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jueves, 1 de septiembre de 2016

La Península Mitre y el Faro de Cabo San Pío

Cuando yo era un pequeño humano, mi náutico padre me llevó en uno de sus largos navales viajes a Isla Navarino, en el sur de Chile y del planeta mismo, allá en los lares de Tierra del Fuego donde no hay fuego.  ¿Qué cosas, no? 

Este viaje fué providencial para mi memoria porque años después, cuando era más loco y aventurero, me acordé de una osada conversación que mi padre tuvo con otros marinos de la tripulación de aquel entonces.  Ellos estaban considerando la posibilidad de viajar por un par de días a la Península Mitre en Argentina ya que estaríamos fondeados en la Isla Navarino por alrededor de una semana, y con esto, habría el tiempo suficiente para una rápida visita.  La Isla Navarino está ubicada exactamente al nor-oeste de la Península Mitre, y la excursión sería cruzar a la ciudad de Ushuaia en Argentina, y emprender rumbo al sur hacia la península, a este antiguo dominio de los indios Onas; conocidos antiguamente como la gente Selk'nam. 

La razón de la que me puedo acordar para justificar y realizar este improvisado viaje, fué que uno de la tripulación mencionó que esos lugares eran hermosísimos y muy poco frecuentados, y que no se produciría otra vez la oportunidad de poder viajar allí si no lo hacían en ese momento.  ¡La emoción estaba en el aire!  Pero duró poco.  El viento del Sur es fuerte y constante, así que se llevó rápidamente las emociones y el entusiasmo enredado en su álgido ulular hacia el glacial confín de la península.  El viaje nunca ocurrió.  No sé de las razones que desbarataron los planes, pero en mi memoria ese recuerdo se quedó pegado como Patella Vulgata a la roca: La Península Mitre y el Cabo San Pío.  Años después, ese incisivo recuerdo me llevó una vez más a los remotos y fríos lugares del planeta.

La conversación de la tripulación hablaba de lo que encontrarían en Mitre: enormes colonias de aves australes, nutridos asentamientos de grandes mamíferos marinos, asimismo como grandes extensiones de pardos turbales, esos intermitentes pantanos faltos de oxígeno llamados "humedales", y las cavernas más australes del globo.  Esto es suficiente para que mi espíritu se embarque prestamente en una jornada de otra forastera, atolondrada  e irreflexiva aventura.  La meta sería llegar al faro de Cabo San Pío, y regresar sin decir ni pío.

Créanlo o nó, el tiempo pasa...

Años después junto con otros tres amigos locos, emprendimos una meridional jornada de descubrimiento hacia el austral Cabo San Pío.  La primera parte de la jornada fué establecer una base de operaciones en la ciudad Argentina de Ushuaia.  Allí dejaríamos algunos pertrechos y otros enseres y adminículos que no necesitaríamos para el viaje.  Llegar al Cabo San Pío era un desafío fenomenal porque según recuerdo (a esta edad la memoria a veces me juega pasodobles) no había caminos civilizados que llegasen a la península por el lado Oeste de Argentina, el lado donde nos encontrábamos.   

La Península Mitre en Tierra del Fuego se encuentra a unos 210 kilómetros de Ushuaia, y el faro San Pío, se sienta enfrente de Isla Nueva, la que está en territorio marítimo chileno.  No hay caminos que lleven humanos civilizados para esos lares.  Hay que seguir los senderos de los guanacos porque son lo únicos animales de cuatro patas que viven allí.  Hay muchos pájaros, peces y lobos marinos, y uno que otro gaucho argentino perdido buscando a Martín Fierro; pero éstos no dejan huellas o senderos en tierra, sino que en el agua como Joan Manuel Serrat i Teresa que deja senderos en la mar.  Éste cantante y poeta ya nos había advertido: “caminante no hay camino, sino estelas en la mar”.  

Bajo estas circunstancias, llegar a pie al Cabo San Pío es imposible, así que el plan era cubrir la mayor parte de la jornada en una chalúa desde Ushuaia hacia las Islas Tierra del Fuego, frente a la comuna de Cabo de Hornos en el lado chileno, hasta pasar la chilena Isla Picton.  Para lograr esto, tendríamos que encontrar a Barba Negra, a Francis Drake; o a algún chalupero argentino más demente que nosotros y que osase aventurarse en tamaña locura.  Este tipo de riesgos ha sido siempre la vid de mi vida.

El dinero no habla; sino que aúlla.  No nos costó mucho encontrar un osado y loco marinero que por el precio justo, nos llevase en nuestra correría.  Dijo que su nombre era Yehuin.  Yehuin era un tipo bastante pataco y fornido, con escasos dientes, pero con una sonrisa y un sentido del humor estupendos.  Años después descubrí que “Yehuin” es el nombre de un lago en Tierra del Fuego.  Yehuin era “papichento”(1).  Nombre o nó, este singular seudónimo me recordó al personaje “Laguna” del cuento de Manuel Rojas, aunque físicamente, ambos eran diametralmente opuestos.  Eran los comienzos del mes de Febrero, y las temperaturas oscilaban entre lo civilizado y lo político (también hubo días de mierda). 

(1)  Prognatismo.  Es el tener la mandíbula inferior prominente, superando en rango a la floja mandíbula superior.  Esto causa algunas deficiencias eco-reverberantes de pronunciación al hablar. La gente papichenta no puede mantener la boca abierta en los días de lluvia, porque se pueden ahogar.

Yehuin era muy diligente y confiable, y siempre te miraba con una sonrisa con la boca semi abierta exhibiendo aquel indigente y diseminado bosque de dientes que poseía.  Después de alinear planes y pagos, Yehuin nos mostró su argonauta nave.  Atada a un molo de palos estaba la flotante embarcación.  Era una extraña mezcla entre un remolcador, un pontón, y el Arca de Noé.  De alguna forma extraña, este bastimento emulaba el físico de Yehuin.  La embarcación era bastante amplia y con camarotes para seis.  No tenía baño el bajel éste, así que las transacciones intestinales y de la pilcha, había que hacerlas siempre a sotavento –popa o proa--, porque a barlovento; la tembleque micción y los “depósitos a la fuerza” caerían irremediablemente sobre cubierta.   

Zarpamos una antártica mañana de Febrero como a eso de las seis de la madrugada.  El viento silbaba helado y las aguas del estrecho estaban pesadas.  Los pájaros estaban callados esperando a que el sol se asomase por la frontera Este.  La embarcación poseía un pequeño y viejo motor diesel de dos tiempos que ronroneaba a patadas fatigosamente mientras que se adentraba seguro en las entumecidas aguas del canal Beagle. 

- ¡El viaje será largo! – dijo Yehuin mientras piloteaba la nave hacia la oscura boca del canal.

Todos asentimos con la cabeza.  Era demasiado temprano para hablar, y el café recién se estaba filtrando en la vieja y abollada cafetera.  También había mate, pero no era apto para nuestras mañanas.  El insistente martilleo del motor se fué desvaneciendo paulatinamente a medida de que nos acostumbrábamos a él, hasta que se hizo inaudible para nuestros oídos.   Ahora oía el embate de la metálica proa del Patoruzú(2) en contra de las menudas olas que cortaba en su avance.  El sol comenzaba a iluminar este lejano punto del planeta, y con la luz crepuscular, las siluetas de la costa se comenzaban a definir contra el inseguro y borroso telón de la bruma.

(2) Patoruzú es un cacique Tehuelche, un personaje cómico Argentino que vive en la Patagonia.   Patoruzú fue creado por Dante Quinterno en 1928, y es considerado el héroe más popular de la historieta argentina.

Este lanchón con semejante nombre seguía impávido su rumbo, y después de bebernos un buen café y comer unos bocadillos, estábamos más despiertos para disfrutar del paisaje.  Había unas toninas acompañándonos y que jugaban con el rompeolas de la proa, en lontananza, se vislumbraba una manada de lobos marinos descansando en una de las muchas playas que hay a lo largo del canal Beagle.  La travesía me trajo a la memoria los indios Alacalufes que una vez visité con mi argonauta padre en la Angostura Inglesa, en el Golfo de Penas, y de los Yaganes que habitaban aún más al sur.  Estas poblaciones indígenas datan desde hace más de 6.000 años.  Me paré contemplativo en la popa del Patoruzú, y miré la revuelta estela llena de danzantes burbujas que su ocupada hélice dejaba en el agua.  El alba seguía fría, opaca y húmeda.

Los primeros Alacalufes que conocí, los encontré en la Angostura Inglesa, que es la continuación del Canal Messier hacia el Sur.  A los Alacalufe se les conoce también como la gente Kawésqar, que en el lenguaje Yagán significa “comedores de moluscos”.  ¿Qué cosas, no? 

Navegamos casi todo el día.  De vez en cuando nos cruzábamos con algunas canoas y esquifes tripulados por aborígenes que nos saludaban a lo lejos agitando sus manos abiertas.  Las gaviotas ahora estaban más bulliciosas volando por sobre nuestras cabezas y tratando de mantener la baja velocidad del Patoruzú”.  La geografía del lugar parecía desolada.  Vimos algunos naufragios viejísimos varados en las orillas del estrecho.  Pensaba en qué habrá sentido Hernando de Magallanes cuando navegó por primera vez estas mágicas latitudes al servicio de Carlos I.  Me interpelo por qué Hernando “de Magallanes” se llamaba así.  Él no era de Magallanes, era de una localidad llamada Vila Sabrosa, en Portugal por allá por el año 1480.  Debería haberse llamado Hernando De Vila Sabra, o Hernando el Sabroso.  ¿Qué cosas, no?

Embrollo

Nuestros grandes y ambiciosos planes se comenzaron a desbaratar durante la última parte de aquel primer día de navegación, antes de llegar a las Islas Tierra del Fuego, aquellas que se encuentran en el medio del Canal Beagle en el lado Argentino.  La posición de la isla angosta el paso del estrecho en ese tramo, haciendo que sus aguas fluyan a gran velocidad hacia el Sur, lo que hace la navegación sumamente peligrosa.  Llevábamos ya varias horas de asengladura.  De pronto oí la voz de Yehuin:

- ¡Hora de parar! – Vociferó Yehuin – ¡La marea está alta y es mejor que esperemos la marea baja!

- ¿Cuándo será eso? – uno de nosotros preguntó.

- Mañana –respondió Yehuin haciendo una mueca de resignación.  - Vamos a atracar –agregó mostrando su desolada formación de adarajas y apuntando hacia la oscuridad con un dedo gordo como un bulldog sin patas, y comenzó a buscar una ensenada alrededor de la isla grande cuya figura ya se recortaba enfrente de nosotros.  Esta gran isla es la primera isla del pequeño archipiélago de las Islas de Tierra del Fuego.  ¿Mencioné que en estas regiones no hay fuego por ningún lado?

No estábamos muy contentos con la decisión porque queríamos avanzar más hacia el sur, pero Yehuin se mostró inflexible a nuestras demandas.  Inmediatamente redujo la velocidad linear de la embarcación a un paso perezoso, indolente y apático; y con la parsimonia de la ancianidad, siguió piloteando la barcaza por una angosta boca del Estrecho.  Después de más de una hora de lentas y repetitivas maniobras, fondeó remisamente el bote en un meandro del litoral.  La oscuridad de la noche ya se enseñoreaba en estas latitudes, y la ensenada en la que nos adentrábamos, estaba oscura como conciencia de político.  Sin más remedio que esperar el siguiente día, tomamos turnos para visitar sotavento.  Fuimos todos, menos uno de nosotros.

Después, preparamos una escueta y lacónica cena de campaña que consistía en pescado frito, huevos fritos, papas fritas, y empanadas de queso fritas.  Lo único que no estaba “frito”, éramos nosotros.  Todavía.  Fallamos en reconocer que toda esta fritura era un presagio de mal agüero.  Tuvimos una animada conversación sobre la cena, donde Yehuin se relajó un poco bajo la indolente presión etílica del trago, y nos contó de algunas de sus aventuras por los canales del Beagle.  Había vino, cerveza en tarros, y una botella de Pisco para emergencias.  Había otra botella en el botiquín en caso de catástrofe.  Estábamos preparados.

Durante la pseudo-cena, escuchábamos atentamente de Yehuin los relatos de algunas de sus espeluznantes historias acerca de sus aventuras por el Beagle que envolvía desde sardinas a sirenas.  Después de escucharlo por bastante rato, noté algo que me incomodó: me entró la severa duda de que Yehuin fuese argentino.  Yehuin no hablaba mucho, pero cuando lo hacía, no lo escuché ni una sola vez decir: “¿Viste?”.  Ésta es una clara e inconfundible característica eco-acústica-ocular típica del argentino-parlante.  La falta de esta expresión verbal en un legítimo argentino es muy grave y sospechosa.  ¡Es como si un chileno no dijese “huevón”!

No le dí mucha importancia al asunto porque lo más fundamental después de la cena en ese momento, era el Pisco.  Esa noche nos fuimos a dormir temprano en los incómodos y reducidos camastros.  Los únicos sonidos que se escuchaban era el reverberante resonar de las olas contra las hoscas arenas de la playa, y el tosco jadeo del motor en neutro.   A esta alta hora de la noche, Yehuin visitó sotavento. 

No sé cuánto tiempo pasó, pero me desperté sobresaltado al oír una angustiosa voz pidiendo ayuda.  Me alcé a mirar por la claraboya a través del caramanchel, pero todo estaba más negro que yogurt de alquitrán, y no se veía nada.  Todos nos levantamos rápidamente, cogimos nuestras linternas y salimos a cubierta a averiguar de qué se trataba el jaleo.  Sobre cubierta había una egoísta, desvergonzada y sucia ampolleta que sólo podía alumbrar un irrisorio espacio.  Me trajo a la memoria el cura de mi pueblo.  Noté que había un viento helado bastante enérgico, y que el Patoruzú se bamboleaba brioso a diestra y siniestra.  Cuando descubrimos que los angustiados alaridos provenían de la proa del barco, dirigimos el haz de luz de nuestras linternas hacia el origen de los gritos. 

Y ahí estaba.  Sentado compungidamente en la borda y con los cachetes al aire colgando de la salobre balaustrada hacia sotavento.  Era el gil que no visitó sotavento antes de irnos a dormir.  Era una escena cómica: con una mano se afirmaba desesperadamente de una “maceta de aforrar”(3), y con la otra trataba de mantener el equilibrio en la borda para no irse de espaldas al agua.  Tenía uno de los pasadores del pantalón atascado en un garfio de amarra, y no se podía bajar de la corta eslora, ni sacarse los pantalones para salir de esa indigna posición. 

(3)  Maceta de aforrar o Mandarria.  Este vocablo náutico es un diminutivo de la palabra: maza (martinete o cachiporra).  Es un cilindro de madera que se usa para amarrar y asegurar las jarcias, y también para fragmentarle o desintegrarle el cráneo al prójimo.  Las malas lenguas dicen que tiene otras aplicaciones, especialmente en las mareas muy largas, pero no quiero meterme en esto.  En los botes y veleros pitucos se le conoce como “Cabilla”.  ¿Qué cosas, no?

Cuando nos reíamos a carcajadas, el acongojado tipo grita:

- ¡Necesito papel “confort!” (Expresión chilena para papel higiénico)
- ¿Y por qué no trajiste? – Objetó una voz.
- ¡Sí traje huevón, pero el viento se lo llevó! – Explosivas risas se oyeron en el segundo plano.
- ¡Ya po’s huevones!  ¡Tráiganme papel!  - Chillaba el hombre con la angustia del abandono.
- ¡Tenemos lija no más! – Dijo otro iluminado del grupo.
- ¡Puta! ¡No weís más po’s huevón y trae papel! – La delirante voz reclamaba agitada.
- ¡Ya, huevón, ya! – Dijo otro mientras se dirigía a buscar este necesario rollo de papiro fecal.

La embarcación se sacudía cada vez más intensamente haciéndonos difícil mantener el equilibrio en la mojada y resbaladiza superficie de la cubierta.  El sujeto en cuestión con los pantalones a media asta  se cabeceaba peligrosamente en el filo de la borda, y oscilaba cada vez más ampliamente.  Las olas ahora se reventaban coléricas y violentas contra el casco del bastimento, haciendo que el agua salpicara por todas partes, entorpeciendo nuestra visión y desestabilizando nuestro precario equilibrio.

- ¡Parece que tenemos un temporal fuerte! – Gritó Yehuin con una voz grave y seria, quien hasta ahora no había dicho ni hecho nada, aparte de reírse a carcajadas de la cariacontecida condición de nuestro compañero de viaje. 

La cosa se estaba poniendo color de hormiga.  El agua del canal se encaramaba por ambas bandas bañando la cubierta de lado a lado mientras que el buquecito se escoraba sin piedad.  La cubierta estaba tan resbalosa como ética de abogado deshonesto, y no nos permitía acercarnos a socorrer a nuestro compinche en apuros sin caernos, o arriesgarnos a caer por la borda.  Yehuin desapareció hacia popa mientras gritaba algo acerca de ver que no se enredasen los amarres del anclaje.  Esto era importante porque la pedregosa batimetría del canal es de alrededor de 150 metros de profundidad.

Sin duda parecía uno de esos temporales dignos del Golfo de Penas.  Siempre me había preguntado cómo diablos este golfo adquirió semejante nombre, pero parecía obvio al observar la tempestad.  El Golfo de Penas es la ensenada del Pacífico entre el cabo de Tres Montes y las islas de Guayaneco, donde se les hacía penosa la navegación a las antiguas pequeñas embarcaciones que solían atravesarlo.

Como lo mencioné antes, la cosa se estaba poniendo color de hormiga (4).  El viento soplaba endemoniado y comenzó a llover.  La lluvia era gruesa y caía de lado empujada por el ventisquero, y nos golpeaba la cara como un manojo de agujas.  Nuestro defecante compañero estaba a punto de perder el equilibrio y caer por la borda, pero no podíamos socorrerlo porque no podíamos llegar hasta él.  La cubierta ahora estaba más resbalosa que lengua de político y no podíamos avanzar hacia él.  Éste nos miraba con una cara de pánico absoluto y más preocupado que madre de torero inepto.

(4)  La expresión “color de hormiga” significa que algo tiene mal aspecto, o que presagia dificultades o graves problemas; pero no tengo la más peregrina ni errabunda idea de donde salió, ni de como se originó este dicho.

Contratiempos y Percances

De pronto se oyó una sorda explosión seguida de unos alaridos incomprensibles que salían de la aguardentosa garganta de Yehuin.  

- ¡Se cortó la espía!, ¡Se cortó la espía!(5) – gritaba con los ojos desorbitados mirándonos como si estuviera haciendo una encuesta.

(5)  Una “espía” de amarre en términos náuticos es una gruesa cuerda de amarre, la que se asegura a una bita para mantener las embarcaciones fijas al muelle.  Nuestra espía estaba sujeta al ancla.

Creo que el único del grupo que sabía lo que era una espía era yo.  Sabiendo esto, se me heló la pajarilla.  Con el viento, la lluvia y las bajas temperaturas yo ya estaba helado, pero en ese momento, la pajarilla lo estuvo más.  ¡Esto significaba que nuestra embarcación estaba a la deriva!  Yehuin se daba más vueltas que un mojón en el agua tratando de destrancar un ancla de suplemento que llevábamos a bordo, pero sus esfuerzos eran inútiles.  El ancla estaba definitivamente atollada y no había nada que la hiciese desistir.

En medio de este desconcierto se oyó un grito de alarma:

- ¡El Silvio se cayó al agua!

No había mencionado antes el nombre de este consternado ciudadano porque el llamarse inverecundamente: “Silvio” en público; puede ser muy bochornoso.

Aparentemente el frágil pasador del pantalón que estaba enredado en el garfio de amarre se reventó súbitamente con uno de los violentos corcoveos del Patoruzú”, y Silvio se fué guarda abajo a poto pelado desapareciendo en las turbias y heladas aguas del golfo.  Afortunadamente (o nó), estábamos peligrosamente cerca de la playa, así que Silvio fué capaz de nadar hasta ésta, y escapar del peligro.  Seguía a poto pelado porque entre la caída al agua y la nadada a la playa, misteriosamente perdió los pantalones y los calzoncillos.

Ésta era la menor de nuestras preocupaciones.  El Patoruzú comenzó a zarandearse en todas direcciones mientras que Yehuin gritaba:

- ¡Vamos a encallar!, ¡Vamos a encallar! 

No se veía ni mierda.  La noche estaba  más oscura que la de “El Tortillero”, el temporal se acentuaba, la lluvia se intensificaba, y la marea se violentaba, y por desgracia, ¡otro gil se nos cayó por la borda!

- ¡Agarrarse mierda! – gritaba Yehuin colérico mientras se sujetaba con una mano a la cabeza una gorra marinera más sucia y grasienta que conciencia de fraile, a la vez que maniobraba desesperadamente el timón que parecía no hacerle caso para nada.  El barco seguía derivando hacia una masa negra que sobresalía del agua y que se recortaba contra las estrellas del firmamento, allá arriba. 

- ¡El Panqueque se cayó al agua! – bramó una voz preocupada.

Traté de mirar por la borda, y apenas pude vislumbrar al Panqueque nadando apurado hacia la playa, alumbrado por la violenta y mortecina luz de los relámpagos que azotaban esporádicamente la noche y que se escabullían prestos por entre las negras tormentosas nubes.  Le decían Panqueque porque era medio “dulce”.  Un nuevo relámpago alumbró la noche y también los blancos nudillos de mis puños aferrándose a una jarcia suelta.  Mi pajarilla no estaba solamente helada, ¡ahora se había puesto dura!  Aquí es cuando me doy cuenta de que estoy verdaderamente loco, porque bajo estas apremiantes circunstancias, me estaba divirtiendo secretamente.  ¿Qué cosas, no?

Entre este tremendo y desorganizado bochinche, perdí de vista al “Anchoa”, nuestro otro compañero.  Le llamaban “Anchoa” porque tenía cara de pescado y olía como una de ellas.  Traté de escudriñar a proa y a popa, pero no pude verlo. 

- ¡Yehuin!, ¿Hay visto al Anchoa? –grité preocupado sin poder ver a Yehuin.

Pasaron varios segundos nerviosos y escuche a Yehuin decir:

- ¡Se debe haber caído por la borda! – de pronto contesto Yehuin con una voz poco preocupada de cualquier otra cosa que no fuese su anclote de provisión.

Este asunto no se veía nada de bien, con tres en el agua la cosa ya no era aventura, sino que desventura.  Avancé hacia el entrepuente como pude y sin soltarme de mis apoyos para no terminar en el agua.  A duros esfuerzos llegué a la entrada y me asome a ver si podía ver algo con la escasa luz que la ampolleta desgraciada daba.  Y ahí lo ví: el Anchoa estaba de espaldas sobre el piso entre una mesa y unas cajas que se habían desestibado y danzaban al ritmo del Patoruzú”.  Estaba aturdido.

- ¡Encontré al Anchoa! – grité desahogado esperando que Yehuin me escuchase, pero Yehuin nunca contestó.

Rápidamente me dediqué a socorrerlo, pero era difícil la maniobra con todo el meneo alrededor mío, y además que el Anchoa era medio guatón, y pesaba más que la pena del pobre.  Finalmente pude agarrarlo de la guerrera y traté de levantarlo del piso.  Con gran esfuerzo pude apuntalarlo en una de las sillas apernadas al piso.  Tenía un chichón mayúsculo en la frente y estaba más lacio que pulpo desmayado.  No supe cómo ni cuándo se golpeó, o qué estaba haciendo cuando pasó, pero no había tiempo de averiguaciones así que lo amarré a la silla con una sirga para que no se cayera otra vez.  Fué un alivio el saber que no se había caído al agua.

Unos segundos más tarde, un tremendo e irascible sacudón remeció al  Patoruzú de proa a popa, y de babor a estribor.  La violencia del impacto nos envió a todos al piso de la cubierta, y prontamente el Patoruzú dejó de sacudirse.  Habíamos varado en la arenosa playa y el Patoruzú comenzó a escorarse  amenazadoramente sobre la borda de estribor.  Se oyó un dramático y enorme crujido, y el Patoruzú dejó de moverse completamente.  Después de unos tensos momentos en que nos percatamos de que estaríamos seguros ya que el barquito estaba encallado y sin destino, nos preocupamos de los giles que se habían caído al agua. 

Como ya estábamos en contacto con la playa, entre la oscuridad y la bulliciosa tormenta, los izamos a bordo con Yahuin a ambos quienes tiritaban de frío como virgen en celo, le pasamos un mameluco a Silvio para que cubriera su mohicano, y todos nos parapetamos bajo cubierta.  El Anchoa seguía desmayado.  Estábamos incómodos porque el barquichuelo estaba capotado y nada estaba horizontal.  Mientras estábamos ocupados tratando de acomodarnos, Yehuin se asomó sonriente por el dintel del camarote, y alzando la abollada cafetera en su mano izquierda, inquirió por entre su valle dental:

–  ¡Ché! ¿Quién quiere café?

El café fué bienvenido.  Sorbimos el caliente brebaje, nos arropamos, y tratamos de dormir mientras que nerviosos y desvelados esperamos el arribo de la siguiente madrugada.

No era lo que yo quería.

La aurora nos recibió con un tenue sol y una suave brisa.  Nos levantamos y salimos a la inclinada cubierta.  Yehuin nos salió al encuentro diciéndonos que había hecho contacto radial, y que seríamos rescatados en un par de horas.  El Anchoa estaba despierto y no se acordaba de qué fué lo que le pasó.  Nos preguntaba que había pasado mientras se acariciaba el chichón de la frente.  Antes de poder ponerlo al día de los hechos acontecidos la noche precedente, Yehuin interrumpió:

– Hay un compadrito amigo mío que los puede llevar al Faro de Cabo San Pío, -y luego agregó- No creo que el Patoruzú pueda continuar.  Pero no se preocupen, el seguro pagará los daños. –

Seguidamente, se fué a sentar sobre el huinche de popa a fumarse un rollo de algo que nunca supe lo que fué, pero que olía peor que aliento de abogado deshonesto.

Silvio y el otro gil (el Panqueque) que se cayó al agua estaban mal.  Ambos tenían fiebre y estaban tosiendo como gato viejo.  Esto nos preocupó.  Estábamos en el culo del mundo y nuestro botiquín de campaña no estaba preparado para esto.  Además, el chichón del Anchoa se resistía a desinflarse a pesar de la compresa de Agua de Árnica que le pusimos en la frente.  En vista de la apremiante situación y después de un breve conciliábulo de camarilla, decidimos volver a Ushuaia para darle el cuidado apropiado a nuestras bajas, y así evitar que la situación se agravara aún más.  Lo peor de todo fué que no pudimos encontrar la botella de Pisco de Emergencia. 

La cuadrilla  de rescate arribó en un par de remolcadores alrededor de unas dos horas después.  Luego de darles algunos primeros auxilios a nuestros machucados y lastimados exploradores de salón, nos transbordaron a una de sus embarcaciones, e iniciamos el cabotaje de regreso a la civilización, mientras el otro remolcador socorrería a Yehuin.  Antes de zarpar, Yehuin salto ágilmente desde el Patoruzú a la cubierta de nuestro remolcador, y nos dió un sentido abrazo de despedida a cada uno de nosotros.  Buen chato este Yehuin, pensé en introspectiva.

La isla grande de las Islas Tierra del Fuego fué alejándose paulatinamente a nuestras espaldas mientras nos dirigíamos hacia el Norte en busca de Ushuaia.  Apoyado en la balaustrada de estribor, me dediqué a mirar a las juguetonas toninas que habían vuelto a jugar con nosotros entre los alegres graznidos de las gaviotas que sobrevolaban nuestra barca.  Hacia popa solo se veía la blanca estela de espuma que dejaba la poderosa hélice del remolcador.  El cielo estaba limpio.

Me sentía un poco culpable porque embarqué a estos marineros de salón en una aventura que les quedó grande, y en la que todos salieron machucados, menos yo.  Me acordé del Capitán Araya...

Nunca llegué a la Península Mitre y nunca llegué a conocer el Faro de Cabo San Pío.  Y entre las olas y el áspero bufido del motor del remolcador, regresamos taciturnos a la Isla Navarino; sin decir ni pío.  Como si todo esto no hubiese sido suficiente, la ironía de la vida me abofeteó una vez más: el nombre de este remolcador era “Cabo San Pío”.

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Post scriptum et quorumdam suggestionibus pro futurum: Si hay algún tema sobre el cual usted quisiera leer mis traumáticas y ligeramente psicopatísticas opiniones, por favor sugiéralo a: rguajardo@rguajardo.us.

Caveat: Mis opiniones personales pueden resultarle ácidas, demasiado honestas, corrosivas, irreverentes, insultantes, altamente irónicas, acerbas, licenciosas, mordaces y de una causticidad filosófica sin límites conocidos por el ser humano, y quizá no le apetezcan o acomoden intelectualmente; pero es lo que habrá disponible basado en su pedido.  Gracias. 





El Loco

lunes, 1 de abril de 2013

Pasajes - Los Hermanos Pincheira


En cada generación hay una puta y un ladrón.  El freno de la puta es su conciencia; el castigo, a veces el del ladrón. 

Los enfermantemente destacados hermanos Pincheira fueron los líderes de una conocida y erradamente pregonada banda de bandoleros y abigateadores chilenos, que entre los años de 1818 y 1832 asolaron impunemente varias regiones del sur de Chile y Argentina llegando hasta la ciudad de Buenos Aires.  Estos salvajes forajidos se acoplaron a la causa Realista (descaminadamente por supuesto) y lucharon en contra de los Patriotas uniéndose entonces a la causa Realista durante la guerra por la Independencia de Chile.  Los Pincheira se educaron bajo el enajenado sobradillo de los frailes Franciscanos, así que no es ninguna sorpresa la calaña de comparsa que terminaron siendo.  La "causa Realista" no era nada de realista dado que el Rey de España pretendía ejercer dominación en unas tierras ajenas y desconocidas a más de 11.000 kilómetros de distancia de su reino y empotradas en la "Región Antártica famosa". 

Este pobre reyecito no sabía de que esta región de la que él hablaba era: "Chile, fértil provincia y señalada en la región Antártica famosa, de remotas naciones respetada por fuerte, principal y poderosa; la gente que produce es tan granada, tan soberbia, gallarda y belicosa, que no ha sido por rey jamás regida ni a extranjero dominio sometida."  Se lo dijo un español mismo, pero el rey no quiso escuchar, y consecuentemente los españoles lo averiguaron poco después "Por la Razón, o la Fuerza", y a un alto precio.

Todos los bandoleros Pincheira fueron hijos legítimos de Martín Pincheira.  Martín Pincheira había estado empleado como peón en la hacienda de Manuel De Zañartu, localizada en la criolla ciudad de Parral.  El hacendado Manuel De Zañartu que posteriormente como otros hacendados de la región, les proveyó a los Pincheira con ayuda económica, acto traidor por el cual fué declarado enemigo de la patria.  Esto demuestra que la familia completa de los Pincheira y los truhanes que les apoyaron, contrario a lo que algunos perjuros, renegados e ingratos antipatriotas insidiosos sugieren, es indigna de haber sido Chilena, y que en un absurdo e ignorante esfuerzo tratan de romantizar esta bazofia en una estulta y concúbita comedia cinematográfica de mal gusto.

La deshonrosa prole Pincheira estaba compuesta por cuatro hermanos y dos hermanas, desgraciadamente todos nacidos en Chile.  Estos rufianes fueron: Santos, Pablo, Antonio, José Antonio, Rosario, y Teresa.  Los hermanos Pincheira comenzaron a robar y a cometer toda clase de delitos desde 1817, el mismo año en que nació  Guillermo III de los Países Bajos, Rey de los Países Bajos y Gran Duque de Luxemburgo.  Los Pincheira eran originarios de la zona de Parral, ciudad fundada por el Viceroy del Perú Ambrosio O'Higgins, quien llamó originalmente a la ciudad "Villa Reina Luisa" en honor a la esposa de Carlos IV.  El actual Parral está localizado al norte de la ciudad de Chillán, nombre que en Mapudungún significa "Silla de Fuego" debido al volcán de sus cercanías.

Antes de estos obscuros acontecimientos familiares que afectarían a tanta gente, los Pincheira trabajaron al igual que su padre como peones de la hacienda del rebelde realista Manuel De Zañartu.  Antonio, el mayor de los Pincheira llegó a ser cabo del Ejército Realista y combatió bajo los blasones del Rey Ferdinando VII de España en la Batalla de Maipú.  El Rey Ferdinando VII de España fué dos veces Rey de España: en 1808 y desde 1813 a 1833.  Este último período está en controversia con José Bonaparte. 

Como las huestes Chilenas le sacaron la cresta a los Realistas en dicha batalla (Maipú), Antonio volvió a su tierra y comenzó sus correrías malintencionadas, arrastrando en ello a sus entorpecidos hermanos.  Dicen por ahí que Antonio Pincheira seguía convencido de la causa de la Corona Española, pero esto no le excusa el convertirse en un bribón asesino y sinvergüenza, el delincuente y maleante vulgar que terminó siendo con su pandilla de hermanos y hermanas; de manera que no hay ninguna controversia para su calificación como un despreciable villano puro.

Lo más curioso de esto, es que esta banda de malhechores contaba con el respaldo y el apoyo de varios sectores de la iglesia católica, esa lepra religiosa la que siempre inmiscuye su larga y sucia narizota en asuntos ajenos y que no le incumben; y estos descarados y descarriados "hombres de dios" auspiciaban hechos como asalto, saqueo, violación, y el rapto de mujeres a cambio de recompensa; como fué el caso específico de Trinidad Salcedo, por cuya libertad exigieron "una carga de vino que terminó en el vientre de los curas, dos cargas de harina para los cuarteles Pincheristas, y 200 pesos en Plata para el bolsillo de los Pincheira".  Estos hechos verídicos constan en el archivo del Ministerio de Guerra de la República de Chile.

También recibían sostén de muchos hacendados realistas como Clemente Lantaño, un terrateniente de Ñuble; y además el concubinato político del Cabildo de Chillán los apoyaba en sus correrías.  Hoy en día, todos estos traidores y facinerosos han encontrado una carrera profesional análoga como políticos deshonestos; y de los curas degenerados, pues ya todos sabemos dónde éstos terminan.  No es coincidencia que Satanás rime con sotanas.

Estos malandrines de apellido Pincheira consiguieron hacerse de un extenso refugio en las zonas altas de la cordillera de Chile, en frente de Parral, asilo que era un auténtico poblado con cientos de mujeres secuestradas, y toda clase de bienes robados y mal habidos.  Algo así como el Congreso, pero un poco más extenso.

Alarmado con esto de la guerra de la Independencia en Chile, el guatón sinflón del Virrey del Perú, Joaquín de la Pezuela Griñán y Sánchez Muñoz de Velasco, le encomendó a otro traidor de nombre Vicente Benavides para organizar y mantener resistencia armada en las posesiones de la corona en el sur del país, y para ayudarse; compró el apoyo de los grupos indígenas de la zona como los Pehuenches.  Benavides controló por un tiempo los territorios rayanos al sur del río Biobío que estaba fraccionado en tres frentes.  Los llanos centrales estaban a cargo de Benavides; un infeccioso cura entrometido y depravado de nombre Juan Antonio Ferrebú (que rima tan bien con Belcebú) quien servía al dinero y no a su "dios", comandó el sector costero; y los ladrones Pincheira se dedicaron al área cordillerana.

La buenas noticias son que Benavides fué justamente fusilado en 1822.  Le sucedió Juan Manuel Picó, quien fué honestamente asesinado solo dos años más tarde, y en ese mismo año el cura Ferrebú visitó a sus demoníacos compinches cristianos (Súgart, Lucifer, Frimost, Astaroth, Silcharde, Bechard y Guland, ¿sabía usted de ellos?) en el infierno después de haber sido justicieramente fusilado.  Desde ese momento, José Antonio Pincheira se adjudicó la excusa de la responsabilidad de la guerrilla, con lo que se auto-otorgó amplia licencia para delinquir, y lo hizo ininterrumpidamente hasta su derrota en 1832, el mismo año en que Ecuador se anexó arbitrariamente las Islas Galápagos.

Un poco de Historia

Con el tiempo y el reclutamiento de forajidos, el número de bandoleros en las huestes  Pincheira incrementó grandemente y se habló de que su alguarismo fué de alrededor de unos 1.000 hombres de a caballo, y todos sometidos a un caudillaje monolítico jerarquizado militarmente; algo así como un dictador con pañales sucios.  La mayoría de este contingente estaba formado por bandidos netos, ex-presidiarios, y convictos fugados de la ley, en otras palabras, la crema y nata del espíritu político socialista.

La Alianza con los Pehuenches

Desde el año de 1822, los Pincheira trabajaron en la artesanía de alianzas con los poco honestos Caciques Pehuenches, quienes le permitieron asentarse a ambos lados de la Cordillera de Chile, no solo sin molestarlos, pero cubriendo y protegiendo sus andanzas.  Los principales arbotantes y asentamientos que los Pincheira establecieron en Chile durante esa época fueron las instalaciones y permanencias ubicadas en Los Maitenes, un pequeño lugar enclavado en la cordillera; en Roble Huacho (ubicado en medio de un bosque en la región de la Araucanía); y la infausta cueva de los bandidos Pincheira localizada a 67 kilómetros de la ciudad de Chillán. 

Una vez visité la triste y ridícula Cueva de los Pincheira cuando mis jóvenes plantas aún se entrenaban en el arte de explorar y transitar este (aparentemente) redondo planeta.  La cuevita no tenía nada de épico o extraordinario, en efecto; ¡ni parece cueva!  Es apenas un triste socavación natural en la roca que no tiene NADA DE CUEVA y que en un día lluvioso y con viento, no presta ninguna protección.  ¡Vaya cuevita!  Ni el Milodón la aceptó como morada, ni las vacas, y ni los leones o los coyotes porque ni para guarida o cubil servía.  Si usted puede mirar a la "cueva" ésta, ¡se dará cuenta de que es pura mala cueva!

Esta desproporcionada pseudo- gruta se declaró Patrimonio Histórico Nacional ¿...?  ¿Qué más se podría esperar de la falta de entelequia mental de algunos políticos orgullosos de sus hediondos pasados?  ¿Qué cosas, no?

Además de los asentamientos en Chile, los Pincheira tenían establecimientos en el extenso territorio Argentino.  Tenían colonizaciones en el valle de Varvarco (el asentamiento de Matancilla) y en la laguna Epulafquén en el territorio Neuquino.  Por el sur, comprendían  un afluente del Neuquén llamado río Agrio; en la zona de Butalón (los asentamientos de Malal Caballo (quién sabe de dónde habrán sacado el nombrecito éste), Raja Palos (sin comentarios), y Guañacos a la vera del río del mismo nombre en el Departamento de Minas.  Estos fértiles y protegidos valles eran utilizados principalmente como campos de engorda  para el ganado robado en la Provincia de Buenos Aires, antes de contrabandearlo a Chile.

No hay necesidad de repetir que los hermanitos Pincheira eran una plaga pandémica habitual.  No contentos ni satisfechos con delinquir en esta gran zona sudamericana, estos prevaricadores de pandilla atacaron la ciudad de Mendoza.

Tuvieron también asentamientos al sur de lo que es la Provincia de Mendoza.  Estos asentamientos se llamaban Jirones, Payén Matru y El Manzanito.  En lo que ahora se llama la Provincia de La Pampa; establecieron poblados renegados en Chical Có, Limay Mahuida, y Chalileo (vaya nombrecitos, ¿no?).  A esta última –Chalileo- le cambiaron el nombre a "Isla de los Pincheira".  Más tarde, el billonario griego Aristóteles Onassis les copiaría esta magnífica idea de tener una isla propia.   

La "Isla de los Pincheira" no era solamente un lugar para darse categoría y estatus social, sino que también era un punto estratégico de control y supervisión de las rastrilladas a lo largo de las orillas del río Chadileo, el que está cerca de laguna Urre Lauquén; desde donde se desataban los asoladores malones en contra de los ciudadanos honrados y trabajadores de Chile y Argentina.  Para poder perpetrar estos asaltos en forma fulminante y cruzar rápidamente la cordillera de ida y vuelta, estos reos morales disponían y controlaban el paso cordillerano llamado Boquete de Alico, que es un paso fronterizo localizado en la zona centro-sur de Chile (y Argentina) cerca de un poblado chileno de nombre San Fabián de Alico; que es la  capital de la comuna precordillerana de San Fabián, en la Provincia de Ñuble, de la Región del Biobío, y con una escasa población de alrededor de 1.400 cordilleranos habitantes.  Nicanor Parra y Violeta Parra nacieron en San Fabián de Alico.

Los últimos Estertores

Después de muchas barrabasadas y una larga y sangrienta historia, la mayoría de los Pincheira y sus seguidores fueron derrotados, apresados y ejecutados como los sarnosos animalejos que siempre fueron.   Estos maleantes asesinos no fueron nada parecidos a Robin Hood, sino que fueron una pandilla ignorante de vulgares forajidos.  Los hermanos Antonio, Santos, Pablo y José Antonio Pincheira se alzaron contra las tropas patriotas de su propio país en 1817 y durante 15 años mantuvieron una vergonzosa guerrilla en nombre del Rey de España, una despreciable y barata excusa para disfrazar el beneficio de sus propias y desviadas inclinaciones.  

Estos malditos proscritos asaltaron, saquearon, violaron, asesinaron, robaron, y raptaron  cobardemente inocentes e indefensas mujeres a cambio de recompensa (con el apoyo de la iglesia, ¿habré mencionado esto anteriormente?).  Cualquier licencioso que encumbre y vanaglorie a estos criminales; es un perfecto imbécil, un magistral e insensato cretino, y por supuesto; un traidor a la Patria.

José Antonio Pincheira fué el último maleante de la familia quien anduvo fugado por un tiempo, y después de entregarse cobardemente a las autoridades Chilenas y obtener una amnistía por sus delitos (por supuesto viniendo de sucios y deshonestos políticos interesados de la época), fué contratado como empleado en la hacienda del Presidente José Joaquín Prieto Vial, otro individuo que nunca pudo explicar el por qué de su irresponsable proceder; y por qué le dió asilo y protección a un ladrón asesino.   Las deshonestas e indecorosas historias que se cuentan de Joaquín Prieto, este hombre de tan alta posición y tan baja ralea quizá sean ciertas después de todo...  (Estoy seguro de que este "mago de las finanzas" y jefe de las Tropas Peluconas, estaba en clandestina connivencia hetaira con Joaquín Murrieta Orozco).

Esta desgraciada bazofia humana, el último criminal mañoso de la familia Pincheira, José Antonio; el que no fué menos culpable que ningún otro criminal, murió viejo y siempre traidor a la Patria, rodeado de unos hijos llenos de vergüenza, descrédito y humillación; dejando una enferma huella y una distorsionada leyenda detrás de su pusilánime y vergonzosa vida.  Los Pincheira fueron unos humanos tan pequeños, tan pequeños como la nimia conciencia que nunca tuvieron.

¡Que jamás tengan paz en el infierno Pincheiras desgraciados!


El Loco

martes, 31 de enero de 2012

Antiguos Caminos

El "Camino de los Chilenos"

Desde tiempos inmemorables y mucho antes de que el osado Castellano posase su firme y conquistadora planta en los vírgenes territorios de América, existía el paso de una corcovada, tortuosa y ancestral ruta enclavada en el gélido corazón de la Cordillera de Chile, que era usada por los habitantes nativos de la zona sur del planeta. Esta ruta fué denominada mucho tiempo después como el "Camino de los Chilenos".

Este arcaico derrotero investía alrededor de unos mil kilómetros de desoladas distancias que lo llevaban desde la Provincia de Buenos Aires, atravesando en su extensión las provincias de La Pampa y Río Negro; para ir a incrustarse silencioso y furtivo en los crudos y ventosos pasos cordilleranos neuquinos que se escondían entre rocosos fragmentos de cordillera, y se camuflaban con la complicidad del río Neuquén, para finalmente hacer su jornada final al cruzar a Chile. Durante su recorrido y hacia su centro troncal, convergían una cantidad innumerable de caminos secundarios, y otra cuantía de senderos y calzadas tributarias.

EL nombre "Camino de los Chilenos" vino mucho después, cuando durante la época colonial chilena se le rebautizó así. El nombre original con que se conoce esta primitiva ruta es La Rastrillada de los Chilenos, a veces también llamado Rastrillada Grande. Ésta fué una transitada ruta que unía la Patagonia y la Pampa argentinas, por donde los Mapuches y otras tribus Araucanas transbordaban ganado a Chile, y su huella en el suelo Argentino fué formada por las patagónicas plantas indígenas de la zona, durante sus ancestrales y persistentes peregrinaciones peatonales hacia y desde los extremos de las extensas llanuras de la Pampa.

La Ruta de la Sal

El origen de esta ruta se rastrea a antes de las épocas coloniales, durante las cuales originariamente se usó como un corredor llamado la Ruta de la Sal, ubicada en el tramo de las Salinas Grandes, a Buenos Aires, en Argentina.

La Rastrillada de los Chilenos se prestaba en parte para servir los propósitos de la Ruta de la Sal, o Rastrillada de las Salinas Grandes; en la cual el tránsito de ésta se establecía en sentido contrario a la circulación de ganado. La Ruta de la Sal transportaba y comerciaba su mercancía desde las diferentes Salinas que extendían sus dominios desde las provincias de Córdoba y de Santiago del Estero en las Sierras de Córdoba, cubriendo un área de 8.300 km²; hasta la Guardia de Luján, hoy la actual ciudad de Mercedes situada a 100 km. al Oeste de Capital Federal y a 30 km al sudoeste de Luján. La ciudad de Mercedes con una población aproximada de 65.000 habitantes es la cabecera de los 135 partidos homónimos (municipios) de la Provincia de Buenos Aires.

La constante migración de grupos Mapuches a la región, no solo hizo que la ruta se extendiera enormemente, sino que se ensanchó para acomodar el arreo de ganado vacuno. Estas arriadas de animales emigraban desde las Salinas Grandes hasta los pasos cordilleranos en la Provincia del Neuquén, culminando su viaje ganadero en las ciudades cordilleranas chilenas de Valdivia, Chillán y Los Ángeles. Diversos sectores del "Camino de los Chilenos" y varias de las rastrilladas que convergían en él, sirvieron más tarde como base de desarrollo para instalar los cables del telégrafo, las líneas de ferrocarriles, y dieron lugar a otros numerosos caminos transitables.

Cuenta la historia, pero sin verificación alguna; de que la ganadería proveniente del lado Este de la cordillera, era ganado robado durante los malones (1) que los Mapuches y Araucanos realizaban en Argentina. Es imposible determinar de que estas acciones hubiesen constituído contrabando, porque en ese entonces no había fronteras geopolíticas; y mucho menos como un acto de hurto. Es bien sabido hoy de que estos pueblos transportaban su ganado hacia finales del otoño en dirección a los extensos pastizales de la Argentina en busca de mejor clima y mas alimento para sus bestias, los que escasean durante el invierno chileno.

(1) El "Malón" (o maloca) es el nombre dado a las incursiones o tácticas guerreras Mapuches y Araucanas chilenas en territorio español, chileno y argentino; y para rivalizar otras facciones indígenas enemigas durante La Colonia. El Malón es descrito como un medio para obtener justicia. La tremenda eficacia de esta táctica residía en la sorpresa de un ataque imprevisto, vertiginoso y fulminante que no daba tiempo para organizar una defensa efectiva, por lo tanto; un malón dejaba una población completamente devastada e incapaz de tomar represalias en pocos instantes.

Se arguye erróneamente de esto como un acto de robo porque las bestias que regresaban a principios de la primavera de vuelta hacia Chile, eran mucho más numerosas de las que habían viajado originalmente; pero no se toma en consideración los múltiples partos de los animales ocurridos durante su estadía en Argentina, lo que aumentaba considerablemente el número de cabezas. Esto era nada más que una materia de estricta supervivencia para las gentes sureñas, que ejercían estas maniobras desde que el hombre domesticó a estas bestias. Esto se practicó constantemente durante la colonia, y aún se hace hasta nuestros días.

Todo esto comenzó un día perdido entre los fuelles de la historia de la humanidad, cuando un solitario indio Mapuche caminó esos parajes en busca de una ruta de sobrevivencia y expansión. Poco tiempo después de que éste hubo establecido esta primera huella, otros indígenas le siguieron creando un tortuoso surco primero; y después con la inclusión de animales y más numerosas migraciones, este surco se fué agrandando hasta convertirse en un sendero, y de sendero, a lo que es ahora. Originalmente, éste fué el primer "camino" que existió en la Pampa (que en Quechua significa "llanura"), y no hubo ningún otro camino ni sendero por un larguísimo tiempo.

Problemas en el horizonte

Los indios Pehuenches, quienes eran los indígenas sureños que dominaban los pasos cordilleranos neuquinos, cruzaban la cordillera desde Argentina arrebujados en sus multicolores quillangos y arreando una gran cantidad de ganado, con la intención de dedicarse a comerciar su vacada en Chile. En ese entonces no había un sistema de moneda, así que el comercio consistía solamente en trueque. Los Pehuenches consuetudinariamente canjeaban sus recuas por armas, y siendo los dipsómanos que eran, tambien invertían una gran parte de la tropilla en bebidas alcohólicas. El resto del trueque incluía artículos tales como vestuario, alimentos, joyas, herramientas, y otros menesteres caseros, comprendiendo también hojas de coca provenientes del norte.

A partir de 1818 en adelante, había un afanado grupo armado de bandoleros chilenos organizados y dirigidos por los hermanos Pincheira operando en el sector. Se desconocen completos detalles familiares de esta progenie que daten anteriores a estos hechos, pero se sabe que todos ellos fueron hijos de Martín Pincheira, y la identidad de su (o sus) madre sigue sumida en la neblina del misterio. Esta familia forajida estaba constituída por cuatro hermanos y dos hermanas: Santos, Pablo, Antonio, José Antonio, Rosario, y Teresa.

Los Pincheira eran cuatreros y fugitivos de la ley, pero no tontos. Durante el año 1822, en pleno desarrollo de la Guerra de la Independencia de Chile, cuando los políticos chilenos pensaban en la Patria y no en sus bolsillos, los Pincheira acordaron una productiva alianza de colaboración con los caciques Pehuenches Neculmán, El Mulato, Canumilla y Martín Toriano; cuatro de los seis caciques que dominaban la zona. Éstos, a cambio de protección, botín, armas y alcohol; les proporcionaron a los Pincheira acceso y asiento a ambos lados de la Cordillera de Chile. Con esta alianza y adhesión de estratégicos asentamientos y corredores, los Pincheira expandieron grandemente sus actividades delictuales incluyendo el robo y tráfico de ganado; integrándose así al uso del "Camino de los Chilenos".

El libre usufructo, ajetreo y circulación del "Camino de los Chilenos" fué interrumpido definitivamente por el ejército Argentino al finalizar su campaña "Conquista del Desierto" en 1878 en contra de los Mapuches y Tehuelches justificando el reclamo de estos territorios como una "herencia de España"; un área que comprendía unas 15.000 leguas cuadradas (~350,000 km2), habitadas por alrededor de unos 16.000 indígenas de tribus surtidas. La razón de fondo fué el adjudicarse el dominio y posesión de los yacimientos de sal del sudeste de la Provincia de Buenos Aires. La palabra "Desierto" en el nombre de la campaña obedece a que, a pesar del gran tráfico que había en esa zona, la pampa estaba virtualmente desierta de habitantes; y no porque hubiese sido un desierto de arena.

Hoy, la mayor parte de la ruta no está marcada ni con los cascos de los caballos, ni con las patas de las bestias erales, ni siquiera con su cartografía de surtidos y ancestrales mojones originales; pero todavía constituye un aventurero itinerario digno de osados y nostálgicos exploradores. Cuando mis pies eran más rápidos y ágiles que la madurez que accionaba mis días, recorrí éste y otros innumerables viejos caminos, no tan polvorientos como éste, pero con gran aventura. Uno de estos antiguos caminos que mi planta caminó y que puso una veta de pánico en mi joven corazón, fué uno de los más altos senderos que se desprenden como la vid de una parra en todas direcciones desde la cima del medular y vertebrado volcán Zapaleri, hacia los confines de tres nerviosos países que viven a irasciblemente a codazos. Su concéntrico punto trifinio lo conecta con las Republicas de Chile, Argentina y Bolivia, y es más conocido por su fortuito camino de acceso llamado Paso Zapaleri.

Nota del autor:
Narro mis historias porque la aventura no está en la meta, sino en la jornada. Narraré esta jornada para revivir su aventura porque las metas cuando se alcanzan, pierden su valor y entonces se tornan efímeras; y se tornan efímeras porque su culminación priva a la aventura del pináculo de la meta. Lo único eterno y con propósito, es la jornada.

El Volcán Zapaleri y Paso de Poquís

De la forma en que esta excursión llegó a mi vida no difiere mucho de la forma en que las otras lo hicieron: extrañamente y como un sorpresivo flechazo de la predestinación de mi traqueteada vida; una casualidad accidental, un acaso del ciego destino. Yo tengo una habilidad pasmosa para encontrarme en situaciones peculiares y anormales en casi cada vuelta que me doy sin importar donde esté. Si usted se pone a pensar sobre este hecho, congeniará conmigo de que esto le ocurre a casi todo el mundo; la diferencia es que no todo el mundo hace algo enfrente de la situación. Estas "situaciones" son lo que yo llamo "oportunidades". Semántica o no; me funciona.

En el ajetreado Santiago de Chile caminando por el caliente pavimento de la ciudad, en un largo día de Julio lleno de "smog" y sin nada especial que destacar, había quedado de acuerdo con un amigo para ir a almorzar juntos a un nuevo restaurante que se había abierto hacía muy poco en la avenida Providencia, cerca del Café Coppelia y del que ahora no me acuerdo del nombre; pero que prometía a su clientela los mejores sánguches del continente y unos intachables jugos de frutas vírgenes. Mi amigo Antonio, al que conocí en la Universidad Santa María, era un sesudo civil que trabajaba de cartógrafo en el Instituto Geográfico Militar y que estaba más loco que yo, también le encantaba ir a almorzar a lugares nuevos, probar comidas originales, potingues étnicos, y hablar de asombrosas cabezas de pescado mientras comíamos.

Esa tarde mientras disfrutábamos un sánguche de delirio con mayonesa y un jugo de espejismo somnífero, me contó que lo habían comisionado para una importante expedición topográfica al norte para verificar ciertas demarcaciones limítrofes, y asegurarse que las líneas fronterizas correspondían a lo que los mapas decían. También me dijo que estaba a cargo de la expedición y de que sería más aburrida que carrera de tortugas, pero que el paisaje sería fantástico, y que muchos de las vistas panorámicas serían vírgenes.

La palabra "virgen" siempre me ha causado un incómodo cosquilleo, y no sé por qué, siempre que la escucho me patalea el mismo esfínter. También me preguntó si acaso quería acompañarlo a esta travesía ya que necesitaba un ayudante, y como está comprobado de que dos locos se entienden mejor que veintidós sanos, me ofrecía a mí el puesto de explorador. Infaustamente, mi espíritu aventurero es una cómoda presa de estas carnadas y en esto; yo soy más fácil que recoger dinero del suelo y más atrevido que la soberbia y la ignorancia, así que acepté el desafío sin más trámite y antes de tragarme el sánguche.

Una semana después y luego de los preparativos de rigor, durante el viaje me informó de los pormenores de la expedición que duraría aproximadamente treinta días empezando por el primero, pero que parecerían una eternidad por lo monótono del lugar. Antonio iba a contratar unos porteadores lugareños para que nos ayudasen a acarrear los adminículos y el delicado equipo de topografía, y unas cordilleranas acémilas para hacer el viaje. Cuando mencionó la inclusión de candongas andinas para el viaje, ya no me preocupé más por el aspecto salvaje de la expedición, sino que me pareció una estupenda idea, y por lo demás; original.

Para poder subir al Zapaleri, primero había que buscar un sendero que condujera a él. El lugar más apropiado y el sendero más fácil de seguir estaban esperándonos en el Municipio de Susques, en la Provincia de Jujuy, Argentina, a corta distancia desde donde se iniciaba este sendero. El pueblito de Susques se encuentra en la Ruta 52, al Oeste de Salinas Grandes y a 3.896 verticales metros sobre el nivel del mar, y es el asiento de la iglesia de adobes de La Virgen de Belén, una de las iglesias más antiguas de Argentina edificada en el año de 1598 por los duendes religiosos; el mismo año en que Boris Godunov usurpó el trono de Rusia apenas su cuñado el Zar Feodor I Ioannovich murió. El Zar Feodor I Ioannovich fué precedido por el Zar Iván IV Vasilyevich; mejor conocido como "Iván El Terrible".

Antonio previamente había hecho arreglos para quedarnos en la Hostería Unquillar (si me acuerdo bien del nombre), a la cual le estaban haciendo un montón de reparaciones y ampliaciones; y la cual sería nuestro cuartel de operaciones y base de la expedición. Llegamos casi por la noche a la hostería y nos acomodamos es sus modestas pero adecuadas habitaciones. Antonio me advirtió cautamente una vez más de que el viaje iba a ser aburrido, ¡pero ya no lo era para nada!

Al otro día temprano cuando me aparecí a tomar desayuno, Antonio ya estaba en pié y hablando con unos porteadores que se veían recios y maceteados, y me los presentó cortésmente, pero desgraciadamente no me acuerdo de sus nombres. Después de mi rápido desayuno, nos encaramamos a la camioneta y emprendimos el viaje a una localidad en donde se acababa el pedregoso camino. Allí nos esperaban dos porteadores con seis macizas mulas peludas que botaban vapor por sus enormes narices. Estacionamos la camioneta en ese lugar porque el resto del camino era un arcaico y zigzagueante sendero primitivo que se perdía escueto hacia la inmensidad de las nubosas montañas. Después de que los porteadores cargaron las mulas, nos montamos en ellas e iniciamos el largo recorrido hacia lo desconocido (para mí). Hacía frío.

Mi renqueante acémila caminaba con la parsimonia que demandaba la fuerza gravitacional ejercida por esta magna colección de montañas y sus pasos fronterizos deshabitados, y quizá también por su edad, y además por la diezmante altura de unos 5.300 metros que empujábamos en ese momento. Aparentemente a mi leal mula no le molestaba el llevarme en su lomo junto a los numerosos pertrechos necesarios para tan solitaria jornada, los que colgaban de los múltiples ganchos de su montura. Mientras avanzábamos por esos senderos inhabilitados para el tránsito vehicular, calculé que nunca antes en mi vida secretaría más adrenalina que durante la muscular travesía de esta andina e inolvidable jornada que ya se había iniciado.

De vez en cuando pero no muy seguido, veíamos unas viejas y derruídas señales de metal o de madera, advirtiéndoles a los escasos transeúntes de los letales peligros que se emboscaban silenciosos en aquellos mortíferos campos que escondían la muerte instantánea a flor de superficie, traidores aparatos de muerte que fueron plantados durante las tergiversantes ambigüedades políticas entre Chile y Argentina sobre la Patagonia por allá por los inflamables años de 1977 y 1978 a lo largo de la 3a frontera más larga del planeta (5.300 kilómetros); malentendido que fué olvidado como las minas que se quedaron plantadas en esa desértica tierra cerca del cielo, una tierra más helada que el corazón del demonio, y más inhóspita y terrible que la guerra entre países pobres que solo consigue llevarlos al final del curso de Arcadia, presidida por la oceánide Estigia.

Mi escueta comitiva de recios peones oriundos cordilleranos seguía silenciosa y cavilante en tropilla detrás mío. Solo se oía el chillido del viento en el aire, el ruidoso repiqueteo que hacían los trastes colgados de las mulas, y hasta juraría que podía percibir el masticar de las hojas de coca que los indios rumiaban a mis espaldas. La jornada de este día nos llevaría trepando como carneros alpinos por los declives y los faldeos del volcán Zapaleri hasta nuestra meta, la que se encontraba asentada a unos 5.600 metros cerca del cielo, o un poco más.

La marcha liderada por Antonio, nos llevaría hacia nuestro objetivo que era una albufera de reducido tamaño en la que sus aguas verdes dormitaban calladas, alimentadas milenariamente por la nieve y las lluvias cordilleranas desde una fecha extraviada anónimamente entre el pleistoceno y el holoceno, cuando un inquieto día el volcán sucumbió violentamente en un formidable estallido que le arrancó la suma de toda su vida, y le robó todas sus entrañas en un titánico vómito de lava.

Antonio me explicó que debía hacer unas mediciones alrededor del volcán Poquís, el que se encontraba más hacia el Norte, pero que seguíamos la ruta del Zapaleri porque el paso y los senderos que circundaban el Poquís estaban sembrados de minas anti-personal, minas magnéticas, minas anti-vehículo, y la gran mayoría de las minas anti-tanques eran del tipo Cardoen AT Mina. Cuando le pregunté el por qué de esta necedad, me respondió que durante las serias dificultades políticas con Argentina, Bolivia y Perú, ante la tremenda desventaja bélica y estratégica, y porque el mar en este caso no le ofrecía ninguna superioridad táctica a Chile, los chilenos como estrategia defensiva optaron por minar decenas de pasos fronterizos que lo conectaban con sus entonces, tres hostiles adversarios.

Muchos de estos campos minados están aunque en forma manifiesta, muy pobremente marcados; otros no tienen marcas y están esperando para asesinar a inocentes pasajeros y sus animales, confundidos entre el frío y el silencio, a los que les quitaron sus advertencias no sé por qué insana razón humana. Aún quedan muchísimas de estas letales glebas infestadas de mortíferas minas, pero que los mezquinos políticos chilenos aún niegan su existencia.

La excursión estaba tomando un viso más siniestro de lo que yo me esperaba, y la "aventura" se comenzó a ver un poco nublada por la demostrada estupidez humana. No digo esto porque los chilenos hallasen plantado las minas, porque entiendo y acepto que fué una necesidad de defensa vital para proteger el país, y el territorio vital de una nación es siempre primero, segundo, y tercero en la lista de las tres cosas más importantes de la soberanía de cualquier nación, por incivilizada que ésta sea. Lo digo porque los ridículos eventos de 1977 ya habían pasado, pero las minas seguían acechando mortíferas al azahar a víctimas inocentes e inconscientes de estos demonios malditos.

Hablando de minas; hacía un frío horrible y el lomo de mi mula no me traspasaba ningún calor perceptible. Fué entonces cuando tuve una fugaz pero relampagueante evocación de la Juana, esa calurosa y mitológica mujer que me hizo patalear el mismo esfínter tantas veces y con tanta envidia para la iglesia católica, y que acompañó cariñosa y sensual mis memorias en la indeleble ascensión del volcán Tacora, apenas unos añitos antes…

Estos hechos y otros variados sucedieron profusos y a lo largo de varios y hermosos días, pero no hago la cuenta de ellos en esta historia porque no quiero recordar nunca más esas escabrosas memorias que las inicuas y estúpidas actitudes humanas plantaron en los inocentes ejidos de mis esenciales y perennes memorias, los que ahora están malamente minados con la irresponsabilidad sin límites del absurdo proceder del "hombre", estos desgraciados seres humanos, ese "hombre" tan pequeño como las minas que plantó y tan merecedor del sucio barro con que fué hecho.

La lenta pero hermosa y dura ascensión seguía impávidamente. Ahora comprendía cabalmente el pesado silencio de los porteadores, y la cara sin sonrisas de Antonio. Haciendo numerosas paradas aquí, un poco más allá, en esta quebrada y en esa otra, en aquel lomo y en ese agreste roquerío, en ese sospechoso desfiladero, y por allá lejos también para que Antonio mirara el denso futuro a través del pequeño y redondo lente de su humano aparatito de mediciones.

En cada parada aprovechábamos de comer. Nuestras frugales comidas ya venían preparadas y no había nada más que hacer que calentarlas. Para ello usábamos un quemador de gas butano que Antonio traía en uno de sus morrales, cortesía del Glorioso e indomable Ejército de Chile que la Patria ha sostenido desde su bienaventurada y épica Independencia. Costaba un poco encenderlo, pero una vez que las frugales llamitas comenzaban a vivir, calentaban nuestras ateridas porciones con la misma dedicación con que los predestinados Hermanos Maristas se preocuparon de nuestra educación.

Los porteadores usaban otro método, una técnica desarrollada en la era moderna, pero con los mismos principios tan primales de sus orígenes tan andinos. Ellos usaban unos tarros vacíos de latón, de Nescafé, de Milo, o de Cerelac, productos de otras civilizaciones más avanzadas que alcanzaban estos recónditos lugares del planeta; los cuales llenaban con cenizas y arena, les agregaban kerosene (parafina), y los sellaban con sus tapas herméticas. Para encenderlos y obtener un buen fogón, bastaba encender un fósforo, y arrojarlo dentro del tarro. Las llamas de este artilugio propio de Merlín producían un denso humo más negro que las intenciones de los curas degenerados, pero a pesar de esto; cumplían su cometido.

Calentar nuestro sustento demoraba una eternidad porque las frágiles pero eficientes llamas tenían que contender con temperaturas sub-cero, con gélidos vientos que todo lo solidificaban, y con una carencia de precioso oxígeno que las hacía inhalar urgidas igual que a nosotros. Cuando lográbamos calentar las comidas, había que tragárselas con el apuro de la ansiedad para que no se helaran antes de terminar de engullirlas. Los porteros comían callados y en reclusión con las mulas, y Antonio y yo mientras tragábamos, cambiábamos cortas y ceñudas pláticas con escasas palabras, tapizadas de roncos monosílabos. Antonio le ponía casi toda su atención a sus instrumentos y a sus mapas.

La marcha a lomo de mula seguía. Durante esos olvidados días caminamos el Paso de Jama con su altura de unos 4.400 metros; el Paso Huaytiquina que exhibía derruídas y abandonadas instalaciones de la Gendarmería Argentina y letreros más amarillos que la fiebre amarilla, previniéndoles a los viajeros de que el camino estaba insulsamente minado; el Paso de Sico con su alto camino de ripio gastado y sus verdes letreros que nadie leía anunciando la frontera con Chile y las ciudades más cercanas; el Paso de Socompa que ahora se usa casi exclusivamente para el clandestino ferrocarril; y caminamos incluyendo el Paso San Francisco cerca de Copiapó, el que conecta cautelosamente la provincia Catamarca y la región de Atacama y que pasa por los numerosos lagos salados de Maricunga, salados como el corazón de un bacalao.

Estos pasos distanciados entre sí, delimitaban silenciosos la frontera entre Argentina y Chile (y los otros países), limitando glacialmente a los tan cálidos seres humanos que vivían más allá, lejos de sus letales costados. Hubo otros variados y menos importantes Pasos durante esta extensa y algo taciturna jornada, pero no me acuerdo de sus borrosos e indefinidos nombres ni de cuántas minas albergaban silentes en sus vientres montañosos. Nombro estos Pasos sin ningún orden de navegación establecido por meras razones de silencio estratégico. Sé que muchos otros atrevidos exploradores han recorrido muchos de estos Pasos del Infierno, y también sé que compartirán mis sentimientos de profunda decepción.

Esta última jornada inmemorial nos acercaba al tectónico Paso de Poquís paso a paso, temor a temor, pensamiento aislado a pensamiento aislado. Las mulas no decían nada ni tampoco se quejaban ni del frío ni del demandante y bruto esfuerzo. ¿Quizá ellas estarían acostumbradas a la increíble e inexplicable imbecilidad humana? Mi mula me miraba sin expresión alguna, pero estoy seguro de que ambos compartíamos los ácidos y corrosivos sentimientos de desilusión y de intranquila zozobra.

Durante estas surtidas travesías vimos varias hermosas vicuñas, guapas llamas, encantadores guanacos, beldades de zorros, magníficos cóndores, espléndidas vizcachas, y una tremenda cachá de fastuosos loros gritones. También encontramos una gran variedad de fenomenales bichos y peludas arañas. No vimos ni escuchamos ningún puma; y a pesar de que vimos una gran cantidad de hambrientos pájaros carroñeros y hediondas sabandijas de toda clase, extrañamente no vimos ningún abogado deshonesto.

Finalmente llegamos a la boca del paso casi completamente agotados y con nuestros espíritus escarchados, pero aún contendiendo porfiados. Éste era el asonado Paso de Poquís. No sé mucho de este paso, y tampoco quiero saber un gramo más. Los porteadores se apearon de las mulas en señal de que no avanzarían más probando fehacientemente que las acciones llevan más peso y fuerza que las palabras. Antonio trató enérgicamente de convencerlos a seguir la marcha, pero se negaron rotundamente. Si ustedes piensan que las mulas son testarudas y porfiadas, ustedes no han conocido a nuestros porteadores. Esa lánguida tarde y muy cerca de la noche, levantamos campamento en ese inhóspito paraje barrido por el frío viento que vigilaba cuidadosamente a los depredadores de más larga vida, los oteros Cóndores andinos que volaban en lo alto.

En nuestra tienda esa noche, Antonio me explicó que deberíamos avanzar hacia el interior del Paso, y que tendríamos que llevar lo mínimo de equipo porque las mulas deberían quedarse atrás. Cuando inquirí del por qué, Antonio titubeó claramente antes de responder, y después de un embarazoso silencio que duró segundos astronómicos, me contestó forzado por la presión y la posibilidad de tener que viajar solo el último trecho de esta delicada jornada. Me dijo claramente y sin tapujos de que todo el terreno estaba nutridamente minado, y que no tenía mapas de la ubicación de las minas; por lo tanto era demasiado arriesgado y peligroso llevar a las mulas porque ellas simplemente las pisarían sin saber del peligro que corrían, y porque las estúpidas mulas no tenían la mas puta idea de qué mierdas era una mina. Acto seguido me preguntó si todavía quería seguirlo.

Al ver su angustiada cara sin recursos, mi desalineada naturaleza independiente le respondió que sí. Antonio complacido me esbozó una particular sonrisa y me dijo:
- No me equivoqué al escoger a mi compinche loco.
- ¿Y por qué a mí, Antonio?
- Conozco un montón grande de locos y otro montón de otros mucho más locos que tú Rodrigo, pero sabía que tú no me abandonarías cuando llegásemos a este punto de una partida quizá sin retorno.
- Tal vez yo sepa una cosa o dos acerca de arriesgar el pescuezo -dije sonriendo casi imperceptiblemente.
- Me imaginaba…
Antonio se limitó a darme una esbozada sonrisa de aprobación.

Seguidamente, se enroscó en su saco de dormir y en unos brevísimos instantes, desató su desorganizada orquesta de peos, quejas y ronquidos. Antes de dormirme me quedé unos instantes despierto tratando de descubrir dónde estaría el límite de mi inconsciente temeridad, la frontera de mi insensatez, y la bizarra delimitación de mi acaballada locura. No conseguí encontrarlos por ninguna parte, pero estaba seguro que los límites de Antonio ciertamente sobrepasaban los míos con creces. Me sentí extrañamente contento de tener un compañero tan loco como yo mancomunado en esta extraña jornada de mi vida, y a continuación entre los alegres sones de la altisonante musiquita de cámara de Antonio, me puse a dormir plácidamente en la cresta del mundo.

Al otro día, que por cierto era tan frío como los otros, desde temprano se inició el nutrido ataque en contra de nuestros instintivos esfínteres, los que íbamos a tener que mantener bajo control a toda costa para no cagarnos de miedo, de susto, de rabia, o de impotencia. El primer ataque llegó presto cuando los porteadores le dijeron a Antonio claramente y sin lugar a opción de que esperarían solo dos días por nuestro regreso, y que si no regresábamos para entonces como tantos otros no lo hicieron -agregaron como una condena verbal- regresarían a Susques con mulas y todo. Los porteadores no hablaron más, y sus mulas nos ofrecieron el desprecio de sus amplias ancas con sus colas largas como las sectarias y humillantes "colas" de la UP durante los años 70 en Chile.

- ¡Que se jodan estos cobardes de mierda! ¡Ojalá se les congele el culo antes de que regresemos! -exclamó Antonio con un tono airado dirigiéndose a mí, y acto seguido, colgó furibundo a sus espaldas su mochila llena de preciosos instrumentos, y se puso a caminar con pasos apremiantes hacia el interior del lóbrego Paso que nos esperaba adelante. Yo cogí mi mochila y lo seguí sin chistar. Quizá después de todo, los locales no eran cobardes, sino que tenían más sentido común que Antonio y yo…

Ya habíamos avanzado bastante del pedregoso camino cuando Antonio se detuvo repentinamente a darme explicaciones. Podía percibir que todavía le hervía la mierda en las venas.
- Vamos a dejar las cosas aquí, -me dijo- solo llevaré esta libreta de apuntes, este teodolito mecánico, una brújula y mis binoculares… ¡ah!, y la comida…
- ¿Y qué llevo yo?
- Nada. Solo ayúdame a mirar.
- ¿A mirar qué?
- Las minas…

Hacía años que no se me helaba la pajarilla, pero hoy lo hizo diligentemente, y permaneció así de gélida hasta mucho después de que salimos del Paso de Poquís, donde debo haber dejado por el camino; por lo menos dos esfínteres.

Enfrente de nosotros se encontraba una enorme extensión de terreno tapizada de inexplicables agujeros por doquier que exhibían unos dos a tres metros de diámetro aproximadamente cada uno. Antonio me explicó que esos hoyos eran producto de las explosiones de las minas, o al menos eso creía; y que fueron detonadas probablemente por mulas, llamas u otros desprevenidos animales, y tal vez por algunos cuantos desafortunados humanos despreocupados. La idea era avanzar y salvar hacia los lugares en que no había hoyos todavía, con una prudencia eterna, con una calma infinita, y con la mirada afilada como la de un halcón hambriento para no pisar una mina y contribuír a la siniestra colección de hoyos.

Él iría tomando notas que desprendería de su teodolito y de sus otros instrumentos de navegación, mientras que yo me aseguraba de que él no se saliera de curso y accidentalmente se metiera en terreno peligroso mientras le ponía atención y manejaba sus instrumentos. De repente caí en cuenta de que los porteadores tenían mucho más sentido común que nosotros, y que nuestra locura no conocía límites; teodolito mecánico o nó.

Con cada preciso paso que dábamos, no podía calcular si la fiera fuerza de los latidos de mi corazón era más poderosa que la pujanza que comprimía rudamente mis esfínteres, o si estaba juntando más adrenalina que orina en mi helada y paralizada vejiga. Mi úvula no se movía a pesar de la ajetreada respiración que mis inquietos pulmones instigaban sin reservas. Antonio estaba más tranquilo que una foto impresa en papiro y parecía estar disfrutando el paseíto por el infierno.

Su concentración de hadeanas piedras ancestrales me admiraba y me tenía pasmado, y por seguro, nunca jamás se le podría catalogar a Antonio como un Jóquey de Escritorio después de esta hazaña tan arriesgada y desafiante que hendió nuevos y profundos surcos en mi ingrávida conciencia. Noté también de que Antonio usaba sus aparatitos exclusivamente para medir y marcar la posición de las minas - y tomar nota de ello en las páginas de su arrugada libretita-, y que se había olvidado completamente de las imaginarias e ilusas líneas de la frontera, y ya no miraba más en lontananza hacia las cumbres de los durmientes y fríos volcanes. ¿Qué cosas, no?

Cada paso que dábamos era más cauteloso que audaz a pesar de que lo único que nos movía era la inconsciente audacia. Los pasos eran arrastrados y lentos. Antonio silbaba y yo sentía la Pelá(2) lamiéndome la nuca. De vez en cuando Antonio me miraba y me preguntaba si estaba bien:

(2) La palabra "pelá" es un coloquialismo chileno para dirigirse a una mujer calva, a una mujer que no tiene pelo alguno en su casco craneano. La expresión "La Pelá" se refiere a la muerte, conocida también por numerosos otros apodos tales como La Calaca, La Palera, La Flaca, La Huesuda, La Guadaña, La Dientona, y La Degollina entre muchos otros nombres. La muerte es siempre femenina por razones estrictamente históricas las que bajo ningún punto de vista estoy en libertad de discutir aquí porque todavía amo la vida.

- ¿Vas bien, Rodrigo?
- ¡Si, no te preocupes!
- ¿Estás seguro?
- Si, ¿por qué?
- Te siento temblar… -yo lo llevaba agarrado del cinturón para mantenerlo en ruta.
- Es el frío…
- El frío, ¿ah?
- Sí, el frío.
- Bueno… -y seguíamos la jornada.

La verdad es que ya no estaba asustado y ciertamente temblaba de frío, pero la carne de gallina no me la daba el frío cordillerano, sino el darme cuenta de la falta de sentido común que asimilaba mientras me aventuraba en las praderas del carajo. A la postre, esto no era tan descabellado como otras cosas que había hecho en mi vida, así que con este escueto consuelo, seguí empujando mi suerte. Se me vino a la mente que mi amigo "El Engañabaldosas" nunca hubiese podido calificar para una expedición como ésta.

Trabajamos incesantemente en esos parajes del infierno con la raja a dos manos por dos días hasta que llegó la dulce hora de regresar, a la que recibí con gran alivio porque la adrenalina ya estaba amenazando con escaparse a grandes ríos por mis poco vírgenes oídos. Volvimos lenta y muy cuidadosamente sobre nuestros pasos, los que habíamos marcado claramente en nuestro delicado trayecto de entrada, mientras que la Pelá que nos acompañaba de la mano en cada paso, dejaba caer unos guijarros de oscuros y opacos colores de entre sus huesudas manos.

Al llegar de vuelta al campamento donde habíamos dejado a los intransigentes pero sensatos porteadores, éstos tenían organizada una fogata alrededor de la cual nos unimos a ellos para calentar nuestras ateridas manos y nuestros yertos potos. La noche cayó presurosa con su enlutado peso sobre nosotros y sobre las impávidas bestias, trayendo presta su oscuridad negra y su sólido frío el que tuteló rápidamente esos desolados parajes, y haciendo toser a las llamas de nuestro fuego las que escupían discordantes chispas de desagrado. Esa noche la temperatura bajó de los 16 grados bajo cero, así que dormimos apurados para no congelarnos.

Al otro día levantamos prestamente el campamento y mientras disfrutábamos una caldeada taza de café en medio del inmensurable silencio de esas alturas, observé a Antonio arrojando unos cristalitos verdes al fuego, los que al caer entre las llamas dejaron escapar unos sonidos bastante familiares, y que contribuyeron agresivamente con la repentina y violenta inflamación de las llamas. Curioso, le inquirí a Antonio:

- Antonio, ¿qué clase de cristalitos son esos?
- Bueno, como bien sabrás Rodrigo, las bajas temperaturas como las que hicieron anoche, congelan los líquidos; y hasta los gases.
- ¿Siii?
- Sí, esos pequeños cristalitos verdes fueron mis peos -dijo con una calma helada como ese día.

Seguidamente Antonio sonrió. Esa fué la primera sonrisa que le veía engalanar su cara desde que salimos de Santiago. Traté de reírme un poco del chiste, pero mi úvula seguía paralizada.

El viaje de vuelta a Susques fué presuroso y sin eventualidades entre el silencio de los porteadores y el seguro paso de las durables mulas. Cuando llegamos a la Hostería Unquillar, nos acomodamos en nuestra habitación y nos dirigimos a cenar en el espacioso comedor de la Hostería. Allí nos embuchamos con mucho agrado la primera comida caliente en días que no incluía pan. Mientras cenábamos y nos reconciliábamos con la existencia, le expresé a Antonio mis más urgentes inquietudes:

- Antonio, ¿pudiste conseguir todas tus medidas?
- No todas. Tendré que regresar el próximo año.
- ¿Y los límites estaban correctos?
- Eeeh, sí…
- Ah. Qué bueno.
- ¿Todos?
- Bueno… sí.

Miré a Antonio a los ojos, y me parecía que estaba un poco huidizo, entonces continué perspicaz pero sin acidez:

- Antonio, ¿entonces sí conseguiste todas las medidas que buscabas, verdad?
- Sí, pues...
- ¿Pero entonces por qué tienes que regresar otra vez el próximo año? Las medidas no van a cambiar… ¿Cierto?
- Bueno… sí. Ah… ¡No! No van a cambiar…
- ¿Entonces te faltó tiempo para hacer el mapa de la minas, verdad? -le dije mirándolo de soslayo. Antonio abrió los ojos como un alelí se abre en primavera, y miró para todos lados como si lo estuviese buscando la Gestapo.
- ¡No podemos hablar de eso! -exclamó nervioso y casi susurrando.
- Entiendo…
- Pensé que no te darías cuenta…
- Antonio, soy loco, pero no huevón…
- Así es… …debería haberlo sabido.
- Bueno, -dije en conformidad- pastelero a tus pasteles - y le ofrecí una sonrisa de complicidad.
- Gracias Rodrigo -se limitó a decir.
- Vámonos a dormir que quiero llegar a casa -dije para cambiar el tema.
- Si, -asintió Antonio solícitamente, y nos fuimos a meter al tibio sobre.

Cuando llegué de vuelta a Santiago y a mi hogar en la calle "La Cañada", llené un generoso vaso con un soñoliento vino tinto de una botella que tenía celosamente atesorada solo para una gran ocasión; un "La Capitana" de la Viña La Rosa, que en la etiqueta decía "Cosecha 1936". Un preciado y raro regalo de mi tan bienaventurado abuelito Víctor. Sabía muy bien comparado a un linajudo "Don Pernigón", o a un pituco "Château Margaux", pero este vino tenía sobradas más alcurnia, personalidad, valentía e historia que esos otros entroncados y delicados vinitos franceses. Me senté pensante en el gastado sofá cerca de la ventana de mi casa con vista al escueto jardín; y mientras sorbía el vino muy lentamente, me puse a recapacitar sobre esta "aventura" que acababa de terminar y que sabía tan diferente a las otras. Estaba contento y agradecido por el increíble viaje, pero al mismo tiempo desconsolado de lo que había visto y aprendido.

Entonces no todos los ruidos los provocan los truenos en la cordillera, pensaba para mí mismo… Y los porteadores y sus gentes viven cargando un peso que ninguno quiere llevar… Y personas tan valientes y osadas como Antonio tienen que tratar de arreglar la mierda de los políticos degenerados aunque tengan que arriesgar su vida… y la de sus locos amigos… Y de qué valen esos límites si no hay nadie ahí… nadie inteligente, eso es… y así pasé la larga y lenta tarde sumido en mis ponderaciones hasta que las sombras de los anquilosados árboles de la calle comenzaron a oscurecer la casa, no con la negra, gélida y aciaga oscuridad del Paso de Poquís, pero con la selenita y dulcemente plateada luz de la luna que afanosa pintaba las casas de esperanzas y sueños de civilización.

Era tarde ya, yo no podía esperar ni un segundo más a que mi pajarilla recuperase su temperatura normal porque para esto tomaría varios años después de esta aterrorizante experiencia, aterrorizante de un terror lento y meloso de esos que se encaraman patibulariamente poco a poco por las venas hasta que ahoga al alma y se establece como lapa en el corazón; así es que salí presuroso de mi casa a enfrentar las sombras de la noche, e inmediatamente me fuí a buscar y a tratar de descubrir el desconocido rastro de la siguiente aventura que sabía que me estaba esperando escondida en algún dorado rincón de mi vida.

¿Qué será del buen Antonio? me preguntaba a menudo… Probablemente -me decía a mí mismo- esté gastando lápices escribiendo menudencias en los oficiales papeles sin sentido que tapizan su gubernamental escritorio durante el año fiscal, para irse después a gastar los últimos cartuchos de valentía y de patriotismo, quizá con otro incauto amigo suyo tan loco como yo, en los desolados ventisqueros y en los imperdonables y tortuosos desfiladeros de la cordillera, mientras que el traidor Paso de Poquís espera paciente en las alturas de sus ventisqueros para tratar de asesinarlo un día con sus abundantes arteras e inhumanas minas…

Recordando intermitentemente las memorias de ese viaje por el ático del cielo, siempre había sentido una lástima por los "pobres indios" que vivían en esas frías y desoladas alturas sin ninguna riqueza terrenal considerable, condición a la cual muchos de nosotros consideramos "pobreza". Pero de regreso al hogar que vió desfilar parte de mi juventud, me dí cuenta de que nosotros teníamos un perro, sin embargo ellos tenían cuatro; nosotros teníamos una alberca que llegaba casi hasta la mitad del patio, pero ellos tienen un arroyo que no tiene límites ni fin; nosotros teníamos unas lámparas importadas en el patio, empero ellos tienen todas las estrellas del firmamento para que les alumbren su patio sin límites. Nuestro patio llegaba hasta la barda de la casa, el de ellos llega hasta el horizonte. Sinceramente ahora no sé quién es el más pobre…

Otras memorias llegaban atrasadas a mi mente que se deleitaba ahora cadenciosamente en el mareador éctasis de los generosos tragos que me daba con los frutos de Dionysus, al que los Romanos llamaban Baco. Recordé titubeante que una noche muy oscura mientras que el sombrío viento pululaba alrededor de nuestra carpa dándole ruidosas dentelladas de frío; y después de habernos bebido una buena, muy buena porción de Pisco, la que nos soltó la lengua y nos bajó la guardia, Antonio me confesó inocentemente -y estoy seguro de que sin querer hacerlo- y me dijo con una voz pausada y entrecortada; y a veces un poco incoherente:

- Mi misión es limpiar los campos minados... sí, eso hago… no me gusta mucho porque… -Antonio hizo una pausa y me miró con los ojos rojos henchidos de sangre y alzó la mano con su vaso en señal de brindis, y los dos bebimos otro sorbo de Pisco.
- No me gusta mucho porque… bueno, porque es un poco difícil…
- Me imagino -acoté. Debe ponerte muy nervioso…
- Sí… no… bueno, no es por eso…
- ¿Y por qué es, Antonio?

Antonio se quedó mirando al suelo con la mirada perdida quién sabe dónde por un largo tiempo sin moverse ni decir palabra. Las lonas de la carpa se zarandeaban bulliciosamente y con violencia acusando la furia del gélido viento cordillerano, y el ruido del silencio andeano se escuchaba claramente y se sentía en cada resuello que salía de nuestros pulmones. Luego continuó:

- Durante los últimos años que he estado haciendo esto, he visto cómo varios amigos queridos míos, uno tras otro, han encontrado una muerte prematura… despedazada por las malditas minas… y a mí nunca me toca… y sigo arrastrando amigos conmigo…

No supe que decir. Lo miré a los ojos en silencio y me pareció ver la larga sombra de una enorme angustia escondida tras sus claras pupilas.

- Cuando perdí mi primer amigo, me sentí culpable… culpable… sí, culpable… así que decidí volver a hacer esto en memoria de ellos…

Otro largo y pesado silencio se dejó caer a mansalva sobre nuestras vidas, y permaneció adherido al tiempo hasta que rompí el incómodo mutismo con un balbuceo casi incoherente:

- Bueno… si no morimos en este viaje, será en el próximo -y ofrecí una mueca mal hecha a modo de sonrisa para subrayar mi ofrecimiento. ¿Qué mierdas dice uno en un momento así?

Antonio sonrió de vuelta, y su sonrisa era afable y genuina. Se acomodó en su poltrón, y agarrando la botella de Pisco, llenó su vaso otra vez hasta la mitad, y vació el resto en mi vaso, el que ya estaba casi vacío.

- A estas alturas siempre me arrepiento de haber invitado a alguien… no sé por qué, pero siempre antes de llegar a esas tierras avernales, me pasa esto.

- Bueno -dije a modo de conversación sin saber lo que saldría de mi boca en el siguiente segundo- si no hacemos esto, entonces no estamos tan locos como pensamos… ¿Estamos locos, verdad?

Otra cálida sonrisa afloró de sus labios.

- Sí, parece ser cierto que para probar de que eres loco, tenemos que cometer locuras, no hay otro modo, ¿o lo hay?

- Creo que no, Antonio. La locura simple no existe, y nosotros estamos locos dentro de la locura…

- O estás borracho Rodrigo, o eres un filósofo barato de mierda -y largó una carcajada abierta que tronó en los rincones cordilleranos, y que me recordó al Monje Loco de la Radio Minería que venía a asustarnos cada noche a las 11. Rápidamente se puso serio otra vez y continuó:

- Mira Rodrigo, quizá me acostumbré a vivir paso a paso… nunca sé si el siguiente paso será el último… es quizá por eso es que tengo que sacar el mayor provecho posible en cada escueto momento en que alzo un pié y lo vuelvo a colocar en la tierra… y porque también se lo debo a ellos…
- ¿A quién, Antonio?
- A los muchachos que ya no están aquí…

Antonio dió un profundo respiro que pareció durar una eternidad y cuando sus pulmones finalmente se desinflaron, me preguntó:

- ¿Todavía quieres hacer esto?
- ¡Sí! -contesté sin titubear- así viviremos más…
- ¿Cómo así, Rodrigo?
- Porque entonces cada paso que demos entre las minas, contendrá toda una vida.

Antonio se sonrió por última vez, se acomodó en su poltrón, y se fué a dormir sin vacilar mientras que el álgido viento cordillerano seguía espoleando nuestra vieja carpa sin consideraciones de ninguna especie…

The Sincipitus Porcus

El Loco