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jueves, 1 de marzo de 2012

Mi Abuelito Víctor

Mi abuelito Víctor no fué un hombre; él fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana. A pesar de que en círculos generales se cree que nadie es eterno, mi abuelito Víctor lo es. Su vida no se consumió como lo hace un cigarrillo o como las brazas de una fogata olvidada; sino que ardió como un sol desesperado, ardió como el amor de la pimienta, ardió inclemente como el crudo petróleo de los pobres Lunes de Pablo Neruda, pero que nunca se cansó de ser hombre, ni tuvo nunca una raíz en las tinieblas, ni tampoco tuvo una Isla Negra... y escribió mucho más de Veinte Poemas sin atarlos a ninguna Canción Desesperada.

Cuando mi abuelito Víctor estaba vivo, yo no sabía el tesoro que tenía, ni la colosal magnitud de éste. Como es natural, la ceguera de la estultez de la juventud, aquella que nos cubre la vista egoístamente porque nos deja ver solo lo que queremos ver y no la vida en su plenitud, también estaba presente y firmemente arraigada en mis ciegos ojos. Pero a pesar de esto, la vida de mi abuelito Víctor era una luminaria tan poderosa y grande, que su sabia luz traspasaba mi ceguera aunque tuviese los párpados cerrados; y sus palabras ilustradas y precisas desbastaban cualquier barrera de inmadurez con su locuacidad y juicio.

Mi abuelito Víctor nunca se quejó de la naturaleza como lo hace la mayoría de los hombres, por habernos dado tan corta edad sobre la faz de esta tierra, ni tampoco se quejó de la velocidad con que pasaba el tiempo, ni se quejó por la fragilidad e inconstancia de nuestra idiosincrasia. Él usaba cada segundo de su vida para enriquecer a los demás, y así; enriquecerse a sí mismo; él me decía que el tiempo no pasaba rápido sino que éste no tenía la paciencia de esperarnos a que nos decidiéramos a hacer algo con nuestras apáticas vidas, y siempre me dijo que la fragilidad humana residía en la calidad y durabilidad de nuestras convicciones, y no en la lasitud de nuestras imperfectos géneros. Todo esto, lo llevaba siempre coronado con una amplia y virtuosa sonrisa de labios juntos, para que nadie viera el diente que le faltaba, pero cuando me sonreía a mí, sus labios se desplegaban en franca cortesía sin vergüenza del pequeño ojal de las encías de su boca.

Mis Memorias de Él
Tengo tantas memorias de las nutridas enseñanzas de mi abuelito Víctor, que no sé por dónde empezar para contarlas. En cierta forma, él era un loco como yo, pero su locura era por los demás; sin egoísmo y con un amor infinito por sus congéneres que no poseían la titánica voluntad ni la hercúlea talla de su humanidad, especialmente por nosotros; su familia. Las memorias que tengo de él no son como las escondidas y calladas memorias del silencio; sus memorias son como una explosión de mil arcoíris exhortados, como un bullicioso trueno demente, como una mítica fantasía fuera de control, como las -a veces profusas- lágrimas que sirven bien y por igual a la alegría y a la tristeza, mis memorias de él son como una manada de sueños reales y de realidades soñadas; sus memorias siempre han estado ricamente sazonadas de sabiduría, amor y bravura, es decir; llenas de ese "abuelito Víctor".

El Prójimo
Recuerdo que un día regresábamos a paso cansino por el Cerro Alegre hacia donde él vivía, de vuelta de una de esas épicas caminatas por el centro de Valparaíso, cuando vió un pobre hombre sentado en la calle, su espalda apoyada en contra de una sucia pared meada de perros, y que con su brazo extendido sin esperanzas hacia el egoísmo de los hombres, pedía limosna. "Ése es Juan José", me dijo; "él era un hombre de buena situación hasta que perdió su único hijo y su mujer en un incomprensible accidente del cual él se sentía responsable. La pena y la culpabilidad le agobiaron de tal manera, que destruyeron su espíritu de hombre, y ahora vive en las calles compartiendo éstas con los perros vagabundos".

Agarró al hombre de un brazo cuidadosamente y lo hizo levantarse, lo llevó a casa de donde ya estábamos muy cerca, y ante la incredulidad de mi abuela lo hizo tomarse un baño. Sacó un traje de su armario, una camisa limpia, calcetines y calzoncillos, y hasta un par de zapatos; e hizo que este hombre se vistiera con ellos. De verlo así, el pordiosero de la calle, ya no era más. Acto seguido, todos nos sentamos a la mesa y comimos. Creo que ésta fué la primera comida caliente que esta pobre alma humana había comido en meses.

Después de comer, mi abuelito Víctor lo acompañó a la puerta de la casa, le dió 5 Escudos -dinero que le dolió no porque no tuviese mucho, sino porque salía del fondo de dulces para sus nietos- y se despidió de él deseándole una mejor vida. De la boca del hombre no escapó ninguna palabra, pero pude ver en sus profundos ojos llenos de soledad, unas sentidas pero abrigadas lágrimas de agradecimiento que decían más de lo que pudiesen haber dicho un millón de palabras elocuentes. Mi abuelito Víctor no era un hombre; él era un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.

El Verano y La Playa
Durante los largos y calurosos veranos chilenos en que pasábamos nuestras vacaciones en su casa del Cerro Alegre, mi abuelito Víctor nos llevaba a la playa Caleta Abarca, el balneario de moda en aquel entonces; cada tarde inmediatamente después del almuerzo. Afanosamente nos preparaba un sandwich de "Dulce de Membrillo" con mantequilla junto a unas frutas en una cesta de mimbre, un par de botellas del delicioso "Néctar Watt's" de damasco, y enfilábamos hacia la playa. Antes de esconder otras golosinas dentro de la cesta, me daba una mirada de complicidad llena de secretos porque mi abuela era partidaria de que bebiésemos agua en la playa y de que no comiéramos dulces, pero mi abuelito sabía que yo prefería ese néctar, así que arriesgaba su cuello por su nieto; ese proyecto de hombre que apenas se levantaba un escaso metro del suelo.

Él entonces, me tomaba de la mano cariñosamente para que caminásemos hacia el "Ascensor Turri" que nos dejaría a los pies del Cerro Alegre. Recuerdo que su mano era huesuda y fuerte. Mientras caminábamos, observaba su recia mano curtida por el sol de muchos años y adornada con una infinidad de pequeñas cicatrices, marcas del combate de la vida, que se enseñoreaban por sus huesudos dedos. Las venas de sus manos eran enormes, se levantaban sobre la superficie de su mano hinchándole la piel, y a mí me parecían como unas cañerías blandas con las que me entretenía oprimiéndolas con mi dedo índice para ver cómo se detenía el flujo de sangre, y para soltarla otra vez y ver cómo se hinchaba rápidamente de sangre apurada nuevamente esa cañería de su mano. Recuerdo que a pesar de la temperatura que hubiese, sus manos eran suaves y estaban siempre tibias.

Cuando llegábamos a Caleta Abarca, rápidamente buscaba un lugar estratégico entre el mar y el boliche que vendía "churros" y "maní confitado", desplegaba nuestras toallas en la cálida arena, y nos ayudaba a doblar la ropa. Apenas estos quehaceres se habían cumplido, corría con nosotros a la orilla del mar donde nos mojábamos los pies temerariamente en las gélidas aguas del Mar de Chile. Nosotros no sabíamos nadar, ni yo estaba lo suficientemente loco aún para meterme en esas aguas tan frías voluntariamente; así que nadábamos en la arena. Sin preocuparse de lo que pensaran o dijeran los demás, mi abuelito Víctor nadaba en la arena con nosotros. Su cuerpo flaco y desgarbado que mostraba claramente el abuso de los años de esfuerzo y de la impunidad de la vida, le hacían lucir menos "tarzanezco" que otros caracteres en la playa, pero eso no importaba nada porque él, sí era un héroe de punta a cabo para nosotros, especialmente, para mí. Los días de playa fueron muchos, tantos como los recuerdos que tengo de él.

Los Juegos de Aventura
Los fines de semana cuando no íbamos a la playa porque estaría muy congestionada con los oficinistas y aquellos otros que viven sus vidas solo un escueto par de días a la semana, nos quedábamos en casa, en esa casa enclavada en ese cerro tan porteño que olía a café tostado y a avellanas maduras; y jugábamos en ese patio de tierra que me dió tantos magullones en las canillas y raspaduras en las rodilla, las cuales mi abuelito Víctor limpió tantas veces con tanto amor y dedicación con esas férreas manos de él, manos rigurosas y disciplinadas del arduo trabajador que él era.

Apenas le quedaba pelo, pero se rehusaba a usarlo como un ridículo y risible escudo en contra de la calvicie. Lo mantenía corto e iba al peluquero seguido. Su peluquero le encantaba ver a mi abuelito Víctor en su boliche porque con un par de tijeretazos y en menos de dos minutos, cobraba por un corte de pelo completo, y no había casi nada de pelo que sacudirle de la ropa. Mientras le cortaban el pelo, él mantenía su imborrable sonrisa seria, seria como un juego de ajedrez, pero dulce como la inocencia de su madurez.

Entonces, en casa jugábamos a indios y vaqueros. Construíamos un "Fuerte" en el patio de esa tierra ancestral que vivió los bombardeos de Sir Francis Drake, con cajones de madera en los que un día habían habido duraznos peludos, tomates, duraznos pelados, manzanas y naranjas. El "Fuerte" hasta tenía techo. Por unas rústicas ventanas podíamos disparar hacia afuera y protegernos de las flechas que nos atacaban. Vestíamos unos fantásticos trajes de pistoleros con unas brillantes y plásticas pistolas que disparaban unos proyectiles que parecían supositorios, llevábamos unos sombreros vaqueros y unas chaparreras que habrían sido la envidia de Pancho Villa, allá en el rancho grande.

Mi abuelito Víctor era siempre el "indio malo" que nos atacaba en el "Fuerte". Debería haber tenido unos 72 años, pero su alma aún estaba en pañales. Él se vestía con un taparrabos hecho de los maltraídos restos de una cartera de gamuza café de mi abuela, llevaba unos mocasines dignos de "Toro Sentado"; su cabeza la adornaba un noble penacho Dakota hecho con plumas de gallina de alta alcurnia que había confeccionado él mismo; un arco hecho de una rama de la higuera que había en el patio, y una flechas de mimbre adornadas con las plumas de menos "pedigree" y abolengo de la misma infortunada gallina. ¡Lo mejor era su "Pinto"! Su caballo se llamaba "Pinto", se llamaba igual que el caballo del indio que acompañante al "Llanero Solitario". El nombre original de este indio era: "Tonto"; pero que graciosamente y por obvias razones, se lo cambiaron a "Toro" para los países de habla Castellana.

"Pinto" era un soberbio caballo hecho de un palo de una escoba vieja al que le agregó en un extremo una cabeza de caballo de madera que había hecho él mismo con sus gastadas herramientas, "Pinto" tenía un ojo más grande que el otro, pero esto no importaba. "Pinto" también tenía una cola frondosa digna del caballo del César, confeccionada con otra desdichada prenda de mi abuela quién nunca sospechó de estas extrañas desapariciones; y para coronar este magnífico bruto, llevaba un soberbio par de riendas de cáñamo, y tenía una montura negra que se negaba a mantenerse en posición, y que colgaba floja de la panza del caballo. El Libertador José de San Martín (conocido en sus círculos personales como "Culo de Fierro") habría dado un brazo por este soberbio palafrén.

Aparte de esto, mi abuelito Víctor se pintaba la cara artísticamente con "pintura de guerra", producto del botín de un malón ejecutado en una osada incursión a los cosméticos de mi abuela, se pintaba unas franjas rojas en sus mejillas, se adornaba un ojo con un círculo negro como un mapache, se montaba en su "Mustang" y galopaba alrededor del "Fuerte" profiriendo gritos de guerra propios de "Caballo Loco", mientras que nosotros le disparábamos nuestros supositorios plásticos de color blanco desde el "Fuerte" bajo ataque.

Ése era mi adorado y dedicado abuelito Víctor. Como pueden ver, mi abuelito Víctor no fué un hombre; él fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.

Los que Partieron Antes
Cuando alguna otra persona moría, ya fuese del barrio o nó, mi abuelito Víctor no escatimaba esfuerzos para ayudar y consolar a la familia. No era raro auspiciar velorios en la casa de mi abuelito Víctor, quien ofrecía solícitamente su amplia y vieja casona del Cerro Alegre para llevar a cabo estos tristes pero necesarios menesteres de nuestras quebradizas y finitas existencias humanas.

Mi abuela preparaba con celo de hechicera medieval su legendario y bien conocido clery para distraer las memorias, y para amasar el dolor de las almas en pena. Nunca pude descubrir de dónde sacaba mi abuela tantas copas para el clery. Las pequeñas y regordetas copas estaban en multitud por doquier, semi-llenas y llenas, porque mi abuela no dejaba copa que pasara de medio tanque, y patrullaba el "living" armada con un cucharón de cobre y un gran jarro de ese magnético clery que atraía copas como la miel a las moscas. Entretanto, mi abuelito Víctor recibía a los tristes invitados ofreciéndoles cálidas y reconfortantes palabras nacidas desde ese límpido fondo de su corazón de Hombre-niño. Su calidad humana llenaba todos los espacios, apagaba todos los ruidos, y enjugaba todas las lágrimas. No me acuerdo de haber llorado ni una vez en mi vida cuando estuve en su dulce y protectora compañía.

Durante mis Años de Estudiante
Durante el tiempo aquel en el que estaba estudiando Ingeniería en la Universidad Federico Santa María en Valparaíso, solía ir a su casa todos los Miércoles a visitarlo. Todos los Miércoles disfrutábamos de un almuerzo cariñoso, y compartíamos nuestro amor y nuestras alegrías. Infaltablemente cada vez que la visita terminaba y yo regresaba a mis actividades insanas; él escurría furtivamente un crujiente billete nuevo de 50 Escudos en mi bolsillo, y con un abrazo aún más cálido que su sonrisa, se despedía de mí.

Un Miércoles perdido entre las desordenadas semanas de mi vida, no fuí a visitarle. No teníamos teléfono ni ninguna manera práctica de comunicarnos, así que no le pude avisar del cambio de planes de última hora. Ese Miércoles pasó sin mayores altibajos, pero el día siguiente y mientras estaba en medio de una de mis clases en la Universidad, de pronto le ví asomarse a la puerta de nuestra aula. Se detuvo en el dintel y al ver que interrumpiría la cátedra, retrocedió en el acto y se quedó esperando en el pasillo. Mi profesor preguntó si alguien conocía a ese señor, y un poco avergonzado levanté mi mano y dije que era mi abuelito Víctor. El profesor me pidió que saliese y fuese a ver qué pasaba.

Salí presuroso y con gran ansiedad del aula y me dirigí hacia donde mi abuelito Víctor estaba esperando. Al verme, desató su mitológica y amplia sonrisa que llenó todos los espacios y las grietas de los magnos edificios de la Universidad. Cuando le pregunté que por qué estaba allí, él me respondió de que estaba preocupado por mi ausencia el día anterior, y venía a ver si yo estaba bién. Una vez que comprobó a su satisfacción de que yo estaba en una pieza, me entregó una bolsita de papel que contenía un sándwich, una naranja, y un billete de 50 Escudos. Los había traído por si tenía hambre. Satisfecho de lograr su cometido, se despidió de mí tan cariñosamente como siempre, y regresó al Cerro Alegre. Esta vez, sí derrame un ardoroso y franco par de lágrimas de emoción. Sin duda, mi abuelito Víctor no era un hombre; él era un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.

Su Partida
El día que murió temblaron todos los cimientos de mi vida. La angustia de perder ese colosal ser humano que exudaba tanto amor y piedad por sus prójimos, especialmente por su familia, dejó un vacío formidable que nunca he sido capaz de cerrar completamente. La pérdida que el Hombre sufrió con su partida, desequilibró completamente los fundamentos de la raza humana que le conocía. Si los dioses realmente existen; mi abuelito Víctor cierta e inequívocamente, fué uno de ellos.

¡Nunca ví ni he visto en mi vida tanta gente reuniéndose para despedirle! Su velada fué, a pesar de lo triste de su partida, uno de los momentos más felices de mi vida. Nunca ví tanta gente y de tantos lados diferentes llegando a despedirle de su morada terrena en su inesperada partida. Muchísimos de ellos compartieron tantas bellas memorias, tantas anécdotas y tantos actos de caridad, de buena voluntad y de misericordia que él había repartido con tanta abundancia y desprendimiento entre sus amados seres humanos sin distinción ninguna. Nunca ví tantos extraños relatando tantas cosas hermosas nada de extrañas en la vida de este colosal abuelo. La pena que provocó su muerte fué tan grandiosa, tan sideral; que mató a los ángeles que aún quedaban vivos; y es por eso que los ángeles ahora no existen. No hay duda de que mi abuelito Víctor no fué un hombre; sino que fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.

El sólido e iluminado camino que dejaste marcado para nosotros, lo imprimiste tan bien y claramente con esos hermosos moldes de tu verdad; y lo bordaste tan detalladamente de tantos ejemplos excepcionales, que es imposible perderse en él si lo caminamos con la honestidad que lo ilumina. Gracias abuelito Víctor por ser quién fuíste cuando caminabas entre nosotros, e infinitas gracias por ayudarme a ser quién soy.

Cuando cavilo acerca de los grandes hombres que la historia ha descrito en sus arrugados papiros de tiempo suscritos con tinta y pluma, éstas minutas hablan de proezas y de actos de temeridad y descubrimiento, hablan de hechos, de lúcidos momentos de intrepidez y conquista, y narran detalladamente sucesos de exploración y triunfo; pero ninguno de estos volúmenes describen la intricada y profunda experiencia humana como las que derrochó tan generosamente mi abuelito Víctor. Quizá él haya ido a un hermoso lugar como su alma, un lugar hermoso; hermoso quizá como Caleta Tortel

No quiero quitarle crédito ni disminuír la solvencia de los grandes méritos que estos grandes hombres produjeron según la historia reporta, pero su impacto es sólo válido para la fría e impersonal historia… y sí, eso también tiene su valor… Pero el verdadero valor de los grandes hombres de la Humanidad radica en aquellos hombres que tocaron profunda y directamente nuestras vidas de una manera inexorablemente significante; y tú, abuelito Víctor, le has demostrado a tantos de que los hombres genuinamente magnos, los héroes imperecederos, tienen un impacto directo y final en medio de nuestras almas, dejándolo impreso para siempre en las mismas fibras de nuestra frágil pero implacable naturaleza mortal, con una diferencia palpable y fundamental tan perdurable y sempiterna como los espacios que llena la luz. Los verdaderos héroes no son hombres, sino que son como tú, abuelito Víctor; son un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.

La Naftalina
Mi abuelito Víctor no era un hombre de muchos medios, sin embargo; daba la impresión de que tenía más de lo que poseía. Él era concienzudo y velador de sus patrimonios, y nunca desperdiciaba o malgastaba nada. Él era frugal, él era austero y no miserable como muchos otros que conozco bien. Mi abuelito Víctor tenía dos chaquetas para salir, chaquetas que mi abuela llamaba graciosamente con su acento sureño: "Paltó", que quizá era un derivado de la palabra francesa "paletot", que significa "sobretodo".

Cada vez que mi abuelito Víctor tenía que salir a alguna parte y debía usar uno de sus "paletós"; cuando se lo colocaba me miraba seriamente mientras sacaba tres bolitas de naftalina de uno de los bolsillos de la prenda y los depositaba en un mueble que asemejaba una "cómoda" que se encontraba en el pasillo de su casa. "Para que las polillas no se coman mi chaqueta" me decía muy serio. "a las polillas les duele el estómago con la naftalina y dejan la ropa tranquila". Acto seguido, se iba a sus quehaceres.

Cuando volvía de sus correrías de rigor, me llamaba y me decía mientras se sacaba el "paltó" y volvía a poner otra vez las tres bolitas de naftalina en el otro bolsillo de la chaqueta: "No hay que olvidarse de la naftalina, pero hay que cambiarla de bolsillo para engañar a las polillas. Así la ropa dura más". Luego colgaba la chaqueta y desaparecía por uno de los pasillos de aquella enorme casona llena de hermosas sombras. A pesar de los reclamos de mi abuela, a mi abuelito Víctor nunca le importó llevar ese característico y perfumado aroma que desprendía la naftalina. Él lo llamaba "olor a nuevo".

"Carloto" y "Ursus"
"Carloto" era un enorme y feroz gato de la casta "Norwegian Forest Cat". Era enorme porque era "guatón", y no porque la raza lo fuese. "Carloto" era un experto cazador de ratas y palomas, y un "gourmet" para comérselas. No sé que hacía con las ratas, pero cada vez que cazaba una paloma, la traía al dintel del dormitorio de mi abuelito Víctor, para que él la hirviera un poco en agua y se le cayeran las plumas, y después se la comía echado sobre las cubiertas de cemento que tapaban el gran pozo de agua de la casa. Lo feroz le venía del ancestral bosque Noruego, y lo grande ("guatón" para ser más exactos) le venía de tanto comer.

"Ursus" era un perro Pastor Alemán. La denominación "perro" es solamente un remoquete porque "Ursus" era un perrazo descomunal, feroz como el hambre, y manso como el pecho de una madre. "Ursus" es una palabra del Latín que significa oso, así que el nombre le calzaba a la perfección. También este mastín de mi abuelito Víctor era indómito y montarazmente fiero como el "Ursus" de "Quo Vadis?", y dejaba en vergüenza a los "dingos" y a los "dobermann" en cualquier terreno.

El asunto es que en muchas ocasiones cuando pasábamos tiempo en la casa, mi abuelito Víctor me llamaba y me decía: "¡Rodrigooo! Nieto, ¡ven! Vamos a hablarle a "Ursus" de las cosas importantes de la vida". Acto seguido, nos sentábamos bajo la generosa y fresca sombra de la anciana higuera del patio de la casa, y "Ursus" se echaba a un costado con la cabeza sobre las patas, y miraba a mi abuelito Víctor con sus enormes ojos resignados, sabiendo que venía otro de aquellos discursos acerca de las cosas de la vida. "Carloto" siempre aparecía para estas reuniones haciéndose el desinteresado, pero se echaba junto a "Ursus" y comenzaba a lamerse la piel metódicamente mientras escuchaba.

Y mi abuelito Víctor comenzaba su discurso diciendo: "Mira "Ursus", tu sabes que hay que ser siempre respetuoso en esta vida; hay que respetar a los demás y a su propiedad. El respeto te abrirá muchas puertas, más puertas que las que abren las palabras "tire" y "empuje" -y se sonreía al decirlo- así que aunque a veces no te sientas con deseos de respetar a alguien, hazlo de todas formas porque eso te hará más grande". Y así, mi abuelito Víctor hablaba de respeto, de responsabilidad, de honestidad, de perseverancia, de paciencia, de humildad, de valentía, y de otros muchos principios y virtudes tan dulces y ciertos, como los hermosos y jugosos higos que nos brindaba la anciana higuera de su patio.

Años después, cuando me "destonté"; me dí cuenta de que mi abuelito Víctor me hablaba a mí, me enseñaba a mí con su delicada cortesía y agudeza, y mientras le hablaba a "Ursus" y a "Carloto", él me inculcaba con infinito amor los valores más sólidos y más pristinos con los que se rigieron desde entonces los días de mi vida. Así fué como sin saberlo, absorbí grandes sorbos del manantial del alma más grandiosa que jamás haya brotado de la prodigiosa raza humana.

No más…
Ya he llenado varias páginas de mis recuerdos de él, y no acabo por decidirme dónde empezar a contarlos… Quizá como los recuerdos que usted tiene de su abuelo, o de algún otro ser querido que haya dejado una profunda huella en su existencia; estos recuerdos jamás se podrán relatar con la riqueza enorme con que los vivimos, ni con la intensidad con que se cincelaron en nuestras vidas, por eso; es mejor guardar algunos de estos nostálgicos recuerdos para disfrutarles egoístamente en la compañía de nuestros silentes pensamientos y de nuestras sosegadas añoranzas.

Lo que me Dejaste
Lo que aprendí de tí lo atesoro como atesoro los montaraces y bravíos sueños de mi vida. Lo que aprendí de tí, me enseñó a sortear los más difíciles caminos, y a salvar los más arduos y espinosos obstáculos de la agreste y larga calzada de mi vida. Quizá una de las cosas más importantes en las que me instruíste, fué el saber cuándo cerrar muchas de aquellas puertas a través de las cuales, el error podría haber entrado impune.

Sin embargo, la enseñanza más hermosa, desmedida y profunda que me dejaste no fueron tus juiciosas palabras ni tus sabios consejos; sino que fué esa tibia y aseguradora sensación que me dieron tus huesudas manos de arduos dedos, cuando me asías cariñosamente de mi mano y con infinito amor cada vez que caminábamos juntos sobre esos eternos adoquines de las gastadas calles del alegre Cerro Alegre.

Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque sus pasos eran cortos como los míos; me gustaba caminar con él porque nunca se apuraba, siempre me daba tiempo para demorarme y observar las cosas. Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque sus ojos veían lo que veían los míos y a la misma altura; veíamos piedras, veíamos palomas, y también veíamos el sol que se alejaba… La mayoría de las personas estaban siempre apuradas sin tiempo para detenerse y ver lo que nosotros veíamos. Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque él tenía mucha paciencia, y porque él era joven como yo…

Lo que aprendí de tí lo atesoro con el más alto valor de la escala humana, porque aún no he podido encontrar a ningún otro hombre de tu estatura simplemente porque tú, mi querido abuelito Víctor, no fuíste un hombre; sino que has sido un irreemplazable Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la prodigiosa raza humana.

Tu nieto de hierro, Rodrigo


The Sincipitus Porcus
El Loco