usted... Mucho después me enteré para mi asombro de que estos caracteres de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses" no eran ni "Padres"; ni tampoco eran "Franceses"; y jamás tuvieron nada de "Sagrados"... ¿Qué cosas, no?

"Tico"
En la esquina de Eleuterio Ramírez y la transitada calle Condell había un pintoresco Kiosco de diarios y revistas. El dueño era un señor gastado que se había quedado atrapado desamparadamente en su niñez. Todos le llamaban "Tico" porque decían que venía de un lugar extraño que se llamaba "Costa Rica" (o algo así) y siempre hablaba raro. Decía chiquitico en vez de chico, y decía poquitico en vez de poco, y cantico en vez de canto, y a veces decía chaquetica en vez de chaqueta. También le gustaba tocar la guitarrica y cantar algunas cancioncicas. Pero esto no importaba porque él era nuestro amigo. A pesar de que estaba gastado y arrugado, nosotros sabíamos que él llevaba un niño dentro; un niño chiquitico.

A nosotros nos gustaban las revistas de aventuras y "Tico" tenía muchas de ellas para la venta en su quimérico Kiosco que olía a madera verde de Mañío que en una de sus gastadas tablas estaba quemada la palabra "Aysén", lo que nunca supe en ese entonces qué era. Tenía revistas de Supermán, Batman y Robin, Marvila, El Pato Lucas, Porky y sus Amigos, Archi, El Fantasma, Relatos Fabulosos, La Pequeña Lulú, Flash (el corredor veloz y mi héroe), Flash Gordon, Tarzán, Vidas Ilustres, Red Ryder, Roy Rogers, Mi Gran Aventura, El Llanero Solitario, El Súper Ratón, Blackhawk, El Halcón Negro, Julio Jordán, Linterna Verde, El Conejo de la Suerte, Disneylandia, Domingos Alegres, El Zorro, Spirit, Tom y Jerry, La Zorra y El Cuervo, Mandrake, Pluto, El Hombre Araña, Epopeya, El Pájaro Loco, Titanes Planetarios, y muchas otras de las que ya no me acuerdo porque ahora, como usted, ya estoy un poco gastado y la memoria no me trabaja como antes. ¡Ah!, y también tenía algunos periódicos para los viejos y los gastados... Quizá usted se acuerde de algunas otras revistas, esas que leyó cuando usted era chiquitico. Nunca ví en el Kiosco el "Okey" que mi abuelito Víctor me compraba...

Él nos dejaba leer sus revisticas porque nunca teníamos dinero para comprarlas, y cada vez que regresábamos del colegio, hacíamos una ansiosa parada en el Kiosco de "Tico" para leer una revista de aventuras antes de llegar a casa. Leí muchas de esas revisticas que plantaron tantos sueños en nuestros tiernos corazones de marfil blando aún sin contaminar, los que estaban irremediablemente conectados con nuestras libres imaginaciones por el indisoluble cordón umbilical de las ilusiones. Ojalá pueda ver algún día al niño que "Tico" llevaba adentro... A pesar de que en ese entonces nosotros no lo podíamos creer, "Tico" también fué un niño, aunque chiquitico, fué un niño un día.

La Máquina del Tiempo
Un gran hatajo de años después, un severo día aturdido en la avalancha de la vida, durante un lánguido viaje a la tierra madre fuí tan esperanzado a ver el departamento de Eleuterio Ramírez 477. La entrada del añoso edificio ahora me pareció mucho más chica y oscura; y quizá hasta un poco egoísta... Las murallas parapetadas del mármol negro seguían frías, suaves y resbalosas, pero esta vez no traté de pegarles ningún "moco". Ahí me dí cuenta de que la edad se acumula... ...y que yo ya no me admiro con grandes ojos dejando escapar un sentido "¡aaah!"de mi boca cuando descubría cosas extravagantes y portentosas como los huevos de avestruz. Subí en el juguete con botones inteligentes hasta el Sexto Piso. El ascensor era chico, solo cabían cuatro pasajeros flacos, o solo uno con un ego grande. Me bajé en el piso de destino y me acerqué a la puerta con una gastada letra "A" que estaba media chueca pegada sobre la puerta. El aire era pesado y ya no olía como el aire de los almacenes "Cori". Me detuve un momento casi eterno a escuchar como palpitaba mi asustado corazón, y después de unos breves segundos de vacilación a destiempo, le dí tres golpecitos a la puerta con mis arrugados nudillos mágicos.

Mientras esperaba que alguien contestara a la puerta, me asomé a mirar el corredor interior del edificio, el que se podía observar desde una sucia ventana al lado del ascensor. No pude comprender cómo yo podía haber piloteado mi audaz autito rojo a pedales tan temerariamente en ese escueto y estorbado pasillo... se veía chiquitico... intransitable... De pronto la puerta del 6-A se abrió con un sordo ruido y me sacó abruptamente de mis lánguidos pensamientos. Una mujer gastada apareció en el dintel y me miró curiosa. "¿Qué se le ofrece, señor?" dijo con una voz suave y pausada. Le expliqué que yo había vivido en ese departamento cuando tenía apenas cinco años; hacía muchos siglos atrás, y que quería verlo otra vez. La mujer me miró desconfiada mientras se parapetaba detrás de la puerta sin decir palabra. Pensé que debería irme. ¡Esto era una locura!, pero el niño que llevo dentro me tenía apernado los pies al suelo. Después de unos incómodos segundos dije: "No se preocupe señora, gracias de todas maneras", y me dispuse a irme.

Un efímero instante antes de voltearme hacia el juguete con botones inteligentes, imprevistamente ví a una niña escondida dentro de los ojos de la mujer que se asomaba por entre sus grises y frondosas cejas, y ésta entonces me dejó entrar al departamento. "Pase señor y vea lo que quiera" dijo la señora haciéndose a un lado y terminando de abrir la puerta para que yo pasase. Le sonreí y me adentré intrépidamente en el desconocido pasado del presente casi sin respirar y con un enorme suspiro atragantado en el pescuezo.

¡No me dí cuenta cómo ni cuándo había salido del "porche"! Y yo que pensaba que era enorme, pero ahora se había achicado tanto como lo que se nos achican los sueños a medida de que nos gastamos. Apenas pasé el dintel del "porche", miré hacia la izquierda nerviosamente. El teléfono negro ya no estaba allí. Dí un respiro de alivio y proseguí mi lenta patrulla mientras la señora me seguía silenciosa detrás. Las murallas ya no eran de un amarillo de budín, sino que eran de un verde de lagartijas enfermas. La luz de las ventanas ya no alcanzaba a las murallas opuestas, y la despensa ahora era un insano y olvidado armario para guardar cachureos.

La cocina otrora amplia y llena de tiestos, ahora descansaba silente y solitaria, y me pareció tan chica como la honradez de los políticos. El pasillo que recordaba tan amplio, ahora se presentaba angosto y estrecho como el creacionismo; la tina del baño que solía ser una piscina, ahora semejaba un reducido y fosco baño de pájaros; y el dormitorio nuestro, ése que visitó el Viejito Pascuero de los almacenes "Cori" tantas veces, me golpeó la cara con una oscura y fría mezquindad.

Me detuve súbito. Un terror de cartón me ahogaba los recuerdos. Miré a mi alrededor descorazonado y sin pestañar. Sentí una gota de pánico negro deslizándose lentamente como plomo derretido por mis ansias, disturbando enojosamente mis límpidas memorias. No quise seguir adelante a pesar de que aún había más que recorrer y ver; giré decepcionado sobre mis gastados talones y miré a la señora que me observaba curiosa y silente. Ella me miró lánguidamente a los ojos y exclamó: "Ya no es lo mismo... ¿verdad?". "No" contesté con un eco sereno, y al mirarla a los ojos me dí cuenta de que ya no se asomaba esa niña que me abrió el paso. Solo se veía el gastado fondo de sus retinas, las que denunciaban enormes torrentes de lágrimas derramadas en el pasado. Podía ver los profundos surcos y los lechos que esas aguas saladas que le habían brotado del alma le habían dejado marcados en su marcha hacia las mejillas. Quizá la niña que vive dentro de esta señora estaba escondida en una de esas zanjas de pena.

"Sé que no volverá", me dijo, "nunca nadie regresa después de querer ver lo que no pueden ver porque ya no se puede ver más". "Sí", dije casi suspirando y me encaminé hacia la puerta de salida. Cuando llegamos a la puerta ella me dijo: "Lamento que no haya encontrado lo que buscaba en mi casa. Va a tener que mirar en su corazón y en sus memorias para encontrarlo. Lo que busca siempre estará ahí".

Me despedí cortésmente de la señora quién me ofreció una amable, pero corta sonrisa de condescendencia y aflicción, la que exhibía un soberbio penacho de desilusión. Y después de ofrecerme esta limpia sonrisa, cerró la puerta mientras yo aún estaba en frente de ella, tal como lo hará el hombre de la funeraria cuando cierre el féretro en nuestra cara por última vez. ¿Por qué es siempre el "hombre" de la funeraria y no la mujer?... Quizá lo hizo para ayudarme a irme, o quizá para despertarme... Es igual, me encaramé apuradamente en el elevador que ahora no me elevaría más; y sin tropezar me fuí a la calle. Cuando dejé el edificio a mis espaldas me dí cuenta entonces de que la miel de la niñez que se colgaba ávida y pegajosa de mis años, ya se había comenzado a evaporar.

Esa demente y repentina colisión entre el pasado y el presente me dejó heridas múltiples en los diversos y surtidos lugares de mi ser, delicados lugares en los cuales mi alma y mi corazón se esforzaban frenéticamente por contener y controlar el daño; mientras que en otro campo de batalla, mi psiquis se recuperaba del impacto repentino que me descalabró temporalmente la lógica, la cual trataba desesperadamente de recalibrarse entre el apuro y el equilibrio. Mis pensamientos se enredaron en arcadas, y mis sentimientos se congelaron secos en my garganta. Aunque los escalofríos no pudieron erizarme la piel de las manos, un ácido sudor en polvo me cubrió las sienes, y un tiritón nervioso se derritió por mi columna desde la nuca hasta el suelo. Esta rápida y audaz incursión al movedizo pasado ciertamente me dió un golpe formidable, pero no me derrotó porque todavía llevo salvaguardado en mis memorias el recuerdo intacto de cómo era mi idílica casa de Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.

Vejez
Algunos humanos se hacen viejos, otros nos gastamos. Los que envejecen se apagan paulatinamente sin llama ni luz en días desabridos y carentes de eco. Los que nos gastamos en cambio, solo cambiamos de unas experiencias explosivas a unas más iluminadas y menos inauditas. Ésto me lo enseñó mi Abuelito Víctor. Es cierto de que todos caminamos al unísono hacia el último escalón del infinito, ése que tiene forma de un cajón oscuro y largo con una ventanica chiquitica de una ininterrumpida vista sin obstrucciones hacia nunca jamás; pero algunos de nosotros no corremos ansiosos hacia él, no corremos ansiosos porque llevamos de la mano y con cuidado a aquel niño que vive dentro de nosotros flotando en una nube de sueños.

Algunos de nosotros somos unos buenos tipos, y otros son unos cascarrabias; pero lo que importa es que no andemos solos, ni que esperemos en vano, ni que nos entristezcamos. Siempre observo a las personas gastadas como yo y a pesar de que parecemos tan distintos, nuestro niños de adentro son tan iguales... Hay algunos que crecieron corriendo, hay otros que crecieron caminando; hay algunos que bebieron agua dulce, y otros que bebieron agua amarga. Algunos llevamos la vida encima, otros la llevamos arrastrándola detrás nuestro, y hasta hay algunos que la han dejado olvidada en algún banco de alguna plaza perdida en alguna áspera ciudad; pero es igual porque nuestro tiempo no tiene historia escrita ni tampoco tiene sueños de barro.

Ahora que entiendo bien por qué Pablo Neruda se cansaba tanto de ser hombre, yo nunca me cansaré de ser niño; y espero que usted tampoco lo haga. La mejor manera de hacer esto, es cada mañana acechar furtivo el espejo, y ver ahí dentro de tus ojos, al niño que vive dentro. Así y a pesar de que muchos no crean que yo también fuí un niño, cada día vivo más alegre porque puedo mirar seguido en los ojos del espejo, a ese eterno niño eterno que nunca se hizo viejo.

Pero debo confesar de que una vez yo fuí viejo. Sí, hace un tiempo atrás me olvidé de gastarme y me comencé a hacer viejo. Quizá tal vez porque una pena grande me ahogó el alma, quizá fué porque la rutina de la vida me sofocó el corazón en inercia; ¿o habrá sido porque tal vez dejé de hacerme preguntas?, o simplemente haya sido quizá porque se me olvidó dejar que mi imaginación volara libre; pero el hecho es que un día comencé a arrastrar mi vida, a dejarla pegada en murallas olvidadas, a diluírla en las lluvias de la primavera, a enterrarla en las arrugas de mis manos, a dejarla que la agobiase el inclemente destino. Quizá a usted le haya pasado lo mismo algún día... Quizá... Traté de imitar a los jóvenes electrónicos con un aparatito extraño en la mano que me decía cosas, pero eran cosas que yo no entendía. No funcionó, y además me quedaba muy mal. Quizá usted se acuerde de estas cosas...

No sé qué fué lo que pasó. Solo recuerdo de que me comencé a hacer viejo rápidamente, y los dolores del alma me volvieron, y las penas olvidadas regresaron y se me agrandaron adentro, y me descalabraron la horma del corazón; el temperamento se me pudrió, y hasta me molestaba la estridente risa de los niños. No sé qué fué lo que pasó. Los días se pusieron sumamente largos y todo me asustaba; y ya no era de cómo danzar en la lluvia, sino que cómo no mojarse con ella; y ya no era acerca de vivir, sino de cómo sobrevivir, y hasta el carácter se me quebró... y todo esto es porque el gastarse es un regalo, pero el hacerse viejo es un préstamo usurero el que nunca se puede pagar. Envejecer y gastarse es la diferencia fundamental entre el saltar desesperado por la borda de un barco que se hunde, o descender con calma y elegancia hasta el bote salvavidas.

Pero un soleado día como aquellos que me llevaban al parque Brasil, súbitamente dejé de hacerme viejo, y comencé otra vez a gastarme. No sé qué fué lo que pasó. Quizá fué porque el niño que llevo adentro abrió una ventana del alma para que entrara la luz del sol, o fué porque quizá uno de mis copiosos llantos formó un prístino arcoíris en mis retinas, tal vez haya sido porque una de aquellas inmortales sonrisas de mi madre me disolvió todas las penas moradas; o simplemente fué porque aquellas simientes que se habían extraviado en un surco de mi memoria comenzaron a germinar otra vez, y me hicieron acordarme de que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada. No sé qué fué lo que pasó, pero dejé de envejecer... ¿Habrá sido porque el Viejo no creyó en nada, y el Gastado creyó en todo? ¿Quién sabe? ¿Qué cosas, no?

Desde entonces a la seca muerte la comencé a perder de vista, aunque aún puedo verla intermitente allá a lo lejos; paseándose ilusa, equilibrándose en la fina y desgastada línea del horizonte. Pero pronto aprendí a ignorarla y a perderle el miedo, poco a poco, y finalmente la olvidé como lo hice un día con aquel negro y horrible teléfono. Como ven, todo cambia, siempre cambia todo; porque si el cambio no existiese, no tendríamos mariposas... ...y nuestros sueños serían solamente unos olvidados guijarros tirados por el camino... Todo cambia siempre; todo y siempre, pero lo único eternamente definitivo y perpetuo es ése último y más minúsculo segundo en nuestras vidas, ése mínimo segundo cuando expiramos irremediablemente, justo antes de que esa ventanilla a nunca jamás el hombre de la funeraria la cierre por última vez.

Hoy, a pesar de que muchos no lo crean, yo también sigo siendo un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos y deslizándose presurosa por mi bastón lleno de nudos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que ya no compite con mi barba o mis bigotes, quienes ya se olvidaron de las simples e intrascendentales arrugas de mi cara; o quizá porque ahora camino con un paso bastante más cansino... Quizá sea porque ya no me importe vestirme "a la moda" y porque ya no me llaman la atención los extraviados internautas que caminan sin rumbo por las calles mirando esas atontadoras cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... a pesar de todo esto, me empeño en seguir siendo un niño...

Quizá nuestra apariencia actual no guarde vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, nosotros también; un día perdido allá atrás lejos entre las pálidas huellas de nuestros gastados días; fuímos un niño, quizá como aquel simple y soñador niño con una imaginación titánica, que un día vivió feliz frente a los almacenes "Cori", allá en ese pequeño mundo del edificio de la Calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.

The Sincipitus Porcus
El Loco