martes, 31 de enero de 2012

Antiguos Caminos

El "Camino de los Chilenos"

Desde tiempos inmemorables y mucho antes de que el osado Castellano posase su firme y conquistadora planta en los vírgenes territorios de América, existía el paso de una corcovada, tortuosa y ancestral ruta enclavada en el gélido corazón de la Cordillera de Chile, que era usada por los habitantes nativos de la zona sur del planeta. Esta ruta fué denominada mucho tiempo después como el "Camino de los Chilenos".

Este arcaico derrotero investía alrededor de unos mil kilómetros de desoladas distancias que lo llevaban desde la Provincia de Buenos Aires, atravesando en su extensión las provincias de La Pampa y Río Negro; para ir a incrustarse silencioso y furtivo en los crudos y ventosos pasos cordilleranos neuquinos que se escondían entre rocosos fragmentos de cordillera, y se camuflaban con la complicidad del río Neuquén, para finalmente hacer su jornada final al cruzar a Chile. Durante su recorrido y hacia su centro troncal, convergían una cantidad innumerable de caminos secundarios, y otra cuantía de senderos y calzadas tributarias.

EL nombre "Camino de los Chilenos" vino mucho después, cuando durante la época colonial chilena se le rebautizó así. El nombre original con que se conoce esta primitiva ruta es La Rastrillada de los Chilenos, a veces también llamado Rastrillada Grande. Ésta fué una transitada ruta que unía la Patagonia y la Pampa argentinas, por donde los Mapuches y otras tribus Araucanas transbordaban ganado a Chile, y su huella en el suelo Argentino fué formada por las patagónicas plantas indígenas de la zona, durante sus ancestrales y persistentes peregrinaciones peatonales hacia y desde los extremos de las extensas llanuras de la Pampa.

La Ruta de la Sal

El origen de esta ruta se rastrea a antes de las épocas coloniales, durante las cuales originariamente se usó como un corredor llamado la Ruta de la Sal, ubicada en el tramo de las Salinas Grandes, a Buenos Aires, en Argentina.

La Rastrillada de los Chilenos se prestaba en parte para servir los propósitos de la Ruta de la Sal, o Rastrillada de las Salinas Grandes; en la cual el tránsito de ésta se establecía en sentido contrario a la circulación de ganado. La Ruta de la Sal transportaba y comerciaba su mercancía desde las diferentes Salinas que extendían sus dominios desde las provincias de Córdoba y de Santiago del Estero en las Sierras de Córdoba, cubriendo un área de 8.300 km²; hasta la Guardia de Luján, hoy la actual ciudad de Mercedes situada a 100 km. al Oeste de Capital Federal y a 30 km al sudoeste de Luján. La ciudad de Mercedes con una población aproximada de 65.000 habitantes es la cabecera de los 135 partidos homónimos (municipios) de la Provincia de Buenos Aires.

La constante migración de grupos Mapuches a la región, no solo hizo que la ruta se extendiera enormemente, sino que se ensanchó para acomodar el arreo de ganado vacuno. Estas arriadas de animales emigraban desde las Salinas Grandes hasta los pasos cordilleranos en la Provincia del Neuquén, culminando su viaje ganadero en las ciudades cordilleranas chilenas de Valdivia, Chillán y Los Ángeles. Diversos sectores del "Camino de los Chilenos" y varias de las rastrilladas que convergían en él, sirvieron más tarde como base de desarrollo para instalar los cables del telégrafo, las líneas de ferrocarriles, y dieron lugar a otros numerosos caminos transitables.

Cuenta la historia, pero sin verificación alguna; de que la ganadería proveniente del lado Este de la cordillera, era ganado robado durante los malones (1) que los Mapuches y Araucanos realizaban en Argentina. Es imposible determinar de que estas acciones hubiesen constituído contrabando, porque en ese entonces no había fronteras geopolíticas; y mucho menos como un acto de hurto. Es bien sabido hoy de que estos pueblos transportaban su ganado hacia finales del otoño en dirección a los extensos pastizales de la Argentina en busca de mejor clima y mas alimento para sus bestias, los que escasean durante el invierno chileno.

(1) El "Malón" (o maloca) es el nombre dado a las incursiones o tácticas guerreras Mapuches y Araucanas chilenas en territorio español, chileno y argentino; y para rivalizar otras facciones indígenas enemigas durante La Colonia. El Malón es descrito como un medio para obtener justicia. La tremenda eficacia de esta táctica residía en la sorpresa de un ataque imprevisto, vertiginoso y fulminante que no daba tiempo para organizar una defensa efectiva, por lo tanto; un malón dejaba una población completamente devastada e incapaz de tomar represalias en pocos instantes.

Se arguye erróneamente de esto como un acto de robo porque las bestias que regresaban a principios de la primavera de vuelta hacia Chile, eran mucho más numerosas de las que habían viajado originalmente; pero no se toma en consideración los múltiples partos de los animales ocurridos durante su estadía en Argentina, lo que aumentaba considerablemente el número de cabezas. Esto era nada más que una materia de estricta supervivencia para las gentes sureñas, que ejercían estas maniobras desde que el hombre domesticó a estas bestias. Esto se practicó constantemente durante la colonia, y aún se hace hasta nuestros días.

Todo esto comenzó un día perdido entre los fuelles de la historia de la humanidad, cuando un solitario indio Mapuche caminó esos parajes en busca de una ruta de sobrevivencia y expansión. Poco tiempo después de que éste hubo establecido esta primera huella, otros indígenas le siguieron creando un tortuoso surco primero; y después con la inclusión de animales y más numerosas migraciones, este surco se fué agrandando hasta convertirse en un sendero, y de sendero, a lo que es ahora. Originalmente, éste fué el primer "camino" que existió en la Pampa (que en Quechua significa "llanura"), y no hubo ningún otro camino ni sendero por un larguísimo tiempo.

Problemas en el horizonte

Los indios Pehuenches, quienes eran los indígenas sureños que dominaban los pasos cordilleranos neuquinos, cruzaban la cordillera desde Argentina arrebujados en sus multicolores quillangos y arreando una gran cantidad de ganado, con la intención de dedicarse a comerciar su vacada en Chile. En ese entonces no había un sistema de moneda, así que el comercio consistía solamente en trueque. Los Pehuenches consuetudinariamente canjeaban sus recuas por armas, y siendo los dipsómanos que eran, tambien invertían una gran parte de la tropilla en bebidas alcohólicas. El resto del trueque incluía artículos tales como vestuario, alimentos, joyas, herramientas, y otros menesteres caseros, comprendiendo también hojas de coca provenientes del norte.

A partir de 1818 en adelante, había un afanado grupo armado de bandoleros chilenos organizados y dirigidos por los hermanos Pincheira operando en el sector. Se desconocen completos detalles familiares de esta progenie que daten anteriores a estos hechos, pero se sabe que todos ellos fueron hijos de Martín Pincheira, y la identidad de su (o sus) madre sigue sumida en la neblina del misterio. Esta familia forajida estaba constituída por cuatro hermanos y dos hermanas: Santos, Pablo, Antonio, José Antonio, Rosario, y Teresa.

Los Pincheira eran cuatreros y fugitivos de la ley, pero no tontos. Durante el año 1822, en pleno desarrollo de la Guerra de la Independencia de Chile, cuando los políticos chilenos pensaban en la Patria y no en sus bolsillos, los Pincheira acordaron una productiva alianza de colaboración con los caciques Pehuenches Neculmán, El Mulato, Canumilla y Martín Toriano; cuatro de los seis caciques que dominaban la zona. Éstos, a cambio de protección, botín, armas y alcohol; les proporcionaron a los Pincheira acceso y asiento a ambos lados de la Cordillera de Chile. Con esta alianza y adhesión de estratégicos asentamientos y corredores, los Pincheira expandieron grandemente sus actividades delictuales incluyendo el robo y tráfico de ganado; integrándose así al uso del "Camino de los Chilenos".

El libre usufructo, ajetreo y circulación del "Camino de los Chilenos" fué interrumpido definitivamente por el ejército Argentino al finalizar su campaña "Conquista del Desierto" en 1878 en contra de los Mapuches y Tehuelches justificando el reclamo de estos territorios como una "herencia de España"; un área que comprendía unas 15.000 leguas cuadradas (~350,000 km2), habitadas por alrededor de unos 16.000 indígenas de tribus surtidas. La razón de fondo fué el adjudicarse el dominio y posesión de los yacimientos de sal del sudeste de la Provincia de Buenos Aires. La palabra "Desierto" en el nombre de la campaña obedece a que, a pesar del gran tráfico que había en esa zona, la pampa estaba virtualmente desierta de habitantes; y no porque hubiese sido un desierto de arena.

Hoy, la mayor parte de la ruta no está marcada ni con los cascos de los caballos, ni con las patas de las bestias erales, ni siquiera con su cartografía de surtidos y ancestrales mojones originales; pero todavía constituye un aventurero itinerario digno de osados y nostálgicos exploradores. Cuando mis pies eran más rápidos y ágiles que la madurez que accionaba mis días, recorrí éste y otros innumerables viejos caminos, no tan polvorientos como éste, pero con gran aventura. Uno de estos antiguos caminos que mi planta caminó y que puso una veta de pánico en mi joven corazón, fué uno de los más altos senderos que se desprenden como la vid de una parra en todas direcciones desde la cima del medular y vertebrado volcán Zapaleri, hacia los confines de tres nerviosos países que viven a irasciblemente a codazos. Su concéntrico punto trifinio lo conecta con las Republicas de Chile, Argentina y Bolivia, y es más conocido por su fortuito camino de acceso llamado Paso Zapaleri.

Nota del autor:
Narro mis historias porque la aventura no está en la meta, sino en la jornada. Narraré esta jornada para revivir su aventura porque las metas cuando se alcanzan, pierden su valor y entonces se tornan efímeras; y se tornan efímeras porque su culminación priva a la aventura del pináculo de la meta. Lo único eterno y con propósito, es la jornada.

El Volcán Zapaleri y Paso de Poquís

De la forma en que esta excursión llegó a mi vida no difiere mucho de la forma en que las otras lo hicieron: extrañamente y como un sorpresivo flechazo de la predestinación de mi traqueteada vida; una casualidad accidental, un acaso del ciego destino. Yo tengo una habilidad pasmosa para encontrarme en situaciones peculiares y anormales en casi cada vuelta que me doy sin importar donde esté. Si usted se pone a pensar sobre este hecho, congeniará conmigo de que esto le ocurre a casi todo el mundo; la diferencia es que no todo el mundo hace algo enfrente de la situación. Estas "situaciones" son lo que yo llamo "oportunidades". Semántica o no; me funciona.

En el ajetreado Santiago de Chile caminando por el caliente pavimento de la ciudad, en un largo día de Julio lleno de "smog" y sin nada especial que destacar, había quedado de acuerdo con un amigo para ir a almorzar juntos a un nuevo restaurante que se había abierto hacía muy poco en la avenida Providencia, cerca del Café Coppelia y del que ahora no me acuerdo del nombre; pero que prometía a su clientela los mejores sánguches del continente y unos intachables jugos de frutas vírgenes. Mi amigo Antonio, al que conocí en la Universidad Santa María, era un sesudo civil que trabajaba de cartógrafo en el Instituto Geográfico Militar y que estaba más loco que yo, también le encantaba ir a almorzar a lugares nuevos, probar comidas originales, potingues étnicos, y hablar de asombrosas cabezas de pescado mientras comíamos.

Esa tarde mientras disfrutábamos un sánguche de delirio con mayonesa y un jugo de espejismo somnífero, me contó que lo habían comisionado para una importante expedición topográfica al norte para verificar ciertas demarcaciones limítrofes, y asegurarse que las líneas fronterizas correspondían a lo que los mapas decían. También me dijo que estaba a cargo de la expedición y de que sería más aburrida que carrera de tortugas, pero que el paisaje sería fantástico, y que muchos de las vistas panorámicas serían vírgenes.

La palabra "virgen" siempre me ha causado un incómodo cosquilleo, y no sé por qué, siempre que la escucho me patalea el mismo esfínter. También me preguntó si acaso quería acompañarlo a esta travesía ya que necesitaba un ayudante, y como está comprobado de que dos locos se entienden mejor que veintidós sanos, me ofrecía a mí el puesto de explorador. Infaustamente, mi espíritu aventurero es una cómoda presa de estas carnadas y en esto; yo soy más fácil que recoger dinero del suelo y más atrevido que la soberbia y la ignorancia, así que acepté el desafío sin más trámite y antes de tragarme el sánguche.

Una semana después y luego de los preparativos de rigor, durante el viaje me informó de los pormenores de la expedición que duraría aproximadamente treinta días empezando por el primero, pero que parecerían una eternidad por lo monótono del lugar. Antonio iba a contratar unos porteadores lugareños para que nos ayudasen a acarrear los adminículos y el delicado equipo de topografía, y unas cordilleranas acémilas para hacer el viaje. Cuando mencionó la inclusión de candongas andinas para el viaje, ya no me preocupé más por el aspecto salvaje de la expedición, sino que me pareció una estupenda idea, y por lo demás; original.

Para poder subir al Zapaleri, primero había que buscar un sendero que condujera a él. El lugar más apropiado y el sendero más fácil de seguir estaban esperándonos en el Municipio de Susques, en la Provincia de Jujuy, Argentina, a corta distancia desde donde se iniciaba este sendero. El pueblito de Susques se encuentra en la Ruta 52, al Oeste de Salinas Grandes y a 3.896 verticales metros sobre el nivel del mar, y es el asiento de la iglesia de adobes de La Virgen de Belén, una de las iglesias más antiguas de Argentina edificada en el año de 1598 por los duendes religiosos; el mismo año en que Boris Godunov usurpó el trono de Rusia apenas su cuñado el Zar Feodor I Ioannovich murió. El Zar Feodor I Ioannovich fué precedido por el Zar Iván IV Vasilyevich; mejor conocido como "Iván El Terrible".

Antonio previamente había hecho arreglos para quedarnos en la Hostería Unquillar (si me acuerdo bien del nombre), a la cual le estaban haciendo un montón de reparaciones y ampliaciones; y la cual sería nuestro cuartel de operaciones y base de la expedición. Llegamos casi por la noche a la hostería y nos acomodamos es sus modestas pero adecuadas habitaciones. Antonio me advirtió cautamente una vez más de que el viaje iba a ser aburrido, ¡pero ya no lo era para nada!

Al otro día temprano cuando me aparecí a tomar desayuno, Antonio ya estaba en pié y hablando con unos porteadores que se veían recios y maceteados, y me los presentó cortésmente, pero desgraciadamente no me acuerdo de sus nombres. Después de mi rápido desayuno, nos encaramamos a la camioneta y emprendimos el viaje a una localidad en donde se acababa el pedregoso camino. Allí nos esperaban dos porteadores con seis macizas mulas peludas que botaban vapor por sus enormes narices. Estacionamos la camioneta en ese lugar porque el resto del camino era un arcaico y zigzagueante sendero primitivo que se perdía escueto hacia la inmensidad de las nubosas montañas. Después de que los porteadores cargaron las mulas, nos montamos en ellas e iniciamos el largo recorrido hacia lo desconocido (para mí). Hacía frío.

Mi renqueante acémila caminaba con la parsimonia que demandaba la fuerza gravitacional ejercida por esta magna colección de montañas y sus pasos fronterizos deshabitados, y quizá también por su edad, y además por la diezmante altura de unos 5.300 metros que empujábamos en ese momento. Aparentemente a mi leal mula no le molestaba el llevarme en su lomo junto a los numerosos pertrechos necesarios para tan solitaria jornada, los que colgaban de los múltiples ganchos de su montura. Mientras avanzábamos por esos senderos inhabilitados para el tránsito vehicular, calculé que nunca antes en mi vida secretaría más adrenalina que durante la muscular travesía de esta andina e inolvidable jornada que ya se había iniciado.

De vez en cuando pero no muy seguido, veíamos unas viejas y derruídas señales de metal o de madera, advirtiéndoles a los escasos transeúntes de los letales peligros que se emboscaban silenciosos en aquellos mortíferos campos que escondían la muerte instantánea a flor de superficie, traidores aparatos de muerte que fueron plantados durante las tergiversantes ambigüedades políticas entre Chile y Argentina sobre la Patagonia por allá por los inflamables años de 1977 y 1978 a lo largo de la 3a frontera más larga del planeta (5.300 kilómetros); malentendido que fué olvidado como las minas que se quedaron plantadas en esa desértica tierra cerca del cielo, una tierra más helada que el corazón del demonio, y más inhóspita y terrible que la guerra entre países pobres que solo consigue llevarlos al final del curso de Arcadia, presidida por la oceánide Estigia.

Mi escueta comitiva de recios peones oriundos cordilleranos seguía silenciosa y cavilante en tropilla detrás mío. Solo se oía el chillido del viento en el aire, el ruidoso repiqueteo que hacían los trastes colgados de las mulas, y hasta juraría que podía percibir el masticar de las hojas de coca que los indios rumiaban a mis espaldas. La jornada de este día nos llevaría trepando como carneros alpinos por los declives y los faldeos del volcán Zapaleri hasta nuestra meta, la que se encontraba asentada a unos 5.600 metros cerca del cielo, o un poco más.

La marcha liderada por Antonio, nos llevaría hacia nuestro objetivo que era una albufera de reducido tamaño en la que sus aguas verdes dormitaban calladas, alimentadas milenariamente por la nieve y las lluvias cordilleranas desde una fecha extraviada anónimamente entre el pleistoceno y el holoceno, cuando un inquieto día el volcán sucumbió violentamente en un formidable estallido que le arrancó la suma de toda su vida, y le robó todas sus entrañas en un titánico vómito de lava.

Antonio me explicó que debía hacer unas mediciones alrededor del volcán Poquís, el que se encontraba más hacia el Norte, pero que seguíamos la ruta del Zapaleri porque el paso y los senderos que circundaban el Poquís estaban sembrados de minas anti-personal, minas magnéticas, minas anti-vehículo, y la gran mayoría de las minas anti-tanques eran del tipo Cardoen AT Mina. Cuando le pregunté el por qué de esta necedad, me respondió que durante las serias dificultades políticas con Argentina, Bolivia y Perú, ante la tremenda desventaja bélica y estratégica, y porque el mar en este caso no le ofrecía ninguna superioridad táctica a Chile, los chilenos como estrategia defensiva optaron por minar decenas de pasos fronterizos que lo conectaban con sus entonces, tres hostiles adversarios.

Muchos de estos campos minados están aunque en forma manifiesta, muy pobremente marcados; otros no tienen marcas y están esperando para asesinar a inocentes pasajeros y sus animales, confundidos entre el frío y el silencio, a los que les quitaron sus advertencias no sé por qué insana razón humana. Aún quedan muchísimas de estas letales glebas infestadas de mortíferas minas, pero que los mezquinos políticos chilenos aún niegan su existencia.

La excursión estaba tomando un viso más siniestro de lo que yo me esperaba, y la "aventura" se comenzó a ver un poco nublada por la demostrada estupidez humana. No digo esto porque los chilenos hallasen plantado las minas, porque entiendo y acepto que fué una necesidad de defensa vital para proteger el país, y el territorio vital de una nación es siempre primero, segundo, y tercero en la lista de las tres cosas más importantes de la soberanía de cualquier nación, por incivilizada que ésta sea. Lo digo porque los ridículos eventos de 1977 ya habían pasado, pero las minas seguían acechando mortíferas al azahar a víctimas inocentes e inconscientes de estos demonios malditos.

Hablando de minas; hacía un frío horrible y el lomo de mi mula no me traspasaba ningún calor perceptible. Fué entonces cuando tuve una fugaz pero relampagueante evocación de la Juana, esa calurosa y mitológica mujer que me hizo patalear el mismo esfínter tantas veces y con tanta envidia para la iglesia católica, y que acompañó cariñosa y sensual mis memorias en la indeleble ascensión del volcán Tacora, apenas unos añitos antes…

Estos hechos y otros variados sucedieron profusos y a lo largo de varios y hermosos días, pero no hago la cuenta de ellos en esta historia porque no quiero recordar nunca más esas escabrosas memorias que las inicuas y estúpidas actitudes humanas plantaron en los inocentes ejidos de mis esenciales y perennes memorias, los que ahora están malamente minados con la irresponsabilidad sin límites del absurdo proceder del "hombre", estos desgraciados seres humanos, ese "hombre" tan pequeño como las minas que plantó y tan merecedor del sucio barro con que fué hecho.

La lenta pero hermosa y dura ascensión seguía impávidamente. Ahora comprendía cabalmente el pesado silencio de los porteadores, y la cara sin sonrisas de Antonio. Haciendo numerosas paradas aquí, un poco más allá, en esta quebrada y en esa otra, en aquel lomo y en ese agreste roquerío, en ese sospechoso desfiladero, y por allá lejos también para que Antonio mirara el denso futuro a través del pequeño y redondo lente de su humano aparatito de mediciones.

En cada parada aprovechábamos de comer. Nuestras frugales comidas ya venían preparadas y no había nada más que hacer que calentarlas. Para ello usábamos un quemador de gas butano que Antonio traía en uno de sus morrales, cortesía del Glorioso e indomable Ejército de Chile que la Patria ha sostenido desde su bienaventurada y épica Independencia. Costaba un poco encenderlo, pero una vez que las frugales llamitas comenzaban a vivir, calentaban nuestras ateridas porciones con la misma dedicación con que los predestinados Hermanos Maristas se preocuparon de nuestra educación.

Los porteadores usaban otro método, una técnica desarrollada en la era moderna, pero con los mismos principios tan primales de sus orígenes tan andinos. Ellos usaban unos tarros vacíos de latón, de Nescafé, de Milo, o de Cerelac, productos de otras civilizaciones más avanzadas que alcanzaban estos recónditos lugares del planeta; los cuales llenaban con cenizas y arena, les agregaban kerosene (parafina), y los sellaban con sus tapas herméticas. Para encenderlos y obtener un buen fogón, bastaba encender un fósforo, y arrojarlo dentro del tarro. Las llamas de este artilugio propio de Merlín producían un denso humo más negro que las intenciones de los curas degenerados, pero a pesar de esto; cumplían su cometido.

Calentar nuestro sustento demoraba una eternidad porque las frágiles pero eficientes llamas tenían que contender con temperaturas sub-cero, con gélidos vientos que todo lo solidificaban, y con una carencia de precioso oxígeno que las hacía inhalar urgidas igual que a nosotros. Cuando lográbamos calentar las comidas, había que tragárselas con el apuro de la ansiedad para que no se helaran antes de terminar de engullirlas. Los porteros comían callados y en reclusión con las mulas, y Antonio y yo mientras tragábamos, cambiábamos cortas y ceñudas pláticas con escasas palabras, tapizadas de roncos monosílabos. Antonio le ponía casi toda su atención a sus instrumentos y a sus mapas.

La marcha a lomo de mula seguía. Durante esos olvidados días caminamos el Paso de Jama con su altura de unos 4.400 metros; el Paso Huaytiquina que exhibía derruídas y abandonadas instalaciones de la Gendarmería Argentina y letreros más amarillos que la fiebre amarilla, previniéndoles a los viajeros de que el camino estaba insulsamente minado; el Paso de Sico con su alto camino de ripio gastado y sus verdes letreros que nadie leía anunciando la frontera con Chile y las ciudades más cercanas; el Paso de Socompa que ahora se usa casi exclusivamente para el clandestino ferrocarril; y caminamos incluyendo el Paso San Francisco cerca de Copiapó, el que conecta cautelosamente la provincia Catamarca y la región de Atacama y que pasa por los numerosos lagos salados de Maricunga, salados como el corazón de un bacalao.

Estos pasos distanciados entre sí, delimitaban silenciosos la frontera entre Argentina y Chile (y los otros países), limitando glacialmente a los tan cálidos seres humanos que vivían más allá, lejos de sus letales costados. Hubo otros variados y menos importantes Pasos durante esta extensa y algo taciturna jornada, pero no me acuerdo de sus borrosos e indefinidos nombres ni de cuántas minas albergaban silentes en sus vientres montañosos. Nombro estos Pasos sin ningún orden de navegación establecido por meras razones de silencio estratégico. Sé que muchos otros atrevidos exploradores han recorrido muchos de estos Pasos del Infierno, y también sé que compartirán mis sentimientos de profunda decepción.

Esta última jornada inmemorial nos acercaba al tectónico Paso de Poquís paso a paso, temor a temor, pensamiento aislado a pensamiento aislado. Las mulas no decían nada ni tampoco se quejaban ni del frío ni del demandante y bruto esfuerzo. ¿Quizá ellas estarían acostumbradas a la increíble e inexplicable imbecilidad humana? Mi mula me miraba sin expresión alguna, pero estoy seguro de que ambos compartíamos los ácidos y corrosivos sentimientos de desilusión y de intranquila zozobra.

Durante estas surtidas travesías vimos varias hermosas vicuñas, guapas llamas, encantadores guanacos, beldades de zorros, magníficos cóndores, espléndidas vizcachas, y una tremenda cachá de fastuosos loros gritones. También encontramos una gran variedad de fenomenales bichos y peludas arañas. No vimos ni escuchamos ningún puma; y a pesar de que vimos una gran cantidad de hambrientos pájaros carroñeros y hediondas sabandijas de toda clase, extrañamente no vimos ningún abogado deshonesto.

Finalmente llegamos a la boca del paso casi completamente agotados y con nuestros espíritus escarchados, pero aún contendiendo porfiados. Éste era el asonado Paso de Poquís. No sé mucho de este paso, y tampoco quiero saber un gramo más. Los porteadores se apearon de las mulas en señal de que no avanzarían más probando fehacientemente que las acciones llevan más peso y fuerza que las palabras. Antonio trató enérgicamente de convencerlos a seguir la marcha, pero se negaron rotundamente. Si ustedes piensan que las mulas son testarudas y porfiadas, ustedes no han conocido a nuestros porteadores. Esa lánguida tarde y muy cerca de la noche, levantamos campamento en ese inhóspito paraje barrido por el frío viento que vigilaba cuidadosamente a los depredadores de más larga vida, los oteros Cóndores andinos que volaban en lo alto.

En nuestra tienda esa noche, Antonio me explicó que deberíamos avanzar hacia el interior del Paso, y que tendríamos que llevar lo mínimo de equipo porque las mulas deberían quedarse atrás. Cuando inquirí del por qué, Antonio titubeó claramente antes de responder, y después de un embarazoso silencio que duró segundos astronómicos, me contestó forzado por la presión y la posibilidad de tener que viajar solo el último trecho de esta delicada jornada. Me dijo claramente y sin tapujos de que todo el terreno estaba nutridamente minado, y que no tenía mapas de la ubicación de las minas; por lo tanto era demasiado arriesgado y peligroso llevar a las mulas porque ellas simplemente las pisarían sin saber del peligro que corrían, y porque las estúpidas mulas no tenían la mas puta idea de qué mierdas era una mina. Acto seguido me preguntó si todavía quería seguirlo.

Al ver su angustiada cara sin recursos, mi desalineada naturaleza independiente le respondió que sí. Antonio complacido me esbozó una particular sonrisa y me dijo:
- No me equivoqué al escoger a mi compinche loco.
- ¿Y por qué a mí, Antonio?
- Conozco un montón grande de locos y otro montón de otros mucho más locos que tú Rodrigo, pero sabía que tú no me abandonarías cuando llegásemos a este punto de una partida quizá sin retorno.
- Tal vez yo sepa una cosa o dos acerca de arriesgar el pescuezo -dije sonriendo casi imperceptiblemente.
- Me imaginaba…
Antonio se limitó a darme una esbozada sonrisa de aprobación.

Seguidamente, se enroscó en su saco de dormir y en unos brevísimos instantes, desató su desorganizada orquesta de peos, quejas y ronquidos. Antes de dormirme me quedé unos instantes despierto tratando de descubrir dónde estaría el límite de mi inconsciente temeridad, la frontera de mi insensatez, y la bizarra delimitación de mi acaballada locura. No conseguí encontrarlos por ninguna parte, pero estaba seguro que los límites de Antonio ciertamente sobrepasaban los míos con creces. Me sentí extrañamente contento de tener un compañero tan loco como yo mancomunado en esta extraña jornada de mi vida, y a continuación entre los alegres sones de la altisonante musiquita de cámara de Antonio, me puse a dormir plácidamente en la cresta del mundo.

Al otro día, que por cierto era tan frío como los otros, desde temprano se inició el nutrido ataque en contra de nuestros instintivos esfínteres, los que íbamos a tener que mantener bajo control a toda costa para no cagarnos de miedo, de susto, de rabia, o de impotencia. El primer ataque llegó presto cuando los porteadores le dijeron a Antonio claramente y sin lugar a opción de que esperarían solo dos días por nuestro regreso, y que si no regresábamos para entonces como tantos otros no lo hicieron -agregaron como una condena verbal- regresarían a Susques con mulas y todo. Los porteadores no hablaron más, y sus mulas nos ofrecieron el desprecio de sus amplias ancas con sus colas largas como las sectarias y humillantes "colas" de la UP durante los años 70 en Chile.

- ¡Que se jodan estos cobardes de mierda! ¡Ojalá se les congele el culo antes de que regresemos! -exclamó Antonio con un tono airado dirigiéndose a mí, y acto seguido, colgó furibundo a sus espaldas su mochila llena de preciosos instrumentos, y se puso a caminar con pasos apremiantes hacia el interior del lóbrego Paso que nos esperaba adelante. Yo cogí mi mochila y lo seguí sin chistar. Quizá después de todo, los locales no eran cobardes, sino que tenían más sentido común que Antonio y yo…

Ya habíamos avanzado bastante del pedregoso camino cuando Antonio se detuvo repentinamente a darme explicaciones. Podía percibir que todavía le hervía la mierda en las venas.
- Vamos a dejar las cosas aquí, -me dijo- solo llevaré esta libreta de apuntes, este teodolito mecánico, una brújula y mis binoculares… ¡ah!, y la comida…
- ¿Y qué llevo yo?
- Nada. Solo ayúdame a mirar.
- ¿A mirar qué?
- Las minas…

Hacía años que no se me helaba la pajarilla, pero hoy lo hizo diligentemente, y permaneció así de gélida hasta mucho después de que salimos del Paso de Poquís, donde debo haber dejado por el camino; por lo menos dos esfínteres.

Enfrente de nosotros se encontraba una enorme extensión de terreno tapizada de inexplicables agujeros por doquier que exhibían unos dos a tres metros de diámetro aproximadamente cada uno. Antonio me explicó que esos hoyos eran producto de las explosiones de las minas, o al menos eso creía; y que fueron detonadas probablemente por mulas, llamas u otros desprevenidos animales, y tal vez por algunos cuantos desafortunados humanos despreocupados. La idea era avanzar y salvar hacia los lugares en que no había hoyos todavía, con una prudencia eterna, con una calma infinita, y con la mirada afilada como la de un halcón hambriento para no pisar una mina y contribuír a la siniestra colección de hoyos.

Él iría tomando notas que desprendería de su teodolito y de sus otros instrumentos de navegación, mientras que yo me aseguraba de que él no se saliera de curso y accidentalmente se metiera en terreno peligroso mientras le ponía atención y manejaba sus instrumentos. De repente caí en cuenta de que los porteadores tenían mucho más sentido común que nosotros, y que nuestra locura no conocía límites; teodolito mecánico o nó.

Con cada preciso paso que dábamos, no podía calcular si la fiera fuerza de los latidos de mi corazón era más poderosa que la pujanza que comprimía rudamente mis esfínteres, o si estaba juntando más adrenalina que orina en mi helada y paralizada vejiga. Mi úvula no se movía a pesar de la ajetreada respiración que mis inquietos pulmones instigaban sin reservas. Antonio estaba más tranquilo que una foto impresa en papiro y parecía estar disfrutando el paseíto por el infierno.

Su concentración de hadeanas piedras ancestrales me admiraba y me tenía pasmado, y por seguro, nunca jamás se le podría catalogar a Antonio como un Jóquey de Escritorio después de esta hazaña tan arriesgada y desafiante que hendió nuevos y profundos surcos en mi ingrávida conciencia. Noté también de que Antonio usaba sus aparatitos exclusivamente para medir y marcar la posición de las minas - y tomar nota de ello en las páginas de su arrugada libretita-, y que se había olvidado completamente de las imaginarias e ilusas líneas de la frontera, y ya no miraba más en lontananza hacia las cumbres de los durmientes y fríos volcanes. ¿Qué cosas, no?

Cada paso que dábamos era más cauteloso que audaz a pesar de que lo único que nos movía era la inconsciente audacia. Los pasos eran arrastrados y lentos. Antonio silbaba y yo sentía la Pelá(2) lamiéndome la nuca. De vez en cuando Antonio me miraba y me preguntaba si estaba bien:

(2) La palabra "pelá" es un coloquialismo chileno para dirigirse a una mujer calva, a una mujer que no tiene pelo alguno en su casco craneano. La expresión "La Pelá" se refiere a la muerte, conocida también por numerosos otros apodos tales como La Calaca, La Palera, La Flaca, La Huesuda, La Guadaña, La Dientona, y La Degollina entre muchos otros nombres. La muerte es siempre femenina por razones estrictamente históricas las que bajo ningún punto de vista estoy en libertad de discutir aquí porque todavía amo la vida.

- ¿Vas bien, Rodrigo?
- ¡Si, no te preocupes!
- ¿Estás seguro?
- Si, ¿por qué?
- Te siento temblar… -yo lo llevaba agarrado del cinturón para mantenerlo en ruta.
- Es el frío…
- El frío, ¿ah?
- Sí, el frío.
- Bueno… -y seguíamos la jornada.

La verdad es que ya no estaba asustado y ciertamente temblaba de frío, pero la carne de gallina no me la daba el frío cordillerano, sino el darme cuenta de la falta de sentido común que asimilaba mientras me aventuraba en las praderas del carajo. A la postre, esto no era tan descabellado como otras cosas que había hecho en mi vida, así que con este escueto consuelo, seguí empujando mi suerte. Se me vino a la mente que mi amigo "El Engañabaldosas" nunca hubiese podido calificar para una expedición como ésta.

Trabajamos incesantemente en esos parajes del infierno con la raja a dos manos por dos días hasta que llegó la dulce hora de regresar, a la que recibí con gran alivio porque la adrenalina ya estaba amenazando con escaparse a grandes ríos por mis poco vírgenes oídos. Volvimos lenta y muy cuidadosamente sobre nuestros pasos, los que habíamos marcado claramente en nuestro delicado trayecto de entrada, mientras que la Pelá que nos acompañaba de la mano en cada paso, dejaba caer unos guijarros de oscuros y opacos colores de entre sus huesudas manos.

Al llegar de vuelta al campamento donde habíamos dejado a los intransigentes pero sensatos porteadores, éstos tenían organizada una fogata alrededor de la cual nos unimos a ellos para calentar nuestras ateridas manos y nuestros yertos potos. La noche cayó presurosa con su enlutado peso sobre nosotros y sobre las impávidas bestias, trayendo presta su oscuridad negra y su sólido frío el que tuteló rápidamente esos desolados parajes, y haciendo toser a las llamas de nuestro fuego las que escupían discordantes chispas de desagrado. Esa noche la temperatura bajó de los 16 grados bajo cero, así que dormimos apurados para no congelarnos.

Al otro día levantamos prestamente el campamento y mientras disfrutábamos una caldeada taza de café en medio del inmensurable silencio de esas alturas, observé a Antonio arrojando unos cristalitos verdes al fuego, los que al caer entre las llamas dejaron escapar unos sonidos bastante familiares, y que contribuyeron agresivamente con la repentina y violenta inflamación de las llamas. Curioso, le inquirí a Antonio:

- Antonio, ¿qué clase de cristalitos son esos?
- Bueno, como bien sabrás Rodrigo, las bajas temperaturas como las que hicieron anoche, congelan los líquidos; y hasta los gases.
- ¿Siii?
- Sí, esos pequeños cristalitos verdes fueron mis peos -dijo con una calma helada como ese día.

Seguidamente Antonio sonrió. Esa fué la primera sonrisa que le veía engalanar su cara desde que salimos de Santiago. Traté de reírme un poco del chiste, pero mi úvula seguía paralizada.

El viaje de vuelta a Susques fué presuroso y sin eventualidades entre el silencio de los porteadores y el seguro paso de las durables mulas. Cuando llegamos a la Hostería Unquillar, nos acomodamos en nuestra habitación y nos dirigimos a cenar en el espacioso comedor de la Hostería. Allí nos embuchamos con mucho agrado la primera comida caliente en días que no incluía pan. Mientras cenábamos y nos reconciliábamos con la existencia, le expresé a Antonio mis más urgentes inquietudes:

- Antonio, ¿pudiste conseguir todas tus medidas?
- No todas. Tendré que regresar el próximo año.
- ¿Y los límites estaban correctos?
- Eeeh, sí…
- Ah. Qué bueno.
- ¿Todos?
- Bueno… sí.

Miré a Antonio a los ojos, y me parecía que estaba un poco huidizo, entonces continué perspicaz pero sin acidez:

- Antonio, ¿entonces sí conseguiste todas las medidas que buscabas, verdad?
- Sí, pues...
- ¿Pero entonces por qué tienes que regresar otra vez el próximo año? Las medidas no van a cambiar… ¿Cierto?
- Bueno… sí. Ah… ¡No! No van a cambiar…
- ¿Entonces te faltó tiempo para hacer el mapa de la minas, verdad? -le dije mirándolo de soslayo. Antonio abrió los ojos como un alelí se abre en primavera, y miró para todos lados como si lo estuviese buscando la Gestapo.
- ¡No podemos hablar de eso! -exclamó nervioso y casi susurrando.
- Entiendo…
- Pensé que no te darías cuenta…
- Antonio, soy loco, pero no huevón…
- Así es… …debería haberlo sabido.
- Bueno, -dije en conformidad- pastelero a tus pasteles - y le ofrecí una sonrisa de complicidad.
- Gracias Rodrigo -se limitó a decir.
- Vámonos a dormir que quiero llegar a casa -dije para cambiar el tema.
- Si, -asintió Antonio solícitamente, y nos fuimos a meter al tibio sobre.

Cuando llegué de vuelta a Santiago y a mi hogar en la calle "La Cañada", llené un generoso vaso con un soñoliento vino tinto de una botella que tenía celosamente atesorada solo para una gran ocasión; un "La Capitana" de la Viña La Rosa, que en la etiqueta decía "Cosecha 1936". Un preciado y raro regalo de mi tan bienaventurado abuelito Víctor. Sabía muy bien comparado a un linajudo "Don Pernigón", o a un pituco "Château Margaux", pero este vino tenía sobradas más alcurnia, personalidad, valentía e historia que esos otros entroncados y delicados vinitos franceses. Me senté pensante en el gastado sofá cerca de la ventana de mi casa con vista al escueto jardín; y mientras sorbía el vino muy lentamente, me puse a recapacitar sobre esta "aventura" que acababa de terminar y que sabía tan diferente a las otras. Estaba contento y agradecido por el increíble viaje, pero al mismo tiempo desconsolado de lo que había visto y aprendido.

Entonces no todos los ruidos los provocan los truenos en la cordillera, pensaba para mí mismo… Y los porteadores y sus gentes viven cargando un peso que ninguno quiere llevar… Y personas tan valientes y osadas como Antonio tienen que tratar de arreglar la mierda de los políticos degenerados aunque tengan que arriesgar su vida… y la de sus locos amigos… Y de qué valen esos límites si no hay nadie ahí… nadie inteligente, eso es… y así pasé la larga y lenta tarde sumido en mis ponderaciones hasta que las sombras de los anquilosados árboles de la calle comenzaron a oscurecer la casa, no con la negra, gélida y aciaga oscuridad del Paso de Poquís, pero con la selenita y dulcemente plateada luz de la luna que afanosa pintaba las casas de esperanzas y sueños de civilización.

Era tarde ya, yo no podía esperar ni un segundo más a que mi pajarilla recuperase su temperatura normal porque para esto tomaría varios años después de esta aterrorizante experiencia, aterrorizante de un terror lento y meloso de esos que se encaraman patibulariamente poco a poco por las venas hasta que ahoga al alma y se establece como lapa en el corazón; así es que salí presuroso de mi casa a enfrentar las sombras de la noche, e inmediatamente me fuí a buscar y a tratar de descubrir el desconocido rastro de la siguiente aventura que sabía que me estaba esperando escondida en algún dorado rincón de mi vida.

¿Qué será del buen Antonio? me preguntaba a menudo… Probablemente -me decía a mí mismo- esté gastando lápices escribiendo menudencias en los oficiales papeles sin sentido que tapizan su gubernamental escritorio durante el año fiscal, para irse después a gastar los últimos cartuchos de valentía y de patriotismo, quizá con otro incauto amigo suyo tan loco como yo, en los desolados ventisqueros y en los imperdonables y tortuosos desfiladeros de la cordillera, mientras que el traidor Paso de Poquís espera paciente en las alturas de sus ventisqueros para tratar de asesinarlo un día con sus abundantes arteras e inhumanas minas…

Recordando intermitentemente las memorias de ese viaje por el ático del cielo, siempre había sentido una lástima por los "pobres indios" que vivían en esas frías y desoladas alturas sin ninguna riqueza terrenal considerable, condición a la cual muchos de nosotros consideramos "pobreza". Pero de regreso al hogar que vió desfilar parte de mi juventud, me dí cuenta de que nosotros teníamos un perro, sin embargo ellos tenían cuatro; nosotros teníamos una alberca que llegaba casi hasta la mitad del patio, pero ellos tienen un arroyo que no tiene límites ni fin; nosotros teníamos unas lámparas importadas en el patio, empero ellos tienen todas las estrellas del firmamento para que les alumbren su patio sin límites. Nuestro patio llegaba hasta la barda de la casa, el de ellos llega hasta el horizonte. Sinceramente ahora no sé quién es el más pobre…

Otras memorias llegaban atrasadas a mi mente que se deleitaba ahora cadenciosamente en el mareador éctasis de los generosos tragos que me daba con los frutos de Dionysus, al que los Romanos llamaban Baco. Recordé titubeante que una noche muy oscura mientras que el sombrío viento pululaba alrededor de nuestra carpa dándole ruidosas dentelladas de frío; y después de habernos bebido una buena, muy buena porción de Pisco, la que nos soltó la lengua y nos bajó la guardia, Antonio me confesó inocentemente -y estoy seguro de que sin querer hacerlo- y me dijo con una voz pausada y entrecortada; y a veces un poco incoherente:

- Mi misión es limpiar los campos minados... sí, eso hago… no me gusta mucho porque… -Antonio hizo una pausa y me miró con los ojos rojos henchidos de sangre y alzó la mano con su vaso en señal de brindis, y los dos bebimos otro sorbo de Pisco.
- No me gusta mucho porque… bueno, porque es un poco difícil…
- Me imagino -acoté. Debe ponerte muy nervioso…
- Sí… no… bueno, no es por eso…
- ¿Y por qué es, Antonio?

Antonio se quedó mirando al suelo con la mirada perdida quién sabe dónde por un largo tiempo sin moverse ni decir palabra. Las lonas de la carpa se zarandeaban bulliciosamente y con violencia acusando la furia del gélido viento cordillerano, y el ruido del silencio andeano se escuchaba claramente y se sentía en cada resuello que salía de nuestros pulmones. Luego continuó:

- Durante los últimos años que he estado haciendo esto, he visto cómo varios amigos queridos míos, uno tras otro, han encontrado una muerte prematura… despedazada por las malditas minas… y a mí nunca me toca… y sigo arrastrando amigos conmigo…

No supe que decir. Lo miré a los ojos en silencio y me pareció ver la larga sombra de una enorme angustia escondida tras sus claras pupilas.

- Cuando perdí mi primer amigo, me sentí culpable… culpable… sí, culpable… así que decidí volver a hacer esto en memoria de ellos…

Otro largo y pesado silencio se dejó caer a mansalva sobre nuestras vidas, y permaneció adherido al tiempo hasta que rompí el incómodo mutismo con un balbuceo casi incoherente:

- Bueno… si no morimos en este viaje, será en el próximo -y ofrecí una mueca mal hecha a modo de sonrisa para subrayar mi ofrecimiento. ¿Qué mierdas dice uno en un momento así?

Antonio sonrió de vuelta, y su sonrisa era afable y genuina. Se acomodó en su poltrón, y agarrando la botella de Pisco, llenó su vaso otra vez hasta la mitad, y vació el resto en mi vaso, el que ya estaba casi vacío.

- A estas alturas siempre me arrepiento de haber invitado a alguien… no sé por qué, pero siempre antes de llegar a esas tierras avernales, me pasa esto.

- Bueno -dije a modo de conversación sin saber lo que saldría de mi boca en el siguiente segundo- si no hacemos esto, entonces no estamos tan locos como pensamos… ¿Estamos locos, verdad?

Otra cálida sonrisa afloró de sus labios.

- Sí, parece ser cierto que para probar de que eres loco, tenemos que cometer locuras, no hay otro modo, ¿o lo hay?

- Creo que no, Antonio. La locura simple no existe, y nosotros estamos locos dentro de la locura…

- O estás borracho Rodrigo, o eres un filósofo barato de mierda -y largó una carcajada abierta que tronó en los rincones cordilleranos, y que me recordó al Monje Loco de la Radio Minería que venía a asustarnos cada noche a las 11. Rápidamente se puso serio otra vez y continuó:

- Mira Rodrigo, quizá me acostumbré a vivir paso a paso… nunca sé si el siguiente paso será el último… es quizá por eso es que tengo que sacar el mayor provecho posible en cada escueto momento en que alzo un pié y lo vuelvo a colocar en la tierra… y porque también se lo debo a ellos…
- ¿A quién, Antonio?
- A los muchachos que ya no están aquí…

Antonio dió un profundo respiro que pareció durar una eternidad y cuando sus pulmones finalmente se desinflaron, me preguntó:

- ¿Todavía quieres hacer esto?
- ¡Sí! -contesté sin titubear- así viviremos más…
- ¿Cómo así, Rodrigo?
- Porque entonces cada paso que demos entre las minas, contendrá toda una vida.

Antonio se sonrió por última vez, se acomodó en su poltrón, y se fué a dormir sin vacilar mientras que el álgido viento cordillerano seguía espoleando nuestra vieja carpa sin consideraciones de ninguna especie…

The Sincipitus Porcus

El Loco

domingo, 1 de enero de 2012

La Caleta "El Membrillo"

El pescador regresaba lentamente al compás del cadencioso ritmo de las pequeñas olas de vuelta a su caleta de origen esa tranquila mañana de Marzo después de haber tenido una jornada de pesca bastante buena. Remaba descansadamente y sin apuro mientras el sol se comenzaba a levantar lentamente detrás de los cerros de "La Perla del Pacífico" y a dibujarse tenuemente en sus fornidas espaldas. Él iba observando cómo las pequeñas olas del mar jugaban inquietas las unas con las otras, y que de vez en cuando, algunas de ellas se coronaban tímidamente con una cresta de blanca espuma salina. Los remos de su bote se hundían en el agua con un pulcro cuidado como si no quisiesen perturbar la harmonía de la temprana mañana, pero la propulsión de la remada era poderosa como los brazos del pescador, e impulsaban el bote amarillo con energía y potencia mientras que la afilada quilla del bote cortaba las aguas con una voracidad como la que esgrimen los políticos cuando cercenan las ilusiones de los ciudadanos.

La noche que precedió esa radiante mañana había estado románticamente iluminada por una sensual luna que se preparaba a retirarse a su lecho sideral, y una brisa calmada mantenía el mar tranquilo y sin grandes olas, las que eran siempre una preocupación primordial para los boteros y para las embarcaciones de pequeño calado. Se dejaba sentir un fresco y agradable céfiro marino que acariciaba la curtida piel del pescador y lo untaba sensualmente de una náutica y salada humedad con un dejo de sentimentalismo y nostalgia. Los únicos sonidos que rompían el silencio de la mañana y que apenas se oían en el aire y por sobre la inmensidad sin eco del océano, era un suave silbido con sabor a lamento que escapaba de sus labios, y los esporádicos e impertinentes chillidos de las gaviotas, pelícanos, albatros, petreles y cormoranes que sobrevolaban el bote con la esperanza de obtener algo del botín del pescador. Las gaviotas chillaban coléricas sin cesar, como lo hace mi suegra; pero las gaviotas respiraban de vez en cuando.

El pescador silbaba una vieja melodía que había aprendido de su padre cuando éste años atrás, le enseñase el oficio marino mientras pescaban juntos aventurándose sobre la líquida capa que escondía los sumergidos misterios de la mar. El pescador remaba acompasadamente acercando la proa de su bote poco a poco y lentamente al viejo y gastado tablado del pequeño muelle pesquero de esa caleta que estaba incrustada en su ciudad natal. Mientras regresaba, la proa de su gabarra y las mansas olas que la besaban coloquialmente se enredaban en un secuaz e inocente cuchicheo y risas náuticas. Él había nacido en esa caleta hacía unos 40 años atrás, y nunca había salido de ella. Ninguno de su familia lo había hecho. Pedro pescaba solitario sencillamente porque prefería que sus hijos asistieran al colegio.

Unos pacíficos y sedantes instantes después, y con la solícita ayuda de unas cariñosas y serviciales olitas que lo empujaban todo hacia la orilla, la aguerrida y gastada quilla de "La Esperanza" tocó tierra con la gracia de una estrella fugaz, y se integró prontamente a la febril actividad de la caleta "El Membrillo", que bullía con su propia marea de aves marinas, pescadores, comerciantes, y el infaltable turista fisgón.

La esencia y memoria de la caleta "El Membrillo" vive en el lado izquierdo de mi corazón que es el más amplio, justito al lado del Cerro Alegre, entre la Plaza Victoria y el buque manicero de Don Lolo; todos en el amplio y cómodo ventrículo izquierdo que ahora está reparado. Desde comienzos del pintoresco período de la Colonia en Chile, ciclo que abarcaría más de dos siglos; la longeva caleta "El Membrillo" ya era un sitio de palpitante actividad pesquera en esta región de La Gobernación y Capitanía General de Chile (o Nueva Extremadura), posesión de su Majestad Felipe II. Esta caleta seguía siendo un lugar de actividad de los indios Changos o Uros que habitaban esas costas desde el río Loa hasta el río Aconcagua. El nombre Changos es una expresión de la lengua Quechua que significa "lugar pequeño", o lugar de reducido tamaño. Estas comunidades indígenas estaban constituídas mayormente por pescadores nómades que se dedicaban principalmente a la pesca y a la caza de lobos marinos.

El nombre de esta pequeña, sumisa y deliciosa ensenada protegida por los elegantes y sólidos cerros porteños se adquiere por extensión y contagio, por hallarse ubicada cerca de las extensas plantaciones de membrillos que se cultivaban en los varios faldeos de los cerros contiguos (ahora Cerro Playa Ancha, desde el mar a Laguna Verde), propiedad de los primeros colonos de la región. La caleta "El Membrillo", además de ser un sitio piscícola y comercial, también en aquel entonces era un lugar de regalado esparcimiento para los escasos habitantes de la zona. Cuando se estaba disfrutando de la pedregosa playa de la caleta, solo había que tener cuidado de no embrollarse con las redes que se secaban al sol, y no pisar los numerosos y afilados espineles de los pescadores.

Pedro se desembarcó ágilmente de su marítima embarcación de madera y se aprestó para hacer lo que siempre era de menester hacer para todos los pescadores después de regresar a la orilla con sus capturas marinas: vender el pescado y otros surtidos frutos marinos a los comerciantes que esperaban ansiosos en la orilla para llevárselos a sus restaurantes u hogares; limpiar y suturar las redes si era necesario para luego colgarlas al sol para que se secasen; y limpiar y sacar el bote del agua para ponerlo a resguardo de las caprichosas mareas, hasta el próximo día de pesca.

Dominando la caleta y colgado temerariamente sobre el mar, estaba el "Restaurante El Membrillo", al cual las olas trataban de alcanzar constantemente rasguñando la pared que le sostenía firmemente por el lado del ventanal que miraba hacia el Mar de Chile. "El Membrillo" estaba ubicado oficialmente en la Avenida Altamirano 1567, en la ciudad de Valparaíso, pero al que todos sindicaban como "el restaurante de la Caleta El Membrillo". Para abrir el apetito, usted podía ordenar un buen pisco sour con limón de Pica, un consomé de mariscos, empanadas de queso, crustáceos, o el éxtasis de un ceviche de entrada. Merluza con dos agregados, o albacora con un agregado para continuar, pero también se ofrecían generosas pailas marinas, Reineta frita, y hasta pollo extranjero.

A este punto, con la cantidad y la calidad de la comida consumidas usted está más contento y satisfecho que el cura después de recoger el primer diezmo, y estará listo para ordenar el postre de rigor. Entre los costeros postres usted puede deleitarse con un Mote con Huesillos, o con Frutillas con Crema, o con un paradisíaco Flan de Leche, o si usted tiene un paladar indulgente; con una generosa porción de Dulce de Membrillo o de Alcayota. Lo que sea que elija, será de su completa satisfacción. Para coronar la aventura culinaria, usted ordena un "bajativo". Si usted es muy macho, ordena un recio Coñac, si es una dama, ordena un delicado Anís, y si es "indefinido", ordena una discreta "Mentita", pues. Este almuerzo le dejará el ombligo plano, y con una nueva y ampliada experiencia de la patriarcal aristología del arte cisoria.

Frente a la caleta y al restorán, había una pequeña gasolinera COPEC llamada "El Membrillo". Ya hemos discutido en repetidas ocasiones anteriormente en otros variados escritos sobre la increíble originalidad desplegada por los chilenos para ponerle nombre a las cosas y a los lugares, peculiaridad con la que repiten los mismos nombres más que un eco de tartamudo. La COPEC les dispensaba petróleo a los pescadores y sus lanchas y "bencina" a los "micreros"; los cuales mientras les llenaban los estanques, aprovechaban de almorzar o en "El Membrillo", o en el Casino de la Facultad de Odontología que estaba ubicado al lado, dependiendo de lo pitucos que se sintiesen ese día.

Al frente de la "bomba de bencina" y al costado izquierdo del restorán (mirando hacia el mar), estaba plantada solitariamente en la playa la silente estatua de San Pedro, el Patrón de los Pescadores. La estatua de San Pedro se erguía sobre la caleta con su eterna aureola de ampolletas quemadas (con la excepción del 29 de Junio de cada año), mirando en lontananza con unos ojos hondamente descoloridos hacia un horizonte que nunca llegaba, y con sus largas túnicas que a pesar de que ellas eran de un color celeste como el celeste del cielo, estaban pintadas irreverentemente de un blanco matrero; producto de una desinteresada cortesía de sacrílegas gaviotas. Esta capa gratis de boñiga ya no dejaba vislumbrar los originales colores de su vestimenta, ahora desteñida por el sol y el ácido estiércol. San Pedro era medio pelado con un chonco aislado de pelo arriba de la frente y en medio de su cabeza, subrayado con una bandolera de pelo negro que le unía las orejas y la barba por detrás de la cabeza.

Cada 29 de Junio se celebra la fiesta de San Pedro, y se idolatra con fanfarria al santo protector de cemento de los pescadores. Se organiza una bulliciosa procesión de embarcaciones de toda clase emperifolladas con guirnaldas multicolores y hermosas y frescas flores, engalanadas con músicos surtidos que resoplan y aporrean sus instrumentos con una seriedad pasmosa; las que navegan en pandilla desde la Caleta Portales hasta la caleta "El Membrillo", precedidos por la imagen del sagrado bienhechor, el que se sujeta firmemente de la tarima para no caerse al agua. También cada 17 de Septiembre se efectúa la Fogata del Pescador, donde se degusta un folclórico festival de merluza frita bien regada con pipeño, y más encima, con un afamado show artístico integrado por los talentosos músicos de la comarca. Después de que todos los invitados han comido, tomado y bailado, se van alegremente afirmándose los unos con los otros a jugar una "pichanga" al Parque Alejo Barrios a unas cuadras arriba del cerro; o simplemente se echaban a dormir "la mona" donde fuese que encontrasen acomodo.

Uno de esos largos pero brillosos días de Marzo en que entraba tarde a la universidad yo me encontraba observando a los pescadores desde el restaurante, y preparándome para ordenar y servirme un sabroso "Caldillo de Congrio", conocido también como "El Orgasmo de los Dioses". Mi misión era arrendar un bote para la "Carrera Mechona" que se celebraba cada Marzo en honor a los nuevos estudiantes de la Gloriosa Universidad Técnica Federico Santa María, y para celebrar el comienzo de un nuevo año de tortura estudiantil.

- ¡Jefe! -llamé al mozo (camarero) levantando el dedo índice haciendo un gesto como que estaba apuntando al cielo y encumbrando las cejas en señal de atención. Bien sabía yo que en Chile a los mozos no se les llama por el nombre de la profesión, por razones idiosincráticas simplemente inentendibles y de estricta seguridad personal.
- ¡Dígame señor! -contestó vivamente el mozo que tenía un ojo magnético (se le desviaba hacia el norte) y que nunca se sabía si lo estaba mirando a uno, o a las moscas que patrullaban el restaurante.

- Dígame Jefe, ¿el pescado es fresco? -inquirí levantando mis cejas casi hasta el límite del cuero cabelludo, como si la pregunta no la hubiese hecho yo. Inmediatamente pero demasiado tarde me dí cuenta de lo estúpido de la pregunta, lo que incontinenti se reflejó en la cara del mozo que me miraba con una actitud patronizante, pero bien merecida.

- ¡De ahí viene su pescado, caballero! - contestó el mozo seriamente, con voz rápida, firme y sin titubear pero con un sonsonete más falso que las reuniones del Senado, apuntando con su dedo índice -que estaba medio chueco de tanto descorchar botellas de vino blanco- hacia la caleta y sus pescadores con una espaciosa y cínica sonrisa que parecía más una mueca del Monje Loco. Seguidamente se acercó a la ventana, la abrió de par en par aparatosamente -lo que sirvió para reciclar las moscas- y le gritó autoritariamente a un chato que vestía pantalones negros, camisa blanca, y llevaba un delantal de cocinero con una humita negra en el cuello:
- ¡Oye Zapata! ¿Aónde está la anguila del caallero? -gritó manteniendo un semblante muy serio y urgido.
- ¡Aquí la tengo, p'o! -respondió Zapata blandiendo un pez desconocido en la mano izquierda, y agregó: - ¡La mato y me voy p'alla al tiro! (1).
- ¿Y está fresca? -inquirió el mozo con una mueca epigrámica a modo de sonrisa, y con una socarronería más pesada que un rosario de cocos. Seguidamente y sin esperar una respuesta de Zapata que probablemente lo estaba mirando con una cara de incredulidad virginal, el mozo cerró la ventana urgentemente y me miró de reojo con una cara tapizada de sarcasmo.

(1) Por alguna profundamente desconocida y esotérica razón quizá de raíz colonial, a los chilenos les encanta hablar a balazos. En este mismo tenor, los chilenos "suben p'arriba" y "bajan p'abajo". ??? ¿Qué cosas, no?

Yo todavía tenía la cara roja como la bandera China, y no había donde esconderse. El cajero, un viejo chico retorcido que tenía los pelos de las orejas más largos que los de las patillas y que se encontraba unos metros más a babor, me miraba con profunda pena por sobre sus grasientos anteojos sacudiendo la cabeza en señal de insondable lástima. Seguidamente el mozo se acercó a mí con la parsimonia y la impaciencia con que las hienas se acercan a la carroña, y mirándome afablemente solo se remitió a ofrecerme otro pisco sour con una sonrisa de culebra, lo que acepté sin chistar aunque ya estaba medio cufifo(2) con el primero.

(2) Coloquialismo paralingüístico chileno para referirse sueltamente a una persona en los estados de: curado, mamado, ebrio, embriagado, bebido, beodo, alcoholizado, achispado, amonado, ajumado, ahumado, calamocano, dipsómano, alumbrado, curda, mona, colgado, pedo, encubado, borracho, melopeado, o vulgarmente; intoxicado etílicamente.

Unos minutos más tarde -los que pasaron sin mucha demora- el mozo del ojo magnético surgió repentina y ágilmente por la doble puerta revolvedora de la cocina con una bandeja llevando un platazo de caldillo de congrio cuyo hechizante aroma hacía que las narices circundantes pidieran clemencia; y depositó el plato en frente mío cortésmente.

- ¡Mire señor, el pescado todavía se mueve! ¿Algo más? -dijo con una sarcástica picardía más arcaica que los églogas escritos de Edmund Spenser en su libro "The Shepheardes Calender".
- No, muchas gracias - convine con una avergonzada pero honesta sonrisa, y me puse a comer más callado que la H mayúscula.

Mientras almorzaba, observaba a través de los amplios ventanales del restaurante la parsimonia con que los pescadores se desplazaban en la caleta obrando sus quehaceres. Entre la caterva había un pescador que se distinguía por sobre los otros porque hablaba con todos y se reía alegremente mientras alternaba su tiempo en esto, y sus tareas. Curioso, decidí entonces bajar a la playa y hablar con él después de haber terminado mi reconstituyente festín alimenticio, para ver si podía arrendar su bote. Después de pagarle la cuenta al cajero que todavía meneaba la cabeza en incredulidad, y después de dejarle una apropiada propina al mozo del ojo magnético para que no me echara "mal de ojo", bajé ágilmente pero sin apuro las gastadas escalas del restaurante hacia la playa, y el fresco, húmedo y apremiante aire salino de la caleta me golpeó la cara con desdén y con un apuro fingido, pero con esa incipiente e irresistible fragancia marisquera hipnótica que irremediablemente e inequívocamente me recuerda a la Juana.

Me acerqué casualmente al bote y descubrí que en la cala yacían varias merluzas de buen tamaño, tan plateadas como la luna nueva de Abril, pero tan difuntas como los sueños de bonanza de los pobres pescadores. Junto a las merluzas, había otros varios pescados de menos alcurnia que aún reclamaban furibundos la inesperada interrupción de sus pizcas vidas con enérgicos saltos, y con unos resbalosos corcoveos que no conducían a nada, tan infecundos como las orondas súplicas y ruegos de los rezos de los desamparados. Todos los pescados tenían la boca abierta tal como yo la tenía cada vez que mi abuelito Víctor me narraba con tanto amor uno de sus innumerables y originales Relatos Fabulosos, pero no se les caía la baba como a mí.

- Buenos días señor, ¿me podría decir cómo se llama usted? -inquirí tratando de poner cara de inteligente.
- Pedro, igual que mi patrono - contestó el pescador con una sonrisa amplia como el mar apuntando con un dedo hacia la gastada estatua de San Pedro que permanecía estático e impávido, sin importar cuánto le miraran; probablemente maldiciendo a las gaviotas del Senado que lo cagaban impunemente.
- Disculpe usted que yo sea tan curioso pero esto me ha llamado la atención, ¿por qué su bote se llama "La Esperanza"? -pregunté pretendiendo estar muy intrigado.
- Se llama así porque siempre espero encontrar pescado y volver sano y salvo a puerto -manifestó con orgullo el pescador ofreciendo una amplia sonrisa incrustada de escasos, pero necesarios dientes. Humm… pensé para mí, por el olor, debería llamarse Juana…

Le elogié a Pedro la captura ictiológica como pude, esgrimiendo mi escasísimo conocimiento de los frutos del mar y haciendo gala de mi abismante ignorancia pesquera, pero lo hice lo más sinceramente que pude, tratando de incluír la calidad y el buen tamaño de los pescados que había logrado capturar, y seguidamente le pregunté:

- Dígame don Pedro, ¿le interesaría arrendar su bote?
- …corto silencio…
- Güeeeno, p'os -dijo el pescador pensando mientras que se rascaba la pera con una mano llena de escamas- ¿p'a dar una güelta por el Molo?
- No, -dije ansiosamente y levantando las cejas en señal de una inteligencia que no era detectada- ¡es para la carrera de Mechones!
- Aaaah, p'o, ¿de la universidá?
- Sí.
- ¿Y de qué universidá?
- De la Santa María -dije orgulloso y tratando de espantar los recuerdos de la Juana los que me alborotaban inquietos asaltándome impunemente con sus surtidos aromas de peje.
- Aaaah, la de los "cabros" sesudos, ¿no?
- ¡Claro! -dije con una amplia sonrisa orgullosa pero circunspecta.
- Güeeeno, p'os, ¿Y p'a cuándo lo quiere?
- Para el próximo Lunes en la mañana como a eso de las nueve…
- Güeeeno, p'os, pero sólo un par de horitas no m'a -agregó seguidamente con un sonsonete digno de "El Temucano" - polque tengo que traajal.
- ¿Y cuánto va a costar? -pregunté tímidamente para no subir el precio.
- Güeeeno, por un par de horas… déjeme ver… -Pedro puso cara de calculadora, fijó su vista en el éter, hizo como que calculaba algo con sus dedos tocando sus curtidos labios a modo de ábaco, y después de unos pensativos segundos de trance mental financiero, finalmente respondió solícito- ¡Quinientos escudos, nomás!
- Esta bién -suspiré con alivio porque creía que me costaría unos dos mil escudos.
- ¿Y quién va a remar?
- Me imagino que nosotros…
- ¿Saben remar?
- Creo que sí -dije sin convencimiento y con un tono de voz con un dejo de pánico.
- Más mejol que vaya yo también -dijo Pedro mirándome desconfiadamente. Quizá Pedro pensaba que yo podría ser "sesudo", pero con una sola mirada que me dió, figuró que nos tomaría tres semanas llegar a la Caleta Portales, lo que a él le tomaría un poco menos de media hora.
- Güeno patrón, ¿Y cuántos son?

A este punto me dí cuenta de que las negociaciones me garantizarían una náutica embarcación, así que me apresuré en cerrar el convenio, porque como sabiamente dice el dicho: "Más vale pájaro en la mano, que mearse en los zapatos".

- Somos cuatro -dije apresuradamente- dos compañeros más y yo, disfrazados de piratas; ¡y la Reina Mechona! -agregué con enorme satisfacción y orgullo.
- Güeeeno, p'os. Venga el Lunes como a las nueve con sus piratas, y yo lo voy a estar esperando. Me paga cuando venga pero con "lucas" y no con doblones ¿ah? -dijo riéndose.
- ¡Gracias! -le dije contento, y acto seguido giré sobre mis talones y emprendí la marcha en dirección al paradero "El Membrillo" que descansaba en la Avenida Altamirano, a tomar la "Terror del Pacífico"(3) para volver hacia Viña del Mar.

(3) Los "Buses El Sol del Pacífico Sur, Limitada", era (o es) un servicio de microbuses de pasajeros que servía ampliamente a la V Región y a Valparaíso. Hubo un período en que los buses de esta empresa estuvieron sujetos a una enorme cantidad de accidentes, choques, volcamientos, y fatídicos episodios de alta velocidad. Los pasajeros estaban aterrorizados de subirse a estos ataúdes con ruedas, pero no les quedaba otra opción. Este entorno le granjeó gratuita, pero merecidamente a este servicio el dilapidario mote de "El Terror del Pacífico".

Tenía dos insanas pero poderosas razones para encaramarme tan desprendidamente a una de aquellas "Terror del Pacífico": la primera es porque tengo una inclinación insana y abrumadora por la aventura y su sempiterno Orcus Comitatus; y segundo, porque en ese tiempo no estaba el siempre confiable y protector ambiental servicio de "troles" a lo largo de la húmeda y oceánica Avenida Altamirano.

Regresé con mucho entusiasmo a la Santa María a comunicarles a mis universitarios compinches de equipo de que la embarcación, los argonautas y el pilotaje marítimo estaban asegurados para la carrera del Lunes. Esa mañana me volví a integrar de lleno a las festivaleras actividades "Mechonas"(4) entre los gritos de pánico de los "Mechones", y los gritos de retribución y desquite de sus surtidos verdugos.

(4) Las famosas "Fiestas Mechonas Universitarias" son actividades recreacionales, fiestas, competencias, tocatas, paseos, competencias y otras varias y surtidas celebraciones festivas organizadas en honor y para recibir a los nuevos alumnos. Es la oportunidad tambien para torturarlos impunemente, para "descartucharlos", y para aprovechar la libre oportunidad de vengarse de las atrocidades de las que fueron objeto los estudiantes del año anterior, cuando uno fué un inocente "Mechón".

Esa noche después de las inmisericordes actividades de ese día, nuestro grupo decidió reunirse para planear los últimos importantes detalles de la carrera de la siguiente mañana, ya que el honor de acarrear a la Reina Mechona no ocurría sino una sola vez en la vida; así que nos fuimos al icónico y sexagenario "Café Samoiedo" (ahora fenecido) ubicado en la calle Valparaíso a tomarnos un jugo de frutillas y a comernos uno de los famosos y orgásmicos Churrasco-palta que eran sin duda alguna los héroes de este cenáculo público. Allí nos confabulamos y ultimamos hasta el último detalle de la carrera hasta bien entrada la noche.

En su larga época de gloria, el Café Samoiedo fué el epicentro social de la colectividad "Pije" de Valparaíso y de Viña del Mar por más de sesenta gloriosos y elegantes años, en donde se dieron cita con el destino todos los caracteres más empingorotados y famosos de la ilustre sociedad Porteña. Como todo en Chile, el Samoiedo desaparece entonces a manos de la altamente voluble y corrosiva moda camaleónica chilena que todo lo contamina, lo transforma y lo desarraiga en favor de vacías culturas invasoras provenientes de cualquier lado. El Samoiedo se hundió silente y solitario en la historia arrastrando consigo los últimos vestigios de alcurnia y rasgos culturales que le restaban a la ciudad de Viña del Mar, pero sin merma a su gloriosa y persistente existencia, y desapareció sin suspiros tal como lo hacen las voces de la verdad en los orejas de los políticos. En esa simple noche, la implacable historia (con nuestra ayuda) conectó para siempre el más aristocrático y refinado lugar del planeta, con en el más humilde, proletario y modoso distrito del litoral del Pacífico Sur; ambos lugares mojados por el mismo mar que tranquilo les bañaba.

La Carrera
¡Esta gueá hay que explicarla bién para que no haya confusión! Es muy importante recalcar que esta historia fué escrita con las mosqueteras plumas de los más osados y aventureros paladines que existieron en la vida universitaria chilena, y que los errores inconsciente e inocentemente cometidos son un legado que vivirá para siempre tatuado en las jóvenes memorias de sus perpetradores, especialmente en las inocentes memorias de nuestra hermosa y pudorosa Reina Mechona; deslices que fueron simplemente provocados e inducidos por las ciegas fuerzas y los rábidos celos pasionarios de los numerosos dioses que tanto nos envidiaban.

Para comenzar, debo decir que el Lunes a eso de las ocho y cuarenta y cinco de la mañana, un flamante y futurístico Ford "Impala" 1959 descapotado de un color parecido al "putativus cotiledonis cannabis" (medio verdejo) el que transportaba a tan bella Reina Mechona seguida de innumerables escoltas, admiradores y curiosos, entregó su preciosa carga a los Piratas que la llevarían en bote a la caleta Portales; unas cuantas remadas a estribor de la Caleta "El Membrillo".

La reina lucía magnificente y bella. El día parecía más asoleado que de costumbre con su radiante presencia, y las ventanas del restaurante "El Membrillo" se favorecían gratuitamente con los extraordinarios fulgidos de luz que la perfecta sonrisa de la Reina Mechona emitía sin ningún egoísmo y tan dadivosamente. Los espectadores la miraban con la boca abierta, y uno que otro dispensó inconscientemente un poco de baba escapista.

Ella era hermosa sin duda, y su semblante esclarecía cualquier y la más mínima duda de por qué había sido elegida para tan magnánimo puesto. Tenía sus verdes ojos como el jade virgen adornados generosamente con todos los letales artificios y pinturas de guerra femeninos, su pelo adornado con múltiples rayos dorados solares, y su carita de diosa desplegaba una sonrisa celestial la que coronaba con una compacta hilera de preciosos dientes blancos. Era la visión del paraíso femenino personificado. No describiré su vestimenta en detalle aquí porque para ello necesitaría otro capítulo cometo a esto; pero bastará decir que su alegórico ropaje era digno de la Reina de Saba.

Y los piratas éramos nosotros. ¡Sí señor!, ¡nosotros éramos los afortunados piratas que transportarían este botín de belleza y estatura por sobre las indómitas aguas del mar océano! La Reina lucía estupenda, y nosotros los afortunados piratas, no desmerecíamos en nada. Estaban conmigo mis compañeros el "Manguera" y el "Engañabaldosas". El "Manguera" le debía su bomberil apodo a que era súper flaco y alto; y como yo, era un temerario bombero de la 4a Compañía de Bomberos de Viña del Mar; y el pobre "Engañabaldosas" le debía su mote a que era medio cojo, y cuando caminaba e iba a pisar el suelo con su pié derecho, éste hacia una rápida pero precisa maniobra en el aire -giraba lumínicamente a la izquierda, después a la derecha, y luego se enroscaba para arriba para volver a girar a la izquierda y hacia abajo en un yoctosegundo- y terminaba posándose en el suelo como a veinte centímetros (o a una baldosa de distancia) de donde se suponía que pisara. Entonces al caminar, el "Engañabaldosas" tenía el vaivén de una cumbia con hernia. Si usted no sabe lo que es un yoctosegundo; no sea flojo y averígüelo en el libro que tiene más citas que Giacomo Girolamo Casanova de Seingalt: el diccionario.

Bueno, el "Manguera" parecía más un bucanero con su sombrerote de ancha visera frontal, y su faja roja a la cintura en la que colgaba su mosquete hecho de madera y de los cilíndricos pedazos de un tarro de Nescafé. Se había pintado una barba negra y unos bigotes gruesos con un "plumón" negro, lo que le costó sacárselo de la cara como tres semanas. Su estatura le daba un aire de Barba Negra.

El "Engañabaldosas" era pelirrojo así que se disfrazó apropiadamente de Barbarossa con una chaqueta roja larguísima al estilo del año 1700 con botones dorados y solapa ancha y gruesa. Le adornaba su roja y desordenada cabellera un gorrito de lana negro con una calavera dibujada en la frente que se parecía más a una foca tuerta que a una calavera, y colgada al cinto, una espada larga de cartón forrada en papel de aluminio que era más fláccida que un tallarín recién cocinado (por decir algo decente).

Y yo que quería impresionar a la Reina Mechona y a todo Valparaíso, me disfracé del Filibustero galés, mejor conocido como el Pirata Morgan. ¡Hubiesen visto lo que me costó conseguir las partes del disfraz! Fué más difícil que envolver un triciclo, pero pude recolectar las piezas más importantes entre las cuales se encontraban una impecable camisa blanca de mosquetero con unas amplias y románticas mangas que se aguzaban en las muñecas, un pantalón de lino negro más apretado que tuerca de submarino; un anchísimo cinturón de cuero de vaca muerta de color café para colgar mi legítimo alfanje que heredé del Museo de Cera, y un perspicaz estilete que me prestó mi tío Aquiles; un magnífico sombrero alado con unas grandes y suntuosas plumas; y unas botas de piel negras hasta medio muslo, que después de su doblez estándar, quedaban a la altura de las rodillas. Para rematar, llevaba un esplendoroso parche negro en el ojo izquierdo que me daba un aire de terror y aventura. Las botas me quedaban un poco grandes y crujían al caminar, pero el conjunto lucía asombroso. Lo único que faltaba era la música de fondo para parecer el mismísimo Pirata Morgan.

Como parte de las decoraciones del bote, llevábamos un pequeño bocoy lleno de ron para agasajar al botero y para celebrar durante la travesía marítima. El ron, que debo decir era de gran calidad, fué una generosa gentileza del Restaurante "El Membrillo". Si hubiese sabido lo que iba a pasar, quizá hubiese sido astuto y más apropiado el haber llevado un buen botellón del afamado tequila C.O. Jones.

La caleta entera estaba de fiesta, nuestro bote estaba preparado, los piratas ansiosos y la carrera a punto de comenzar, así que subimos a la Reina al bote, la sentamos cómodamente en la silla que habíamos ubicado para ella, y esperamos el pitazo de partida. Mientras hacíamos esto, miré ansioso y escrupulosamente a los botes de la competencia. Comparados con el nuestro, no parecían mucho; los "piratas" de las otras embarcaciones se parecían más a un saltimbanqui o a un pirata de acequia que a un verdadero pirata como nosotros. Y Pedro, nuestro osado piloto, con su gran espíritu deportivo, llevaba envuelta la cabeza en un pañuelo rojo con lunares negros que lo hacía lucir como un verdadero pirata caribeño feroz.

¡Prepararse! ¡Alistarse! ¡Listos! ¡YA! -tronó la poderosa voz del guatón de la Municipalidad proyectando su mandato con un altavoz de lata barata pero sonora. Y todos los botes con sus piratas y la Reina, se hicieron heroicamente a la mar en medio de una algarabía con voces discordantes, gritos de alegría, música surtida, correrías sin meta y los sonoros lemas gritados a todo pulmón por los integrantes de las barras que cada equipo había traído para que les alentasen; y en medio de toda esta galimatía, la brisa de la Caleta "El Membrillo" barría gentilmente el perenne aroma a Juana hacia el mar. Hasta aquí seguimos bien con el cuento.

La pequeña armada de botes parecía una flotilla de invasión que se había lanzado a navegar en busca de la Caleta Portales. Cada engalanada embarcación retumbaba en el aire con los aullidos de sus tripulantes alentando a sus remeros y profiriendo alaridos y augurios de victoria. Nosotros ya estábamos en la avanzada, así que desde mi improvisada cofa de vigía podía distinguir a casi todos los botes detrás nuestro, con el magnífico fondo de la engalanada Caleta "El Membrillo" que nos despedía cariñosa a lo lejos. En esos momentos traté de imaginarme cómo se habría sentido el Almirante del Mar Océano Don Cristóbal Colom (no Colón como erradamente se ha escrito y enseñado por las coimeadas plumas de los cartógrafos de la historia) cuando abandonó el Castellano puerto de Palos de la Frontera con sus tres osadas mancebas en la soleada tarde del 3 de Agosto de 1492 en busca de triplicar el tamaño de ese bilateral planeta, y convertirlo en un mundo tridimensional.

Al pasar de los minutos y mientras nos adentrábamos al compás del poderoso y constante impulso de los remos en esos densos parajes que solo habíamos visto desde la avenida costanera guarnecida con sus negras y frías rocas (¿probablemente provenientes de la Edad de Piedra?), las voces y la bulla iban disminuyendo aceleradamente como por encanto. El pesado silencio del Mar de Chile se fué tragando los sonidos sin discriminación mientras nosotros nos tragábamos el ron con la misma velocidad, al mismo tiempo que el nervioso vaivén de las olas se apoderaba próvidamente de las fértiles imaginaciones de los piratas y su incauta e inocente Reina. Aquí es donde la cosa se comienza a poner un poco peliaguda.

Los minutos pasaban lentos e imposibles como el razonar de los políticos que mean contra el viento; la distancia parecía infinita como los desiertos morales de los abogados deshonestos; y la velocidad de la expedición era lenta, segura y morosa como las encarnadas degeneraciones de los Falsum Stulta Fetialis que se hacen llamar "sacerdotes", pero que están muy dispendiosos para aprendiz de Druída; y tierra no se vislumbraba por ninguna parte. El ron seguía corriendo generosamente.

En esos iluminados momentos pensaba ¿cuántas noches y días se habrá pasado el intrépido Sevillano semi-moro Juan Rodrigo Bermejo (Rodrigo de Triana) encaramado precariamente en la cofa del mástil de La Pinta oteando el horizonte hasta que los ojos se le secaron de lágrimas, y sin una gaviota con quién conversar? ¿Cuánta ansiedad y desasosiego habrá colmado el aventurero corazón del Almirante del Mar Océano mientras observaba angustioso cómo esa perpetua e inexplorada estepa de aguas eternas e infinitas alejaba el horizonte a medida que navegaba laborioso hacia él, y que escondía narciso afanadamente la iluminada promesa de su imaginación?

El bullicio ya casi se había desprendido del ambiente cuando súbitamente las sedas del agógico silencio fueron violadas descortésmente por un barbárico y brutal sonido. Un poco desconcertado miré sorprendido hacia el lugar desde dónde se había originado el sonido, y para mi espanto ví que el pobre "Engañabaldosas" estaba más doblado que camisa nueva "güitreando"(5) su alma por babor. ¡Qué espectáculo más desagradable!, ¿y el fondo musical?, ¡para qué decir!

(5) Ésta es una expresión 100% chilena, y equivale a decir: vomitar, regurgitar, desembuchar, basquear, arrojar, etc.; actos, aunque involuntarios; desagradables y de poco gusto social. ¡Simplemente bastaría decir que no le gustó el almuerzo!

Todo el mundo se volteó hacia el "Engañabaldosas" que a esta altura solo mostraba los corcoveos de su trasero, mientras tanto, Pedro sonreía ampliamente dejando entrar el sol y la brisa marina por entre los ausentes dientes con un silente pulular. Aquí es, como le advertí, cuando la cosa se jodió.

¡No había para dónde arrancar! El "Manguera" y yo nos miramos desconcertados. Seguidamente miramos a la Reina Mechona que se había bajado de su trono y se veía anabióticamente paliducha. Los brillantes y soberbios colores del maquillaje apenas iluminaban su ahora cadavérico talante. El pomposo peinado con que se embarcó estaba medio alicaído por la imperdonable humedad salubre del mar y había perdido al menos dos centímetros de estatura. Su esponjoso y periférico vestido blanco de mil enagües parecía ahora un desfile de sacos de panadero, cortesía del salífero y húmedo resuello del mar. Ahora me preguntaba de cómo es que la habían elegido Reina…

Casi sin demora y como si lo hubiesen ensayado muchas veces antes, la Reina Mechona y el "Manguera", arengados por las sinceras, pero poco aristocráticas arcadas del "Engañabaldosas", integraron el coro simultáneamente sobre babor. Ahora resulta que eran tres tristes traseros tragando bilis de su morral hepático. Yo no sabía qué hacer, estaba más perdido que una piragua en una piscina, y mi estómago comenzaba a estar más revuelto que dormitorio de pavo. Pedro continuaba riéndose inocentemente pero a todo vapor mientras que remaba vigorosamente, pero ahora el tono de su risa tenía un atemorizante dejo a Drácula.

Lo inevitable no se hizo esperar. A pesar de mi extensa experiencia náutica previa, yo ya estaba más mareado que gusano de tequila, y solo necesité un par de arcadas más de la barra para unirme al equipo. Ahora la resonante risa de Pedro despertó a Neptuno, que un poco airado por la interrupción, comenzó a sacudir el mar provocando una pesada marea que no hizo más que agravar nuestra precaria situación esofagial.

- Güeno cabros -se oyó de pronto la atronadora voz de Pedro haciendo un alto en su carcajeo- y con el autoritario tenor de la experiencia nos dijo:
- Miren p'o, si cuando estén "güitriando" sienten algo peludo en la garganta, aprieten bien los dientes porque es el poto! -y se largó a reír como un degenerado.

Para agravar esta difícil situación, se acabó el ron. Hay coyunturas en la vida en que la falta de algo es buena, y a veces inteligente. Veamos; el Demonio no tiene esposa -para muchos esto es bueno-; por ende, ¡Don Demo no tiene suegra! Ahora, esto sí es inteligente. ¿Se dan cuenta de lo que podría llegar a ser la suegra del Demonio? ¡Enhorabuena Mr. Demonio!

En la humillante posición en que me encontraba temporalmente, yo no podía entender de cómo es que yo que me había inscrito para estudiar Ingeniería en tan distinguida Universidad, estaba aprendiendo anatomía en tan inapropiado quirófano. Lo peor de todo, es que esto no es lo peor de todo... ¿Qué cosas, no?

Eventualmente las arcadas marinas terminaron y nos pudimos sentar otra vez en la galeota de escotilla que descansaba fuera de lugar en la generala del bote. Todos lucíamos como zombis con jaqueca, con la excepción por supuesto de Pedro, que a pesar de que había cesado de reír ya, tenía estampada en la cara una mueca alegre más grande que la labia del Wasón. La Reina no estaba nada de contenta. Por fortuna para nosotros que habíamos perdido casi un kilo cada uno y habíamos contribuído con la diversificación alimenticia para el plancton, ya se vislumbraban las siluetas de las construcciones de la Caleta Portales, y las pequeñas falúas que tapizaban su ensenada. En ese momento pensamos que por fin se acabarían nuestros infortunios. ¡Qué ilusos éramos! No teníamos la más peregrina idea de las calamidades que estaban por desatarse.

Los otros botes estaban cerca nuestro, y los gritos de todos se renovaron con nuevos bríos otra vez a la vista de la meta. Ahora estábamos en la recta final. Lo único que restaba era atracar el bote y entregar la Reina Mechona sana y salva a los escoltas del autito ese de color "putativus cotiledonis cannabis", y después había que correr desaforadamente por las calles de Valparaíso unas veinte cuadras hasta un camión que nos llevaría el resto del camino a la Santa María. El problema era que había que desembarcar primero. Bueno, ¿se acuerdan de que Neptuno no estaba muy conforme con el trato que le dimos tan displicentemente con nuestras avinagradas ofrendas esófago-alimenticias, un poco cargadas al ron? ¿Y de que se puso a revolver el mar con su malgenio? Bueno, la mar estaba "picada" y las chalupas se zarandeaban más que una pareja bailando Tango en 78 revoluciones.

Llegamos primero al molo y seguidamente nos acercamos al muelle de cemento para desembarcar. El pasajero más contento era la Reina Mechona que no hallaba el momento de desembarcarse de ese bote, que ahora llevaba un olor tan insoportable a pescado vinagre que se podía escuchar. Los tripulantes seguían tan cariblancos como Michael Jackson, y Pedro tenía atorada una sonrisa en su cara que se descolgaba de oreja a oreja con serias amenazas de carcajada. Aquí es donde se inicia el clímax de la "mala cueva"(6).

(6) Aquí hay otra expresión del silabario alfabetical chileno, y es equivale a decir mala suerte; pero "mala cueva" es la culminación en todo su esplendor de la "mala raja". La expresión mala suerte no es suficiente para contener el verdadero calibre de este tipo de mala fortuna. Ojalá que usted haya entendido esta explicación, porque si nó, ¡"mala cueva" no más, p'o!

La experiencia y el conocimiento náutico de Pedro fué casi inservible en el episodio que sigue por más que trató éste de que las cosas salieran bien, pero la falta de conocimiento y la absoluta carencia de destreza de los piratas que le acompañaban se hizo patente en esa nefasta mañana de Marzo.

También llegamos primero al desembarcadero, el problema era que con la jodienda de Don Neptuno, las olas se hundían como tres o cuatro metros bajo el nivel del malecón y enseguida y sin concierto subían rápidamente hasta pasarse unos treinta centímetros del nivel de la escollera inundándolo todo mientras que los ayudantes que esperaban para socorrer a los piratas y a la Reina en el desembarco, huían urgidos por los repizcos de las olas, y también para no mojarse. La situación estaba difícil. La reina comenzó a aterrorizarse matemáticamente porque cuando nosotros contábamos 1, 2, y… …no alcanzábamos a llegar al 3 porque la marea ya se movía en distinta dirección con un bravo balanceo que nos tenía asidos firmemente al bote. Cada vez que contábamos sin poder saltar, la Reina se ponía más blanca. Pedro hacía lo mejor por acercarnos a la orilla sin que el bote se hundiera, pero sin resultados.

La presión comenzó a subir rápidamente como en una olla a presión (Marmicoc) a medida de que los otros botes llegaban a desembarcar. Ahora había competencia por doquier para apearse de los botes. El espacio marítimo se redujo grandemente y Don Neptu parecía estar divirtiéndose con nosotros. Ahora los botes estaban peligrosamente cerca los unos de los otros y comenzaron a espolearse en las bandas, agregando con esto al nerviosismo y al pánico. La Reina no se atrevía a desmayarse por miedo a caerse al agua. Los otros piratas estaban lidiando con el mismo dilema: o saltaban en el momento preciso, a la altura precisa, con la velocidad precisa y en la dirección precisa; o de lo contrario se zambullirían involuntariamente en las sucias y aceitosas aguas de ese atracadero. Además, corrían el peligro de que en el agua los atropellara uno de los botes circundantes.

Para agregarle más drama a esta odisea que ya había sobrepasado los límites de lo melodramático, el "Manguera" me grita -"¡Ya p'os Loco, vos soy el capitán! ¡Hace algo p'o!" Lo escuché claramente entre el ruido y lo miré a los ojos sin pestañear. Parecía que estaba mirando un par de antenas parabólicas abiertas al máximo de su capacidad. Lo único que se veía de la cara del "Manguera" eran sus enormes ojos abiertos. Seguidamente miré a la Reina. Ésta me miraba con unos ojos que competían con los del "Manguera" y con una mirada de autoridad súbita bordada con grandes sombras de súplica, y subrayada generosamente con horror acuático. ¿Qué más podía pedir en ese momento glorioso? Ahora resulta que yo era el capitán; pero como no había tiempo de discutir ni para llamar a voto, asumí la responsabilidad con estoicismo, y porque no me quedaba ningún otro remedio.

A grandes hombres, grandes problemas; y a grandes problemas, osadas soluciones -me dije a mí mismo tratando de auto-convencerme mientras que trataba de juntar agallas, expulsar el julepe de mi guata, e investirme de temeridad. No resultó. Yo continuaba más asustado que abadesa con tardanza.

Ahora, todos los botes habían llegado a la meta y estaban compitiendo por el escaso espacio en el rompeolas, y las embarcaciones chocaban unas con otras constantemente con una inestable violencia que no se podía ni saltar al abordaje. No sé como coños se las arregló Don Arturo Prat Chacón para hacer lo que hizo, pensé. Ahí me dí cuenta de que la valentía no llega gratis. Pero no hay prórroga para el peligro, así que le así firmemente la mano a la aterrorizada Reina tratando de consolarla con mi osada y varonil actitud, y le dije:

- M'hijita, afírmese bien de mí, y cuando le diga; ¡saltamos!
- ¿Dónde saltamos? -dijo con voz trémula y atragantada por el pavor.
- ¡Al muelle!
- ¡Cuál muelle?
- ¡El único que hay! -le dije mirándola un poco turnio y desconcertado; pero después caí en cuenta que no hay que saber para ser Reina.
- ¡Ése! -le dije apuntando con mi dedo hacia la maciza masa de cemento.
- ¡Ay dios mío! -exclamó desesperanzada, pero me apretó más la mano. Cuando me apretó la mano sentí la presión del anillo que llevaba en su linda mano, anillo al que no había podido observar con detención anteriormente, pero ahora lo hice: ¡joder!, no era un anillo, ¡era una verruga! ¿Qué cosas, no?

Esperé pacientemente por el momento preciso mientras manteníamos el desequilibrado equilibrio en el resbaladizo borde del bote. Detrás de mí oía los resoplantes bufidos de Pedro. Durante todo este tiempo me había preocupado de observar la mecánica de las olas con respecto al muelle y a los otros botes, y descubrí que cada tres olas chicas, venía una grande, y después de otra ola chica, venían dos grandes, pero demasiado grandes para desembarcar, así que había que esperar la cuarta ola después de otras tres olas chicas. Con esto en mente, había que fijarse también de que los botes de ambos lados se separasen un poco antes de la cuarta ola para evitar una colisión, porque normalmente después de las dos olas chicas que seguían a la ola grande, los botes se desplazaban con fuerza y rapidez al montar las otras dos olas grandes que seguían a las olas chicas que precedían a la ola grande. Para qué decir del griterío espantoso que había, el que no contribuía para nada con la calma y la concentración.

No importaba, nada importaba; era cada pirata por sí mismo y para sí mismo. Hacía rato que no veía al "Engañabaldosas" que según Pedro, se había caído al agua por tratar de abordar otro bote. ¡Motín! me dije a mí mismo, pero no había tiempo para ejecuciones ni había tabla para hacerlo caminar. Esto tendría que esperar. Miré por sobre mi hombro izquierdo y ví que el "Manguera" permanecía heroicamente con los nudillos blancos firmemente agarrado del remo derecho de Pedro que trataba de maniobrarlo con gran dificultad e impedimento. Pedro sudaba balas y hacía uso de toda su experiencia de piloto, mientras los músculos de sus brazos parecían tener varices con el extenuante esfuerzo. Había un gil en el bote del lado rezando el padrenuestro. Ahora le encontraba sentido a San Pedro, pero no era el momento de arrepentimientos, así que miré con determinación a la Reina que ya estaba casi transparente y le dije:

- ¡No te preocupes, todo va a salir bien!

De pronto, todo el ruido desapareció de mis oídos, las olas parecían ayudarme a contar: 1,2,3… 1… 1,2… Me concentré, solo veía el resbaladizo danzar de las olas: tres olas chicas, pausa, una ola grande, miro a los botes a babor y a estribor para asegurarme de que no nos tocaban o embestían, una, dos olas chicas otra vez, pausa; una ola grande… otra ola grande… y comenzaba de nuevo. Sentí que la Reina temblaba. O era de emoción, o era de frío; pero temblaba.

- ¡Ay! -dijo la Reina. La miré. No pasaba nada. Me hizo perder la cuenta.

Acá venía la segunda patita. Tres olas chicas, pausa, una ola grande, miro velozmente a los botes a babor y a estribor para asegurarme de que no nos tocaban o embestían, una, dos olas chicas otra vez, pausa; una ola grande… otra ola grande… algo pasó, la ola chica no apareció… en cambio vino un chapuzón de agua helada acompañada de unos gritos de piedad del bote del lado.

- ¡Ay! -exclamó la Reina otra vez, pero no le dí bola. Quizá ella quería llorar, pero no emitió el mínimo vagitus.

La endemoniada marea seguía… tres olas chicas, pausa, una ola grande, miro febrilmente a los botes de babor y estribor otra vez, se mantenían a distancia, 1,2,3… 1… 1,2… aquí venía otra vez la primera ola grande y éste era el momento exacto y crítico que esperaba para saltar.

- ¡Ahora! -exclamé sin titubeos, y salté enérgicamente como una pantera histérica y asustada en pos del borde del muelle… Esas fueron mis últimas palabras que por alguna razón hicieron eco en las palabras de Julio César que pronunció en una lengua que dominaba a la perfección, el Griego: "καὶ σύ, τέκνον"; transliterado como "Kai su, teknon?" (¿Tú también, hijo?).

- ¿Ah? -dijo la Reina… … …!!!
- ¡Ah! - ¿dijo la Reina? ¡No me joda!

Yo ya estaba en el aire y completamente comprometido en el salto. Cuando escuché esa palabrita, un escalofrío espeluznante me mordió la nuca en ese segundo fatal, sentí que se me arrugaba todo, y antes de que mi pié derecho pudiese posarse prestamente en el frío concreto del muelle, sentí en la mano el rudo tirón que me dió la Reina que decidió quedarse atornillada al bote. La caída de ambos fué larga, sin elegancia y poco romántica porque ya estábamos en la rezaga de la ola número siete que era poderosa y larga (además de sucia), y que chupaba toda el agua que estaba cerca del muelle. Mientras caíamos al agua creí escuchar un angustiado y profundo suspiro de la Reina, pero ahora sé que fué un peo.

¡No sé si fué cataplúm, o cataplach, o catagüoch, o catanoséquécresta! pero caímos al agua como dos sacos llenos de Solanum Tuberosums sin salero ni apropiada delicadeza. Literalmente pasamos de Reina y Pirata, a dos simples gatos mojados en desagüe ajeno.

Escuchaba claramente desde el agua las carcajadas de Pedro y de Neptuno, pero ahora estaba preocupado de no ser arrollado por los botes y de salvar a la Reina. Era el caos, el castigo de los dioses, el laberinto del destino, la eventualidad del sino, la predestinación de la fortuna, el fatalismo en píldoras, y el gráfico epíteto de la "mala raja". Cuando emergí del agua, había perdido el parche negro del ojo, las alas de mi sombrero colgaban como escrotos sin destino, las magníficas plumas de mi sombrero las que en un momento lo adornaron varonilmente, estaban perdidas en acción, y sentía que las botas llenas de agua me jalaban a los dominios de la Ninfa marina Eurinome, pero logré vislumbrar a la Reina por entre las largas mechas mojadas que cubrían mi rostro y las olas que se entretenían en zarandearla. Me puse a nadar hacia ella con el apuro de Johnny Weismüller.

Entre la mojada confusión ví que Pedro y el "Manguera" se abalanzaban sobre la borda para venir en nuestro socorro. Pedro, el botero heroico, se zambulló en las gélidas aguas con la habilidad y prestancia de Flipper y con la agilidad de Nimo (antes de que lo encontraran, eso es); y se puso a nadar velozmente en pos de la Reina. Curiosamente noté que llevaba un traje de baño… Ví que el "Manguera" mientras se movilizaba presto a lanzarse al agua; en su apuro se tropezó con uno de los remos que Pedro había inteligentemente puesto dentro del bote para no perderlos, y al caer se golpeó la cabeza con la borda del bote, y quedó aturdido instantáneamente con el ojo derecho abierto y mirando al cielo mientras que un solitario moco aprovechando la confusión, se le descolgaba furtivamente de la fosa nasal derecha.

Pedro y yo llegamos hasta la Reina casi al mismo tiempo y apuradamente la alzamos de los brazos para que sacase su cabeza del agua. Cuando le tomé el brazo a la Reina me pareció que estaba bastante fláccido y blando. Después me dí cuenta de que no era el brazo. Con el rabillo del ojo vislumbré al traidor del "Engañabaldosas" que estaba siendo izado dentro de un bote de la competencia, y entre empujones, pataleadas, tragos de agua salada, respiraciones entrecortadas y resoplando como toros; Pedro y yo logramos llegar al borde del muelle con la desesperada Reina aferrada como lapa a nuestros brazos.

Oportunamente, llegaron a nuestro rescate los valientes y atentos observadores que estaban en el muelle a la mira de esta colosal desgracia. Después de un par de malogrados intentos y unos fallidos jalones, lograron rescatarnos de las volubles aguas del Pacífico y subirnos al muelle. El público estalló en una andanada de aplausos y voceríos de victoria. Miré a Pedro. Seguía sonriendo calmadamente como si nada. Por alguna razón sin dejos siniestros, Pedro me recordaba a ese famoso toxofilita de la floresta de Sherwood.

Dejé de escuchar las insolentes carcajadas de Don Neptu; la manga izquierda de mi flamante camisa había desaparecido, y mis botas estaban llenas de agua, tuve que estornudar violentamente para desalojar a una intrusa pandilla de fitoplancton que se me había encaramado por los pelos de la nariz y pretendían establecerse en el seno Ethmoideo derecho, y la Reina… ¡Ah!, nunca supe dónde quedó el bocoy…

Tengo que explicar aquí por separado el estado anímico, físico y emocional de la Reina Mechona para poder darle cierta justicia al épico episodio que ella acababa de agregarle a su joven y desprevenida vida. Para comenzar, ella estaba en un trance fisio-somático y comatoso deplorable que no la dejaba enhebrar palabras coherentes, respiraba con dificultad, tosía convulsivamente como un perro trapicado, y miraba al suelo como si hubiese encontrado un billete de cincuenta "lucas". Ya no llevaba su hermosa corona, y su pelo se había desteñido y le colgaba pesado sobre los hombros cubriéndole la mitad de la cara. El vestido parecía una conferencia de estropajos ilegales apretados que denunciaban una pancita que hasta ahora, había pasado desapercibida entre los velos del vestido. Las pechugas también se le habían desaparecido. Aparentemente cuando cayó tan violentamente al agua, lo hizo de pecho, y las tetingas se le reventaron. Evidentemente acuatizó encima de una familia de erizos.

Esto no era lo peor. ¡No señor! Para entender la naturaleza, el raciocinio y la psicología femeninos, hay que tener muy clarísimo cuál es el orden y la importancia de ciertos factores vitales en la constitución mecánica de la dinámica emocional de la mujer, y sus consecuencias de orden magnético, óptico y acústico, todos de enfoque social. El orden es como sigue.

Primero, los zapatos son de vital importancia estratégica social y personal. Un par de zapatos del color perfecto y de un diseño inigualable, son más que vitales. Nuestra Reina los había perdido en el naufragio. Segundo y aún más importante; el peinado. El peinado femenino es la gloriosa carta de presentación y el rompe-filas masculino. Es un estatus en sí mismo y en comparación con otras mujeres, y el aspecto leonino que ofrece, le dá a la portadora un lugar preponderante en los vastos espacios de su tan competitiva sociedad. Tercero, y quizá el más importante y trascendental de todos, es el maquillaje. El maquillaje es un carnaval de colores, es la pintura de guerra, es el mejor camuflaje que ha existido. No importa cuán fea sea usted, el maquillaje hace milagros y la deja de "partirla con la uña" con la simple aplicación de un poco de variadas y querubinescas pinturas estratégicamente situadas y salpicadas alrededor de la cara.

Hay también maquillaje en polvo, y los hombres siempre quieren echarles un polvo a las mujeres, pero éstas se resisten, aún sabiendo que es por su propio bien. Una mujer bien maquillada es más peligrosa que una piraña en un bidet.

Bueno, nuestra Reina Mechona se había embarcado con una perfecta carita de ángel, postiza o nó, era de ángel. Su maquillaje era más que perfecto y capturaba una hermosura celestial que quitaba el aliento y alborotaba el duodeno. Si no me hubiese fijado en esto antes de embarcarnos, en este momento no hubiese podido reconocer a la Reina aunque mi vida dependiese de ello. ¡La Reina lucía espantosa después del remoje! Después de salir del agua tenía un ojo negro lacrimoso súper alargado que le llegaba hasta el cuello, el otro ojo parece que le habían dado una bofetada y estaba desparramado hasta la frente. El "rouge" de los labios lo tenía desparramado en completo desgobierno por toda la cara hasta el hombro izquierdo sin discriminación; las cejas se le habían desaparecido misteriosamente; y el lado derecho de la pátina de menjunjes femeninos bélicos que le sujetaban la cara, se había desprendido dejando en evidencia unos negros y horribles bigotes retorcidos que no le quedaban nada de bien, ¡a no ser que fuese una suegra, por supuesto! La pobre mujer parecía una acuarela esquizofrénica con un tic nervioso, o tal vez emulaba el retrato de una sirena atropellada por un cardumen de barracudas borrachas sin frenos.

¡Para qué hablar del lenguaje de esta dama! Pasó en un lumínico yoctosegundo del calmado y civilizado tono diplomático, a la intempestiva y hereje germanía de impuras sabandijas infernales blandiendo lenguas altamente virulentas. No puedo repetir estas demoníacas palabras en este escrito porque hay inocentes lectores de menos de 90 años. En ese momento todavía le estaba sujetando el brazo - yo seguía pensando que era el brazo-, pero con gran desdén y hostil desafecto me empujó violentamente a un lado, y se encaminó hacia los compinches que la escoltaron al aparatito ése de color "putativus cotiledonis cannabis" mientras que me daban áspides miradas sin misericordia. Aparte de esto, la Reina estaba súper bien y quizá lo más apropiado en ese momento para ella hubiese sido una escoba como método de transporte.

Por lo menos mi alfanje y mi estilete todavía colgaban de mi cinto mirando hacia abajo a las botas, todavía llenas de agua. Giré hidráulicamente un poco hacia la derecha tratando de achicar agua de las botas y para evitar las miradas directas del público, cuando me encontré con los inquisitivos ojos de Pedro, quién me ofreció una amplia y honesta sonrisa la que le trajo un escaso y apurado vestigio de solaz a mi humanidad en conflicto.

¡Pero esto no terminaba aquí! Como yo estaba completamente mojado y aterido de frío, un alma caritativa vino en mi auxilio con una manta seca y una taza de té bien caliente. Era una señora de mediana edad con un moño chueco que se compadeció de mí, y su Alma Mater la impulsó a protegerme en ese momento de completo desaliento. Con todo este contacto con el agua de mar, con el frío, el viento helado, la humedad, el esfuerzo y el susto, yo tenía las narices tapadas y parecía que me pescaría un virulento resfrío; así que la taza de humeante té caliente fué muy bien recibida. Tomé la taza con ambas manos para darles un poco de calor a éstas, y sorbí apresurado la primera libación. Lo hice con tanta ansiedad que me trapiqué, y por no toser y desparramar el té desde mi boca para todos lados, tosí con la boca cerrada. Éste fué uno de los errores más denigrantes que he cometido, y del que más me he arrepentido en la vida.

Como tenía la nariz completamente congestionada, con la fuerza de la toz que expelí por la nariz, dos enormes, verdes, elásticas y sólidas columnas de mocos frescos y cohesionados salieron disparadas como artillería pesada hacia afuera. La balística velocidad con que salieron los mocos fué tal, que no alcancé a quitar la taza, y las dos sendas columnas de humana secreción verde-amarillento se sumergieron completamente como submarinos gemelos por un breve instante en el hirviente té. Al darme cuenta de esto, aspiré instintivamente los chúcaros mocos de vuelta a las fosas nasales, pero fué demasiado tarde y en vano… los mocos ahora estaban recontra calientes, así que cuando se metieron de vuelta apresuradamente a la nariz, me quemaron las fosas nasales provocándome un inmenso dolor que me hizo dar un alarido y botar la taza de té al suelo por agarrarme la nariz con las dos manos. La pobre tasa se azotó con tal fuerza en el duro pavimento que se reventó en mil pedazos mientras que los sendos mocos ahora colgaban relajados, cobijados y sin intención de escaparse de entre mis fríos dedos.

Ya no me quedaba espacio en el alma para más humillación. En un momento de desesperada iluminación me pregunté: ¿habré desembarcado por error en Canossa?, pero deseché el pensamiento al vuelo, y sin titubeos ni contemplaciones de ninguna especie, me limpié apresuradamente los mocos de las manos en el pantalón negro creando un diseño un tanto suprarrealista y Pop al mismo tiempo, y emprendí una loca y veloz carrera alejándome del puerto sin siquiera despedirme, o dar las gracias; solo quería alejarme lo antes posible de ese infierno. Mientras corría hacia el camión que nos estaría esperando para llevarnos el último tramo, mis botas iban cantando: "scuich, scuach, scuich, scuach"… Durante mi desconsolado galope me dí cuenta de que yo no lucía ni un ápice mejor que la Reina, pero esas realidades no llevaban ningún peso en esos momentos. Mis botas seguían cantando: "scuich, scuach, scuich, scuach"…hasta que llegué al camión.

Mientras viajaba en el incómodo camión cavilando sobre mi suerte ese día, me consolé pensando de que no me había ido tan mal como le fué a Juan Sebastián Elcano, que después de completar su primera vuelta al mundo (algo parecido a lo que habíamos hecho hoy), sólo regresaron con vida 18 de los 265 hombres con los que partió el 10 de Agosto de 1519 desde el puerto de Sanlúcar de Barrameda, cerca del Guadalquivir, en la provincia de Cádiz; la tierra que absorbió la sangre de Antoñito El Camborio. Aunque en nuestro caso regresamos todos sanos y salvos, ninguno de nosotros dió saltos jabonados de delfín, ni se murió de perfil.

Hasta este momento y aunque no lo crean, la humillación había sido pasajera y de reducido público. La verdadera degradación, deshonra, ignominia, menoscabo y mortificación me estaban esperando en la Santa María acompañados de otro público; uno menos perdonante y más avasallador. Fué obvio para mí que las noticias corrían más rápido que yo; aunque yo poseía una ligera planta y era rapidísimo. Aparte de la afrenta y la mortificación que se enseñoreó a costa de mi persona por el resto del día, no me dejaron acercarme más a la Reina Mechona, a pesar de que yo ere el Pirata Morgan. Me quedaron solo dos opciones: o lloraba, o me reía. Recordé a Pedro por un instante, y decidí reírme.

Más tarde ese día aprendí que el "Manguera" aparte de tener un hermoso chichón de proporciones bíblicas que le engalanaba el centro de la frente, estaba bién. También supe que el "Engañabaldosas" había tratado de abordar el otro bote para recoger un chaleco salvavidas para la Reina por si se caía al agua ya que nosotros no llevábamos ninguno. Me alegró mucho saber de que el "Engañabaldosas" no era un traidor, y que se encontraba bien de salud. Según él, que me lo contó unos días después, había dado un salto correcto y matemático digno de un ingeniero, pero la pata mala en vez de pisar la borda del otro bote, en el último momento -como era costumbre para el antojadizo apéndice éste- después de la consuetudinaria mariguanza que hacía en el aire, decidió pisar veinte centímetros corto de la borda, justito encima del mar.

Recibí con gran alegría el término de aquel memorable día, así que con el pelo lleno de harina, con una docena de huevos reventados por toda la espalda, con los pantalones piratas llenos de yeso y mocos que amenazaban secarse y paralizarme, y con todo un arcoíris de gritonas pinturas sembradas por todo el cuerpo, me fuí a descansar a mi departamento que me esperaba paciente en las mansas y susurrantes playas de Reñaca. Cuando llegué a casa, me tomé un largo baño caliente que se sentía bastante mejor que las aguas del Mar de Chile, también me tomé un tecito caliente y dulce sin mocos, y me fuí a dormir pesadamente, y a soñar un sueño hermoso contigo niña mía, que me habías acompañado insistente en mis pensamientos durante todo el día...

Al día siguiente ya descansado y sintiéndome mejor del fiasco del demoníaco día anterior, me dirigí a la Caleta "El Membrillo". Cuando llegué a ese consistente refugio del tiempo, busqué a Pedro entre la multitud que pisaba y desordenaba las piedras de la playa. Allí estaba él seriamente atareado en sus faenas de espineles con un compañero, trabajando junto a la heroica "La Esperanza". Al yo acercarme me reconoció inmediatamente y me ofreció esa idílica y honesta sonrisa que ahora era la envidia de los irascibles dioses perjuros.

- Buenos días joven -dijo amablemente.
- Buenos días Don Pedro -contesté algo avergonzado.
- Éste es Simón -me dijo apuntando al compañero que le ayudaba con los espineles.
- Buenos días Simón -saludé respetuosamente.
- Buenos días patrón -respondió Simón con una sospechosa sonrisa algo sarcástica pero muy respetuosa.
- ¿Qué lo trae por aquí, don Rodrigo? -dijo Pedro
- Bueno… -dije titubeante- vine a darle las gracias por ayudarme con el asunto de la Reina ayer y…

Pedro se sonrió afablemente y me interrumpió para ahorrarme embarazosas explicaciones:
- Me alegro de que todo haya salido bien Don Rodrigo, aunque a la Reina se le haya estropeado un poco el vestido.

Ambos nos miramos y nos sonreímos cínicamente. Simón compartió ampliamente nuestras sonrisas, lo que me dejó saber que Pedro ya lo había puesto al tanto de los ominosos y homéricos acontecimientos del día anterior.

- Bueno Pedro, quería darle este dinerito extra por su gran ayuda -y alargué mi mano hacia Pedro con un rollo de unas 1.500 "lucas" disimulado en mi puño. Pedro me miró un huidizo instante y dijo:
- Se las acepto don Rodrigo, porque las necesito.
- Espero que le sirvan Pedro. Muchas gracias.
- No, gracias a usted don Rodrigo. -Miré a Simón, y éste asintió delicadamente con la cortés reverencia de su cabeza.
- Bueno, me tengo que ir -dije en un tono un poco triste- y disculpe la vergüenza que le hice pasar ayer.
- ¿Qué vergüenza don Rodrigo?
Después de una fugaz, pero calculada pausa agregó con otra enorme sonrisa:
- No te preocupís lolo, esto nos pasa todos los años, ¿cierto Simón? -dijo mirando a Simón quien seguía sonriendo, y que asintió con la cabeza.
- ¡Que le vaya bien en la universidá! -agregó seguidamente.

Hice un saludo de despedida con mi mano, y les sonreí a ambos hombres antes de partir. Simón se sonreía sinceramente sin decir nada, pero mostrando una compacta hilera de encías con dos largos dientes amarillos en el medio de éstas, a los que sus labios no podían ocultar aunque estuviese serio.

Pedro me sonrió de vuelta, y encogiéndose de hombros se despidió de mí, y seguidamente volvió otra vez a las actividades de su consuetudinaria vida pesquera, silbando la misma melodía con sabor al lamento pesquero que lo acompañaba cada mañana en "La Esperanza" mientras empujaba aquellas imperdonables aguas con sus gastados y prodigiosos remos.

Mientras me dirigía a tomar la "Terror del Pacífico", una solitaria y rauda lágrima se desprendió furtiva y sin aviso de mi ojo izquierdo. Nunca supe de dónde vino ni por qué vino, ni siquiera supe para qué vino. No me la arrancó ni el viento, ni la tristeza, ni los recuerdos de la Juana, pero esta solitaria lágrima me dejó un cálido reguero en la asoleada piel de mi mejilla, el que palpitó constantemente mientras escribía esta inconsolable historia.

Al alejarme de la caleta ya sentado en la "Terror", miré por la ventana con algo de amarga nostalgia en el pecho, y lo último que ví fué el Restaurante "El Membrillo" al que sobrevolaban numerosas gaviotas que continuaban chillando coléricas sin cesar.

The Sincipitus Porcus

El Loco

miércoles, 30 de noviembre de 2011

La Pichanga

Con el penúltimo día de Noviembre tratando de escaparse a tumbos del calendario, ése día engalanaba un sol esplendoroso en medio de un claro y límpido cielo, un cielo en donde no se podía encontrar ni una peregrina nube para pedirle la misericordia de su sombra; y el sol; calentaba apaciblemente pero afanoso las silenciosas baldosas del patio en un tibio preámbulo de lo que estaba por desatarse. Repentinamente la campana dejó escapar su metálico alarido como poseída por negros demontres. El mineral redoble sonó como un desesperado toque de Diana que detonó fragoso y convocante, haciendo trizas el frágil y tenue silencio de la mañana. Todas las puertas de las salas de clases se abrieron al unísono con una explosión de iniciativa, y una erupción ácrata, demente e incontenible de Ercillanos se desaguó furiosa con una velocidad lumínica y con un rugir de leones en pos de los patios. En menos de quince nerviosos y afilados segundos, una aglutinada masa humana cubría cada espacio vacante del patio de las baldosas, rápida e indiferente así como las largas sombras de la noche cubren las infructuosas plegarias de los infortunados.

- ¡Patea! ¡Patea! -gritaba uno de los encendidos jugadores mientras que el otro jugador en posesión de la pelota se enredaba furiosamente y trataba de meter un gol.
- ¡Apúrate p'os gil! -se dejaba oír otra voz altisonante entre la multitud.
- ¡Dámela p'os jetón! -se oía el alarido desesperado de otro atacante mientras que una ingente horda de jugadores se abalanzaba al unísono en contra del arco enemigo.
- ¡Ataja, ataja! -vociferaba uno del bando contrario mientras que toda la defensa se abalanzaba en contra del amenazante goleador. Éstos eran como 20, y muy decididos.
- ¡Pásala, pásala! -aullaba uno de otro equipo, pero no se sabía a quién le gritaba.
- ¡Ahora, p'os! -berreaba otro por allá haciendo unos gestos sospechosos con las manos.
- ¿Vos creís que es fácil? - protestaba un guatón luchador respirando con dificultad.
- ¡Ataja, ataja! - clamaban otra vez los de la partida enemiga mientras que volvían a estrellarse en contra de una pared de tacos y canillas moreteadas, pero ahora eran como 27, o un poco más.
- ¿Cuál es la pelota, cuál es la pelota? - rugía desesperado un arquero confundido entre la muchedumbre del arco, mientras que otro arquero con cara de pánico le gritaba perdido a la muchedumbre del área chica:
- ¡Háganse a un lao, háganse a un lao que no veo, p'o!
- ¡No empujís p'o atravesao! -expresaba un arquero bajo, pero con alto desagrado.
- ¡Córrete p'os mata de arrayán florío! (1) - bramaba un indocumentado arquero empujando nerviosamente a otros dos o tres arqueros que le obstruían el paso y la vista, mientras trataba de mirar desesperadamente entre el maremágnum futbolístico estirando el cuello con una pericia abismante, a la vez que trataba de figurar cuál era la pelota de su responsabilidad.
- ¡Ya p'o flaco, patea de una vez! -acotaba acaloradamente uno de la hinchada que estaba sentado en uno de aquellos bancos en frente de la cancha y apoyados en contra de la muralla del edificio, mientras que engullía con ojos desorbitados un sabroso sánguche de pernil con queso y gritaba con la boca llena.
- ¡Cabréate de reclamar! -apuntaba con un dedo de uñas sucias otro jugador desconocido hacia el sinnúmero, exhibiendo grotescamente unas manchas verdes y algunos elásticos jirones de batracio pegados a la camisa blanca; sobras científicas del descuartizamiento de ranas efectuado en la última clase de Ciencias Naturales.
- ¡Ya p'o atontao, patea de una vez! ¿Acaso tenís los deos crespos? -chillaba uno de la galería de los catecúmenos con complejo de entrenador.
- ¡Cáchate ese flaco! ¡No tiene idea de jugar! - decía horrorizado un integrante de la barra apuntando con un sánguche de mortadela a un jugador escuálido al que la pelota lo dominada sin piedad.
- ¡Ataja p'o cojo! ¡No servís p'a n'a! -se oía también entre enredado el ruido que sacudía aquel patio de inocentes baldosas verdes. …desde la calle Santo Domingo, se oían los apagados pero irritantes bocinazos de los primitivos choferes de los automóviles que cruzaban desapercibidos en frente del colegio.
- ¡Cállate machucao! -resonó sordamente una huérfana voz perdida en el magnífico éter de ese oasis estudiantil…

(1) En Chile el Arrayán es un matorral o matojo de un árbol local cordillerano. El "Arrayán" se refiere al arbusto Myrtaceae Luma Apiculata o "Myrtle Chileno", que aparentemente cuando está en flor, se torna "medio tonto". Nuestros gloriosos Carabineros de Chile se han encargado pedagógicamente de educar a la población acerca de la existencia de esta especie de árbol también llamado ordinariamente: Luma. Supuestamente este efecto arboláceo es contagioso y retorna brevemente a las personas infectadas hacia la pubertad mental, o los afecta con una idiotez pasajera, pero no parasitaria. Esta frase la acuñó y la puso de moda la cantante Chilena Ester Soré en su tonada "Mata de Arrayán florido".

Después de un súbito pero desafortunado chute de un delantero-mediocampista-defensa-reserva-árbitro-comentarista-crítico que no encontró el fondo del arco sin fondo, el líbero puso cara de "¡por la chita!", y sin pensarlo dos veces, se rezagó a la retaguardia. Después de emitir un gutural y salvaje rugido cavernal con un ruido de palabas sospechosamente profanas pero dichas en clara señal de frustración; la estampida de jugadores atacantes reculaba ágil y velozmente haciendo corcovadas maniobras entre el gentío para irse de vuelta a sus territorios, y esperar el contraataque.

Entretanto y durante el fulminante contraataque al estilo malón Pehuenche -el que no se hizo esperar- el flamante atacante líder del tropel contrario y ahora portador de la pelota, se sentía imposibilitado de enviar el balón a encontrarse con unas redes que no existían, y estaba en una posición más complicada, incómoda y comprometida que meteorismo intestinal con caldo, y obligado por la muralla humana que le cerraba el paso y las posibilidades, hace un fulminante, un poco desaliñado, pero elegante y contorsionado viraje que semejaba a una hernia bailando rumba, y le hace un pase aunque forzoso, perfectamente preciso al compañero que estaba aparentemente en mejor posición. Éste al vuelo y antes de que la pelota tocase el suelo, le propinó un tremendo zapatazo al balón haciendo una "chilena" espectacular, pero su canilla flaca y sin pelos se encontró con seis tacos de zapato, dos puntetes, tres robustas canillas, una huesuda rodilla desconocida, y un punzante codazo en la espalda que no tenía nada que ver con el partido.

Algo crujió, y la víctima dejó escapar un sentido -¡Ayayay! ¡No sean chanchos, p'o! - que tronó en el patio de verdes baldosas, perdiéndose entre las abiertas puertas de las salas de clases que descansaban de nosotros, y finalmente haciendo un sordo y debilitado eco en las desgastadas y desteñidas ventanas de la calle Maturana; y el osado atacante cayó fulminado al suelo sujetándose a dos manos la canilla en cuestión, y registrando una mueca de dolor en su rostro que me recordaba la cara que poníamos cuando el Hermano Lucio nos pillaba tratando de pasar a escondidas y desapercibidos por su puesto de vigilancia cuando llegábamos atrasados al colegio. Sin duda alguna, había que ser capo como Mampato o Rakatán para poder meter un gol, o comprender y manejar a la perfección el efecto de paralaje estelar, aplicándoselo a los arqueros y a los esféricos balompiés; por supuesto.

Allá en lontananza y reclinado pacientemente sobre el duro y frío poste del aro de básquetbol vistiendo su siempre impecable sotana negra, miraba apacible el menudo Hermano Juan con una mano haciendo visera para sus vivaces y azules ojos, los que siempre llevaban un liviano reflejo de agua bendita, y que eran asaltados impunemente por la irreverente resolana de las baldosas amarillas. El Hermano Juan había cerrado prontamente su librería y suspendido temporalmente sus ventas de cuadernos, lápices, gomas, reglas, compases, los instructivos textos de la FTD y otros bártulos y menesteres escolares para observar inocente la multi-pandemónica pichanga de sus amados y virtuosos alumnos. Su ondulado pelo blanco como la verdad, hablaba de la paciencia y del amor que habían derramado tan abundantemente y con la generosidad que a este hombre de dios le caracterizaba, sobres esas inicuas bestias estudiantiles que hacían historia jugando unas pichangas neo-púnicas, dignas de ser relatadas por ese gran historiador Romano de etnicidad Griega: Appian de Alexandria.

Nadie se preocupó ni se detuvo a socorrer al espartano caído que ahora bufaba como un bisonte en celo y se secaba la traspiración con la manga de la camisa blanca mientras se desordenaba las acerbas cejas. Éste se levantó del suelo dando un heroico brinco, se sacudió rápidamente los pantalones, y volvió a la carga cojeando un poco pero sin reclamar. La pichanga seguía igual. Tenía que serlo, eran solo diez minutos de recreo, y nueve equipos jugando en la misma cancha. No había tiempo para contemplaciones. Nunca se sabía de cuántos jugadores había por lado, ni de cuántos goles se marcaban porque los arqueros nunca estaban seguros de qué pelota era la que tenían que atajar. Lo peor de todo era que todas las pelotas tenían el mismo color -un descolorido y enfermizo amarillo- lo que contribuía grandemente al desconcierto futbolístico. Al final era lo mismo. Siempre ganábamos el partido, sin importar en qué equipo jugásemos. Ésta es una de las magníficas magias de las pichangas del Ercilla, que siempre comenzaban frenéticas, se desarrollaban delirantes y bulliciosas, y terminaban -aunque más sudorosas- frenéticas otra vez.

El resto de la cancha estaba atiborrada de estudiantes ambulantes que osaban cruzarla atrevidamente y en mortífero desafío para tomar refugio en el boliche de las bebidas en medio de una baraúnda que apagaba el guirigay de los taca-tacas al otro lado del patio. La cancha estaba abarrotada de una tremenda cachá ilimitada de osados jugadores que corrían de un extremo al otro de las infinitas baldosas verdes sin cesar y como energúmenos detrás de la pelota, y que muchos de ellos nunca la tocaron, y yo casi siempre era uno de ésos. Pero esto no importaba porque lo importante es que estábamos todos jugando una pichanga. Había guatones, flacos, altos, chicos, negros, no tan negros, colorines, rubios, pelaos, pelucones como yo, y hasta algunos chuecos, todos jugando juntos; y teníamos todos un gran corazón Marista, con la excepción del guatón Manzano.

Hay que hacer un "aro" cortito aquí para explicar que en el patio de nuestro colegio había dos canchas: una de baldosas amarillas, y la de las verdes. La cancha amarilla, que era más chiquita, estaba dedicada al básquetbol, con su propio pandemonio de grandes pelotas saltarinas anaranjadas de orden pulgístico (2) y jugadores de otra índole. Por eso es que todos jugábamos baby-fútbol en la cancha verde. Se acabó el "aro".

(2) Término derivado de pulga, o insecto del orden Siphonaptera. Estos simples parásitos viven de la Hematofagia chupándole la sangre a los mamales, tal cual como lo hacen los cleptoparasitarios políticos con la inocente y pura sangre del pueblo.

Entre los longitudinales límites de las dos canchas, había una hilera de árboles muy bonitos -creo que eran Quebrachos (¡o terminaban así!)- y que estaban bien protegidos de la riada humana con sendas parrillas de alambre negro. Los bancos situados entre ellos estaban expuestos sin amnistía a la hecatombe. Aquí era donde se refugiaban precariamente los aterrorizados alumnos nuevos del colegio, tal como lo hice yo la primera vez que me soltaron sin piedad y a merced en esa jungla futbolística imperdonable, en esas inextinguibles baldosas verdes, las que todavía me arrancan sin permiso suspiros del alma.

La pichanga era un espectáculo Maquiavélico y Wagneriano a la vez, y no le faltaban algunos ligeros, apenas perceptibles -pero presentes- visos de El Conde de Sade. Era grandioso el observar a esta masa catervática descomunal de estudiantes desplazándose en hordas delirantes y furiosas con movimientos semi-telúricos, pero con la prestancia y la gracia de la mecánica de fluídos; en donde una masa amorfa de viriles estudiantes se estrellaba constantemente fracturándose ordenadamente en contra de otro masivo enjambre de escolares Ercillanos, en una forma perfectamente sincronizada y salvaje pero elegante y en perfecta armonía; a pesar de que para a aquel que observaba desde lejos, la pichanga parecía estar más desorganizada que velorio sin muerto, o como el alud de una manada de caballos desbocados sin jinetes. ¡Era el Arca de La Pichanga con toda clase de animales! ¡Si Noé hubiera estado vivo, habría sido el árbitro sin necesidad de tarjetas! Era sin duda, la Torre de Babel construída por mudos. (A propósito, esto habría sido la simple solución para la torrecita ésta, y probablemente la habrían terminado de construír sin discusiones. Como todos saben, errar es humano, pero para dejar una desgraciada calamidad de proporciones bíblicas; se necesita un abogado deshonesto).

De pronto, sin previo aviso y como un fugaz trueno de lo profundo, la verduga campana hecha de españoles bronces patrimoniales suena severa como el Hermano Jovino, quién en su semblante emulaba en tres dimensiones y en Technicolor la misma rigurosa inflexibilidad del Juicio Final; y ésta repiquetea inquieta seguidamente con la completa furia de Orlando, violando tímpanos y algarabía por igual. Todos se dan vuelta turulatos y miran hacia la campana con una sincronía suiza y con un dejo de desilusión y espanto en sus infantiles fisonomías. Y ahí estaba el eterno chico encargado de la campana colgado de la cuerda de ésta, mientras que la zarandeaba con un anhelo y un ensañamiento que cualquiera diría que lo haría crecer. El partido se paraliza instantáneamente y los empeños se agarrotan fríos; el ruido cesa de golpe; solo se oía el polvo cayendo de vuelta al suelo, y como lo hizo la nipona bomba de Hiroshima, el patio quedó vacío de vida y silente en un santiamén agnóstico, ordenadamente y sin reclamos. El chico de la campana nunca creció. La anónima historia cuenta que un día, un clandestino e incógnito Robin Hood se robó la campana.

Reminiscencia
En ese tiempo estaba con nosotros en el colegio el guatón Manzano. Me acuerdo del guatón Manzano porque me parecía que era tremendamente desagradable y además; feo. También me parecía que era picante. Siempre andaba molestándonos a todos con su humor negro y ácido y con sus expresiones incivilizadas de menos gusto y alcurnia que "Clery" (3) de alcantarillado. Sin duda estaba membrudamente investido con las virtudes de Pedro Navaja. Pero estas impresiones las tuve de él cuando yo era un loco chico que no sabía aún cabalmente cómo evaluar a la gente, sino nada más que con mis cándidas impresiones infantiles, pero sé que éstas no estaban erradas.

(3) El Clery es una bebida alcohólica chilena hecha con vino blanco y con trozos de duraznos en conserva, el que se la sirve a los invitados en los velorios. El Clery, según varios catedráticos e historiadores de los confines culinarios chilenos, sería originario de la internacional ciudad de Talca, pero sin importar de dónde sea que haya salido el Clery; siempre termina en un -normalmente- triste velatorio. Mi abuelita Teresa tenía su propia receta de Clery, y se llamaba "Clery Doña Teresa", al que lo preparaba con abundante aguardiente, una generosa porción de coñac, y algunas dulces chirimoyas molidas. Este Clery hay que tomárselo bien sentado porque después de tres vasos, a uno se le doblan las piernas y se empieza a parecer harto al muerto.

Además el guatón sinflón éste aparentemente era más flojo que la mandíbula de arriba y su libreta de notas parecía que era comunista recalcitrante, y su postura estudiantil como acertadamente lo insinuaba nuestro profesor de Historia, era la de Atila; el Rey de los Unos. Por eso es que quizá duró tan corto tiempo en el Ercilla. Por lo demás, en ese entonces yo no pensaba que él era material Marista. Todos los Maristas tenemos lealtad; él no la tenía. De todas formas, nosotros conseguíamos nuestra venganza contra el jodío guatón antisocial porque no lo dejábamos nunca jugar las gloriosas pichangas en el patio verde durante los recreos, y especialmente durante la hora de almuerzo.

En aquellos tiempos, ciertamente nunca me gustó esa albóndiga con patas. Sí, el guatón Manzano. Esta es una memoria retrospectiva, y la menciono ahora sin profundo rencor ni marcada acritud ningunas. Este es un recuerdo casi sin peso que no es más que una de las numerosas hojas del frondoso árbol de mi vida, y esta hoja que a pesar de haber sido pequeña y mustia, sigue siendo una eterna parte integrante del exuberante ramal de mi florida existencia. Nunca supe lo que fué del guatón Manzano, y aunque lo dudo, espero que le haya ido bien. Ahora que estoy viejo y se me han olvidado las animosidades, me acuerdo de él porque decente o nó en aquel entonces, el guatón Manzano fué también; efímera y hueramente, un "compañero" nuestro.

¡Pero volvamos a la pichanga que el tiempo es corto! La pichanga era lo último en tecnología de entretención y gimnasia. Primero y por sobre todo, era gratis. El único requisito para integrarse al juego era ser Marista y tener por lo menos una pierna. Además era un ejercicio compacto y exigente. Generoso además: todos repartíamos gotas de sudor a diestra y siniestra sin mezquindad, y ocasionalmente olor a "ala"; y si usted estaba envuelto en la pichanga y miraba el suelo, a veces parecía ser que estaba lloviendo. Como características principales, la pichanga demandaba risas, alegría, camaradería, algazaras surtidas; y ellas estaban incrustadas de sana competencia, amistad, desafío, y su mayor tesoro era que compartíamos tiempo y vida con nuestros amigos y compañeros; sin deslealtades ni envidias, sin rencores ni desconfianzas, y sin arrepentimientos ni sospechas. Éramos simplemente una banda de jovenzuelos siendo Maristas a todo vapor, y siendo amigos a toda velocidad, a to'o chancho; canillas moreteadas o no.

Antes de comenzar una pichanga no se podía gritar: "¡Falta uno p'a la pichanga!" porque aparecían siete giles instantáneamente y todos querían jugar, así que el nacimiento de las pichangas era asexual y por esporulación estudiantil; algo así como una fiesta Marista de paracaidistas. Al final eran dieciocho hordas postremamente barbáricas de inmoderados pichangeros dedicados a patear unas pelotas de plástico barato, con una energía y con una urgencia como si se fuese a acabar el mundo con el toque de la campana; y porque los recreos eran más cortos que beso de marido, había que aprovechar cada segundo de ellos.

A veces entre el fragor de la contienda futbolística se producían bajas de guerra. Cuando una de las osadas pelotas quedaba apretada mortalmente entre algunos recios y experimentados zapatos, se reventaba con una sorda explosión, y quedaba más plana que la muchacha de la "Vitacura 51A". A veces esto no era más que un pequeño inconveniente porque la pichanga seguía igual con la misma efervescencia pelota plana o nó. Otras veces cuando esto sucedía, los jugadores se cambiaban de equipo con la velocidad de un rayo apurado.

Las pelotas por cierto no eran de buena calidad. Todas estaban medias jorobadas en un lado u otro, como la politiquería chilena. Por un lado el plástico era delgado y débil como la seguridad social, y por el otro estaban gruesas y fuertes como la avaricia de los abogados deshonestos. Parecía que el que las soplaba para hacerlas tenía un solo pulmón. No se las podía patear con mucha fuerza ya que este desequilibrio en su manufacturación las convertía en virtuales boomerangs. Bastaba un chute fortachón, y la pelota se elevaba en el aire como el clamor de los oprimidos, dando furiosas vueltas en el éter como un típico discurso político, y se corría el peligro de que con estas descentradas revoluciones sin control, la pelota regresase al mismo zapato de origen, ¡y sin necesidad de viento! ¡Aaah, qué pelotas eran aquellas pelotas que teníamos en aquel distante tiempo!

Pero el tiempo se niega rotundamente a detenerse para que podamos descansar y nos empuja atropelladamente y con urgencia dentro de la vida sin preguntarnos, y muchas veces sin darnos tiempo para pensar. Pero ahora que estoy más viejo y a veces puedo obligarlo a detenerse solo por algunos instantes, tengo tiempo de añorar aquellas pichangas que me enseñaron tanto sobre la vida, tanto sobre mi niñez, y tanto sobre mis amigos y compañeros. Sí, me enseñaron mucho porque todavía las recuerdo y aún estrujo la dulce sabiduría que ellas dejaron incrustadas sabiamente en las grietas de mi vida, y en los oscuros moretones de mis flacas canillas.

Ahora que añoro tanto aquellas idílicas pichangas infantiles, no sé cómo traducir e integrar a mi pichanga de la vida aquellos memorables y futuristas ecos pichangueros: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!...

La pichanga de la vida ya no la vivimos con la velocidad ni con la energía que derrochábamos tan alegremente y con tanta generosidad y abundancia en aquel patio de inofensivas y verdes baldosas infantiles… La pichanga de la vida no tiene equipo, la jugamos solos, y no tenemos ya a quién gritarle: ¡Patea! ¡Patea!, ¡Apúrate p'os gil!, ¡Dámela p'os jetón!, ¡Ataja, ataja!... …tampoco hay una campana que la detenga… …¿quizá nos haya transformado en un mata de Arrayán florido?… ¿Qué cosas, no?

Por eso es que me gustan las pichangas y me alegro de haber podido jugar tantas de ellas; en el colegio, en la plaza de tierra, en las calles de nuestro barrio, en las playas de arena y en las de estacionamiento; con vecinos y amigos, también con pasajeros desconocidos y con algunos forasteros; y no tan solitario como las juego ahora.

Pero esto no es para ponerse triste ni melancólico, sino que es un motivo de alegría y de riqueza espiritual; sí, de riqueza del espíritu, ese espíritu que aún vive y forcejea en el interior nuestras existencias tan humanas y frágiles, pero resistente, tenaz e invulnerable como nuestras buenas memorias.

Ahora juego pichangas modernas. No en una cancha porque a pesar de que ahora tengo pelos en las canillas, ya estoy un poco gastado para eso y me podrían quedar más dolores que pelo, y más moretones que recuerdos; por eso es que hoy las juego en Internet con camaradas y amigos eternos como Bering Comparini, mi contemporáneo "Consuasor Litterae", quién se encarga prudentemente y con mucho denuedo y afecto de que los delineadores y los arcos de mi cancha de pichangas retóricas estén bien puestos y ubicados en el lugar correcto, para que un impensado desliz no me consiga una tarjeta amarilla, o peor. Y si oso o intento salirme de los sensatos límites de la facundia, oigo su ecuánime "chasca" resonando fuerte, firme y seria, con un eco duro y seco pero tremendamente objetivo; en señal de franca, respetuosa e imparcial protesta. Por algo los rusos nombraron a Imakpik, ese navegable y polar canal de agua en honor a este noble hombre (ahora Estrecho de Bering).

Juego pichangas importantes con mi hermano Francisco Javier, el hombre feliz, en Skype casi todas las semanas del año, donde me informa en detalle de los torrenciales días chilenos y sus cataratas de sucesos insólitos y tan idiosincrásicamente criollos. También hablamos seguido de la familia, de los negocios, de los amigos, y de los achaques que la vida nos trae tan gratuitamente y sin envidia. Nos contamos chistes fomes y alardeamos de nuestro fraternal amor, el que alimentamos generosamente pichanga por pichanga.

Otra pichanga consuetudinaria -y también por Skype- la juego en cortos pero acelerados partidos con Patricio Seyler, conocido como el Pato Seyler por sus amigos más cercanos. Con el Pato discutimos urgidamente y sujetándonos como podemos de nuestros anteojos sobre mercadeo y publicidad externa, mercadeo interno latinoamericano, productos, imagen, experiencia, resultados, y también hablamos acerca de las profusas memorias que guardamos del Ercilla y su banda de compañeros inmortales. El Pato, a pesar de su corta estatura física, me lleva a volar raudamente por los dominios del Cóndor, más allá de esas cúspides alturas donde vuela el pájaro de más alto vuelo, y me enseña a mirar los planes y los objetivos en detalle y con una visión completa desde lo alto.

Y en la cocina de mi casa en Arlington, Virginia; cada Viernes del calendario Aldo Nally me visita por la mañana y nos sentamos en una escueta mesa y alrededor una amigable y dulce taza de café, y ocupadamente arreglamos el mundo lo mejor que podemos, pelamos impunemente a los "rascas" que conocemos, reclasificamos a otros según nos parezca; y como todos ustedes ya se habrán podido percatar en clara cuenta, es por eso que todos los Sábados en la mañana el mundo luce bastante mejor.

También juego esta pichanga moderna en los pasillos de los colegios de mis hijos cuando vamos juntos a participar en cualquier evento, la juego entre las islas de los supermercados, en los días lluviosos, y a veces también, en algunas escasas ocasiones en que a veces me siento un poco solo. Estas pichangas no me dejan dolores musculares ni moretones en las canillas, pero en cambio, me dejan un poderoso calorcillo en el corazón y un abundante agradecimiento, colosal y prodigioso, por la vida, un calorcillo igual al que me han dejado siempre las entrañables y amatorias palabras de mi tío Lucho, ese Súper Marista inmortal e indestructible.

Pero a pesar de que estas esporádicas pichangas modernas mías son más sedentarias y menos peligrosas, las continúo jugando con el mismo ímpetu, apuro y energía con que las jugaba en el Ercilla, y sinceramente las gozo un cachito más que aquellas otras, porque en estas pichangas, logro tocar la pelota y no me importa ya el color de las baldosas.

Ahora me estoy preparando para la pichanga más grande, la más importante, la más trascendental, la más emocionante y más significante de mi terrenal vida que perdurará más allá que ninguna otra pichanga que haya jugado durante mi loca existencia, y llevando todavía ese invicto número 11 sin manchas en la espalda. Les dejaré sumidos en la curiosa incertidumbre sobre esta gloriosa pichanga mía, no por joder; sino porque no la quiero identificar hasta que haya metido el primer gol.

Un abrazo fraterno a mis amados pichangeros y camaradas Maristas, ahora todos, pichangeros de la Vida.

The Sincipitus Porcus

El Loco