miércoles, 1 de junio de 2011

La Visita

- Ten cuidado, por favor - dijo ella casi gimiendo y en tono de súplica. - Hazlo despacito - agregó con una voz entrecortada y casi sin aliento.

- Dolores, relájate por favor - dijo él con una voz varonil y segura, mientras que posaba cariñosamente su mano izquierda sobre la dulce piel de la sudorosa mano derecha de Dolores.

Dolores se acomodó en la amplia y confortable butaca algo inquieta. Se podía percibir su nerviosidad y tal vez un poco del miedo que se dejaba delatar en sus abiertos y claros ojos. Era la primera vez para ella. Él, por supuesto que tenía mucha experiencia en estos asuntos, y lo había hecho ya muchas veces antes.

Ignacio se inclinó delicadamente sobre Dolores. Estaba tan cerca de su cara que podía sentir en sus mejillas el aliento de Dolores que salía esporádico y nervioso. Dolores estaba temblando. Despacito y delicadamente, tratando de que Dolores no la viese, Ignacio tomó firmemente su herramienta con la mano derecha y la dirigió hacia Dolores.

- Ábrelas - le dijo a Dolores con una voz dulce y descansada.

Dolores las empezó a abrirlas lentamente mientras que miraba como hipnotizada la sólida herramienta de Ignacio que iba acercándose a ella despacito. Súbitamente, Dolores las cerró otra vez e inquirió:

- ¡Ignacio, estoy asustada! ¡Es mi primera vez!

- Lo sé Dolores. Lo haré con mucho cuidado para que te duela lo menos posible.

- Bueno, pero sé gentil por favor - exclamó Dolores con un dejo de resignación en su temblante voz, y seguidamente, las abrió lentamente como si estuviera midiendo la emoción que la embargaba en ese crucial momento de su juventud, y aguantó la respiración mientras que su corazón palpitaba alocadamente en su joven pecho…

Unas Semanas Antes
Unas cuantas semanas previas a este emocional episodio, Dolores e Ignacio se conocieron incidentalmente en una elegante función de teatro al que Dolores asistía con su familia para celebrar el aniversario de matrimonio de sus padres. También la acompañaba a esta función su hermano mayor, Lucas, el cual había iniciado una casual conversación con su vecino de asiento, Ignacio.

Ignacio se encontraba solo atendiendo a esta gala simplemente porque a él le gustaba mucho el teatro, y porque era un asiduo amante de las artes. Esa noche presentaban la obra: "Un Candil, Dos Flamas", una obra romántica e intemporal que hablaba de una historia de amor entre una bella jovenzuela un poco liberal y un hombre maduro ya sentado en sus maneras; una pasional relación que la sociedad y las familias de ambos protagonistas condenaban categóricamente.

Unos segundos antes de que la obra comenzara y mientras la sala se obscurecía lentamente y el ruido de las conversaciones se apagaba respetuosamente, Dolores se quejó con un susurro a Lucas de que la persona que estaba sentada enfrente de ella era muy alta, y no la dejaba ver el escenario sin taparle la vista. Como Lucas era un caballero atento y comprensivo como todos los miembros de su familia, le ofreció prontamente a Dolores que cambiaran asientos ya que él era más alto y no le estorbaría la persona de enfrente. Seguidamente y en un santiamén se cambiaron de asiento, y así Dolores terminó sentada al lado de Ignacio quién la recibió con una amplia y sincera sonrisa. Dolores le contestó la sonrisa con su cara de ángel, y la obra comenzó a desarrollarse detrás del telón que se levantaba apresuradamente.

La obra se desenvolvió sin novedades capturando la atención de los asistentes que no se perdían un detalle del desenvolvimiento de ésta. Durante la obra, Dolores notó que Ignacio de vez en cuando se tornaba hacia ella disimuladamente y la miraba por un segundo, o dos; y después tornaba su rostro rápidamente hacia el tablado del teatro. Esto pasó unas tres veces más o menos, y después de un tiempo que pareció corto por la buena calidad de la obra, ésta terminó por fin y fué coronada bulliciosamente con un multitudinario aplauso de los concurrentes que se pararon de sus asientos y aplaudieron hasta que los artistas reaparecieron por detrás de los gruesos y pesados cortinajes a brindarles una reverencia más al público que le aclamaba entusiasmado.

Las luces comenzaron a clarear el salón, y la murmurante bulla de las conversaciones recuperó apresuradamente el nivel de decibeles que había perdido con el comienzo de la obra teatral un par de horas antes, y mientras el público se abalanzaba ordenadamente hacia las salidas de la sala, en dirección al foyer del teatro en donde había souvenirs para la venta, refrescos, y un pintoresco bolichito como un Café en donde los bohemios y el auditorio social se juntaban a comentar la obra y a disfrutar de unos minúsculas tacitas de café con un enorme sobreprecio. Las tacitas de café eran pequeñas como las esperanzas de los pobres, y el precio era tan inflado como los cacareados y huecos egos de los políticos. La gente pagaba igual porque la gente siempre sufre de sequías mentales.

Daniel y Elena, los padres de Dolores y Lucas ahora tuvieron la oportunidad de estrechar manos con Ignacio, y después de una animada charla que duró menos de un minuto, Daniel les invitó a todos a sentarse unos momentos en el Café, a tomarse un café liliputiense acompañado por unas galletitas de mantequilla más chicas que un espermio de ballena, y a charlar sobre la obra. Se acomodaron en una mesita redonda, chica como lo era todo en este Café, arrimaron unas sillas en las que sólo cabía un cachete del poto, y se enfrascaron en una alegre tertulia mientras sorbían cuidadosamente sus cafés enanos para no tragarse la taza, y mordían las galleticas con gran arte para no morderse los dedos. En el Café era todo minúsculo, con la excepción de la caja registradora que era enorme.

Entre el ruido de las conversaciones, el humo de los cigarrillos de los retardados mentales que fuman, y el aromático ambiente del Café, de la nada apareció espléndidamente Gloria, la actriz principal de la obra, y haciéndose camino entre el humo de los cigarrillos de los retardados mentales que fuman, se acercó seductoramente a la mesa de los Fernández. Daniel Fernandez se paró apresuradamente de su sillita de muñecas, y entre gestos de amabilidad y orgullo, le presentó Gloria a Ignacio:

- ¡Ignacio! - exclamó orgulloso, - ¡ésta es Gloria, mi hermanita actriz! -, e hizo un breve y ansioso intervalo para ver qué cara ponía Ignacio y para ver lo que decía, mientras sostenía una amplia sonrisa congelada en su cara que le empujaba incómodamente el enorme bigote en contra de la narizota que Daniel poseía. Nadie en la familia entendía las enigmáticas razones de Daniel para subrayarse la narizota con semejante mostacho, pero ya habían abandonado sus esfuerzos de entender a Daniel, a su ciclópeo apéndice nasal, y el cepillo de cerdas que le acompañaba pegado al labio superior.

Ignacio se incorporó apresuradamente y extendiendo su mano hacia Gloria, y tomándole suavemente la delicada mano a la actriz, le dijo:

- Es un enorme placer y una agradable sorpresa el conocer a tan distinguida y talentosa dama - acto seguido, cogió una de esas sillitas enanas del Café que le robó caballerosamente a la mesa del lado, y la acomodó cerca de Dolores para que Gloria se asentara el cachete de su elección. Dolores no pudo dejar de notar claramente la caballerosidad, la clase, y el respeto con que Ignacio se desenvolvía.

La alegre tertulia del grupo duró unos cuarenta minutos hasta que la cajera del boliche anunció que deberían cerrar el establecimiento prontamente. Todos se prepararon para marcharse y después de las formales cortesías de despedida, todos se fueron de vuelta a los lugares desde donde habían venido. Durante el camino a casa, Dolores repasaba las memorias que Ignacio le había dejado colgadas de su mente, como aquellas migajas de las galleticas de mantequilla que se habían quedado pegadas al bigotazo de su padre; migajas del mismo tamaño insignificante como la ayuda que los ciudadanos reciben de sus gobiernos.

Habían pasado casi dos semanas ya desde aquella velada, cuando Dolores se dirigió al mismo teatro donde su tía Gloria actuaba, a comprar boletos para la familia que asistiría a la nueva obra de su tía que se estrenaría en un par de semanas. Para sorpresa y agrado de Dolores, encontró a Ignacio en la caseta de venta de boletos. Ignacio la reconoció de inmediato y la saludó cortésmente. Como ambos estaban apurados corriendo diligencias, Ignacio le dió su tarjeta de presentación y le rogó a Dolores que lo llamara más tarde para charlar. Esa noche antes de irse al lecho, Dolores llamó por teléfono a Ignacio.

Ella
Dolores era la típica muchacha de buena familia: educada, recatada, respetuosa y culta; pero con una enorme inquietud de vivir esa joven y ansiosa vida de ella. Dolores atendía un colegio privado de alta alcurnia y muy respetado, administrado por unas monjas llamadas Carmelitas, aquellas que por muy Carmelitas que sean; se mojan los pendejos cuando mean. Era una estudiante perfecta y el orgullo de cualquier padre. Aunque ella sentía la presión envidiosa con que las benditas monjas le contenían neciamente y embaucadoramente sus ansias de vivir la juventud con sus añejas y ortodoxas reglas que subyugan y matan el libre espíritu humano, Dolores se manejaba para darse sus recatados gustos y libertades sin levantar sospechas. El cinturón de castidad mental y mojigatería espiritual de las Carmelitas no era adversario para el libre espíritu de Dolores. Dolores tenía dieciocho años.

Él
Ignacio como todo caballero de la época, era un reconocido profesional que se había ganado el profundo respeto de la comunidad por su honestidad, calidad humana, y profesionalismo. Ignacio se había forjado un lugar preponderante en la sociedad en que vivía, y aunque él era soltero aún, no se vislumbraba en él ningún comportamiento que fuera a crear una duda sobre su distinguido carácter, o una mínima sospecha de una vida libertina o irresponsable. En palabras categóricamente femeninas, Ignacio era el hombre perfecto. Ignacio acababa de cumplir treinta y cinco años la semana pasada.

La cita
Habían pasado otras dos semanas desde la última vez que Dolores viera a Ignacio en la taquilla del teatro, pero ellos ya se habían comunicado por teléfono con anterioridad, y los detalles de esta conversación privada no los delataré aquí por respeto a tan pundonorosa pareja; pero he de decir que Ignacio y Dolores se pusieron de acuerdo para verse privadamente en esa semana, la que ya pasaba rauda y ansiosa por los días de Dolores.

Dolores se encaminaba nerviosa pero diligente al lugar de Ignacio. Vestía una falda tableada roja, y apretaba ansiosa un pañuelo en el bolsillo derecho de su chaqueta. Sus contorneadas y bellas piernas se movían presurosas al cruzar las calles y al sortear los baches del camino hecho de mudas veredas y transcurridas calles. Hoy, el paisaje no le llamaba la detallada atención que solía capturar de ella. Su concentración estaba dirigida a otra cosa…

Eran cerca de las cinco de la tarde y el sol parecía estar marcando su tarjeta de salida, y los edificios se preparaban para vestirse de crepusculares matices. Ya casi había llegado a destino, y a pesar de su diligente caminar, ni una gota de sudor ornaba su clara frente. Después de entrar al edificio y viajar en el viejo Otis que la elevó silenciosamente y sin vértigo hasta el séptimo piso, emergió del ascensor y buscó acuciosamente la puerta correcta en la hilera de mamparas del corredor enfrente de ella, hasta que la encontró.

La puerta no tenía gusto a nada. Tampoco lucía mejor o más excitante que las otras puertas que marchaban militarmente en el corredor sin moverse. Por alguna razón desconocida, Dolores pensaba que esta puerta luciría distinta… Pero no, era una puerta sin personalidad y tan callada como las otras.

Después de unos fugaces pero palpitantes momentos en que respiró profundamente, Dolores golpeó la puerta tímidamente con los blancos nudillos de su delicada mano. Dió tres golpes en el postigo con un poco de miedo e indecisión, pero lo suficientemente enérgicos para que Ignacio la pudiese escuchar. Los golpes parecieron retumbar ensordecedoramente en el pasillo, que ahora se insinuaba abiertamente como una de aquellas numerosas indecentes y obscenas catacumbas de los Jesuítas.

Escuchó unos pasos detrás de la puerta apenas perceptibles entre los latidos de su corazón, y sintió un engorroso cosquilleo en su estómago. La puerta se abrió sin crujidos ni suspenso, e Ignacio apareció tras la mampara con su chispeante sonrisa y la invitó a entrar. Dolores accedió sin chistar, y con paso seguro y tratando de ocultar el brillo de sus ojos, franqueó el reservado portal que marcaría el comienzo de la subsecuente experiencia de su joven vida.

Ignacio tomó el gabán de Dolores y lo colgó despreocupadamente en el closet cerca de la puerta mientras que Dolores lo observaba. Acto seguido, la invitó a tomar asiento. Dolores estaba nerviosa otra vez y se quedó parada donde estaba. Ignacio insistió con una sonrisa indicando con su mano izquierda hacia el sillón. Dolores se acercó al enorme sillón y se sentó un poco compungida en el borde.

Ignacio se le acercó, y suavemente le empujó los hombros a Dolores con ambas manos hasta que Dolores quedó recostada en el enorme sillón.

- Relájate - le dijo, - no tengas miedo - le repitió con su cara cerca de la de Dolores que ahora podía sentir el vaho del aliento de Ignacio. Se estremeció, y sus temblantes manos parecían competir con las agitaciones de su pecho. Tenía las piernas como entumecidas y casi no las sentía. Estaba muy nerviosa.

Cuando Ignacio se le acercó lentamente y ya preparado, la miró con dulzura y le dijo:

- Es hora - Su amplia sonrisa avalaba su calma. Dolores solo pudo dejar escapar un débil suspiro que arrastró consigo un exánime gemido muriente. Abrió sus grandes y hermosos ojos mirando a Ignacio y exclamó todavía nerviosa:

- Ten cuidado, por favor, hazlo despacito - agregó con una voz entrecortada y casi sin aliento, mientras su seca lengua trataba de esbozar palabras coherentes.

- Dolores, relájate por favor - dijo él con una voz varonil y segura, mientras que posaba cariñosamente su mano izquierda sobre la dulce piel de la sudorosa mano derecha de Dolores.

Dolores se acomodó en la amplia y confortable butaca algo indecisa. Se podía percibir su nerviosidad y tal vez un poco del miedo que se dejaba delatar en sus abiertos y claros ojos. Era la primera vez para ella. Él, por supuesto que tenía mucha experiencia en estos asuntos, y lo había hecho ya muchas veces antes.

Ignacio se inclinó delicadamente sobre Dolores. Estaba tan cerca de su cara que podía sentir en sus mejillas el aliento de Dolores que salía esporádico y nervioso. Dolores estaba temblando. Despacito y delicadamente, tratando de que Dolores no la viese, Ignacio tomó firmemente su herramienta con la mano derecha y la dirigió hacia Dolores. Cuando estuvo encima de ella, posó cariñosamente su mano izquierda sobre la rodilla de Dolores que se movía convulsivamente y agregó en voz baja:

- Ábrelas -

Dolores empezó a abrirlas lentamente mientras que miraba como hipnotizada la sólida herramienta de Ignacio que iba acercándose a ella despacito. Súbitamente, Dolores las cerró otra vez e inquirió:

- ¡Ignacio, estoy asustada! ¡Es mi primera vez!

- Lo sé Dolores. Lo haré con mucho cuidado para que te duela lo menos posible - susurro Ignacio con cálida y tranquilizante voz.

- Bueno, pero sé gentil por favor - exclamó Dolores con un dejo de resignación en su temblante voz, y seguidamente, las abrió lentamente como si estuviera midiendo la emoción que la embargaba en ese crucial momento de su juventud, y aguantó la respiración mientras que su corazón palpitaba alocadamente en su joven pecho…

Ignacio le acomodó a Dolores las caderas en la butaca para que ambos estuvieran más cómodos… Dolores todavía temblaba, pero ahora con un dejo de resignación y una ansiedad ahogante, y comenzó a abrirlas de nuevo.

Ignacio con infinita paciencia y poco a poco le ayudó a abrirlas ya que Dolores todavía se resistía como no queriendo, pero con su mano segura, se las abrió completamente. La miró a los ojos, y lentamente hizo el amago de metérsela, pero Dolores presintiendo lo que pasaría, las cerro rápidamente otra vez.

Ignacio, un hombre paciente y sabedor, la miró con una sonrisa tierna y poniendo su mano en la rodilla de Dolores, le musitó al oído:

- Dolores, relájate, esto no es nuevo. Pasa en todas partes y muy a menudo. Al principio cuesta un poco, pero después lo haces voluntariamente. Déjame ayudarte… - y diciendo esto, le introdujo súbita pero delicadamente su dedo índice a Dolores que dejó escapar un gemido disfrazado de suspiro que llenó los vacíos espacios de la habitación.

El clímax
Sólo algunos minutos habían transcurrido, pero ambos ya traspiraban y la habitación parecía mas calurosa que de costumbre. Ignacio con la ayuda de su experto y suave dedo el que introdujo aún más adentro de Dolores, continuaba asegurándole de que no le lastimaría tanto. Con la concomitancia de su magnífico dedo, Ignacio logró abrírselas completamente a Dolores quien ya había dejado de resistir… Entonces, despacito, y con la habilidad y experiencia que los duchos tienen, se la metió completamente a Dolores. Un escalofrío repentino le recorrió el cuerpo a Dolores cuando sintió la dura herramienta de Ignacio penetrándola.

De pronto Dolores dió un corcovo y se incorporó de la poltrona exclamando con voz agitada y trémula repentinamente:

- ¡Ignacio perdona! ¡Es que estoy asustada! - a lo que Ignacio respondió:

- No te preocupes, tratemos de nuevo - y acto seguido le volvió a insertar el dedo a Dolores que esta vez ya no resistió, aunque su joven corazón parecía querer salírsele a borbotones de su joven y hermoso pecho.

Sin perder más tiempo, Ignacio le volvió a introducir su instrumento a Dolores, pero esta vez Dolores lo sentía más grande y más caliente; y entonces Ignacio comenzó a forcejear suavemente. Dolores se estremeció y sujetó a Ignacio por el brazo y lo miró intensamente mientras aguantaba la respiración a duras penas. Viendo que Dolores estaba como resignada, comenzó a forcejear más duro con su rígido instrumento tan varonil. Las respiraciones comenzaron a ser más intensas y el sudor ya se podía sentir recorriendo sus húmedas teces.

De pronto, Dolores gritó: - ¡Sácamela, sácamela por favor! - pero Ignacio estaba como en trance y seguía forcejeando con más vitalidad y a un ritmo más acelerado y compulsivo. Los dos forcejeaban entre agitadas respiraciones y trenzados en una lucha aunque física, no era belicosa y esta pugna tenía un ritmo candente e íntimo. Después de un fugaz y ardiente forcejeo que no parecía querer terminar, Dolores gritó efusivamente:

- ¡Sácamela, sácamela por favor! - Pero Ignacio seguía con su incontrolado embate y forcejeo…

- ¡Sácamela Ignacio, sácamela por favor! -

- ¡No, no me la saques, nó, nó, nó! -

- ¡Por favor…! -

- ¡Ay, ay! ¡Sácamela! ¡Sácamela! ¡No más por favor! - mientras se revolcaba en la butaca…

- ¡Nó, nó me la saques, nó, nó, nó! -

- ¡Si, nó, ay! ¡Sácamela, nó déjala ahí! ¡Déjala, ay, ay, ay dios mío!

- ¡Ya casi! - Ignacio se remitió a decir con una pesada y entrecortada respiración mientras forcejeaba fuera de sí -¡Ya casi! ¡Ya casi! -

- ¡Ay, nó, nó, ¡Sácamela! ¡Sácamela! ¡No, déjamela ahí por favor! - gritaba en éxtasis Dolores, pero Ignacio inmutable, seguía forcejeando hasta que de pronto, dejo salir un profundo y largo suspiro acompañado de un alarido de satisfacción primal, el cual era estrechamente escoltado por gruesas gotas de sudor que se mezclaban con las de Dolores.

En un santiamén y jadeando pesadamente, Ignacio se la sacó. Ambos estaban agotados y una tenue atmósfera de desahogo descendió sobre la ahora caldeada habitación. Instintivamente, Dolores se tocó ahí con sus delicados dedos. Sintió algo caliente y mojado… se miró los dedos… ¡era sangre! Dolores dejó escapar un gran gemido y miro a Ignacio aterrorizada. Ignacio que ya había recuperado el aliento le dijo pausadamente:

- No te preocupes Dolores. Sanará en unos pocos días y ya no sentirás nada; no tienes que preocuparte. ¿Te duele? -.

- Un poco…, me tengo que ir…-

- Entiendo - dijo Ignacio.

Dolores se levantó de la butaca en silencio y mirando al suelo se dirigió al closet donde estaba su gabán. Ignacio la siguió de cerca.

El adiós…
La experiencia no había sido nada de cómo Dolores se lo había imaginado. Le había dolido más de lo que esperaba, y nunca se imaginó que le saldría tanta sangre; y el forcejeo sudoroso fué algo nuevo que no había experimentado hasta entonces, pero no estaba desilusionada. Por el contrario, estaba contenta de haberlo hecho. Se colocó el gabán con una calma inusitada, se despidió de Ignacio con una amplia sonrisa pero sin decir nada, y se marchó a casa absorta en sus pensamientos. Esa muela con caries ya no le molestaría nunca más.

Moraleja
Hay una congregación de dulces monjitas,
muy buenas y beatas, llamadas Carmelitas,
que por más beatas y Carmelitas que sean,
se mojan los pendejos cuando mean.

Moraleja: Cuando llueve, todo se moja.
Moraleja: No sea mal pensado.
Moraleja: Controle su imaginación.

El Loco

domingo, 8 de mayo de 2011

Primera Reunión 2011

Estimados amigos y compañeros.
El viernes 05 de mayo nos reunimos en el restaurant Eladio, para celebrar un momento mas y saber de lo que ha pasado en nuestras vidas.
Estuvieron presente: Nuestro profesor de Historia, Don Jorge "Chunchulo" Gutierrez, y los siguientes compañeros citados en orden de mesa: Nelson Barriga, Leonardo Villarroel, Esteban Ahumada, Raul Cereceda, Luis Vergara, Rafael Fernandez M., Miguel Bellot, Sergio De la Barra, Victor Fajre, Mario Arraño, Jose A. Cabello, Miguel A. Candia, Pedro Rojas, Miguel Castro, Francisco Fernandez, Federico Zapata, Juan Carlos Carvajal y Manuel Rodriguez.
En una agradable reunion, nos acordamos de los ausentes y aquellos que tienen algunos problemas medicos que esperamos se recuperen. En fin, muy buena la reunion, muchas conversaciones a diferente nivel, haciendo contactos de trabajos y profesionales.
Esperamos pueda repetirse y que puedan asistir al Dia del Exalumno en nuestro colegio que se realizara el domingo 13 de noviembre de 2011 y andabamos buscando además, auspicios para nuestro equipo de Rugby.
Un abrazo a todos y que se repita¡¡¡
















































domingo, 1 de mayo de 2011

El Buque Manicero

Me acerqué recelosamente al barco que me ignoraba con una displicencia casi insultante, y pedí un tanto indeciso una bolsita de maní confitado. Vacilante estaba porque el maní confitado que este tío vendía parecía estar enfermo. Tenía un color pálido como el de las sucias caras de los huérfanos, y estaba apilado como las pobres almas judías hacinadas en Auschwitz; perdidos en un rimero de otras golosinas extranjeras que no pertenecían a la tripulación del barco.

- ¿Cuánto por el maní confitado? - pregunté en inglés.

-- Cuatro dólares -- respondió el vendedor sin mirarme y con un letal aliento que competía con los fétidos desagües legales neoyorkinos.

- ¿Cuatro dólares? - inquirí con voz sorprendida y un poco molesto por la sinvergüencería.

-- Si no le gusta, puede ir a comprar a otro lado -- me respondió agrio el bruto comisionista.

- Déme una bolsita, por favor - le pedí también en inglés y cortésmente, aunque sabía que estaba perdiendo miserablemente mi tiempo.

El almacenista me hizo una seña despreocupada con la cabeza la que llevaba cubierta con un sucio especie de sombrajo que parecía un gorro hecho en Gomorra, mientras que arqueaba sus cejas en dirección de la pila de bolsas de maní que se amontonaban sin concierto en la cubierta del barco sin capitán. Tomé una bolsita de "maní confitado", y le pagué el importe al mercader que cogió el dinero despreocupadamente de mi mano, y sin darme las más mínimas gracias. Me alejé rápidamente de esa mísera y egoísta comarca de lo incógnito, cargando una profunda desilusión que se balanceaba peligrosamente sobre mi espíritu…

Desde mi niñez
El Barquito Manicero es la embarcación más portentosa y resistente que he conocido en mi larga y azarosa vida. Ya hubiese querido el Glorioso Comandante, el Capitán Agustín Arturo Prat Chacón(1) quién entró clandestinamente a la Escuela Naval cuando tenía apenas 10 años de vida, el haber tenido una falúa de tan invencible estatura. El Buque Manicero ha sobrevivido guerras, debacles económicos, severas tormentas de mierda política, agria pobreza, indecente intolerancia, ácidos prejuicios, viciosa y fétida discriminación general, furúnculos especulativos y otras variadas y punzantes pestes sociales y almorranas intelectuales que le han mirado con menosprecio. A pesar de esto, jamás se ha hundido ni rendido, y jamás de los jamases ha arriado su digna banderita chilena que ondea siempre orgullosa cerca de la chimenea, un poquito torcida a estribor.

(1) Agustín Arturo Prat Chacón es el más ilustre, distinguido y el más notable héroe naval chileno. Prat fué un Oficial de la Gloriosa Marina de Chile nacido el 3 de Abril de 1848 en una localidad cerca de Ninhue, Chile, y murió heroicamente el 21 de Mayo de 1879 durante el Combate Naval de Iquique defendiendo su amada patria. Fué ultimado poco después de haber abordado temerariamente, primero y antes que sus cosacos navales, el monitor acorazado peruano Huáscar, después que éste embistiera letalmente la nave bajo su comando, la Gloriosa fragata Esmeralda.

El tolerante Buque Manicero es originario de las tierras de Chile y del Estado de Arauco, una fértil provincia rubricada, en la región antártica famosa, el buque manicero ha sido un faro de dulzuras gastronómicas, por remotos habitantes consumidas, y por otras naciones respetado por fuerte, principal y pintoresco; el "Maní Confitado"(2), los "Cuchuflís"(3) y el "Mote con Huesillos"(4) que produce son tan granados, tan soberbios, gallardos y sabrosos, que no han sido por Rey jamás rechazados, ni por extranjero dominio sobrepasados.

(2) El Arachis hypogaea confitado, conocido popularmente como "maní confitado" es un producto elaborado a base de maní, mezclado con azúcar y agua, al cual se le añaden unas gotitas de colorante, dejándose hervir a punto de caramelo. Sabe mejor cuando se prepara a bordo de un barquito manicero.

(3) El cuchuflí es un dulce seráfico chileno de masa esponjosa, relleno con manjar virtuoso (dulce de leche), y tiene forma fálica tubular. Es primo del barquillo y su proceso de llenado es similar al del churro. En Argentina se le conoce como cubanito, pero los cubanos no entienden de qué cojones hablan los argentinos.

(4) Cualquier Latino que no conoce el Mote con Huesillos, no sabe nada. Si quiere aprender sobre este brebaje celestial, vaya y busque (Google para los siúticos) por: Néctar de Dioses, Bebida de Zeus, Sexo Líquido, u Orgasmo Culinario; ¡y aprenda!.


El robusto Buque Manicero ha derrotado todos los cataclismos mercantiles que le han afectado y acosado, ha sobrevivido todos los vendavales de ciega inopia, y ha sorteado con gran esfuerzo todos los laberintos sociales y políticos para convertirse en el más significante emblema de un valor implacable, y en una de las simples pero más preciosas particularidades chilenas de más prestigio y originalidad que el Homo Chilensis haya concebido hasta hoy.

En aquellos viejos veranos en que pasaba un tiempo vacacionando en la casa de mis abuelos paternos, me acuerdo claramente que cuando aún era un desgarbado carajito de pantalones cortos y patas flacas, mi abuelito Víctor me llevaba todos los Domingos sagradamente a la Plaza Victoria en Valparaíso, en donde alimentábamos a las palomas de la República de Chile arrojándoles las duras y desabridas migas de pan que habíamos juntado durante la semana, tal como lo hacían los políticos con los pobres y sentenciados mineros del Norte.

Después de que se nos habían acabado las migajas, nos montábamos en las estatuas de los leones de cemento negro que adornaban una entrada de la plaza, luego íbamos a mirar los peces de la pileta central donde me quedaba atónito observando un enorme pez de piedra que lanzaba un arqueado chorro de agua por la boca y que nunca acababa, y el rechoncho querubín que meaba en la pileta sin jamás interrumpirse. Finalmente, mi abuelito me llevaba al "Quisisana" o al "Bogarín" a comernos unos "sanguches" (sandwishes para los siúticos) de jamón con queso y lechuga milanesa en pan de molde sin orilla y con mayo, y un rico jugo de frutillas donde las alegres pepitas de éstas todavía nadaban mareadas en rojos y coléricos circuitos. Acto seguido, me llevaba al "Petit Paris" donde las viejas siúticas compraban los Domingos en la mañana para que la gente creyera de que ellas eran "refinadas", y me compraba un pastelito de crema y chocolate. Le verdad es que estos boliches estaban bastante bien, pero lo que me gustaba más, no era esto.

Lo que realmente esperaba con la joven ansiedad de mis verdes años que se aferraban histéricamente a mis pantalones cortos de cotelé café oscuro, era cuando cruzábamos la calzada desde la Plaza Victoria hacia la Plaza Simón Bolívar (a la que mi hermano, mi hermanita y yo, conocíamos como "La Plaza de Tierra"), frente a la Catedral de Valparaíso a la que los terremotos no habían terminado de descojonar completamente todavía, y en donde las viejas beatas entraban como vacas al matadero.

Y allí en la Plaza de Tierra estaba el siempre alegre Don Lolo con su buque manicero que despedía un aromático humo blanco por su quimérica chimenea, y con su variedad de golosinas y exquisitas gollerías que llenaban las bodegas de su impecable buque, y que hacían palpitar nuestros corazones mientras que se nos hacía agua la boca. En la proa del buque manicero, y en un mástil de madera en forma de "T", Don Lolo tenía su socio comercial y compañía personal: un hermoso loro de vivos y chillones colores y con una lengua sumamente suelta al que había bautizado "Matías", igual que el loro de Condorito(5).

(5) Condorito es el personaje antropomórfico principal de una folklórica historieta cómica chilena creada por el dibujante chileno René Ríos, conocido mejor como "Pepo". Condorito normalmente viste una camiseta roja apretada, pantalones negros parchados que no le llegan a los talones, y ojotas (sandalias hechas de neumáticos viejos). Condorito es pícaro y despreocupado, y se pasa los días divirtiéndose, pidiendo dinero prestado, cortejando chicas hermosas, y haciendo trabajos esporádicos que le dan apenas lo justo para vivir.

¡Que festín! Maní confitado para empezar, cocadas en segundo lugar, el infaltable cuchuflí forrado en chocolate, y para apagar la sed y empujar estas finuras, ¡un gran vaso de mote con huesillos!. Ya tenía el ombligo plano de tanto comer, pero me acababa hasta el último mote que flotaba en el vaso, hasta el último huesillo, y cuchareaba hasta la última gota del dulce jugo de aquellos arrugados y legendarios duraznos secos. No me podía lamer los bigotes porque aún no los tenía, pero por cierto me lengüeteaba los labios y la barbilla hasta donde mi lengua podía alcanzar, y después me limpiaba la boca con la manga de mi camisa, la que al limpiar mi boca, ocasionalmente arrastraba uno que otro moco peregrino que me colgaba despreocupadamente de la nariz.

Don Lolo atracaba su buque manicero en la plaza Brasil porque los "pacos" no lo dejaban instalarse en la Plaza Victoria ya que había una "Orden Municipal" que lo prohibía. Nunca supe cuál fué la famosa "orden municipal" o el por qué de ella , pero me imagino que habría sido una sectaria, segregante, artera y discriminadora maniobra de algún sucio político nacido solo para joder. Estos engendros siguen hoy destruyendo la sacra ciudad de Valparaíso a pesar de que el resto del planeta y su inquilina sociedad la ha declarado oficialmente "Patrimonio de la Humanidad". ¡Por ventura! ¡Ojalá que haya algún valiente porteño que se anime a notificarles de esto a esa alucinada tarambana de politicuchos incultos e incontinentes! Cabe mencionar aquí que le doy mi respaldo completo a las bacterias, porque ésta es la única "cultura" que estos libertinos de mestizaje intelectual tienen.

Pero esto no le molestaba para nada a Don Lolo, porque él era muy civilizado, él respetaba a todos, él honraba y veneraba a los Carabineros, y él no era parte ni descendencia de esa maloliente y bazófica raza de pestilentes ratas a la que conocemos hoy como abogados y políticos. Don Lolo los perdonaba a todos con sus afables maneras y siempre tenía una honesta sonrisa para sus clientes, le comprasen sus mercancías, o no; y nunca le echaba la foca a nadie. En otras palabras, a Don Lolo le daban una profunda y arraigada lástima los circuncidados emocionales con hernias morales y hemorroides mentales(6).

(6) Es ineludible, oportuno y necesario aclarar aquí (otra vez) que en el caso de los abogados, hay que diferenciar nuclearmente en este género entre los "Hombres de Ley", quienes son los que cosechan abundantemente merecido respeto; y el resto de los "abogados" que no valen su peso en feca, ¡ni con descuento!. En cuanto a los políticos, a todos laberintos mentales se les abstiene de cualquier honesta genuflexión.

A veces durante la semana veía a Don Lolo en las empinadas y adoquinadas calles del Cerro Alegre empujando afanosamente su barquito manicero cuesta arriba bajo el vehemente sol del Pacífico, mientras sudaba y se arremangaba los pantalones unas tres o cuatro veces por cuadra porque el cinturón que llevaba era solo para adorno, tratando de llevar sus esenciales delicias a clientes más "elevados". No sé que habrá sido del buen Don Lolo, pero aprendí un montón de civilidad y hombría de él.

Casi al final de la jornada dominguera, mi abuelito Víctor me hacía sentarme en uno de esos verdes y sólidos bancos de la Plaza Victoria con sus costados exquisitamente adornados con sueños de fierro forjado, y en medio de las precámbricas palmeras y de las grises y conversadoras palomas, me hacía lustrarme los zapatos con uno de los numerosos "lustrabotas" que tenían establecido su cepillante dominio en el lado noroeste de la plaza, mientras que él me narraba pacientemente prodigiosas historias de exploradores y aventureros. A lo lejos y cruzando la calle, podía distinguir el humeante buque manicero de Don Lolo trabajando a todo vapor.

Una vez Don Lolo me contó que ese barquito manicero había sido de su abuela y que cuando era pequeño, dormía en él y pretendía ser el Capitán de "La Esmeralda"(7). Y que las chuecas y destartaladas ruedas del barquito eran del destruído triciclo de reparto de su abuelo el que murió trágicamente cuando un camión pasó una luz roja en el momento en que él cruzaba la última intersección antes de llegar a casa...

(7) El Buque Escuela "Esmeralda" de la Gloriosa e Invicta Marina de Chile, conocida también como "La Dama Blanca", es una embarcación de 3.673 toneladas, con un calado de 7 metros, y una eslora de 113 metros; impulsada por un velamen de 29 unidades con un total de 2.870 metros cuadrados, comandada por una dotación de 22 Oficiales, 110 Oficiales de Instrucción, 142 Gentes de Mar, 52 Marineros, y un enorme polvorín hecho de los corazones más grandes y más heroicos que la raza humana haya conocido jamás. Vea Armada de Chile | Historia de la Esmeralda: http://www.esmeralda.cl/prontus_armada/site/artic/20091229/pags/20091229162751.html

Cuando la abuelita de Don Lolo no pudo empujar más aquel barquito que ahora le pesaba más que un transatlántico, lo heredó su mamá que había enviudado cuando Don Lolo era apenas cinco, pero cuando Don Lolo llegó a ser un "lolo" y cumplió los dieciséis; terminó el colegio y se hizo cargo del negocio de la familia, y así su madre pudo dedicarse a otra actividad para ayudar a mantener al resto de la familia. Y así como el buque manicero de Don Lolo, había una armada completa de buques maniceros patrullando las calles del nervioso Valparaíso y perfumando sus deleitosas calles barridas por el viento, con el ensoñador aroma de su etéreo maní confitado.

A veces cuando viajo intermitentemente a Valparaíso, rastreo las calles con atenta mirada en busca de "El Pirata Coqui", que era el nombre del alegre buquecito de Don Lolo, pero no le he visto otra vez. Siempre he estado esperanzado de encontrar a su hijo o quizá a un nieto o nieta comandando ese heroico navío que aún navega vencedor en el mar de mis recuerdos, y que ha sobrevivido tantas generaciones de la familia y tantas degeneraciones de la sociedad que le ha abrazado, escupido en la cara, sonreído, y mirado de reojo.

¿Cuántas otras historias de gloriosos buques maniceros tapizan las calles chilenas? No lo sé, pero aún se ven esporádicamente sus gloriosos Capitanes maniobrando pertinazmente los obscuros estrechos y los insolentes fiordos de la sociedad que les ama, pero que les mantiene eternamente anclados en una negra y escuálida pobreza.

Sus fútiles esfuerzos me recuerdan y me pintan un tétrico parecido entre las lóbregas migajas que les arrojábamos a las palomas, y los sangrantes esfuerzos de los buques maniceros tratando de atrapar con su vendimia, las residuales migajas de vida que la sociedad les arroja, y que les sustentarán por el día siguiente…

Pero el Buque Manicero es más que todo esto, es más que Don Lolo, es más que la mera vendimia, es mucho más que un símbolo de originalidad; es acerca de la ingenuidad del pobre chileno y del chileno pobre y de la inquebrantable resistencia de sus naturalezas invencibles.

Los buques maniceros y los "Don Lolos" han ido desapareciendo triste y paulatinamente de los mares de negro asfalto y lustrosos adoquines de Valparaíso, y ya casi no se les ve navegando por las estrechas callejas ni por sus humildemente empingorotados cerros. Se están extinguiendo angustiosamente y no hay nada que yo pueda hacer al respecto… todavía… El día que desaparezcan será un día muy triste para la humanidad. Valparaíso sin sus buques maniceros va a ser como un general sin soldados, como una mariposa sin colores, como una flor sin pétalos; lucirá macilento como un triste hombre sin sueños… Estos adorables buquecitos se están convirtiendo paulatinamente en pequeños "Caleuches"(8). Tristemente he llegado a la conclusión de que las delicadas existencias de estas románticas navecitas son más frágiles que el himen.

(8) El Caleuche es una nave mítica fantasma de la mitología Chilote y del folklore local de la isla de Chiloé, en Chile. Según cuenta la leyenda, el Caleuche es una nave fantasma de gran calado que navega las aguas alrededor de Chiloé durante las noches. Piloteada por marineros ahogados y por tres figuras mitológicas Chilotas: dos hermanas, Pincoya y Sirena; y su hermano Pincoy.

El Organillero
Pero aunque lo parezca, no todo es tan trágico ni sin solución en esta vida. Hay otros "gremios" también menoscabados, e incluso más afectados que el de los buques maniceros. Dentro de esta categoría de "gremios en peligro de extinción" se encuentran como por ejemplo, los Organilleros. Los Organilleros son otro ilustre ejemplo de la picardía y el ingenio del "Homo Paupérrimus Chilensis". También perseguidos por los estultos políticos de subyacente juicio monocelular.

A unos metros del buque manicero de Don Lolo, siempre se hallaba un organillero con un mono "Tití" al que mantenía con una pretina amarrada al cuello, y el otro extremo amarrado al soporte del organillo. El monicaco éste llevaba una chaqueta roja con botones dorados que se parecía a la chaqueta de Parada del Capitán de Bomberos de la 4a de Viña; y un sombrerito turco también rojo, con un pompón desordenado que le colgaba inquietamente desde el tope.

¡Para qué decir de la cantidad de maní que le vendía a los niños para que le alimentaran el famoso mono! Recuerdo que el mono era medio hediondo, tenía una cola larguísima (como aquellas en los tiempos de la "Unidad Popular") y si no le dabas el maní rápidamente, te lo arrebataba de las manos y se volvía a subir rápidamente con un par de saltos al crujiente organillo con perfecta agilidad cuadrumana para comérselo tranquilo. Creo que el mono hubiese sido capaz de comer más maní si no fuese porque se lo pasaba rascando el hoyo. El Organillero también me confió que los "verdes"(9) no lo dejaban instalarse en la Plaza Victoria porque el mono se cagaba en los bancos de la plaza.

(9) Los términos más comunes como "verdes" y "pacos" son usados despectiva e insolentemente para referirse a los distinguidos miembros del glorioso Cuerpo de Carabineros de Chile, que sin él, el país sería desesperanzadamente una casa de putas revuelta y sin concierto, y sin Orden ni Patria. Vea: http://www.carabineros.cl/

Cuando terminaba su turno, el Organillero metía al mono en una pequeña jaula hecha de madera y con una puerta de malla metálica que parecía una miniatura de la casa de "Viernes", el criado de Robinson Crusoe, y acto seguido, se marchaba dejando atrás un cementerio de cáscaras de maní en el suelo, y se escabullía furtivamente por las alegres calles de Valparaíso por donde se iba a encaramar a saltitos a alguno de esos cerros porteños hasta el otro día; con su organillo colgando en un hombro, y el mono sentado en el otro.

El Chinchinero
Otro héroe colonial de mi Valparaíso del alma era el "Chinchinero", u "hombre orquesta" como le llaman los con la lengua muy gorda o que no pueden pronunciar la palabrita correctamente por la falta de dientes; o sencillamente porque no tienen la más peregrina idea de lo que es una orquesta. ¡El gallo con el bombo a cuestas y los platillos en la espalda se llama Chinchinero! ¿OK?

En aquellos memorables Domingos de antaño en que la sana ociosidad se manifestaba en todas las plazas de Chile, el Chinchinero bailoteaba en las plazas y calles haciendo gala de su agilidad y equilibrio, mientras que se daba más vueltas que un mojón en el agua, entretanto que hacía sonar los platillos de bronce que coronaban el bombo con un cordelito atado al taco del zapato del pié derecho, y le daba huascasos sin piedad al menos traído tambor con un palillo de bombo firmemente asido en la mano derecha.

Mientras ejecutaba estos ardides y maniobras sincrónicamente, le añadía a la música los sonidos de una harmónica desafinada que llevaba instalada en un armatoste que le colgaba en el pecho cerca de la boca, al mismo tiempo que zarandeaba febrilmente unas
maracas hondureñas con la mano izquierda… !y hasta cantaba! … y la NASA todavía no puede encontrar a alguien que sea capaz de maniobrar y salabardear más de tres cosas al mismo tiempo sin equivocarse…

¡Cosa más grande! El Chinchinero se adueñaba de la calle. Había que mantenerse a distancia para que el bombo no lo aturdiera a uno si lo pillaba al alcance de uno de esos giros de molinete acelerado. ¡Para que decir del zapateo! Mientras bailaba, ejecutaba unos tejemanejes con los pies con una precisión que dejaban a Fred Astaire marcando ocupado. Siempre me llamó la atención de que llevaban un curioso sombrerito que parecía que lo habían heredado de un muerto más chico, o quizá yo no me habría percatado nunca de que todos los Chinchineros quizá eran cabezones… ¿Qué cosas, no?

En todo caso, el Chinchinero era parte integral de las actividades domingueras de aquellos largos días de Verano de mi soñadora niñez. Apenas el Chinchinero terminaba su perspicaz acto circense/musical/malabarista/equilibrista, yo me acercaba a su sombrerito que ahora le pedía propina al improvisado público, y depositaba ansiosamente mis 5 Escudos para contribuír con este arte tan circumbirúndico (si usted es chileno, no necesita explicación alguna para esta notoria y singular facundia verbal).

El Afilador
Otro "Perdido en Acción" es el "El afilador". Quizá este título le cause nerviosidad por su claro significado alelo a ciertas actividades sexuales, pero no se preocupe de ello porque éste "afilador" no era nada de eso, sino que era un flamante "Afilador de Cuchillos" que portaba una rueda de piedra de esmeril a pedales, la que sentaba verticalmente en un bastimento de madera con una sola rueda.

Recuerdo que mi abuela juntaba laboriosamente en un cajoncillo de madera todos los cuchillos de la casa que habían perdido su filo, y que necesitaban ser afilados nuevamente. Ella nunca se perdía el llamado de los Sábados por la mañana que vociferaba: "¡Cuchiiiillllooos!, ¡afilo cuchiiiillllooos!, ¡afilo lo que sea patronciiitttaaaa!". El Afilador se detenía en ciertas esquinas estratégicas, y después de unos instantes, las clientas comenzaban a descolgarse desde las multicolores casas porteñas con sombreros de fonolita acarreando sus colecciones de cuchillos y tijeras romas para que El Afilador les diera nueva vida.

Por la forma en que algunas usuarias miraban al afilador y en la coqueta forma en que le hablaban, no me extrañaba que El Afilador afilara más que simples cuchillos. ¿Quizá de ahí se deriva su reputación? ¿Qué cosas, no?

El caso es que a mí me encantaba ver como El Afilador pedaleaba su piedra esmeril y maestramente deslizaba las hojas de los romos cuchillos para atrás, y para adelante acompasadamente, mientras miraba a sus clientas con una sonrisa pícara mientras que hacía saltar sus cejas rápidamente tres o cuatro veces, a lo que éstas respondían con amplias sonrisas y coqueteos. Algunas viejas (también con cuchillos romos) miraban este animado coloquio con un muy serio desapruebo hecho patente en sus graves y arrugados talantes.

Durante la pulimenta, el esmeril que parecía hecho de pedernal escupía diligentemente una lluvia de chispas rojas, naranjas y amarillas que caían al suelo y rebotaban como saltamontes en celo, y se desparramaban avivadamente como mis ansias de vivir, y el infernal ruido que hacía esa rueda de piedra al morder el metal, llenaba la calle y saturaba mi imaginación con los mismos sonidos que emanaban de los relatos fabulosos que mi abuelito Víctor me narraba cada noche de Verano, lloviera, o no.

Con el tiempo, aquellas fogosas chispas y ese metálico y abrasivo sonido del esmeril se fueron disolviendo entre los días y las semanas, y ya no oigo ni los llamados, ni el incesante sonido de la rueda, ni veo ya más las vivas chispas que me regalaron su magnífico espectáculo de luces inocentes.

El Botellero
El último protagonista de que me acuerdo que deambulaba por ese gran teatro de las calles y de las plazas, era El Botellero. El Botellero estaba más inclinado hacia el comercio que hacia la expendeduría del show y la entretención. Éste poseía un carromato de dos ruedas gigantescas que a veces lo tiraba un caballo o un burro, o que lo tiraba el mismo Botellero desde su amplio agarradero. También gritaba a pulmón abierto su llamado de la selva: "Boteeeellllaaaas, diaaaarioooos, cartoooones comproooo!" y repetía el sonsonete con su voz rancia de aguardiente hasta que alguien le salía al paso acarreando alguna de estas desmerecidas mercancías.

Nunca entendí el por qué de que éste señor compraba diarios viejos. ¡Las noticias ya estaban añejísimas! Ya existía el "papel confort" en esos tiempos, y no había uso para este tipo de documentos en los inodoros de la República. ¿Sería que se los vendía a las persona más "lentas" para que se pusieran al día? Nunca lo supe, pero como dice el adagio, "cada loco con su tema".

Deus Absconditus
Hay otros dioses escondidos (deus absconditus) de los cuales no tengo historias o apólogos para compartir con ustedes, o para relatarles tradiciones o cuentos acerca de estos otros personajes que también son partes calificadas del paño tan heterogéneo que enrama e hila nuestra sociedad tapizada del "Homo Paupérrimus Chilensis".

A estos personajes se les denomina "vendedores ambulantes". Lo único que tienen de "ambulante" son sus clientes. Ellos normalmente estaban estacionarios atendiendo a sus negocios. Nosotros éramos los "ambulantes" que pasábamos despreocupadamente alrededor de sus sacrificadas e injustas vidas. Si no tengo otra opción de que llamarlos "vendedores ambulantes" porque la sociedad lo dicta así, pues entonces los nombro aquí oficialmente y públicamente ante mundo y todos sus habitantes planetarios inteligentes como "Deus Viatoris Absconditus" - Dioses Viajeros Ocultos.

Me acuerdo de "El Viejo del Saco" con que nuestras madres y abuelitas solían asustarnos para que nos portáramos bien, del "Canilla" que se preocupaba de que usted tuviera su periódico el momento en que lo necesitaba, me acuerdo del "Algodonero" que producía esas enmeladas nubes de colores ensartadas en largos palitos de bambú para alimentarles el alma a los niños, me acuerdo del "Churrero" infaltable en cada soleada playa de la Larga República que encara el Mar Pacífico, me acuerdo de "Heladero" con su carrito lleno de polares delicias que nos ayudaba a combatir los secos calores que hervían en nuestra piel. También me acuerdo de otros, pero no me quiero acordar de ellos ahora.

Me acuerdo de todos ellos, pero no me acuerdo ni una vez en que la sociedad chilena haya sacado la cara por ellos… Ellos estuvieron (y siguen estando) por nosotros para cuando les necesitemos, …pero no me acuerdo ni una vez en que la sociedad chilena haya sacado la cara por ellos… No, no me acuerdo ni de una sola vez…

Espejismos
El último buque manicero que ví fué en la ciudad de Nueva York en los Estados Unidos… Hace un tiempo ya, pero me llamó poderosamente la atención de cómo ésta Flota Naval Sobre Ruedas había expandido sus horizontes de Terras Navales hasta lugares tan lejanos y remotos, navegando tímida y humildemente para traer sus delicias a paladares nuevos y extranjeros.

Lo descubrí solitario entre el fétido vapor que emanaba de las cloacas neoyorkinas mezclado con la matinal neblina de río Hudson que cubría las gastadas veredas de mayólicas baldosas del "Rockefeller Center". Me pareció estar viendo un espejismo como aquellos que vieron los asustados enemigos de los "Cazadores del Desierto" durante sus fantasmagóricas cargas en la Campaña del Norte en el polvoriento y sangriento año de 1881.

Con disimulo pero con la naturalidad con que mi vida me enseñó a defenderme, me aproximé al buque manicero abriéndome paso a codazos - el estilo propio de esta ciudad- entre la caterva neoyorkina que me bloqueaba el paso. El barco, arrimado contra una muralla sucia y húmeda escupía humo negro por una chimenea sin personalidad.

Me acerqué recelosamente al barco que me ignoraba con una displicencia casi insultante, y pedí un tanto indeciso una bolsita de maní confitado. Vacilante estaba porque el maní confitado que este tío vendía parecía estar enfermo. Tenía un color pálido como el de las sucias caras de los huérfanos, y estaba apilado como las pobres almas judías hacinadas en Auschwitz; perdidos en un rimero de otras golosinas extranjeras que no pertenecían a la tripulación del barco.

- ¿Cuánto por el maní confitado? - pregunté en inglés.

-- Cuatro dólares -- respondió el vendedor sin mirarme y con un letal aliento que competía con los fétidos desagües legales neoyorkinos.

- ¿Cuatro dólares? - inquirí con voz sorprendida y un poco molesto por la sinvergüencería.

-- Si no le gusta, puede ir a comprar a otro lado -- me respondió agrio el bruto comisionista.

- Déme una bolsita, por favor - le pedí también en inglés y cortésmente, aunque sabía que estaba perdiendo miserablemente mi tiempo.

El almacenista me hizo una seña despreocupada con la cabeza la que llevaba cubierta con un sucio especie de sombrajo que parecía un gorro hecho en Gomorra, mientras que arqueaba sus cejas en dirección de la pila de bolsas de maní que se amontonaban sin concierto en la cubierta del barco sin capitán. Tomé una bolsita de "maní confitado", y le pagué el importe al mercader que cogió el dinero despreocupadamente de mi mano, y sin darme las más mínimas gracias. Me alejé rápidamente de esa mísera y egoísta comarca de lo incógnito, cargando una profunda desilusión que se balanceaba peligrosamente sobre mi espíritu…

No pude saber de qué nacionalidad era el vendedor. Su incógnita estirpe se enmascaraba con los visos del ruido, de la neblina, del humo, y de las macilentas memorias que llegaban atrasadas a mi mente. El buque manicero no llevaba los vívidos colores de las banderas de mi puericia… Ni tampoco tenía nombre el barquito éste. Si lo hubiese tenido, estoy seguro que hubiese sido "Caleuche". Me alejé despacito del buque manicero mirando hacia atrás soslayadamente y con grandes sospechas.

Abrí desapaciblemente y sin ganas el estulto paquetito que contenía el "maní confitado", agarré unos tres o cuatro quizá, y empecé a comer desabridamente… Ya no sabían a niñez ni a Valparaíso, ni a Don Lolo ni al Organillero, ni al Chinchinero y ni a los inmortales Relatos Fabulosos de mi bien amado abuelito Víctor; ni tampoco tenían la amplia sonrisa del "Lustrabotas" de la Plaza Victoria, ni evocaban el preocupado canto de las palomas de La Plaza de Tierra. No señor, no señor; estos engendros de maní confitado no sabían a nada de esto…

Ya tarde esa fría noche, me encaramé en mi automóvil y me volví presuroso entre el odioso tráfico de la carretera interestatal 95 a mi hogar en Arlington, Virginia. Durante el aburrido viaje sin eventos repasé en mi cabeza los recientes acontecimientos de mi viaje a esa sodómica ciudad saturada de gentes cuyas existencias están indulgentemente constituídas de pasiones erróneas, intransigencias inmorales, y de lúbricos y ligeros principios que rigen sus disipadas existencias. Me hablaba en voz alta a mí mismo mientras manejaba de vuelta preguntándome de cómo las cosa habían cambiado desde el ayer tan cercano y palpable en mi corazón, pero tan lejano e inmanente en la realidad.

Necesito explicar y aclarar aquí de que el hecho de que usted se hable a sí mismo en voz alta no es ningún signo de estar loco (exceptuando la presente compañía por supuesto). El ambiguo y perplejo hecho de contestarse a sí mismo en voz alta durante este coloquio monológalo, a pesar de que es un nivel más arriba de hablar consigo mismo; tampoco constituye de por sí un serio argumento para acreditar locura. El estado de locura se acrisola y se convierte en un embarazoso e irremediable problema cuando uno ¡comienza a interrumpirse a sí mismo! ¿Yo? Yo todavía no me he interrumpido a mí mismo. Creo…

Después de casi un tanque completo de gasolina y un montón requetegrande de millas, llegué de madrugada y muy cansado a mi albergue y fortaleza familiar. Tenía muchas ganas de irme a dormir y descansar de tan agobiadora jornada, pero decidí en cambio tomarme el tiempo de escribir con gran esfuerzo y en el más profundo silencio este desconsolado panfleto, porque sabía que éstas últimas protervas memorias no sobrevivirían largo en los apasionados e infernales fogones de mi alma inmortal y sempiterna.

¿Qué cosas, no?

El Loco.

viernes, 1 de abril de 2011

El Volcán Tacora

La palabra Tacora es una voz amerindia mayoritaria llamada Aimará (o Aymará) que quiere decir "pasto invernal", o "pasto de Invierno". Esta voz india evoca las amables hierbas y piensos que crecen pacíficamente en contorno al silente cráter del volcán Tacora, alimentados cariñosamente por las húmedas y tibias bocaronadas de vida que expelen las sosegadas y sulfúricas fumarolas del Tacora.

El Tacora es un volcán que asienta su enorme caldera en las nortinas tierras chilenas, en la Comuna General Lagos. Es del tipo estratovolcán en estado de fumarola del que no se tiene memoria de su última erupción. Con su elevación de 5,980 de enrarecidos y montañosos metros sobre el nivel de ese mar que tranquilo te baña, es el volcán más septentrional de todos los 138 volcanes existentes en la región cordillerana chilena.

El río Lluta --voz aimará para "resbaloso"-- es un río con una longitud de 147 kilómetros con un caudal de 2,3 m3/s, y de régimen pluvial que le besa románticamente los pies al Tacora, y se origina a más de 3.900 metros sobre el nivel de mar, en la confluencia de la quebrada de Caracarani (en los faldeos del volcán Tacora), y el río Azufre, en las estribaciones preandinas de la Provincia de Parinacota, algunos nerviosos kilómetros de reojo al sur de la frontera con el Perú, y que desemboca a 4 bellos y abiertos kilómetros al norte de la histórica y guerrera ciudad de Arica.

El volcán Tacora se encuentra quieta y pacientemente sentado hasta hoy en la Región de Arica y Parinacota; que es el rincón más boreal de la Cordillera de Chile, la cuál como he expresado en forma clara y subjetiva anteriormente en mis elementales escritos, es conocida por los menos agraciados intelectualmente como: "Cordillera de Los Andes". ¿Qué cosas, no?

Si te empinas un poco en la limpia y fría cúspide de este glorioso volcán durmiente, verás el Estado Plurinacional de Bolivia(1), país conocido para la mayoría simplemente como Bolivia; nombre derivado del apellido del Libertador Simón Bolívar, en el cual reside contra su voluntad el "hermano" gemelo del volcán Tacora, el volcán Chupiquiña, que por cierto es de menos elevación, y su posición marca el comienzo de la Cordillera del Barroso, un obscuro y difícil desfiladero que las polvorientas pero marciales, decisivas y gallardas botas y polainas del Séptimo de Línea hicieron temblar un día.

(1) El nombre Bolivia se originó cuando el Libertador le dió a Don Antonio José de Sucre la opción de mantener estas tierras como Perú Superior (Bolivia actual) bajo la recién formada República del Perú; acoplarse a las provincias unidas de Río de la Plata, o declarar formalmente su independencia del Virreinato de Perú que dominaba la mayor parte de la región. Don Antonio José de Sucre optó por crear una nueva nación y, con la ayuda local, la nombró en honor de Simón Bolívar.

Los yacimientos de azufre que se arrellanan en las laderas del volcán Tacora traen reminiscencias de la sangrienta historia que se desenvolvió en el Norte chileno, por allá entre los inquietos y dementes años de 1879 y 1883. Como silente testigo de esta injusta masacre moral humana está abandonada la importante azufrera de aquellos tiempos pasados, la Mina Aguas Calientes, la que en sus ajadas murallas guarda estampadas para siempre, horrendas visiones que son testigos de las inicuas, obstinadas y perecederas actitudes de esta bestial naturaleza animal, tan original y congénita en nosotros.

La Mina Aguas Calientes despachaba aceleradamente una fortuna en azufre hacia Bolivia en el pequeño ramal ferroviario de Arica a La Paz, riqueza que obtenía de los numerosos depósitos de sulfuro que se acomodan en la montura entre el Tacora y el Chupiquiña; haciendo trabajar arduamente a sus empobrecidos trabajadores -chilenos, peruanos y bolivianos por igual- bajo el implacable yunque del sol Ariqueño, los cuales vivían como podían en los arruinados e infernales poblados cercanos al volcán Tacora, los miserables caseríos de Villa Tacora y Villa Industrial. Los rumores que flotan entre los ajados edificios del ingenio de Aguas Calientes dicen que más de algún poblador vió, aunque efímeramente y escondidos furtivamente detrás de unas frondosas y esotéricas pestañas; los serenos y hermosos ojos de Leonora Latorre.

El volcán Tacora tiene una plataforma constituída de ignimbrita(2) a una elevación aproximada de unos 4,200 metros, la que forma el altiplano de Arica. Su cónica y áspera cúspide -típica de una cordillera joven- está cubierta por glaciares hasta una elevación de cerca de 5,500 metros, y el cráter de su última explosión se ubica pacientemente en la cara noroeste del volcán, a unos 300 fríos y silenciosos metros antes de llegar a la cumbre.

(2) La ignimbrita es el depósito de una corriente piroclástica, o flujo piroclástico denso, que es una suspensión incandescente de partículas y gases que fluye rápidamente de un volcán en erupción. La composición más típica de la ignimbrita contiene rocas volcánicas compuestas de dacita o riolita.

El volcán Tacora tiene una infrecuente y quizá insólita relación con aquellos días en que pasaba mi tiempo peregrinando por el mundo en busca de una dirección para mi inconcebible vida de joven irresoluto, durante el período aquél en que me pasaba el tiempo gastando zapatos como si no hubiese un mañana. Esta relación se forjó imprevistamente y sin planes anticipados en la reposada y honrada ciudad de San Francisco de Limache, que se enclava relativamente cerca del portentoso Puerto de Valparaíso, en la histórica V Región de Chile, en donde los tomates de la región son dulces y hermosos, y sus higos pueden saciar a los Poderes Celestiales más pitucos(3).

(3) La palabra pituco(a) en Chile se refiere a una persona considerada por sus congéneres como "Jaibona", "Cuica", "Cursi", "Siútica", o "Snob". En Cuba se les conoce simple y abiertamente como "Comemierdas". Cabe mencionar aquí que la palabra cuico significa lombriz en la honrosa lengua Quechua.

Mi amado tío Lucho, quién sin litigio es el más portentoso Hermano Marista de que se tenga memoria en los docentes anales de Champagnat, me invitó a pasar unas semanas del caluroso verano que se enseñoreaba oficioso en el cono sur del planeta, en la Casa de los Hermanos Maristas de San Francisco de Limache. Quizá con la más inocente esperanza de que la compañía de los Hermanos y de los Novicios(4), algo de sentido común y madurez se me podrían vincular, por osmosis o inercia; pero de alguna manera pegarse en mi vida para calmar los azarosos días de mi descompaginada y libertadora existencia. No funcionó. No, po.

(4) Estos Novicios eran los últimos entusiastas reclutados que estaban recién llegados desde España para su "entrenamiento" en los gajes del oficio de la gloriosa y efectiva enseñanza Marista.

Llegué a la Casa Marista un soñoliento y cálido día Sábado por la tarde con mi mochila llena de ropa impía y un atado grande de excéntricos sueños pendientes. Los gorriones aún gorjeaban sus cantos de atardecer entre las flácidas ramas de los ciruelos que adornaban la calle en que se sentaba la Casa Marista, y a lo lejos podía oír el refunfuñante roncar de la "Sol del Pacífico" que aceleraba ocupadamente para salvar la última pendiente del camino cicatrizado por temblores y terremotos, para salir de la ciudad de Limache, y escapar raudamente hacia el poniente. La grácil vendedora de alfajores, camotes, berlines, empolvados, dulces de Curacaví y otras exquisitas menudencias gastronómicas de esta Quijotesca zona que nunca ha perdido su afable y romántico dejo del alma de España, me ofreció sus exquisitas vendimias. Fué un buen intento, pero yo estaba más quebrado que ensalada de vidrio, y no tenía ni un diezmo para hacer cantar a un mudo. Siempre durante mi juventud estuve más quebrado que promesa de político, pero las cosas cambiarían radicalmente un día.

Mi amado tío Lucho me estaba esperando con su característica, espléndida e imborrable sonrisa, y con sus brazos más abiertos que ojos asustados para darme la bienvenida como hacía siempre con cualquier ser humano que franqueaba su santo camino. Después de las salutaciones y presentaciones de rigor con los otros Hermanos que le acompañaban en su espera, mi esperanzado tío Lucho me enseñó mi cuarto en la Casa, el que a la postre, ocuparía muy poco.

Esa noche nos reunimos a comer en la gran mesa Marista que ofrecía una variedad de alimentos, que aunque eran simples y frugales, prometían satisfacción y por alguna desconocida razón para mí, un seráfico y bienvenido agrado. Por supuesto que en la mesa de duros tablones habían vino, pan y queso. Una cena digna de Marcelino Pan y Vino. Después de la infaltable dedicación de los alimentos, los Hermanos, los Novicios, mi tío Lucho y yo nos enfrascamos en una alegre y ruidosa conversación con sacras exclamaciones y explosivas risas que duró más de lo que ellos estaban acostumbrados, y en donde tuve la oportunidad de relatar algunas de mis chifladas aventuras y estrafalarios viajes que no sólo aturdieron la imaginación de los Novicios(5), pero que les entretuvieron hasta que uno de ellos anunció cortésmente de que deberían retirarse para descansar, y estar preparados para el largo viaje de la mañana siguiente.

(5) He escogido libremente no delatar los nombres reales de los susodichos envueltos con el solo afán de proteger sus virtuosas identidades. Cualquier afinidad con la realidad, es una mera e inocente coincidencia.

Como la curiosidad sólo mata gatos (gatos huevones si me pregunta usted), sin miedo a morir pregunté sin morosidad de qué se trataba el viaje. Uno de los Hermanos me explicó "maristamente" que como parte de la preparación e instrucción para convertirse en "mocho" oficial, los Novicios irían a subir una gran montaña para acercarse más a la naturaleza, a su propia naturaleza, para meditar sobre lo que serían sus vidas, para seguir discerniendo su vocación, y también para distraerse un poco después de los largos y pesados meses de estudios en el Noviciado Marista de Sevilla, localizado en la calle Ingeniero La Cierva 42, Sevilla, en la Provincia de Sevilla y su Comunidad Autónoma de Andalucía, España.

¡Para qué decir cómo me picó el bichito de la aventura! Con la abierta, pero honesta desfachatez que me caracterizaba en aquellos delirantes años pregunté cándidamente (car'e raja en chileno): "¿Puedo ir con ustedes?" - y agregué rápidamente antes de respirar - "¡Puedo ayudar a llevar los trastos, a cocinar, y no interferiré con sus rosarios ni meditaciones! ¡No fumo, no tomo, y soy más sano que un níspero!"

Todos se miraron desconcertados los unos a los otros repetidamente con cara de ¿¡Qué dijo qué!?, y después de un breve e incómodo momento en que el sepulcral silencio fué quebrado tímidamente por el inocente Hermano Fulgencio que dejó escapar contra su santa voluntad, un efímero pero hediondo peo apenas perceptible y en una insostenible nota que ni un barítono podría alcanzar; el Hermano Director dijo con su voz pretérita y con un silbatillo característico de los viejos ezpañolez: "Puez chaval, que tengáiz un buen viaje, ¡y por Diosh no me alborotéish a loz Noviciosh!". Cuando escuchó ésto mi querido y amado tío Lucho, arqueó estertóreamente sus sabias cejas que emitieron un sonido gutural, se puso medio turnio, y mientras la palidez del rostro lo hacía lucir como un zombi con gastroenteritis, exclamó: "Pues bién, está decidido", y acto seguido, recuperó rápidamente su alegre sonrisa y los colores del rostro que le caracterizaban, antes de que la gota de frío sudor originada en sus cejas, llegara a destino en su cachete derecho. Pude notar que al menos siete canas le aparecieron súbitamente en su santo cuero cabelludo.

Conociendo a mi bien amado tío Lucho, esa infrecuente arqueada de cejas significaba mucho más de lo que podía leerse en ella. Me pareció ver los vertiginosos pensamientos que cruzaban frenéticamente por su cabeza: "¡Coño! ¡Se jodieron los Novicios! ¿¡Quizá ésta sea la prueba celestial de vivir con el demonio mismo y sobrevivir!? … uhm… pondré algunos rosarios extra y un botellón de agua bendita para emergencias y pánicos… !Ah! y también unos escapularios sanforizados de Santo Toribio de Liébana, el santo de las Perpetuas Indulgencias. ¡Ayayay Diosito santo, ojalá este sobrino mío no les arrastre a la capital del infierno(6)!". Creo que su sufrimiento emocional sólo se puede comparar al dolor de las arrugadas criadillas cuando te las abofetean con ortiga.

(6) Para aquellos individuos poco familiarizados con las anchas Praderas del Carajo, la capital del infierno se llama Pandemónium. Esto es de acuerdo al poema épico "El Paraíso Perdido" escrito en el Siglo XVII por el poeta inglés John Milton.

¡La sacrosanta expedición sería al volcán Tacora! ¡Varios días! Sin duda una dura y severa prueba para los Novicios -no por lo alto de la enhiesta montaña, sino que por el alarmante calibre de la compañía que ahora acarreaban-; y una delicada situación para mí, porque después de todo, tenía que "comportarme", una palabrita que no solamente sonaba sospechosa, pero que tampoco tenía mucho sentido común para mí en aquellos fervientes e impetuosos días de esta vida mía a la que adoro tanto.

Rápidamente acordamos a qué hora partiríamos la mañana siguiente en esta nueva correría que agregaría una página más al compendio de mi chúcara vida, y después de la simple pero opípara cena regada onerosamente con buenos vinos, nos retiramos a descansar. Casi no tuve necesidad de desempacar, solamente tuve que sacar un par de cosas de mi morral, y ya estaba listo para esta nueva, imprevista, pero bienvenida expedición.

La siguiente mañana madrugamos sin contemplaciones en la Casa Marista de San Francisco de Limache pues nos esperaba un larguísimo recorrido hasta ese elevado rincón de Chile, y nuestra jornada no estaba exenta de variados compromisos personales que contribuirían a esta expedición. Afortunadamente las condiciones meteorológicas no eran adversas, sino que propicias para ese largo día de verano que apenas comenzaba a desenvolverse silenciosamente y a obscuras, mientras que los inquietos gorriones aún dormitaban la madrugada a suspiros.

No sabía aún en qué servicio de buses nos embarcaríamos para nuestro largo trayecto. Me imaginaba que sería una de las líneas de buses conocidas como Tur-Bus, Pullman, Tas-Choapa, Expreso Norte, Cóndor Bus, Andes-Mar-Bus, o cualquiera de éstos folklóricos servicios; pero para mi sorpresa, los Novicios y el Hermano Ismael -quién era el Indiana Jones Marista de aquellos tiempos- se encaramaron a una camioneta Volkswagen más vieja que mear en las murallas.

Rápida y ágilmente acomodaron y amarraron bultos, paquetes y mochilas en la oxidada parrilla del techo del berlinés vehículo. Nos acomodamos un poco apretados en los asientos que estaban llenos de hoyos, y la vieja VW partió tirándose sonoros pero megalómanos peos mientras que su chasis se quejaba por todos lados. Antes de que el sol hubiese despertado, y mucho antes de que los árboles se hubiesen sacado sus espectrales pijamas hechos de las sombras de la noche; ya estábamos sorteando los hoyos de la carretera camino al norte.

A pesar de que estaba lleno de excitación por el viaje, pronto me dormí en la camioneta que me acurrucó con el suave ronroneo de su motor tedesco y sus disonantes flatulencias esporádicas. No sé cuánto tiempo dormí, pero cuando los Novicios me despertaron en un gasolinera que estaba apagando la sed de la camioneta con "regular", era ya de día, y como todos teníamos la pilcha llena, hicimos una rápida pero aliviadora parada en el baño de la estación Copec.

El resto del día fué lo mismo: paradas para gasolina, para echar la corta, y para cambiar de choferes cada tres o cuatro horas. Este era un viaje de cerca de 1,700 kilómetros que la Volkswagen se iba comiendo sin descanso entre saltos y peos, llenadas de tanque, carreras para el baño, y dos largos días de jornada. Mientras más nos acercábamos al Norte de Tarapacá, más bello parecía el paisaje, y las lejanas montañas de la Cordillera de Chile que nos habían estado espiando casi desde que pasamos Caleta Polcura, atrapaba como garra de halcón nuestras intensas miradas que se perdían de admiración ante la descomunal e imponente belleza del paisaje cordillerano.

Finalmente llegamos a las faldas del Tacora. Estábamos cansados, soñolientos, hambrientos y con las piernas entumecidas de tanto estar sentados, pero contentos de haber llegado finalmente a nuestro destino, aunque éste era sólo el punto de partida. Era casi de noche y el Tacora nos miraba condescendientemente con una sonrisa jovial de bienvenida. Esa noche dormimos pesadamente en un derruído albergue del que no me acuerdo de su nombre, pero que quedaba a corta distancia de la blanca y pedregosa Iglesia de Tacora.

La mañana siguiente estaba más fría que iglú con ventanas abiertas, a pesar de que un violento verano que reclamaba aquellos altos días de la cordillera que parecía pagarle sumiso y servil tributo al volcán Tacora, el cual se levantaba enorme en el horizonte… esperándonos pacientemente… Después del frugal desayuno, nos encaminamos hacia el volcán, cada uno con una "bota" llena de vino, y entre alegres conversaciones, iniciamos la larga ascensión de este gigante fabuloso.

Mientras caminábamos cuidadosamente sobre las piedras que tapizaban nuestro agreste camino, al mismo tiempo que íbamos pasando lentamente grandes peñascos, farallones, y escarpados promontorios, entretanto que el silbante viento cordillerano nos lamía las orejas; no pude dejar de notar la cantidad de arañas peludas que corrían entre las piedras. Parecían una alfombra móvil que se agitaba al unísono de nuestros pasos. Miré a las arañas peludas que estaban cerca de mí, y no pude dejar de acordarme de la Juana que tenía una ENORME araña requetepeluda, pero que no tenía patas… (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?.

El melancólico atardecer nos recibió con un oscuro y frío sereno cuando llegamos al pié del Tacora que ahora se mostraba colosal y majestuoso. Acampamos en nuestra vieja y malograda carpa en el lugar más plano que pudimos encontrar. Después de unos afanosos minutos limpiando el lugar de piedras y rocas para instalar la carpa, encendimos una fogata hecha de cetrinos tronquitos y preparamos, en ese momento, la comida de más elevada altitud que había tenido ese raudo año. Quizá fué está mi primera y verdadera "comida Andina", a pesar de que mi querido tío Lucho me había llevado a vivir profundamente la Cordillera de Chile en cada fibra de mi ser desde mucho antes de que hubiese aprendido a sonarme los mocos por mí mismo.

La siguiente madrugada estaba mas fría que mano de muerto en la espalda. El café matutino apenas pudo poner una dentellada de calor en nuestros cuerpos, y los huevos revueltos con tocino y queso manchego que los Novicios prepararon diligentemente, sabían a aventura, a esperanza, y a paraíso. Después del rápido y fértil desayuno que engullimos casi, casi antes de que el sol se levantara en el Oriente; levantamos campo, e iniciamos nuestro ascenso hacia la cumbre del autoritario Tacora, cumbre que por ahora, lucía un poco lejana e impersonal.

Mientras escalábamos esforzadamente entre quejidos y sudor, cada cierto tiempo nos asegurábamos rápida pero diligentemente de que la "bota" estuviera donde debería estar colgada -balanceándose graciosamente tal como yo lo hice en las criadillas de mi padre antes de nacer mientras todavía era nada más que un inquieto y resuelto espermio- en uno de los costados de nuestras abarrotadas mochilas.

Mientras ascendíamos con la mansedumbre que el Tacora demandaba, tomé algunas fotografías del imponente paisaje, de la grandiosidad de la cordillera, de los inviolables expedicionarios Maristas, y de las otras montañas y pináculos que parecían mínimos comparados a la imponente estatura del volcán Tacora y que abiertamente parecían pagarle eterna servidumbre a su magna altura. Allá a lo lejos, podía observar el Océano de Chile que reflejaba el sol como si éste estuviese allí mismo. Sé que hay otro grupo de individuos menos agraciados intelectualmente que conocen al Océano de Chile como "El Océano Pacífico". ¿Qué cosas, no?.

A esas alturas, también noté de que las arañas peludas habían desaparecido casi por completo. No todas se habían esfumado por cierto. La ENORME araña requetepeluda de la Juana - la sin patas- todavía se aferraba convulsivamente a los subversivos pensamientos que tapizaban mi frente y me enfurecían el espíritu contenido en el "marruecos"… Debo de agregar con sinceridad aquí de que la araña requetepeluda de la Juana era sumisa, domesticada y apacible, pero cuando se alborotaba, su pacífico talante se sulfuraba convulsivamente convirtiéndose en un dragón tremendamente furioso y enérgico!.. (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?.

Después de aproximadamente unas cinco horas de inhumana marcha hacia las alturas que se encontraban allí desde mucho antes de que los malolientes pies de los primeros humanos se hubiesen posado en sus vírgenes suelos; nos detuvimos a hacer una merecida pausa para descansar, y para recuperar nuestras agotadas fuerzas. Durante esta pausa, lo Novicios rezaron el rosario.

Cuando estábamos haciendo esta pausa durante esta apasionante escalada, me sentía como Ponce de León buscando la Fuente de la Juventud y trataba de imaginarme cómo se habría sentido el Coronel Percival Harrison Fawcett cuando buscaba la Ciudad Perdida de Z en los límites de lo desconocido del Mato Grosso; o cómo se habría sentido emocionalmente Thor Heyerdahl a bordo de su balsa Kon-Tiki hecha de pae-pae, en su incansable persecución de los orígenes de la gente Polinésica. Quizá las emociones de estos exploradores fueron diametralmente diferentes a lo que yo sentía en ese momento, pero éstas emociones mías no eran menos apasionantes o grandiosas.

Una cosa que me llamó poderosamente la atención fué que los rosarios que los Novicios apretaban entre sus afanosos dedos, esa ristra de cuentitas las que pasaban una a una después de cada sesión de lento y serio rumoreo, eran sumamente largos. Como yo siempre he buscado la mejor manera de hacer las cosas, y para no ser menos, me construí rápidamente un rosario cortito, de apenas tres simples guijarros y sin cruz. Esto solucionó el problema. Me puse a rumorear al unísono con los Novicios, y para el tiempo que ellos terminaron el rito de UN rosario, ¡yo ya había refunfuñado sesenta y dos! Nunca entendí el asuntito del rosario tan largo y por qué ellos nunca adoptaron mi sistema que era mucho más rápido y ágil… ¿Qué cosas, no?

Acto seguido y después de las devotas formalidades requeridas en cada parada que hacíamos, reemprendimos jovialmente la ascensión, que ya les estaba haciendo pagar a nuestras piernas el sobreprecio muscular impuesto por la subida y la altura, mientras que nos acercábamos a la ancha cintura del Tacora que parecía complacido con nuestro esfuerzo. Ahora el aire era más pesado y costaba un poco más respirar. Las mochilas y los bultos parecían estar llenos de piedras, y el dolor de las ampollas en los pies molestaban más que la micótica y pestilente picazón del pié de atleta.

Pero esto no era ningún obstáculo para los alegres y determinados Novicios que predicaban con el ejemplo, y que me hacían sentirme nuclearmente orgulloso de contarme entre sus beatas y nobles filas. Por primera vez en mi vida, que por cierto estaba pesadamente tapizada de excursiones, expediciones, viajes, paseos, travesías, marchas, caminatas y correrías hasta ese momento, no escuché ni un solo garabato, ni una mala palabra, ni una expresión de negatividad, ni una maldición, y ni siquiera ví un mísero gesto de desdén en toda la jornada. Me comencé a asustar un poco porque empecé a creer que estaba en cielo en compañía de los Apóstoles Maristas. Un temblante escalofrió me recorrió la espina dorsal desde el Atlas hasta el Coxis, pero afortunadamente no me heló la pajarilla, que por cierto ya estaba bastante fría, resultado de la apropiada cortesía del gélido viento cordillerano.

Todavía estábamos transitando ocupadamente sobre la plataforma de ignimbrita, así que sabía que aún nos faltaba la mitad más alta y más dura para conquistar, pero con dicha compañía estaba convencido que podía conquistar las cumbres del mismísimo Infierno. Esa noche acampamos calladamente en un desolado paraje que se inclinaba peligrosamente y en que el viento pululaba ruidosamente, quizá para recordarnos el tamaño de las colosales fuerzas con las que estábamos lidiando. Con esta eólica y pululante canción de cuna nos fuimos a dormir con un pié amarrado a una estaca empotrada en el duro y frío suelo Tacorino para no despertar en Arica a la mañana siguiente.

La consiguiente asoleada y perfecta mañana que llegaba más apurada de lo que esperaba, amanecí con un punzante dolor de espalda. Era como si me hubiesen aguijoneado ahí con un taco de pool. Cuando indagué con mi mano para descubrir el origen de tan odioso dolor, encontré el rosario chico de piedritas que había manufacturado el día anterior y que había olvidado sacármelo del bolsillo, el cual estaba cómodamente acostado entre mi saco de dormir, y mi aterida espalda. Obviamente se estaba haciendo el loco y pretendiendo que no tenía nada que ver con el dolorcito.

En ese momento tuve otra clara y dolorosa confirmación de que las cosas beatas y santurronas nunca serían congruentes con mi existencia ni con los humanos asuntos de mi vida. No quise botar el jodío rosario por respeto y amor a los Novicios, pero lo puse en el bolsillo más chico que encontré en mi mochila, y lo más lejos posible de la sagrada "bota".

El café del desayuno y una tortilla de aspirinas me quitaron el dolor. No hice ningún comentario acerca de mi dolor de espalda porque no fuí capaz de mencionar nada negativo ante tan positiva, altruísta y optimista comitiva.

Ese día coronaría nuestra final ascensión hacia el cenit del volcán Tacora que ahora parecía estar ayudándonos con el último segmento de nuestra empinada jornada, y en donde tendríamos una ceremonia apropiada para celebrar este pequeño, pero valioso logro para nosotros. El viento no se sentía tan frío ahora, y parecía que empujaba vigorosamente nuestras espaldas hacia el helado pero hermoso cráter que esperaba pacientemente en la cúspide de esta antediluviana montaña.

Con renovados bríos reanudamos la trabajosa subida con un irreducible espíritu de conquista y triunfo. Los Novicios iban tarareando un desconocido pero folclórico cántico español que en mi mente evocaba el estribillo campero "Doce Cascabeles", el que aprendí en el Ercilla de los Maristas tiempo atrás, y que Joselito, "El Ruiseñor de España", cantaba con su prístina voz hecha de cristal y luz.

Después de unas sudorosas y esforzadas horas, alcanzamos la esquiva cumbre que nos recibió ansiosamente con un fuerte abrazo invernal en medio del verano, hecho de belleza y de aire puro; con un festival de paisajes, y con un sonoro silencio que llenaba los infinitos espacios y nuestras jóvenes almas de badana. Ese inmortal momento parecía estar gloriosamente predestinado a la Oración de Gracias que los Novicios orquestaron el segundo mismo en que pisamos el cenit. Hasta el viento hizo una pausa para la oración, así que humildemente me arrodillé con los Novicios, y participé con la más profunda honestidad y sinceridad que mi alma y mi corazón podían contener para agasajar el más excelso momento de este trascendental evento.

Después de unos breves y emotivos momentos; cuando la oración había concluído, después de que el amén ya había escapado de nuestros secos labios, y de que la Señal de La Cruz había sido ejecutada respetuosamente, nos paramos súbitamente y al unísono entre exclamaciones de alegría, voces de gozo y baladros de triunfo, saltando contentos como imberbes muchachitos en una mañana de Pascua; nos abrazamos calurosamente en celebración de nuestra larga y agotadora, pero exitosa jornada.

Nada cambió en el mundo a raíz de esta simple pero gloriosa epopeya de un grupo de desconocidos seres humanos tan distintos, de tan dispares orígenes, y con aspiraciones tan disímiles; pero que para nosotros fué una hazaña de la magnitud del mismo Tacora, hazaña que engrandeció en forma magnífica nuestras jóvenes y esperanzadas vidas, nuestras entumecidas almas hechas de los dulces maderos de la verdad, nuestros palpitantes e impetuosos corazones, y especialmente; nuestra efímera y circunstancial calidad humana que acababa de dar un vital paso más hacia la vida real. Una hazaña por cuya meta trabajamos juntos a pesar de nuestras fundamentales diferencias como seres humanos.

Dormimos esa noche en la celestial cúspide del Tacora para descender descansados la próxima mañana que se nos venía encima presurosa. Esa noche durante la cena, uno de los Novicios hizo un chiste Marista diciendo: "Ésta es la Última Cena que tendremos en este punto de la tierra". Por alguna desconocida y misteriosa razón las palabritas "La Última Cena", me producen un angustioso julepe con olor a Apocalípsis… Ahora sí que se me heló la pajarilla que había logrado entibiar con gran esfuerzo con los saltos y las danzas de victoria.

Pero venturosamente está en mi desquiciada naturaleza el salvar y apresuradamente olvidar estos sentimientos incómodos con olor a susto, y esa noche me dediqué a disfrutar en su totalidad de la inestimable compañía de tan monumentales seres humanos en esa valiosa última noche franqueada en una de las más significantes memorias de mi vida, en esas solitarias alturas del planeta en donde el eco no tiene eco.

Poco antes de retirarme a dormir, miré en lontananza desde la corona del Tacora hacia las tierras que descansaban bajo su prominente altura. Pude ver brumosamente el océano, allá a lo lejos tratando de esconderse cubriéndose con las rojizas nubes que le proporcionaba el atardecer del muriente sol; pude ver las titilantes estrellas que ornamentaban un cielo incrustado de ellas, y que gritaban su contento con sus explosivas voces de luz mientras todavía celebraban nuestra victoria; pude ver la luna que sonreía complaciente y me regalaba su luz selenita para que pudiese ver la durmiente tierra que yacía inerte en el blando horizonte. También te ví a tí, sonriente y oculta tras la niebla que desdibujaba tu sonrisa enredada entre las sombras de la noche, sin saber que yo te estaba mirando con tanta esperanza…

El descenso fué rápido, ágil y silente como las dichosas auroras de mi vida. Hicimos sólo una corta parada para descansar, y casi de inmediato continuamos la bajada en una carrera para ganarle a la noche. El polvo del camino nos acompañaba constantemente, y el viento nos daba su última despedida con tibias ráfagas perfumadas de montaña y sol. Llegamos a la destartalada Volkswagen al atardecer. Empacamos sin hablar los trastos que traíamos, y emprendimos el largo viaje de vuelta a casa. En el viaje de retorno me volví a dormir pesadamente, y soñé con las alturas cordilleranas que aún se colgaban perseverantes en los pliegues de mi mente, soñé con mi próxima aventura, y también soñé contigo entre los vaivenes, los sacudones y los saltos del camino.

Ahora ya de vuelta en la Casa Marista del coloquial San Francisco de Limache y con mis pies casi al nivel del mar, y mientras me acomodaba en las estancias perezosamente para disfrutar de la paz y el silencio que esta Magna Casa me procuraría en las semanas venideras, todavía me preguntaba nostálgicamente: ¿Dónde estará la bendita Juana con su ENORME araña requetepeluda y sin patas… (suspiro profundo aquí). ¿Qué cosas, no?, ¿Qué cosas, no?.

El Loco

martes, 1 de marzo de 2011

Caleta Tortel

Yo siempre he pensado y le he repetido muchas veces a mis queridos congéneres de que poseo Las Llaves de las Puertas del Cielo, pero que hasta hoy; ¡no he podido encontrar las jodías puertas!, pero quién conoce Caleta Tortel, está casi a un paso de estas esquivas Puertas Celestiales.

Caleta Tortel es una adorable y apacible aldea costera enclavada en el coxis de la Cordillera de Chile, casi al final de la espina dorsal de estas majestuosas montañas que engalanan soberbiamente este frío y placentero sur del planeta con sus hermosos pezones nevados y sus complicadas caderas geográficas, conocida por los menos agraciados intelectualmente como: Cordillera de Los Andes.

La cándida Caleta Tortel es la soberbia alhaja cruda que corona el camino más austral de este planeta, la Carretera Austral chilena; con un magnífico aura de una inquieta y filigránica hermosura, y rodeada de un soñoliento y sereno litoral localizado en la boca del río Baker. Ésta seductora localidad fué fundada hace muy poco, el 28 de Mayo de 1955 como Tortel, una simple y singular caleta de embarque que sirvió para darle una ágil salida a la explotación del Ciprés (Uviferum de Pilgerodendron), que en aquellos tiempos era una industria forestal floreciente y muy abundante en la zona. Hoy, este valioso árbol, el Ciprés; sigue creciendo porfiadamente en los alrededores de Caleta Tortel, y sigue perpetuando su estatura majestuosa, manteniendo su hermoso follaje, y exhibiendo su alegre y verduzca compañía; tal como lo hizo antaño.

No estoy seguro de la verdadera identidad de sus germinales fundadores, ni de la fecha exacta de la institución real de este pedazo de paraíso (tal como el otro Paraíso, que nadie sabe a ciencia cierta por quién, cuándo y dónde fué fundado, aunque se cree que está empotrado en algún sitio perdido en "el cielo") en que Don Hernando de Magallanes posó su firme, conquistador y viajero pié en 1520, dando este original paso austral mucho antes que cualquier otro hombre civilizado hubiese impreso una huella en sus arenas, llamándola: "Tierras de Diciembre". ¡Que güevá más romántica, ¿no?!

Esta joyita terrícola ubicada en la Región de Aisén (XI Región), en la Provincia de Capitán Prat, con sus 507 habitantes de hoy, gradualmente se convirtió en un pequeño poblado que se comunicaba con el resto de Chile sólo a través del escaso y lento tranco del transporte marítimo de la época, el cual llegaba esporádicamente a sus acogedoras puertas a través de la boca del Río del Panadero, cerca de la Laguna San Rafael y su glorioso Glaciar, y a corto alcance del expiatorio Golfo de Penas.

La salvaje geografía que circunda la agraciada Caleta Tortel es antropófagamente rugosa, con un retozón festival de islas, llena de misteriosos fiordos, de escuetos canales y de antológicos estuarios. La industria forestal sigue siendo la mayor parte de la economía del Tortel de hoy. El primer camino de acceso a Caleta Tortel fué construído recientemente en el año 2003. Un largo y solitario camino de triste ripio y costoso sudor, que mirado desde tierra firme, desaparece lánguidamente en lo desconocido del sur, cubierto por la brumosa capa neblinosa de lo ignoto.

Las mágicas casas de Caleta Tortel son en su mayoría, elevadas casas de zancos; producto nacido de la arquitectura típica del pueblo chilote, y se encuentran construídas a lo largo de la rumiante costa Tortelina. Las cadenciosas veredas de la caleta están hechas de la alegre y perfumada madera del ciprés que repiquetean jubilosamente al compás del apurado taconeo de sus australes y cariñosos transeúntes, y que se encaraman histéricamente por las volubles y danzantes laderas de su ondulada anatomía que aún se mantiene porfiadamente aferrada a los cerros para no caerse al agua; y en donde el templado Cuerpo de Bomberos de Caleta Tortel no posee un carro-bomba, sino que una acreditada Barcaza de Incendios.

El sólo hecho de arribar a esta comarca de utopía, es como vivir la excitante y amedrentadora aventura de alcanzar los aledaños límites del fin del mundo. Tiempo atrás, cuando yo aún era un tiro loco de pelo largo recorriendo el fugaz mundo en que vivía, pasé una vez subrepticia y apresuradamente por los húmedos suelos de Caleta Tortel.

Venía conquistando el planeta con mis imperecederos sueños desde Río Bravo donde tomé el anciano "ferry" que sigue uniendo las orillas de fiordos e islas tal como una máquina de coser une las telas de nuestras ropas. Iba de vuelta a Puerto Yungay, y siguiendo hacia el norte, hice una súbita y corta parada en Caleta Tortel. Mis irreligiosos pies apenas se posaron un efímero y transitorio momento en aquellas heredades infinitas, y quizá fué ahí donde encontré Las Llaves de las Puertas del Cielo… Ese día tembló.

Si Robinson Crusoe hubiese sabido de la existencia de Caleta Tortel, él habría cambiado su pinganilla islita -esto es dicho sin el menor desmedro ni ofensa para las gloriosas Islas de Juan Fernández, a las que me referiré en otro apropiado momento- por este lugar que promueve los delirios del alma con sus celestiales comarcas de aromáticos Cipreses maduros y de sus rítmicas y soporíferas mareas infinitas. Allí también hubiese encontrado amparo Gilligan y su pandilla, tal vez unos cuantos desertores de Atlántida, y por seguro, un Pascuense, o dos. ¿También El Indio Pije dice usted?, pues la verdad es que no lo sé mi estimado lector, pero su pregunta me parece muy apropiada.

No pierdo las esperanzas de que algún día podré visitar Caleta Tortel una vez más, pero esta vez con la hilvanada paciencia y cordura de mis años, y con el pesado tiempo y la serenidad de mi madurez; para empapar profusamente mi sedienta e incansable alma exploradora del insaciable aroma, y del inmarcesible espíritu de aquel recóndito y bienaventurado lugar que me puso más cerca de Las Puertas Celestiales que ningún otro lugar del planeta.

Éste célebre lugar -Caleta Tortel-, es una antigua parte en los anales de los epigámicos pedacitos de historia que inventaron a Chile. El ecuménico conquistador Don Pedro Gutiérrez de Valdivia(1) quién nació alrededor del año 1500 en el Municipio de Castuera de la Serena, Extremadura, España, y que murió puntualmente el 25 de Diciembre de 1553 bajo el reinado de Su Majestad Carlos V, organizó una expedición para indagar los mares australes hasta el Estrecho de Magallanes.

(1) Efectivamente, Don Pedro Gutiérrez de Valdivia y el Conquistador "Don Pedro de Valdivia" son la mismísima persona. A algún gil historiador de rincón, y por alguna absurda razón demencial, no le gustaba el apellido Gutiérrez así que lo borró arbitrariamente de nuestros libros de historia. ¡Qué pendejo más irresponsable y egoísta, ¿no?! Seguro que era comunista el jetón.

Entonces, este linajudo Conquistador mejor conocido por todos nosotros como "Don Pedro de Valdivia" a secas, puso a cargo y comando de esta importante exploración al joven y valiente Capitán Don Francisco de Ulloa. Ulloa entró al canal de Chacao en el año 1553 del reinado de su Majestad de España Don Carlos V, y posteriormente, incursionando hacia el interior del peripuesto Estrecho de Magallanes. En su viaje de regreso recorrió delicadamente las menudas islas del archipiélago, y por esto; se le considera extraoficialmente el primer descubridor de Chiloé.

Tiempo después, el Gobernador de Chile en ese entonces, don García Hurtado de Mendoza le confió al navegante y explorador Don Juan Fernández Ladrillero, la misión de conquistar nuevas tierras en el Estrecho de Magallanes para la corona de España. Un predestinado pedacito de estas divinamente desordenadas islas, era la futura Caleta Tortel.

En esta conquistadora expedición iba embarcado el Ilustre y Noble Poeta del País Basco (Euskal Herria), Don Alonso de Ercilla y Zúñiga, inmortal autor del poema épico que narra las vicisitudes y odiseas de la Conquista y Guerra de Arauco en su obra "La Araucana". Don Alonso de Ercilla y Zúñiga escribió los siguientes versos en su legendario poema acerca de estas australes islas del archipiélago de Chiloé:
(Texto original)

"Era un ancho archipiélago poblado
de innumerables islas deleytosas,
cruzando por el uno y otro lado
góndolas y piraguas presurosas:
marinero jamas desesperado
enmedio de las olas fluctuosas
con tanto gozo vió el vecino puerto,
como nosotros el camino abierto".

----- Parte III. Canto XXXV - "La Araucana"----
----- Alonso de Ercilla y Zúñiga - (7 de Agosto de 1533 – 29 de Noviembre de 1594)

Siempre he dicho que la libertad y la justicia son nada más que un idealista sub-producto de nuestra loca e ingenua imaginación; pero que existir basado en nuestros más salvajes e indomables sueños, es lo único real y verdadero. Caleta Tortel es verdadera para el alma, la vida, y los sueños.

Yo hubiese escrito la siguiente Cuasi-Octava Real acerca de Caleta Tortel para insertar en "La Araucana", pero desafortunadamente no se le pueden hacer enmiendas a esta obra como las interesadamente ciegas enmiendas que les hacemos suelta, utilitaria e imprudentemente a las leyes que rigen nuestras sociedades; pero aquí está por lo que valga (también en Castellano antigüo):

"El paradiso de puerto marino era Caleta Tortel
habitado por gentes vernaculas gentiles i civilizadas,
de estatura libre y poderosa como la de el brioso corcel
de Su Majestad El Rey de España y sus cortes desbastadas
llenas de alcurnia como la deste jubiloso y oceánico Portel(2)
enmedio de fiordos i islillas calmamente alisadas
por olas de austral holgura y belleza,
y ensueños de una Guzmán(3) grandeza".

----- Parte III. Canto XXXV - "La Araucana del Loco"----
----- El Loco - (31 de Diciembre de algún tiempo atrás – y sigue jodiendo)

(2) Portel: Una pequeña pero hermosa Municipalidad en Portugal.
(3) Guzmán: Célebre título Castellano de realeza. El Duque de Medina y Sidonia llevaba este aristocrático honor entre Los Grandes de España.


A veces la gente me pregunta cómo cresta es me acuerdo de todas estas cosas y lugares, y les respondo que simplemente no tengo buena memoria. Lo que pasa es que logro acordarme de estas intangibles resonancias de mi vida que viven irreconciliablemente embutidas en las más recónditas y más profundas arrugas de los anchurosos parajes de mi retentiva facultad, simplemente porque me olvido de olvidar. La culpa por gran parte del bodegaje de estas clandestinas y vivificantes memorias, reside en los poderosos hombros de mi estimado "Chuncho", mi Profesor de Historia y Geografía; el muy Noble Don Jorge Gutiérrez.

Aún retumban en mi mente los gastados sonidos de la quieta pero poderosa historia de Caleta Tortel, y con este escrito quiero sobornar en una forma sutil pero altamente infecciosa vuestros dormidos espíritus juveniles y aventureros, y soliviantar grácilmente vuestras sosegadas almas con los dulces y melodiosos sonidos de este cuento mío, que lleva firmemente empotrada la impertérrita esperanza de que algún día ustedes, mis bienhadados Maristas todos, lleguen a visitar la inmortal e inolvidable Caleta Tortel.

El Loco

Post Sriptum Recordatio: Menos mal que un alegre Castellano fundó Caleta Tortel, porque si la hubiese fundado un italiano, se llamaría ¡Caleta Tortellini!