Lo primero que se me viene a la mente cuando los intermitentes recuerdos de mi antiguo curso del "4° A" visitan súbita y fugazmente mi memoria en que en un efímero santiamén me recuerdan una época entera, son los apodos o "sobrenombres" que casi todos nosotros teníamos (o por lo menos los que sabíamos que los teníamos). En aquella gloriosa e inolvidable época de sueños y sutiles esperanzas en que nosotros éramos modelados con gran dificultad y con la porfiada dedicación de los denodados y audaces Hermanos Maristas; en aquellos años persistentes y sublimes en que yo me creía el "Siete Machos" quién no le temía a nada en el Universo, y en que cada uno de nosotros, por lo menos en nuestras mentes, pensábamos que éramos más de lo que parecíamos, y el futuro no nos preocupaba para nada.
En las enhiestas potestades de Santo Domingo 2145 con su calle parcialmente hecha de adoquines coloniales y haciendo eco en esas viejas y deterioradas murallas meadas de perro de la editorial FTD crecía lenta y bulliciosamente la indomable y aguerrida promoción de 1972 que resultó ser una de las promociones más vapuleadas y desafiadas por las contingencias políticas y económicas de nuestro país regido por la peculiar y estéril mentalidad de aquellos tiempos, curtida a la fuerza con magulladuras infligidas sin mucha piedad y con gran descaro por la dureza de la vida en general, y por los irreflexivos e injustos golpes del sino que se ensañó quizá con un poco más de intención en contra de los resistentes y quijotescos muchachos del '72. Pero a pesar de todo, esta promoción sobrevivió elegantemente y con estilo, y sigue sobreviviendo valientemente bajo el alero de la amistad y de la nostalgia de mejores tiempos.
En aquellos lozanos días del colegio y de las travesuras, de las enredadas pichangas entre el gentío del patio de las baldosas verdes, y de las escabullidas por el tercer piso para que el Hermano Lucio ("El Bote") no nos dejara castigados en la línea del fondo de la cancha después de las cinco cuando llegábamos atrasados, nosotros nos llamábamos los unos a los otros con un inconsciente cariño y con una inocencia sin prejuicios ni maldad, esos nombres calificativos que la mayoría de nosotros aún llevamos y usamos. Algunos como yo, los llevamos con orgullo hasta hoy. Quizá mi apodo no sea tan decoroso y tal vez tomado fuera de contexto hasta suene un poco humillante e incluso, vejatorio; pero esas no son las razones por las cuales venero mi apodo. Me gusta mi apodo aún más ahora que estoy viejo de que en aquellos momentos de mocedad, porque ahora éste representa una eterna época en un instante, y el instante eterno de una época.
Para mí, esos añosos y sempiternos apodos encierran un mundo inconmensurable de memorias y fantasías, representan un inacabable caudal de opíparos recuerdos de aquella época que pasó por nosotros, pero no sobre nosotros, y también representa ese montón grande de días que oscilaban frenéticos y en tropel entre la fantasía, los sueños, las esperanzas, y nuestras perdurables amistades Ercillanas. Por eso mis amigos es que me gusta mi frugal e inmarcesible apodo; y los vuestros también. Los apodos son importantes, si no, ¿cómo podría distinguir y encontrar a mis compañeros de promoción en una muchedumbre de cientos de personas con alcance de nombre? Debe haber una cachá regrande de Luis González; pero habrá solo uno al que llamamos y reconocemos como "El Engaña Baldosas".
"El Engaña Baldosas" era un compañero mío de la Universidad Santa María que era medio cojo, y que cuando caminaba parecía que iba a poner el pie en el suelo en un lugar determinado, pero súbitamente antes de tocar el suelo y a una distancia pendejesimal de éste, su pié se movía estertóreamente con la velocidad de la luz de Junio, y acto seguido posaba su pié en la baldosa contigua. Todo esto en menos de lo que canta un gallo (un gallo rápido, eso es). ¡Ni hablar de cuando corría! No lo he visto más al "Engaña Baldosas", y su nombre real a veces se borra en la última arruga de mi memoria donde suele residir, pero su apodo es inextinguiblemente eterno e inalterable, y a través de éste, quizá lo vuelva a encontrar un día...
Tuve otro compañero en la universidad al cual llamábamos "El Coco Güacho", un gallo medio cuico, pero no quiero hablar de él ahora.
De los apodos que mejor me acuerdo de mis días del colegio y de nuestra promoción son por ejemplo los de "El Rata", "La Vieja", "Huevoduro", "Manzanita", "El Tabla", "El Bicho", "El Cabezón", "El Araña", "El Chacha", "El Loro", "El Queque", "Comegato", "El Mono", "El Güata", "El Perro", "El Turco", "El Chuncho", "Pepino", "Kabubi", "Petaca", "El Coyote", "Pollo", "Ponchi", "Pelao", "El Mañoso", "Lobito", "Escopeta", "El Tuto", "Pluto", "El Lapa", "Pingüino", "El Tortuga", "El Moco", "Dumbo", los apodos estándares como "El Flaco", "El Guatón", y "El Chico"; y por supuesto "El Loco", mi propio apodo en primera persona singular independiente y libertaria, que creo que fué el apodo más acertado de todos los que he conocido. No solo acertado, pero alcanzado y adquirido con méritos personales indiscutidos nacidos de mi propio Sui Generis y Carpe Diem.
Pero aparte de nuestros gloriosos e inmortales apodos, mientras navego y maniobro entre los inquietos y torcidos recovecos de la existencia humana también me he encontrado con otros apodos de amigos, de conocidos y de gentes en general que me hacen gracia, y que aquí los comparto sin mezquindad para el entretenimiento de vuestras intelectualidades, ahora ya de hombres mayores. Estos son algunos:
El bache: El que lo vé trata de esquivarlo, y el que no puede; lo insulta.
La farmacia de turno: La buscan de noche.
El Fiat 600: Tiene la maleta adelante.
El bioquímico: El gallo que vive analizando las cagadas de los demás.
La flecha de goma: No hay indio que la clave.
La foto carnet: Se entrega en cinco minutos.
El bujía de madera: No tiene ni una chispa.
El gallina prolija: Se lo pasa todo el día acomodándose los huevos.
El cable de plancha: Parece piola, pero en realidad es un forro.
El gato manco: Le cuesta una barbaridad tapar las cagadas.
El cucharada de moco: Nadie lo puede tragar.
El genio: Aparece apenas abrimos una botella.
El gol en contra: Lo hicieron sin querer al pobre.
El delfín de acuario: Cuando trabaja hace puras tonterías y cuando no; nada.
El huevo de Pascua: Es negro y nunca se sabe cuánta mierda hay adentro.
El dólar azul: Cualquier gil se da cuenta que es falso.
El jaula abandonada: Se le murió el pájaro.
El dragón: Cada vez que abre la boca quema a alguien.
El Jueves: Siempre está metido al medio.
El farmacia en quiebra: ya no tiene remedio.
El escombro: Dondequiera que este gil se instala, molesta.
El Kung-Fú: Nunca usa la pistola.
El estribo: Para lo único que sirve es para meter la pata antes de irse.
La Cumparsita: A pesar de ser tan vieja, la siguen tocando.
El gato de circo: El único animalejo que no trabaja.
El lápiz hueco: No tiene ninguna mina.
El político: Abre la boca solo para meter la pata.
El maniquí de sastre: No tiene ni cabeza ni bolas.
El pan de ayer: A nadie le interesa.
El menstruación: Cuando no está; preocupa, cuando llega; molesta, y cuando se vá; es un gran alivio.
El papa verde: No sirve ni p'a ñoqui.
El Mercurio: Es más pesado que el Plomo.
El puente roto: A este gallo no lo pasa nadie.
La aceituna: Es negra, fea y chiquita, pero igual se la comen.
El querosén: Nunca llega a ser solvente.
El aguja: Por un lado pincha, por el otro se lo enhebran.
El ojota: No sirve para ningún deporte.
El terapia intensiva: No lo pueden ver ni los parientes.
La parrilla chica: Le sobra carne por todos lados.
El flecha torcida: No se sabe a quién va a clavar.
Como ven mis prodigiosos Ercillanos, no solo en nuestra tierra es usual que a la gente se cuelguen apodos, algunos de estos apodos son generados cariñosamente por la familia, el resto, por diversas razones. Algunos por ejemplo son para identificar a la gente por su tipo de trabajo o pasatiempos, pero muchos son involuntarias víctimas de la inconsciente y persistente crueldad pública, apodos que hacen referencia a algún problema o característica física de las personas, o nacen de algún acontecimiento explícito en las vidas de estos mártires. En cualquier parte del mundo hay una infinidad de personas a las cuales de una u otra manera se les reconoce más por sus apodos, que por sus propios nombres.
A veces cuando estoy regresando a casa y puedo observar el atardecer en que el sol ya no se pone por el horizonte del Mar de Valparaíso, sino que por detrás de los altos y modernos edificios del Condado de Arlington, Virginia, mirándolo cara a cara y realizando que siempre estuvo frente a mí (aunque nunca le dí importancia), a veces vislumbro intermitentemente uno de aquellos crepúsculos de mi juventud que viene a regalarme otro poco más de la felicidad de aquellas épocas en que viví al lado y enredado con prójimos que ahora, un poco más viejos y deshilachados por el peso de los años, me parecen un poco lejanos y frágiles, y a veces siento miedo de no verles una vez más antes de que se lleven sus apodos a las profundidades de lo eterno.
Me da pena de ver que nuestras colectividades humanas se están volviendo cada vez más frías e impersonales, me inquieta de que la convivencia personal indulgentemente se aleja más y más del contacto humano y de lo entrañable de las relaciones personales, me preocupa de que nos estemos convirtiendo en seres puramente cibernéticos, en una especie de raza robótica que transita apáticamente por las vías de nuestras existencias sin mirar a nadie, sin saludar a nadie, necesitando una excusa tremendamente válida para dejar escapar una sonrisa aunque sea disimulada, y sonreírles a quienes cruzan nuestras rutas a diario; y también me aflige el que pasemos más tiempo enfrente de las pantallas de las máquinas hipnotizadoras que enfrente de nuestras familias u otros seres humanos. Por eso me aferro con dientes y muelas a los apodos que me traen y recuerdan invariablemente ese (a veces) perdido contacto directo con mis viejos del '72.
La historia de los apodos y sobrenombres es tan antigua que nadie sabe cómo, dónde, ni cuándo carajos comenzó esta costumbre popular de una antigüedad de tiempos geológicos. Desde que se tiene memoria en la existencia humana, la gente ha tenido apodos. Estoy seguro de que los Trogloditas usaban motes con sus compañeros de caverna. No me extrañaría de que a algún Troglodita sumamente peludo le hubiesen llamado "El Sobaco con Patas", o a algún mal cazador le hubiesen llamado "El Macana de Paja" por su inhabilidad de partirle el cráneo a algún dinosaurio de un macanazo.
Cuando se trata de apodos, hay tres categorías claramente establecidas.
La primera y la más afortunada es aquella en que los apodos son el diminutivo del nombre propio (José: Pepe, Enrique: Quique, Luis: Lucho, Hernán: Nano, etc.).
La segunda es la que califica a las personas basada en una característica física imposible de ignorar o porque el individuo en cuestión posee un hábito extraño (Diente de conejo, Gordo, Chascón, Jeta de Guanaco, Orejas de Sopaipilla, "El Güata de Pan", "El Pata de Lana", etc.).
La tercera clase es la que invariablemente jode a la gente. Estos son los apodos ofensivos y grotescos ("El Cara de Chucha", "El Mojón de Acequia", "El Cabeza de Pico", "El Feto de Frankestein", "El Cara de Diarrea", "El Chupacabras", etc.).
No importa en la categoría en que esté usted, su sobrenombre lo seguirá irremediablemente al "Patio de los Callados", y se quedará para siempre en la memoria de aquellos que le conocieron y en los que dejó una huella lo suficientemente profunda como para que le recordasen.
Pero también hay apodos patriarcales y dignos como por ejemplo el de Don Rodrigo Díaz de Vivar: "El Cid Campeador", o simplemente "El Cid". Aparentemente el valiente Don Rodrigo consiguió este apodo en reconocimiento por combatir bajo los estandartes y al comando de las tropas del Rey Sancho II bajo el título de Alférez de Castilla, durante su campaña en la taifa (emirato o pequeño reino) de Zaragoza. En aquellos románticos días, Zaragoza estaba gobernada por el árabe Ahmad ibn Sulayman al-Muqtadir (1049-1082) de la familia Banu Hud, quién después de ser derrotado por Don Rodrigo, éste se vió obligado a pagar tributo al rey Castellano.
De acuerdo a las crónicas registradas por un historiador hebreo de nombre José Ben Zaddic de Arévalo (no confundir con Selim Sadek Nifuri quien fué nuestro glorioso profesor de Castellano en el Ercilla), el valor y la intrepidez de El Cid infundió tal miedo, pleitesía y respeto entre los árabes, que comenzaron a llamarle "Cidi", que quiere decir señor o maestro. Así, el Cidi que también significa "mío Cid" (Mi Señor) devino en Cid y más tarde, en Cid Campeador, nombre con quien sus vasallos se refirieron a él por el resto de la eternidad... ¿Choro, no?
Pero ahora de vuelta al 2010, ahora que estoy usando febrilmente la tremenda reserva de la metralla del polvorín de mi edad restante que reside en el nutrido arsenal de mi vida, me siento honrado y orgulloso de haber sido parte de la estoica e imperturbable tripulación de la Promoción Marista del Instituto Alonso de Ercilla del '72. Aunque esos años representan solo un breve intervalo a bordo de este compungido planeta el que aún no me convence completamente de que esté dando vueltas en la dirección correcta y a la velocidad indicada, ese estornudo cronológico me permitió vivir unos momentos inolvidables, dejándome el regalo de esos elocuentes apodos que fueron tatuados en mi alma por la indeleble tinta que empapaba mi imaginativa juventud, y que atesoro tan celosamente en la santabárbara de mi vida.
Aquí dejo solemne y respetuosamente una lágrima asceta pero bien sentida por aquellos dilectos muchachos, aquellos camaradas colegiales, aquellos estoicos veteranos del '72 que tuvieron que iniciar abruptamente la jornada final en medio de la sórdida lucha por la vida, pero que nos han dejado el regalo de su memoria y de sus apodos...
Así como guardo preciosos recuerdos de aquellas raras revistas que ayudaron a dibujar mi niñez tales como "Relatos Fabulosos", El Okey", "Las Aventuras de Aquaman", "Archie", "El Súper Ratón", "Batman", y "La Zorra y el Cuervo" por nombrar algunas, tambien atesoro algunos sobrenombres que se quedaron entrampados accidentalmente en las murallas de badana de mi corazón y en las repisas de mi memoria. A mí me encantaba ver la serie de televisión "Combate!", pero en un episodio funesto, el "jovencito de la película" (Vic Morrow - el Sargento Chip Saunders) se sacó el caso, ¡y resultó que era pelado! ¡Qué desilusión más grande! ¡No lo podía creer!.. Desde ese nefasto día el Sargento Chip Saunders quedó bautizado como "El Pelao Combate". Me pasó algo parecido con "El Guatón Bonanza", y con el "Cojo Ironside". Pero en fin, no todo es perfecto en esta vida, y lo que lo es; no vale la pena.
Amigos y compañeros Ercillanos Maristas, creo que me estoy ablandando un poco con la edad, pero no me importa (¡Me importa un coco!). ¡Solo quiero confesarles de que estoy capitalmente orgulloso de ustedes y de vuestros apodos!
"El Loco"
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jueves, 24 de junio de 2010
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