Guerra, Bellum, War, Oorlog, Válka, Krig, Milito, Sõda, Digmaan, Guerre, Lagè, Háború, Perang, Wojna, Război, Boйha, Vita, Savaş, Chiến Tranh, Rhyfel, Vojna, Pat, Gwerra, Bojha, Luftë, Müharibə, Sota, Stríð, Cogadh, Guerra.
Todos los animales, sin excepción alguna, viven en una guerra perpetua hasta que mueren. Cada especie que existe nace para ser devorada, o para devorar a otra. Esos son todos los animales, pero hay otro tipo de animal más salvaje aún. Aparentemente los dioses del hombre les han dado el derecho y la razón para rebajarse al nivel de los otros animales para imitarlos, con la crítica diferencia de que la naturaleza -que a pesar de que no le ha dado al hombre un arma para matar a sus congéneres- aparentemente le ha dado el instinto para explotar, tiranizar y subyugar a sus semejantes (antes de matarlos).
Con todo, la guerra homicida no es nada más que una parte de la inepta y desdichada naturaleza del hombre, y que la emplaza constantemente en contra de sus naciones. No hay ni en la historia, ni en la memoria, ni en los libros que se han escrito; en que no haya habido una nación que no haya entrado en guerra con otra. La guerra trae siempre peste, hambre, destrucción, desolación, y más miseria humana en su hambriento y profundo bolso sin fondo.
Este negocio de conveniencia no tiene beneficios limpios, y la parte más pintoresca de esta empresa infernal es que cada jefe y sus desteñidos banderines de guerra son bendecidos aparatosamente por los curas que invocan pomposamente a sus pequeños y ególatras dioses, y les piden buenos augurios antes de ir a ultimar a sus análogos. No sé cómo esto se diferencia del delincuente barbarismo. Y entonces, cada ejército marcha jubiloso al crimen aceptado y admitido, ondeando las banderolitas de sus santos huecos. Así, y con la ayuda de sus fetiches que enarbolan como sus pequeños "dioses"; es como perpetúan la violencia política y la mediocridad humana de sus naciones. Odio pensar que hubiese habido un modelo un poquito mejor cuando fuimos "creados a su imagen y semejanza".
Y por supuesto y como lo ven, habrá siempre un atrevido e insolente orador que levantará impertinente su hostigosa voz, y recitará duras pero verdaderas palabras en contra del látigo y el parricidio de la guerra. A este incauto voceador le tildarán de cobarde, de anti-patriota, y hasta de traidor para poder justificar sus asesinas acciones. Pero la guerra no es acerca de nada de esto, y las palabras de los audaces y honestos oradores que hablan furiosamente en contra de la guerra y perennemente en favor del amor, ese objeto único para el consuelo y salvación de la humanidad, son perseguidos para ser destruídos, y así poder mantener viva esa estulta ira universal que consume a la desesperanzada raza humana mientras los demás "seres humanos" miran indolentes.
Mientras más supersticiosa, creacionista y bárbara es una nación, más se obstina en la guerra, y a pesar de sufrir derrotas o de obtener victorias; más se divide en facciones, en pequeñas facciones; tan pequeñas como sus minúsculas naturalezas. La nación dice que trata de satisfacer sus demandas humanas internas reales, pero las mezcla idióticamente con el absurdismo del creacionismo autoimpuesto; consciente e irresponsablemente, ese fetichismo venenoso intoxicado de ayunado fanatismo sin paralelo que se encuentra embutido en la ignorancia de sus ciudadanos, quienes creen fehacientemente que hacer la guerra les dejará vivir en paz. Pero la guerra nunca cambia, desde que descubrimos el poder asesino de las piedras, nos hemos estado asesinando mutuamente en nombre de los "dioses", de la "libertad", de la "patria", de la "justicia", y de otro montón grande de basura según como venga al caso. La guerra tiene mil nombres como lo expresa el título de este párrafo, pero aún así, la guerra nunca cambia.
El Combate de La Rinconada de Ate
Las desdibujadas acciones bélicas del Combate de La Rinconada de Ate, la más aciaga y agotadora etapa nacional de la Guerra del Pacífico, ocurrió el polvoriento día del 9 de Enero de 1881 en la localidad de La Molina, Perú; durante los últimos estertores de la Campaña de Lima que estuvo desde sus principios empapada con la abundante sangre de los valientes de ambos lados.
Concluídas las sangrientas batallas del Alto de la Alianza (Batalla de Tacna) el 26 de Mayo de 1880, y la de Arica, el 7 de Junio de 1880, siendo éstas las acciones bélico-militares más notables de la Campaña de Tacna y Arica; mutuamente los respectivos gobiernos combatientes del Estado Plurinacional de Bolivia, la República del Perú, y la Gloriosa República de Chile; con la infaltable y odiosa intromisión gringa, entablaron una de las más estériles y malhadadas conversaciones iniciales de que se tiene historia, con el objeto de finalizar la guerra. Estas "conversaciones" fueron efectuadas en el puerto de Arica.
Mientras esto ocurría, y a manera de presionar por un pronto desenlace de las hostilidades; desde Arica se despachó la Expedición Lynch, una célebre operación castrense con el objetivo principal de destruír las haciendas azucareras de caña que auxiliaban con capital financiero al Perú. Esta expedición táctica estaba al mando del Capitán de Navío Don Patricio Javier de los Dolores Lynch Solo de Zaldívar, quien también fué Vicealmirante de la Armada de Chile, General en Jefe del Ejército de ocupación del Perú y Ministro Plenipotenciario de Chile en España; nacido en Santiago de Chile el claro día del 1° de Diciembre de 1824, y quién sirvió durante su brillante carrera militar y con Distinguidos Honores en las Fuerzas Armadas Chilenas por un largo y heroico período de 46 años.
Esta brillante, larga y difícil campaña le granjeó a Patricio Lynch las siguientes preciadas condecoraciones:
• Campaña al Perú y Bolivia de Oro
• Medalla de la Campaña de Lima de Oro
• Medalla Campaña de la Sierra
• Y el apodo "El Príncipe Rojo"
Y a pesar de que no hubo ningún rincón del territorio peruano que no haya sentido la apremiante repercusión de la recia mano y la firme planta de Lynch; fué en las localidades del sur peruano, en la ciudad de Lima y en la región a la que los peruanos llaman "el Ande", los lugares donde se desencadenaron los hechos más ensangrentados y violentos de la campaña.
Preparaciones Previas
Para atacar la ciudad de Lima, la Comandancia chilena tenía tres alternativas para elegir el más estratégico punto de desembarque. Estos puntos eran tres puertos peruanos que ofrecían las mejores posibilidades tácticas: los puertos de Ancón, El Callao, y Chilca. El Mando Militar chileno se decide por el puerto de Chilca, que está situado a unos 70 kilómetros al suroeste de Lima. Esta elección estratégica obedeció a que esa región estaba menos protegida debido a una escasa y mal armada presencia militar peruana.
Como parte de la "decepción", una estratagema muy común usada en las guerras -y una forma de actuar enraizada profundamente en las naturalezas humanas nuestras, guerra o nó- el día 5 de Enero, días antes de las contiendas de San Juan y Miraflores, las unidades navales de la escuadra chilena, la Corbeta O’Higgins acompañada por los transportes Toltén y Santa Lucía, cañoneó al pequeño puerto de Ancón para dar la impresión de un preludio de inminente desembarco. Más tarde, los Estados Unidos y sus aliados le copiarían este estilo a los chilenos el 6 de Junio de 1944 durante las conjuntas acciones de decepción utilizadas para distraer la atención de los Nazis del objetivo final del Desembarco en Normandía. Los Aliados a esta estratagema la iban a bautizar "La Chilena", pero terminaron llamándola D-Day. ¿Qué cosas, no?
Con el fin de asegurarse de que el puerto de Chilca no ofrecería resistencia al desembarco, el General en Jefe del Ejército chileno ordenó que la división de Villagrán (nombrada así en honor el Jefe del Estado Mayor General del ejército, Don José Antonio Villagrán Correas) que estaba en la ciudad de Pisco, situada a unos 290 kilómetros al sudeste de la ciudad de Lima y a orillas del Océano Pacífico; que se dirigiese por la ruta terrestre con su caballería y sus baterías de montaña a limpiar el terreno. En la noche del 13 de Diciembre la división completa marchó hacia el distrito de Tambo de Mora, donde llegó a la mañana siguiente a cumplir su cometido.
Una vez que el sitio de desembarco estaba asegurado, las fuerzas chilenas ejecutaron un rápido y ordenado desembarque sin oposición en el puerto de Chilca y en la playa Curayacu, desde donde se prepararon para iniciar el avance hacia la ciudad de Lima. Los primeros contingentes en emprender la marcha expedicionaria hacia el norte desde Chilca, fueron dos brigadas al mando de Patricio Lynch. En su avance hacia Lima, Patricio Lynch se tropezó con las plantaciones de caña azucarera ubicadas en la circunscripción de Cerro Azul, una localidad pesquera situada a unos 130 kilómetros al sur de Lima. Allí encontró una gran cantidad de ciudadanos chinos a quienes los hacendados peruanos tenían trabajando en las plantaciones en condiciones de esclavitud. Lynch inmediatamente liberó a los esclavos chinos, quienes le bautizaron como "El Príncipe Rojo"(1). El conocimiento del idioma chino de Patricio Lynch obtenido durante sus servicios en la campaña en China, donde tomó parte en numerosos combates, incluyendo los asaltos de Cantón, Amoy, Chusán y Ningpoo; le permitió reclutarlos como fuerzas auxiliares del ejército chileno. Los chinos agradecidos por su liberación, acordaron engrosar las filas chilenas y avanzar hacia Lurín con sus máscaras de combate, con sus banderas de dragones rabiosos, y blandiendo furiosamente sus afilados Guan Daos.
(1) El Príncipe Rojo fué el heredero del trono de Yan, la "Tierra de las Golondrinas" durante los últimos días del reinado de Lu Buwei, en Qin, China. El Príncipe Rojo fué uno de los más antiguos y cercanos amigos de Quin Shi Huang, que usaba el nombre de Ying Zheng, Rey del Estado de Qin desde el año 246 al año 226 AC durante la Era de los Estados Warring.
El 23 de Diciembre de 1880 el contingente de la Brigada Gana(2) se puso en marcha para finalmente entrar a Lurín en la tardecita de aquel día. Como no encontraron resistencia por parte de las fuerzas peruanas, los soldados se tomaron tranquilamente una chupilca y un matecito con aguardiente para celebrar. Esta entrada a Lurín sin resistencia fué providencial para las fuerzas chilenas ya que les daba acceso a preciosa agua, sin la cual la correría podría haber puesto en serio y crítico peligro de muerte al contingente chileno completo.
(2) El Regimiento Séptimo de Línea estaba encuadrado en la Brigada Gana; y compuesta por los Regimientos "Esmeralda", "Buín", y "Chillán".
La Defensa
La defensa de La Rinconada consignaba a la acreditada columna Pachacámac al mando del Coronel Don Manuel Miranda quien era un hacendado de la zona; a un pelotón armado llamado Compañía Guerrillera al mando del Coronel Don Francisco Vargas; y a los hombres de la Primera Brigada de Caballería al mando del Teniente Coronel Don Gumercindo Herrada.
En la retaguardia, en el Cerro de Vásquez, estaba emplazado el Batallón de Artillería de Montaña con algunas piezas de grueso calibre. Además, se contaba con una trinchera defensiva que se desdoblaba en un elegante zigzag a unos 100 metros de la casona del hacendado Melgarejo, la que cerraba el paso y el acceso al valle de Ate. Esta trinchera defensiva estaba flanqueada a ambos lados de su terraplén por unos altos promontorios donde se instalaría la artillería. Este foso defensivo consistía de una zanja de dos metros de ancho por uno y medio de profundidad con un parapeto de maciza y compacta roca de cantera.
El diestro Coronel Vargas solicitó repetidamente y con tiempo, como consta en los numerosos telegramas que despachó al Estado Mayor Peruano, requiriendo urgentemente artillería, aparatos eléctricos para desplazar "bombas automáticas" (minas antipersonal), alambres, peones de construcción con herramientas, y soldados de Línea. Nunca se supo si estas petitorias por pertrechos fueron desestimadas, ignoradas, o no llegaron a tiempo; el hecho es que el Coronel Don Manuel Miranda no recibió nada de lo pedido, y tuvo que enfrentarse a las fuerzas chilenas con lo que tenía a mano, lo que lo dejaba en condiciones de desventaja tremendos.
Vargas tuvo pronta notificación de sus exploradores de la inminente llegada de la división enemiga unas dos horas antes de que se trabase el combate esa palpitante y nerviosa mañana alrededor de las 7 AM. Poco antes del combate, las detonaciones de algunas "bombas automáticas" que precedían los suelos de combate, confirmaron la llegada de los chilenos.
Órdenes de Batalla
En la localidad peruana conocida como la Rinconada de Ate, se encontraba parapetado el heroico Jefe Superior Militar, el Coronel peruano Don Mariano Vargas desde el día 4 de Enero de 1881, con una fuerza de unos 340 soldados de línea (después de que los indios piuranos le dejaran botado y abandonado a su suerte), y además compuesta por hacendados y pobladores de la zona, quienes estaban armados con anticuados rifles franceses Minié, y algunas piezas de artillería. También contaba con la columna Pachacámac, bajo la jefatura del Coronel Don Manuel Miranda, quien era un hacendado de la zona incorporado a la defensa para esta ocasión. Manuel Miranda también contaba con alrededor de 170 tropas de infantería cívica, armados con viejos rifles Minié; con un pelotón de caballería de alrededor de 40 tropas llamado "Compañía Guerrillera". Esta Compañía estaba bajo el mando del Mayor Don Francisco Vergas, y además contaba con otros 100 hombres a pié de la Primera Brigada de Caballería al mando del Teniente Coronel Don Gurmecindo Herrada, y 50 jinetes montados de la Tercera Brigada de Caballería. La retaguardia estaba constituída por la batería del Cerro de Vásquez con varios cañones de grueso calibre. A unos 100 metros de la casa hacienda de La Rinconada, se estableció una línea defensiva que cerraba el acceso al valle de Ate. El Coronel Mariano Vargas instaló su artillería en la cima del cerro Vásquez y minó profusamente los alrededores de la zona defensiva.
El 9 de Enero del año de 1881, la división chilena bajo el mando del General chillanejo Don Orozimbo Barbosa Puga llegó a Musa, en La Planicie (Pampa Grande), casi a las puertas de Lima; después de una larga marcha forzada por los escabrosos pasos de la Quebrada de Manchay. Esta marcha de las tropas chilenas se originó desde el sitio arqueológico de Pachacámac, cerca del río Lurín, con un contingente de alrededor de unos 1.800 soldados, armados con fusiles "Gras" también de fabricación francesa y más modernos que el armamento peruano. La escena estaba preparada, y los hombres también. La cuenta de los soldados varía: los peruanos dicen que los chilenos tenían más de 3.500 hombres con armamento moderno, y que los peruanos eran apenas 120 hacendados armados con toros.
Las Fuerzas Opuestas del Conflicto:
Chile
• Seis compañías del Regimiento Reforzado 3° de Línea "Yungay".
• Una compañía montada del Regimiento de Infantería 1° de Línea "Buín".
• Un batallón* del Regimiento Reforzado 22° de Línea "Lautaro".
• Cien jinetes del Regimiento de Caballería 1° de Línea "Granaderos" del General Manuel Bulnes Prieto.
• Cuatro Baterías de Montaña Krupp fabricadas por la Gusstahlafabrik de Alemania con 60mm. de calibre, modelo 1872.
• Un perro proletario flaco y medio sarnoso que le faltaba la mitad de la cola.
Perú
• El Batallón Pachacámac con 250 Soldados de Línea.
• Un batallón de hacendados reservistas de alrededor de 340 hombres.
• Un contingente de más de 600 indígenas piuranos, los que previo a que se desatara la batalla y a la vista de las tropas chilenas; huyeron más apurados que una ambulancia dejando al valiente y estoico contingente peruano abandonado a la superioridad numérica de las tropas chilenas, y a merced del privilegiado poderío bélico chileno.
• Más de 300 toros bravos de lidia que se caracterizaban por unos instintos patrimoniales de una ferocidad barbárica y de un ataque temperamentalmente asesino, características a las que se las resume en la amplia palabra "bravura". Entre sus amedrentantes atributos físicos se contaban unos enormes cuernos afilados que apuntan hacia delante, y un potente aparato locomotor muscular muy superior y muchísimo más poderoso que el de los otros especímenes de Bos Taurus que todos conocemos. Entre éstos estaba el "Toro Enamora'o de la Luna".
• Un Guanaco (Lama Guanicoe, del Quechua: Wanaku) con una Hemoglobina fuera de control que andaba perdido.
* Un Batallón es una unidad militar de entre 300 a 1,200 soldados de Línea que consiste entre 2 y 7 Compañías. Un Batallón es normalmente comandado por un Teniente Coronel o un Coronel. Varios Batallones se agrupan para formar un Regimiento o una Brigada.
El Combate
Con el intención de sondear las vías de acceso que conducían a Lima, las avanzadas chilenas se aventuran por los mil caminos que habían sido bordados en los cerros por las ancestrales y guerreras pisadas de los hombres del Inca. En una de estas incursiones, el día 9 de Enero de 1881, una de estas patrullas chilenas de avanzada se internó por los recovecos del camino Pachacámac-Manchay-La Molina (hoy Lima Metropolitana). Al terminar de subir por la Quebrada de La Rinconada la División del General chileno Orozimbo Barbosa Puga llegó a Pampa Grande (hoy Musa y La Planicie) donde se encontró con un destacamento de tropas peruanas, y entonces se enfrentó con un pequeño contingente de los hombres del Coronel Mariano Vargas en esta olvidada escaramuza de La Rinconada de Ate.
Cuando Barboza pidió voluntarios para ir a ver si habían minas frente a las posiciones peruanas, un montón de soldados chilenos levantaron sus manos agitadamente, pero después de averiguar con desengaño de que Barboza hablaba de "minas militares antipersonal", el General se quedó sin voluntarios, así que haciendo uso de su autoridad, despachó a los jinetes del "Granaderos"; "Mensaje a García"(3), a determinar si existían estas famosas minitas. Después de echar un cuidadoso vistazo, los "Granaderos" rápidamente volvieron a la retaguardia a entregar el informe de que la ruta de ataque se encontraba despejada de minas antipersonal, por lo menos en esta ruta.
(3) Esta expresión nació mucho después, pero ha sido adoptada por todos los ejércitos del planeta. En 1895, con las tensiones a punto de estallar entre los Estados Unidos y España la cual gobernaba Cuba en ese entonces, el Presidente William McKinley (USA) quiso establecer un contacto estratégico de mucho valor táctico con los rebeldes cubanos, quienes podrían convertirse en un valioso aliado en caso una inminente guerra con España. McKinley le ordenó al Coronel Arthur L. Wagner de que enviara un Oficial a hacer el contacto con el General cubano Calixto García e Iñíguez, caudillo de los rebeldes cubanos, y le entregara un mensaje en una carta. Se sospechaba que García estaba escondido en la selva de las montañas cubanas, pero nadie sabía a ciencia cierta de su paradero exacto ni se tenía la más peregrina idea de dónde comenzar a buscarlo. Era imposible toda comunicación con García, ni telegráfica ni por correo, ni a lomo de mula. Wagner entonces despachó al Capitán Andrew Rowan, el que se infiltró en Cuba vía Jamaica para rastrear a García. El Capitán Rowan después de muchos esfuerzos y sinsabores, encontró al escurridizo García escondido en las montañas de Oriente, y finalmente estableció contacto. La frase "Mensaje a García" tiene un significado y un sentido militar muy valioso de obediencia y resolución, porque a pesar de que al Capitán Rowan lo enviaron a perseguir un fantasma, Rowan tomó la carta y nunca preguntó: ¿Dónde está García?
Barboza estudiando los imprecisos mapas con que contaba de la zona en que estaba, resolvió despachar como cabeza de columna a la Compañía del 1° de Línea "Buín" en una misión de reconocimiento y avance. El objetivo de esta columna era el asalto de una estratégica quebrada ubicada entre los cerros que rodeaban las posiciones peruanas. Una vez que se realizó el asalto sin ninguna resistencia por la ausencia de soldados peruanos, emplazaron dos piezas de artillería de montaña Krupp con el objeto de apoyar a la infantería y a tres Compañías del 3° de Línea, las que avanzarían a tomarse los cerros que flanqueaban las posiciones peruanas, a las cuales debían atacar los efectivos del "Buín". Manteniendo el resto de las tropas en reserva, las fuerzas destacadas para la operación entraron en combate avanzando contra las posiciones peruanas usando la táctica "Fuego en Avance"(4).
(4) La táctica de "fuego en avance" consiste en la formación de dos líneas consecutivas de fusileros, una al frente de la otra. La primera fila rodilla en tierra descarga sus armas hacia el enemigo; después de que la descarga se efectúa, la línea completa se arroja al suelo y recarga sus armas si es necesario; mientras que la segunda línea de fuego avanza unos metros en frente de la primera y rodilla en suelo, repite la misma operación. Esto ocurre sucesivamente hasta que las líneas alcanzan las posiciones enemigas. Contrario a la creencia popular, esta táctica no la inventó el Conde P'atrás P'adelante.*
* El chileno Gilberto Guzmán (1931-2011) inició su brillante carrera artística en el teatro de revistas, desde donde pasó al radio drama o radioteatro el que depende del diálogo, de la música y de los efectos de sonido para ayudarle al radio oyente a imaginarse el drama o la historieta. Gilberto Guzmán se incorporó al elenco de los programas "La bandita de Firulete", "Residencial La Pichanga" (donde se destacó su personaje "El Conde P'atrás P'adelante", quien era el personaje aseador de la residencial), y "Hogar, Dulce Hogar"; programas transmitidos por la Radio Portales entre los límpidos años de 1960 y 1970.
Rápidamente y sin bajas serias las tropas chilenas desalojan las trincheras defensivas, para seguir adelante y unirse a la Compañía del "Buín" y a las Compañías del 3° de Línea en el llano; entonces con el camino ahora despejado, Barboza hace avanzar a sus reservas desde la retaguardia a estacionarse en los faldeos de los cerros recientemente desalojados. Mientras se desenvolvían esta maniobras bélicas en medio de la gritería y las órdenes, sorpresiva y repentinamente hicieron su aparición en escena los refuerzos de la caballería peruana; la Brigada de Caballería del Comandante peruano Don Millán Murga, la que concurrió a las fuerzas peruanas durante la última media hora del combate, los que se lanzaron a todo galope en contra las sorprendidas huestes chilenas con el propósito de salvaguardar el repliegue de la infantería peruana, y darles tiempo de reagruparse y presentar combate otra vez.
Una de las compañías del 3° de Línea reacciona y abre fuego sobre la osada y valiente caballería peruana, pero el comandante chileno a cargo de la compañía vacila y titubea sobre el preciso momento de atacar a los jinetes peruanos que causaban estragos entre las fuerzas chilenas. Al percatarse de esta irresolución de mando, con gran iniciativa y prontitud el Alférez (Subteniente) Vivanco de la Compañía Montada del 1° de Línea "Granaderos", ordena al corneta de su compañía que emita el "Toque a Degüello", y sus hombres en sus magníficas bestias equinas iniciaron una de aquellas afamadas "Cargas del Infierno".
Con gran destreza y pericia, los jinetes chilenos desbandaron a la caballería peruana y acto seguido arremetieron en contra de las tropas peruanas que se replegaban ordenadamente bajo la protección de su artillería. Este asalto causó estragos y muchas bajas entre los peruanos que abandonan temporalmente el combate retrayéndose a una posición de defensa más protegida entre el fragor de los balazos, el reflejo de los sables, y los toques de "Retirada" y "Toque a Degüello". Esta decisiva y fulminante acción le granjeó al Alférez Vivanco su ascenso a Teniente. Del otro gil indeciso, el que fué degradado a soldado; nunca más se supo...
Los chilenos sufrieron la merma de diez heridos y la muerte de un soldado de Línea. Las bajas del contingente peruano; a pesar de no estar comprobadas y su número varía de historiador a historiador porque según la nacionalidad de éstos, cada uno mira solo la valentía de los soldados de su gracia y favor; pueden fijarse alrededor de una veintena, caídos en su mayoría en la retirada durante la carga de Vivanco. Ese ancestral suelo Inca quedó saturado con la valentía y el heroísmo de los soberbios soldados de ambos bandos contendientes. Después de haber terminado la batalla, Barboza toca a retiro, y las fuerzas chilenas se repliegan a su campamento, terminando así este triste episodio entre los "hermanos latinoamericanos".
Los Ganadores
Ganadores, no vencedores... ...?
Pedazos de Folklore
Se cuenta en el inmodesto folklore guerrero de la época de que en el momento en que los soldados peruanos eran arrollados por los chilenos durante la batalla, el Coronel Temporal Miranda hizo soltar a sus 300 y tantos furiosos toros de lidia, únicos en el Perú en ese entonces, en una rabiosa estampida en contra de los chilenos atacantes. Los toros de lidia en su desbande, arremetieron furibundamente en contra de los chilenos de la brigada Barbosa (los toros reconocieron a los chilenos por el uniforme), pero los impertérritos chilenos después de un pequeño festival de balazos, los convirtieron en "bistecs" y se los comieron en una parrillada con "chicha" en su campamento de Lurín después de la batalla.
Otra pieza de folklore cuenta que durante la batalla, había un mocito Inca de corta edad pero más valiente que un domador de suegras; y que durante el combate corría entre los arbustos y la trinchera armado con una honda y una bolsita llena de piedras redondas de cantera incaica, disparándoles sus proyectiles a las fuerzas chilenas atacantes. Se movía con tanta prestancia, velocidad y destreza lanzándole piedrazos con su honda a los soldados chilenos, que éstos no lo podían distinguir entre el movimiento del combate. Los hondazos eran tan certeros y precisos que cada tiro les daba en la cabeza a los soldados chilenos haciéndoles volar el Quepís una quincena de metros antes de caer a tierra, mientras que la cariñosa piedrita le fundaba al infortunado recipiente de tan arcaica galga en la cabeza, un chichón más grande que la deuda externa.
Quizá usted no sabía casi nada de esto. Así es como los hechos tales como El Combate de La Rinconada de Ate se han sumido en las profundas y polvorientas trincheras del olvido de las frágiles memorias humanas. En esta batalla, quedó de manifiesto la valentía peruana construída con una resistencia improvisada y menguada la que libró resistencia en contra de su enemigo hace ya 131 años atrás, el día 9 de Enero de 1881 tratando de detener la entrada de las fuerzas chilenas a Lima por ese flanco con un escaso y valiente contingente al mando del Coronel Don Mariano Vásquez. La heroicidad y valentía de los chilenos no fué menor, solo opuesta...
Nunca se supo lo que le pasó al perro del contingente chileno ni al guanaco de las filas peruanas. El único toro que sobrevivió la batalla y que se la perdió por estar "lachando" (expresión coloquial chilena que significa "enamorando") con la luna en un charco cerca del campo de batalla; se rehusó a hablar. Que En Paz Descansen.
Aparte del humor forzado en estos hechos patéticos, les ofrezco un par de cartas que un soldado chileno y un soldado peruano escribieron independientemente antes de entrar en batalla:
Carta de un soldado chileno
Querida Hermana,
Hace bastante tiempo que no te escribía, pero te aseguro de que he pensado mucho en tí durante estos largos silencios. Sé que cuando uno espera por cartas que no llegan, se sufre por ellas con una intranquilidad ensordecedora. No es que no haya querido escribirte, pero es que no es una cosa simple el escribir sobre la guerra, especialmente de una guerra como ésta. También te escribo porque me siento solo. Es difícil hacer amigos aquí para después verlos morir despedazados en combate. Para mí es mejor no hacer amigos, aunque me sienta solo.
He leído lo que reportan los diarios en Santiago acerca de la guerra, y sé que tú lees aquellos reportajes, pero quiero decirte que esas crónicas de bufete generalmente tienen su desorientado origen en la falta de habilidad de los reporteros que no entienden ni sienten la guerra. No la han respirado, no la han sudado, ni han visto caer a sus amigos con una enorme mirada de asombro e incomprensión en medio de un claro charco de sangre, mientras una bala les arranca la vida a borbotones del pecho.
Mientras más vivo esta guerra, más se agranda mi desesperación de ver que es imposible que otros la comprendan, otros como aquellos que entienden la vida solo en tiempos de paz, lejos del frente, sin ver sangre ni sufrimiento; y que publican sus opiniones sin saber de lo que están hablando. Solo creen que la entienden. Hablan como un pescado, que sin salir nunca del agua; habla con un claro entendimiento de cómo es la vida de un pájaro.
Sí, hermanita, ésta es la guerra. Mientras más aprendes de ella y mientras más la vives, más difícil es hablar de ella; no porque uno la entienda menos cada día, sino porque uno la comprende mejor. La guerra a pesar de ser tan bulliciosa, es una maestra que enseña en silencio, en el silencio de nuestras almas que se parapeta en el miedo de nuestros corazones, y porque nosotros aprendemos de ella, es porque nos ponemos silenciosos también. Así que no te preocupes cuando no te escribo porque siempre estoy pensando en tí.
Mañana avanzaremos hacia las posiciones peruanas. No estoy asustado ni nervioso, sino mas bien siento una gran paz interna que me invade esta noche, la que sé que estallará en mil pedazos mañana temprano, con el primer toque de asalto.
Te envío un beso. Tu hermano,
Juan Arguello P.
Cabo 1°
3° de Línea "Yungay"
Frente de Batalla.
Carta de un soldado peruano.
Amada esposa,
Te estoy escribiendo porque finalmente tengo un momento de respiro en que siento que puedo escribirte, antes de que el enemigo descienda sobre mí y sobre los nuestros. Me siento culpable de no escribirte más seguido, pero por mucho tiempo ahora, el enemigo nos ha estado atacando implacablemente. Ésta campaña ha sido la más dura de mi vida, especialmente porque estoy tan lejos de tí. Lo único que quiero es volver a casa y estar a tu lado otra vez, y poder abrazar y besar a nuestro hijito y a nuestra hijita. Nunca he añorado más a nuestra querida tierra allá en Ucayali.
Pero sé que esta guerra es necesaria, chinita de mi vida; y esta lucha representa los momentos cuando me siento más lejos de tí. Ya se me olvidó para qué peleamos, y lo único que me importa es volver a tu lado. Todo lo que veo aquí es la suciedad de mi rostro, la sangre ajena en mis manos, y los fusiles del enemigo apuntándome. Y hago lo que me ordenan: apunto y aprieto el gatillo. Éstos son los momentos que nunca podré entender. Pero los milagros existen.
Mientras luchábamos y cuando nuestra situación era desesperada y perdida, el enemigo comenzó repentinamente a retirarse sin ninguna razón aparente, y no a causa de nuestra determinación obstinada de seguir luchando. Fué un momento glorioso, no porque el enemigo se retiró, sino porque mis compañeros y yo bailamos de alegría, y por primera vez, nos percatamos de que los rayos del sol nos alumbraban y se vertían sobre el campo. Y hasta pensé que la guerra se había acabado... pero bien sabía yo que aún había incontables enemigos que me rodeaban.
Tengo que seguir luchando por una razón que ya no comprendo, pero de algún modo creo que le debo esto a nuestro país. El enemigo se ha retirado momentáneamente, pero no se ha entregado ni se ha rendido. Tampoco ha retrocedido y mientras los observamos, ellos se están reagrupando. El sol sigue alumbrando el campo, pero sé que el cielo se oscurecerá pronto otra vez, pero enfrentaré al enemigo pensando en el momento en que podremos mirarnos a la cara otra vez, y abrazarnos fundidos en nuestro amor, puro como las miradas de nuestros hijos.
Tu esposo,
Manko Huamán
Soldado de Línea
Batallón Pachacámac
La Rinconada
Como conclusión (si es que el término "conclusión" se lograse usar aquí en una forma cuerda e inteligente), se puede deducir sin lugar a dudas que en las guerras, cualquiera que ésta sea; no se determina quién gana, sino quién queda y cómo queda para administrar ese gran saco de rencores y venganzas por cobrar alimentadas por penas infinitas, y sostenidas implacablemente por dolores indecibles y odios inmortales. Nosotros, los "hermanos latinoamericanos" nos parecemos más a los hermanos aquellos (Caín y Abel) que se asesinan entre ellos por motivos banales, temporales y sin peso. ¡Vaya el amor de "hermanos" que nos tenemos entre nosotros! Con un "amor" de este calibre somos más peligrosos que un argentino haciendo mapas.
¿Qué cosas, no? ¿Qué cosas, no?
The Sincipitus Porcus
El Loco
martes, 1 de mayo de 2012
domingo, 1 de abril de 2012
La Calle Eleuterio Ramírez
A pesar de que muchos no lo crean, yo también fuí un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que compite con mi barba y mis bigotes los que se esfuerzan afanosos por cubrirme algunas de las impertinentes arrugas de la cara; o quizá porque ahora camino con un paso un poco más cansino que el de ayer... Quizá sea porque yo ya no me visto "a la moda" y porque mis ropajes -aunque sobrios y limpios- ya no son modernos ni "tiran pinta" como los de los jóvenes internautas de exigua Anchura de Banda que caminan por las calles mirando esas cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... Quizá mi apariencia de hoy haya borrado los vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, yo también un día fuí un niño.
Pero yo sé más que ellos, porque yo sé que todavía tengo mucha fuerza y energía, porque sé que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada; puedo decir palabras sanas y contar historias fantásticas, y hacerme eterno en las memorias de las gentes. Sé que todavía tengo fuerza, porque aún soy capaz de encontrar sin buscarla, a la esperanza y la gloria en la risa de los niños, porque no me he olvidado de que a pesar de lo que muchos piensan, yo también un día fuí un niño.
Pero este viejo que les habla cree que es inmortal porque todavía puede oír de esos otros niños ancestrales de hoy; de aquellos que fueron antaño sus compañeros de juegos, su estridente coro de risas, esos amigos que aún perduran en el tiempo; como los Gloriosos y Gallardos Ercillanos de la Sólida e Inmortal Guardia Vieja del '72. Aquellos amigos impolutos, intachables y angelicales... Esos amigos son así; intactos, porque los hicimos sin los intereses creados con que los viejos y los gastados hacemos amistades ahora. Nos hicimos amigos porque estábamos juntos, porque asistíamos al mismo colegio, y porque jugábamos juntos. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos.
Hoy por hoy, elegimos las amistades con el tinte del interés, con la anilina de la conveniencia, y con una mezquindad que nos favorezca. Nos aseguramos de hacernos "amigos" de Fulano porque es el gerente de una fábrica de Envidia y tal vez en el futuro necesitemos un puesto en el Departamento de Disimulos; afianzamos una amistad hecha de sombras con Zutano porque es abogado, y porque tal vez necesitemos eventualmente una piraña sarnosa que nade en nuestra angosta pecera; tampoco nos olvidamos de complacer a Merengano que es amigo de él-y-de-aquél, ya que pronto apremiaremos una recomendación falsa e interesada; y por último, nos encargamos de cortejar a Nesciano y a Perencejo (Perencejo es el primo tonto de Pendejo) porque es seguro que necesitaremos a alguien a quién podamos hacer víctima de nuestras bajezas, de nuestras cobardías, y de nuestros fracasos personales.
Por eso me gustan más mis amigos de la niñez; porque forjamos nuestras amistades en el fogón de la inocencia simplemente porque estábamos juntos, sin intereses, sin saber lo que uno o el otro serían cuando viejos o gastados; fraguamos a nuestros camaradas porque chuteábamos la misma pelota plástica; porque compartíamos un sándwich proletario de mortadela con mantequilla, y porque también, varios de nosotros bebíamos de la misma botella de Coca~Cola; y moldeamos esos sentimientos de amistad con nuestras jóvenes manitas amasando con alegría esa blanca y dócil arcilla de nuestros corazones, y la investimos generosamente con la límpida y flexible luz de nuestras almas para que se secara pronto. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos. Sin lágrimas ni penas; sin dudas ni cadenas.
Y sí señor, ellos quizá también se vean un poco gastados ahora, pero yo sé en mi corazón de que ellos, como yo un día lo fuí, también fueron niños; y sé que fueron niños porque los ví cuando lo eran, y porque oí sus estridentes risas, y porque sé que muchos de ellos aún no lo han olvidado, o se rehúsan rotundamente a hacerlo.
Hoy me siento niño, aunque ese talle me quede un poquito grande. Y en verdad me siento nuevo, aunque me tilden de loco. Presiento que hay algunos que se sienten como yo, quienes tienen en sus almas una oculta fuente de semillas que aún pueden germinar. Ellos saben que tienen fuerza porque aún son virtuosos para encontrar una sonrisa sin buscarla, y pueden descubrir un brillante arcoíris en medio de la lluvia, y porque como yo lo hago tan a menudo, no se han olvidado de que a pesar de lo que muchos piensen, ellos también un día fueron niños.
Les ofrezco ansiosamente este escrito a todos aquellos locos del alma que no dejaron nunca perecer la fuerza de su niñez; ni la heroica candidez de sus corazones.
Eleuterio Ramírez
Vivíamos en el centro nervioso mismo de la venerable y vibrante ciudad de Valparaíso, la perla más Perla del irascible Pacífico; frente al pintoresco y sucio edificio de la Municipalidad de la ciudad y enfrente de los prósperos Almacenes "Cori". Los Almacenes "Cori" siempre se engalanaban estridentemente como ningún otro cada año para Pascuas. Los amplios balcones del segundo piso de este futurista almacén, los que daban a la calle Condell, siempre estaban generosa y ruidosamente peripuestos con figuras del "Viejito Pascuero" iluminado con grandes luces, y que con su traje rojo dirigía impertérrito su trineo tirado por unos renos que movían la cabeza y las patas como si estuviesen volando, mientras me saludaba con una mano en un airoso y blanco guante. Yo me quedaba largos minutos observando este increíble y fantástico espectáculo hasta que el alma se me salía a borbotones por la boca abierta, o hasta que mi madre me arrastrase impaciente de un brazo. También veía ocasionalmente a otros niños apuradamente baboseando porciones de sus almas por la boca, mientras miraban por las ventanas de los "troles" que con sus largos y engrasados suspensores eléctricos hacían ¡claquiti-clak!- ¡claquiti-clak! cuando pasaban expeditamente por la calle delante del almacén.
¡Entrar al almacén "Cori" era un convite sensacional! La ensordecedora avalancha de juguetes nuevos cegaba a cualquiera, a cualquiera que fuese un niño eso es, y el ruido de las luces era ensordecedor y la cegadora luz de los sonidos atontaba; y las montañas de tantas novedades y de tantas cosas antes nunca vistas, cimentaba sólidamente y para siempre, la creencia en la comandante figura de aquel "Viejito Pascuero" del balcón de cemento que piloteaba incansable y con una enorme sonrisa, a su rojo trineo de infatigables renos. No recuerdo haber pestañado ni una sola vez mientras estuve dentro de los soñadores Almacenes "Cori".
En la calle, el aire olía diferente, la música de los almacenes era más apropiada, y los paquetes de regalos que llevaban las gentes siempre eran inmensos. Las piedrecitas que el furioso viento del Puerto levantaba y me las estrellaba con fuerza en las flacas piernas desprotegidas por un pantalón corto de cotelé café oscuro que odiaba, me pinchaban con dolor, pero a mí no me importaba porque mi atención completa estaba en este magnífico lugar de sueños. Ahora que estoy un poco más gastado, también sueño, tal vez como usted lo hace a veces, pero creo que me hace falta de que una pizca de alma me salga por la boca... y es por eso que quizá las gentes piensen de que nosotros estamos secos, pero a pesar de lo mucho que no lo crean, nosotros también fuímos niños.
Desde que fuí un niño, mi madre se aseguró de que me aprendiera bien nuestra dirección para que si alguna vez me perdía en la ciudad, le dijera a un Carabinero que me llevase a casa. Desde entonces nunca me he olvidado de que cuando antaño fuí un niño, vivía en la calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto piso, Departamento "A"; teléfono: 54659 (sí, con poquitos números). No había ninguna necesidad de nombrar a Valparaíso, ni menos a Chile, porque en aquel corto tiempo, para mí ése era el único mundo que existía y que conocía; no había ni cosmos ni Universo, y no sospechaba de que existiera ningún otro mundo en ninguna otra parte... Hoy que estoy un poco más gastado, añoro profundamente esa virginal e insondable inocencia tan impoluta y cándida como la que usted y yo tuvimos en tanta abundancia, en aquel tiempo cuando apenas éramos unos ingenuos niños.
¡Y sí señor!, ¡teníamos teléfono! Pero eso no era nada porque muy pocos eran los llamados que llegaban. En ese tiempo casi nadie de los que conocíamos tenía teléfono, así que las llamadas eran escasas y espaciadas. A mí no me gustaba mucho el teléfono. Ese teléfono era negro como las intenciones políticas y como otros que conozco, y se asemejaba a una jaiba feroz lista para abalanzarse a mansalva desde la mesita en que descansaba si uno estaba desprevenido. Me aterrorizaba cuando sonaba porque no avisaba, y su imprevisible, súbito y chillón "¡ring-ring! - ¡ring-ring! hacía eco por todo el departamento y siempre me asustaba. Yo lo miraba de reojo y él también hacía lo mismo conmigo; pero yo me cuidaba de no pasar cerca de su siniestra mesita. Con el tiempo aprendí a ignorarlo, poco a poco, hasta que un día, me olvidé de él como me olvidé de algunas de aquellas penas que una vez me estrujaron unas pocas lágrimas del alma.
Nuestro flamante departamento, el "A" en el sexto piso; era enorme, ciclópeo. Me acuerdo de que nosotros, mi hermanito, mi hermanita y yo, compartíamos un cuarto enorme en el que cabían tres camas, tres veladores, tres cómodas y espacio para tres montones de juguetes; y tenía un cielo inmenso en el que cabían casi todos mis sueños, y tenía unos grandes ventanales para ver el mundo, en donde nos pasábamos asomados un montón de tiempo durante la Noche Buena para ver si podíamos ver al Viejito Pascuero y a sus peludos renos. Teníamos una sala enorme para las visitas, un "porche" que parecía otro "living", el cuarto de mis padres tenía eco, podíamos jugar ping-pong en el comedor sin trastabillar con nadie, y teníamos una despensa grandísima que tenía unas estanterías altas que parecían rascacielos, llenas de alimentos y de otros menesteres, y de la que nunca pude ver lo que escondía en sus tres últimas repisas allá arriba.
También había un corredor enorme y largo de baldosas amarillas y verdes en el interior del edificio donde yo conducía temerariamente mi autito rojo a pedales mientras sorteaba magistralmente los tarros y las bolsas de basura que se acumulaban a lo largo de la ruta en espera de que el mayordomo las recogiese. Años después, esas baldosas verdes y amarillas se darían temerarias vueltas en una cita de vertiginosos remolinos de recuerdos de mi cabeza, cuando jugaba unas divertidas y animadas pichangas en otro mundo diferente y lejano, en un mundo nuevo y más grande lleno de aquellos viejos amigos, los que ahora estamos un poco más gastados que antes, allá en lontananza, en un mundo espacioso, bullicioso y distante llamado Santiago.
En ese inolvidable tiempo de niño, las distancias eran tan extraordinariamente enormes que no se podía ver nada en el lejano e imperceptible horizonte; y si se nos perdía la mirada cuando la clavábamos en el "infinito", el "infinito" estaba solo a unas pocas cuadras de casa... pero cuando la vida pasa acaballadamente por encima de nosotros y nos gasta, las distancias se acortan superlativamente. Lo sé porque ahora, al igual que usted; puedo ver cosas allá en la distancia que nunca pude ver en mi niñez, puedo ver cosas en el infinito como por ejemplo, ahora puedo vislumbrar a la seca muerte allá en lontananza... y hasta puedo distinguir la afilada guadaña que carga a su espalda... y hasta puedo vislumbrar a veces, mi nombre escrito con letras pequeñitas en su negra hoja afilada sin fulgor. El infinito ahora está a cortas cuadras, solo un poco más allá de casa...
Me fascinaban los elevadores del edificio. Ellos se llamaban "OTIS". Eran gemelos. Había dos, uno a cada lado de la amplia entrada parapetada con sus enormes murallas cubiertas de mármol. Esas murallas eran frías, suaves y resbalosas; tanto así, que no se les podía pegar un "moco" por más que uno tratase. Yo pensaba que los ascensores eran formidables porque cabían varios pasajeros al mismo tiempo, y tenía unos botones muy inteligentes que dejaban a la gente en el piso que ellos quisieran; y nunca se equivocaban. Me encantaba jugar en los ascensores, pero muchas veces me correteaba el mayordomo diciéndome que no era un juguete. ¡Pobre mayordomo! ¡no tenía idea! ¡no tenía idea!
El Parque Brasil
Saliendo del edificio durante cualquier día de sol, y yendo a mano derecha, a dos cuadras del edificio estaba el parque Brasil. Creo que en los días de lluvia el parque no existía. No puedo saberlo a ciencia cierta porque mi mamá nunca me dejó ir al parque en los días lluviosos, así que nunca podré saberlo. Pero no importa porque me alegro de que existiera los días asoleados puesto que eran los mejores para ir allá a jugar con nuestros inextinguibles amigos.
El parque Brasil no tenía nada de cemento. Los corredores entre sus jardines eran de un ripio blanco como las palomas de los cuentos de hadas, y el resto era pasto, pasto verde, flores y muchas palmeras. Y las palmeras eran altas y fuertes. Hasta las bancas eran de fierro forjado. Nada de cemento. También había muchas palomas y algunos perros vagabundos durmiendo al lado del ocasional "curadito" que estaba durmiendo la "mona" en el invitante pasto del parque tal como lo hacían los curaditos de Playa Ancha. También patrullaban esos lares los esforzados e incomprendidos "basureros" que deambulaban sudorosos con sus carritos hechos de los tambores viejos del petróleo de Pablo Neruda, con un pintoresco letrero pintado con grafías blancas enfrente que leía: "Ilustre Municipalidad de Valparaíso". Estos ingenuos carritos tenían una asadera amplia y un par de grandes ruedas con las que los hombres de mameluco verde se paseaban a lo largo del parque recogiendo basura y vaciando los tachos basureros que estaban desparramados sin concierto a lo largo del parque. En un costado estaban dotados con una pala, y con unas largas hojas de palmera que las usaban como escobas. Sus sueños; estos lánguidos hombres, los arrastraban por el ripio colgados detrás de sus carritos.
En el pasto bajo las palmeras había coquitos. Eran en realidad las semillas de la palmera, pero nosotros les llamábamos coquitos. Cuando nos juntábamos con los otros amigos en el parque Brasil, teníamos guerras de coquitos. Armados con hondas hechas de la horcaja de una rama de árbol y unas tiras recortadas de la cámara de algún neumático desahuciado, y con un trozo de cuero para depositar los proyectiles; nos trenzábamos en sendos combates mientras el sol nos lamía la ropa y el pasto nos pintaba las rodillas de un verde claro como las auroras de aquel entonces. Nos dividíamos en equipos y nos agarrábamos a hondazos entre saltos y carreras mientras nuestras sonoras risas hacían eco en las perdidas ventanas de los edificios circundantes haciendo volar asustadas a las ingenuas y numerosas palomas vestidas con sus consuetudinarios trajes grises. Los cocazos dolían y dejaban moretones en las piernas y en los brazos... pero ahora sé positivamente que esos magullones eran mucho mejores que los moretones que la vida nos deja ahora en el alma...
Los moretones del cuerpo se nos esfumaban en unos días, y mientras los teníamos estampados en un enojoso lila, los exhibíamos y los llevábamos con orgullo guerrero. No podíamos esperar para contarle a alguien del origen de tan heroico magullón. Tampoco ahorrábamos palabras para explicar cómo los habíamos conquistado. Lo curioso de esto es que ahora que estamos un poco más gastados, escondemos celosamente los moretones del alma, y no queremos contarle a nadie acerca de ellos... Será acaso que ahora que ya estamos un poco más gastados y con la salud a veces colgando de nuestros bolsillos, ¿no nos gustan ya más los moretones? ¿Qué cosas, no?
El Colegio
Yo asistía a un colegio muy cuico y pituco al que llamaban "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses". En ese tiempo no sabía que había sagrados corazones de tantas nacionalidades distintas. ¿Será que había de distintas nacionalidades? No lo sé, pero nunca escuché de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Tibetanos", o de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Esquimales". Tampoco oí nunca de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Norteamericanos" ni de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Pascuenses". Eran solo franceses... ¿será que tenían el monopolio?, ¿o sería que los corazones de los otros no eran sagrados?, ¿o sería algo así como una cosa que aprendí más tarde, y que le llaman discriminación? ¿Quién sabe? Yo sólo era un niño y no distinguía entre la calidad de las personas ni la altura de sus almas así como lo hacen tan marcadamente los que viven en las sociedades de los viejos... y también de los gastados... A veces pienso de que por la forma en que pienso, a pesar de que muchos no lo crean, yo todavía sigo siendo un niño como antaño, cuando fuí un niño. Sí, como usted... Mucho después me enteré para mi asombro de que estos caracteres de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses" no eran ni "Padres"; ni tampoco eran "Franceses"; y jamás tuvieron nada de "Sagrados"... ¿Qué cosas, no?
"Tico"
En la esquina de Eleuterio Ramírez y la transitada calle Condell había un pintoresco Kiosco de diarios y revistas. El dueño era un señor gastado que se había quedado atrapado desamparadamente en su niñez. Todos le llamaban "Tico" porque decían que venía de un lugar extraño que se llamaba "Costa Rica" (o algo así) y siempre hablaba raro. Decía chiquitico en vez de chico, y decía poquitico en vez de poco, y cantico en vez de canto, y a veces decía chaquetica en vez de chaqueta. También le gustaba tocar la guitarrica y cantar algunas cancioncicas. Pero esto no importaba porque él era nuestro amigo. A pesar de que estaba gastado y arrugado, nosotros sabíamos que él llevaba un niño dentro; un niño chiquitico.
A nosotros nos gustaban las revistas de aventuras y "Tico" tenía muchas de ellas para la venta en su quimérico Kiosco que olía a madera verde de Mañío que en una de sus gastadas tablas estaba quemada la palabra "Aysén", lo que nunca supe en ese entonces qué era. Tenía revistas de Supermán, Batman y Robin, Marvila, El Pato Lucas, Porky y sus Amigos, Archi, El Fantasma, Relatos Fabulosos, La Pequeña Lulú, Flash (el corredor veloz y mi héroe), Flash Gordon, Tarzán, Vidas Ilustres, Red Ryder, Roy Rogers, Mi Gran Aventura, El Llanero Solitario, El Súper Ratón, Blackhawk, El Halcón Negro, Julio Jordán, Linterna Verde, El Conejo de la Suerte, Disneylandia, Domingos Alegres, El Zorro, Spirit, Tom y Jerry, La Zorra y El Cuervo, Mandrake, Pluto, El Hombre Araña, Epopeya, El Pájaro Loco, Titanes Planetarios, y muchas otras de las que ya no me acuerdo porque ahora, como usted, ya estoy un poco gastado y la memoria no me trabaja como antes. ¡Ah!, y también tenía algunos periódicos para los viejos y los gastados... Quizá usted se acuerde de algunas otras revistas, esas que leyó cuando usted era chiquitico. Nunca ví en el Kiosco el "Okey" que mi abuelito Víctor me compraba...
Él nos dejaba leer sus revisticas porque nunca teníamos dinero para comprarlas, y cada vez que regresábamos del colegio, hacíamos una ansiosa parada en el Kiosco de "Tico" para leer una revista de aventuras antes de llegar a casa. Leí muchas de esas revisticas que plantaron tantos sueños en nuestros tiernos corazones de marfil blando aún sin contaminar, los que estaban irremediablemente conectados con nuestras libres imaginaciones por el indisoluble cordón umbilical de las ilusiones. Ojalá pueda ver algún día al niño que "Tico" llevaba adentro... A pesar de que en ese entonces nosotros no lo podíamos creer, "Tico" también fué un niño, aunque chiquitico, fué un niño un día.
La Máquina del Tiempo
Un gran hatajo de años después, un severo día aturdido en la avalancha de la vida, durante un lánguido viaje a la tierra madre fuí tan esperanzado a ver el departamento de Eleuterio Ramírez 477. La entrada del añoso edificio ahora me pareció mucho más chica y oscura; y quizá hasta un poco egoísta... Las murallas parapetadas del mármol negro seguían frías, suaves y resbalosas, pero esta vez no traté de pegarles ningún "moco". Ahí me dí cuenta de que la edad se acumula... ...y que yo ya no me admiro con grandes ojos dejando escapar un sentido "¡aaah!"de mi boca cuando descubría cosas extravagantes y portentosas como los huevos de avestruz. Subí en el juguete con botones inteligentes hasta el Sexto Piso. El ascensor era chico, solo cabían cuatro pasajeros flacos, o solo uno con un ego grande. Me bajé en el piso de destino y me acerqué a la puerta con una gastada letra "A" que estaba media chueca pegada sobre la puerta. El aire era pesado y ya no olía como el aire de los almacenes "Cori". Me detuve un momento casi eterno a escuchar como palpitaba mi asustado corazón, y después de unos breves segundos de vacilación a destiempo, le dí tres golpecitos a la puerta con mis arrugados nudillos mágicos.
Mientras esperaba que alguien contestara a la puerta, me asomé a mirar el corredor interior del edificio, el que se podía observar desde una sucia ventana al lado del ascensor. No pude comprender cómo yo podía haber piloteado mi audaz autito rojo a pedales tan temerariamente en ese escueto y estorbado pasillo... se veía chiquitico... intransitable... De pronto la puerta del 6-A se abrió con un sordo ruido y me sacó abruptamente de mis lánguidos pensamientos. Una mujer gastada apareció en el dintel y me miró curiosa. "¿Qué se le ofrece, señor?" dijo con una voz suave y pausada. Le expliqué que yo había vivido en ese departamento cuando tenía apenas cinco años; hacía muchos siglos atrás, y que quería verlo otra vez. La mujer me miró desconfiada mientras se parapetaba detrás de la puerta sin decir palabra. Pensé que debería irme. ¡Esto era una locura!, pero el niño que llevo dentro me tenía apernado los pies al suelo. Después de unos incómodos segundos dije: "No se preocupe señora, gracias de todas maneras", y me dispuse a irme.
Un efímero instante antes de voltearme hacia el juguete con botones inteligentes, imprevistamente ví a una niña escondida dentro de los ojos de la mujer que se asomaba por entre sus grises y frondosas cejas, y ésta entonces me dejó entrar al departamento. "Pase señor y vea lo que quiera" dijo la señora haciéndose a un lado y terminando de abrir la puerta para que yo pasase. Le sonreí y me adentré intrépidamente en el desconocido pasado del presente casi sin respirar y con un enorme suspiro atragantado en el pescuezo.
¡No me dí cuenta cómo ni cuándo había salido del "porche"! Y yo que pensaba que era enorme, pero ahora se había achicado tanto como lo que se nos achican los sueños a medida de que nos gastamos. Apenas pasé el dintel del "porche", miré hacia la izquierda nerviosamente. El teléfono negro ya no estaba allí. Dí un respiro de alivio y proseguí mi lenta patrulla mientras la señora me seguía silenciosa detrás. Las murallas ya no eran de un amarillo de budín, sino que eran de un verde de lagartijas enfermas. La luz de las ventanas ya no alcanzaba a las murallas opuestas, y la despensa ahora era un insano y olvidado armario para guardar cachureos.
La cocina otrora amplia y llena de tiestos, ahora descansaba silente y solitaria, y me pareció tan chica como la honradez de los políticos. El pasillo que recordaba tan amplio, ahora se presentaba angosto y estrecho como el creacionismo; la tina del baño que solía ser una piscina, ahora semejaba un reducido y fosco baño de pájaros; y el dormitorio nuestro, ése que visitó el Viejito Pascuero de los almacenes "Cori" tantas veces, me golpeó la cara con una oscura y fría mezquindad.
Me detuve súbito. Un terror de cartón me ahogaba los recuerdos. Miré a mi alrededor descorazonado y sin pestañar. Sentí una gota de pánico negro deslizándose lentamente como plomo derretido por mis ansias, disturbando enojosamente mis límpidas memorias. No quise seguir adelante a pesar de que aún había más que recorrer y ver; giré decepcionado sobre mis gastados talones y miré a la señora que me observaba curiosa y silente. Ella me miró lánguidamente a los ojos y exclamó: "Ya no es lo mismo... ¿verdad?". "No" contesté con un eco sereno, y al mirarla a los ojos me dí cuenta de que ya no se asomaba esa niña que me abrió el paso. Solo se veía el gastado fondo de sus retinas, las que denunciaban enormes torrentes de lágrimas derramadas en el pasado. Podía ver los profundos surcos y los lechos que esas aguas saladas que le habían brotado del alma le habían dejado marcados en su marcha hacia las mejillas. Quizá la niña que vive dentro de esta señora estaba escondida en una de esas zanjas de pena.
"Sé que no volverá", me dijo, "nunca nadie regresa después de querer ver lo que no pueden ver porque ya no se puede ver más". "Sí", dije casi suspirando y me encaminé hacia la puerta de salida. Cuando llegamos a la puerta ella me dijo: "Lamento que no haya encontrado lo que buscaba en mi casa. Va a tener que mirar en su corazón y en sus memorias para encontrarlo. Lo que busca siempre estará ahí".
Me despedí cortésmente de la señora quién me ofreció una amable, pero corta sonrisa de condescendencia y aflicción, la que exhibía un soberbio penacho de desilusión. Y después de ofrecerme esta limpia sonrisa, cerró la puerta mientras yo aún estaba en frente de ella, tal como lo hará el hombre de la funeraria cuando cierre el féretro en nuestra cara por última vez. ¿Por qué es siempre el "hombre" de la funeraria y no la mujer?... Quizá lo hizo para ayudarme a irme, o quizá para despertarme... Es igual, me encaramé apuradamente en el elevador que ahora no me elevaría más; y sin tropezar me fuí a la calle. Cuando dejé el edificio a mis espaldas me dí cuenta entonces de que la miel de la niñez que se colgaba ávida y pegajosa de mis años, ya se había comenzado a evaporar.
Esa demente y repentina colisión entre el pasado y el presente me dejó heridas múltiples en los diversos y surtidos lugares de mi ser, delicados lugares en los cuales mi alma y mi corazón se esforzaban frenéticamente por contener y controlar el daño; mientras que en otro campo de batalla, mi psiquis se recuperaba del impacto repentino que me descalabró temporalmente la lógica, la cual trataba desesperadamente de recalibrarse entre el apuro y el equilibrio. Mis pensamientos se enredaron en arcadas, y mis sentimientos se congelaron secos en my garganta. Aunque los escalofríos no pudieron erizarme la piel de las manos, un ácido sudor en polvo me cubrió las sienes, y un tiritón nervioso se derritió por mi columna desde la nuca hasta el suelo. Esta rápida y audaz incursión al movedizo pasado ciertamente me dió un golpe formidable, pero no me derrotó porque todavía llevo salvaguardado en mis memorias el recuerdo intacto de cómo era mi idílica casa de Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.
Vejez
Algunos humanos se hacen viejos, otros nos gastamos. Los que envejecen se apagan paulatinamente sin llama ni luz en días desabridos y carentes de eco. Los que nos gastamos en cambio, solo cambiamos de unas experiencias explosivas a unas más iluminadas y menos inauditas. Ésto me lo enseñó mi Abuelito Víctor. Es cierto de que todos caminamos al unísono hacia el último escalón del infinito, ése que tiene forma de un cajón oscuro y largo con una ventanica chiquitica de una ininterrumpida vista sin obstrucciones hacia nunca jamás; pero algunos de nosotros no corremos ansiosos hacia él, no corremos ansiosos porque llevamos de la mano y con cuidado a aquel niño que vive dentro de nosotros flotando en una nube de sueños.
Algunos de nosotros somos unos buenos tipos, y otros son unos cascarrabias; pero lo que importa es que no andemos solos, ni que esperemos en vano, ni que nos entristezcamos. Siempre observo a las personas gastadas como yo y a pesar de que parecemos tan distintos, nuestro niños de adentro son tan iguales... Hay algunos que crecieron corriendo, hay otros que crecieron caminando; hay algunos que bebieron agua dulce, y otros que bebieron agua amarga. Algunos llevamos la vida encima, otros la llevamos arrastrándola detrás nuestro, y hasta hay algunos que la han dejado olvidada en algún banco de alguna plaza perdida en alguna áspera ciudad; pero es igual porque nuestro tiempo no tiene historia escrita ni tampoco tiene sueños de barro.
Ahora que entiendo bien por qué Pablo Neruda se cansaba tanto de ser hombre, yo nunca me cansaré de ser niño; y espero que usted tampoco lo haga. La mejor manera de hacer esto, es cada mañana acechar furtivo el espejo, y ver ahí dentro de tus ojos, al niño que vive dentro. Así y a pesar de que muchos no crean que yo también fuí un niño, cada día vivo más alegre porque puedo mirar seguido en los ojos del espejo, a ese eterno niño eterno que nunca se hizo viejo.
Pero debo confesar de que una vez yo fuí viejo. Sí, hace un tiempo atrás me olvidé de gastarme y me comencé a hacer viejo. Quizá tal vez porque una pena grande me ahogó el alma, quizá fué porque la rutina de la vida me sofocó el corazón en inercia; ¿o habrá sido porque tal vez dejé de hacerme preguntas?, o simplemente haya sido quizá porque se me olvidó dejar que mi imaginación volara libre; pero el hecho es que un día comencé a arrastrar mi vida, a dejarla pegada en murallas olvidadas, a diluírla en las lluvias de la primavera, a enterrarla en las arrugas de mis manos, a dejarla que la agobiase el inclemente destino. Quizá a usted le haya pasado lo mismo algún día... Quizá... Traté de imitar a los jóvenes electrónicos con un aparatito extraño en la mano que me decía cosas, pero eran cosas que yo no entendía. No funcionó, y además me quedaba muy mal. Quizá usted se acuerde de estas cosas...
No sé qué fué lo que pasó. Solo recuerdo de que me comencé a hacer viejo rápidamente, y los dolores del alma me volvieron, y las penas olvidadas regresaron y se me agrandaron adentro, y me descalabraron la horma del corazón; el temperamento se me pudrió, y hasta me molestaba la estridente risa de los niños. No sé qué fué lo que pasó. Los días se pusieron sumamente largos y todo me asustaba; y ya no era de cómo danzar en la lluvia, sino que cómo no mojarse con ella; y ya no era acerca de vivir, sino de cómo sobrevivir, y hasta el carácter se me quebró... y todo esto es porque el gastarse es un regalo, pero el hacerse viejo es un préstamo usurero el que nunca se puede pagar. Envejecer y gastarse es la diferencia fundamental entre el saltar desesperado por la borda de un barco que se hunde, o descender con calma y elegancia hasta el bote salvavidas.
Pero un soleado día como aquellos que me llevaban al parque Brasil, súbitamente dejé de hacerme viejo, y comencé otra vez a gastarme. No sé qué fué lo que pasó. Quizá fué porque el niño que llevo adentro abrió una ventana del alma para que entrara la luz del sol, o fué porque quizá uno de mis copiosos llantos formó un prístino arcoíris en mis retinas, tal vez haya sido porque una de aquellas inmortales sonrisas de mi madre me disolvió todas las penas moradas; o simplemente fué porque aquellas simientes que se habían extraviado en un surco de mi memoria comenzaron a germinar otra vez, y me hicieron acordarme de que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada. No sé qué fué lo que pasó, pero dejé de envejecer... ¿Habrá sido porque el Viejo no creyó en nada, y el Gastado creyó en todo? ¿Quién sabe? ¿Qué cosas, no?
Desde entonces a la seca muerte la comencé a perder de vista, aunque aún puedo verla intermitente allá a lo lejos; paseándose ilusa, equilibrándose en la fina y desgastada línea del horizonte. Pero pronto aprendí a ignorarla y a perderle el miedo, poco a poco, y finalmente la olvidé como lo hice un día con aquel negro y horrible teléfono. Como ven, todo cambia, siempre cambia todo; porque si el cambio no existiese, no tendríamos mariposas... ...y nuestros sueños serían solamente unos olvidados guijarros tirados por el camino... Todo cambia siempre; todo y siempre, pero lo único eternamente definitivo y perpetuo es ése último y más minúsculo segundo en nuestras vidas, ése mínimo segundo cuando expiramos irremediablemente, justo antes de que esa ventanilla a nunca jamás el hombre de la funeraria la cierre por última vez.
Hoy, a pesar de que muchos no lo crean, yo también sigo siendo un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos y deslizándose presurosa por mi bastón lleno de nudos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que ya no compite con mi barba o mis bigotes, quienes ya se olvidaron de las simples e intrascendentales arrugas de mi cara; o quizá porque ahora camino con un paso bastante más cansino... Quizá sea porque ya no me importe vestirme "a la moda" y porque ya no me llaman la atención los extraviados internautas que caminan sin rumbo por las calles mirando esas atontadoras cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... a pesar de todo esto, me empeño en seguir siendo un niño...
Quizá nuestra apariencia actual no guarde vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, nosotros también; un día perdido allá atrás lejos entre las pálidas huellas de nuestros gastados días; fuímos un niño, quizá como aquel simple y soñador niño con una imaginación titánica, que un día vivió feliz frente a los almacenes "Cori", allá en ese pequeño mundo del edificio de la Calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.
The Sincipitus Porcus
El Loco
Pero yo sé más que ellos, porque yo sé que todavía tengo mucha fuerza y energía, porque sé que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada; puedo decir palabras sanas y contar historias fantásticas, y hacerme eterno en las memorias de las gentes. Sé que todavía tengo fuerza, porque aún soy capaz de encontrar sin buscarla, a la esperanza y la gloria en la risa de los niños, porque no me he olvidado de que a pesar de lo que muchos piensan, yo también un día fuí un niño.
Pero este viejo que les habla cree que es inmortal porque todavía puede oír de esos otros niños ancestrales de hoy; de aquellos que fueron antaño sus compañeros de juegos, su estridente coro de risas, esos amigos que aún perduran en el tiempo; como los Gloriosos y Gallardos Ercillanos de la Sólida e Inmortal Guardia Vieja del '72. Aquellos amigos impolutos, intachables y angelicales... Esos amigos son así; intactos, porque los hicimos sin los intereses creados con que los viejos y los gastados hacemos amistades ahora. Nos hicimos amigos porque estábamos juntos, porque asistíamos al mismo colegio, y porque jugábamos juntos. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos.
Hoy por hoy, elegimos las amistades con el tinte del interés, con la anilina de la conveniencia, y con una mezquindad que nos favorezca. Nos aseguramos de hacernos "amigos" de Fulano porque es el gerente de una fábrica de Envidia y tal vez en el futuro necesitemos un puesto en el Departamento de Disimulos; afianzamos una amistad hecha de sombras con Zutano porque es abogado, y porque tal vez necesitemos eventualmente una piraña sarnosa que nade en nuestra angosta pecera; tampoco nos olvidamos de complacer a Merengano que es amigo de él-y-de-aquél, ya que pronto apremiaremos una recomendación falsa e interesada; y por último, nos encargamos de cortejar a Nesciano y a Perencejo (Perencejo es el primo tonto de Pendejo) porque es seguro que necesitaremos a alguien a quién podamos hacer víctima de nuestras bajezas, de nuestras cobardías, y de nuestros fracasos personales.
Por eso me gustan más mis amigos de la niñez; porque forjamos nuestras amistades en el fogón de la inocencia simplemente porque estábamos juntos, sin intereses, sin saber lo que uno o el otro serían cuando viejos o gastados; fraguamos a nuestros camaradas porque chuteábamos la misma pelota plástica; porque compartíamos un sándwich proletario de mortadela con mantequilla, y porque también, varios de nosotros bebíamos de la misma botella de Coca~Cola; y moldeamos esos sentimientos de amistad con nuestras jóvenes manitas amasando con alegría esa blanca y dócil arcilla de nuestros corazones, y la investimos generosamente con la límpida y flexible luz de nuestras almas para que se secara pronto. Nos hicimos amigos simplemente porque éramos niños, y simplemente porque nos hicimos amigos. Sin lágrimas ni penas; sin dudas ni cadenas.
Y sí señor, ellos quizá también se vean un poco gastados ahora, pero yo sé en mi corazón de que ellos, como yo un día lo fuí, también fueron niños; y sé que fueron niños porque los ví cuando lo eran, y porque oí sus estridentes risas, y porque sé que muchos de ellos aún no lo han olvidado, o se rehúsan rotundamente a hacerlo.
Hoy me siento niño, aunque ese talle me quede un poquito grande. Y en verdad me siento nuevo, aunque me tilden de loco. Presiento que hay algunos que se sienten como yo, quienes tienen en sus almas una oculta fuente de semillas que aún pueden germinar. Ellos saben que tienen fuerza porque aún son virtuosos para encontrar una sonrisa sin buscarla, y pueden descubrir un brillante arcoíris en medio de la lluvia, y porque como yo lo hago tan a menudo, no se han olvidado de que a pesar de lo que muchos piensen, ellos también un día fueron niños.
Les ofrezco ansiosamente este escrito a todos aquellos locos del alma que no dejaron nunca perecer la fuerza de su niñez; ni la heroica candidez de sus corazones.
Eleuterio Ramírez
Vivíamos en el centro nervioso mismo de la venerable y vibrante ciudad de Valparaíso, la perla más Perla del irascible Pacífico; frente al pintoresco y sucio edificio de la Municipalidad de la ciudad y enfrente de los prósperos Almacenes "Cori". Los Almacenes "Cori" siempre se engalanaban estridentemente como ningún otro cada año para Pascuas. Los amplios balcones del segundo piso de este futurista almacén, los que daban a la calle Condell, siempre estaban generosa y ruidosamente peripuestos con figuras del "Viejito Pascuero" iluminado con grandes luces, y que con su traje rojo dirigía impertérrito su trineo tirado por unos renos que movían la cabeza y las patas como si estuviesen volando, mientras me saludaba con una mano en un airoso y blanco guante. Yo me quedaba largos minutos observando este increíble y fantástico espectáculo hasta que el alma se me salía a borbotones por la boca abierta, o hasta que mi madre me arrastrase impaciente de un brazo. También veía ocasionalmente a otros niños apuradamente baboseando porciones de sus almas por la boca, mientras miraban por las ventanas de los "troles" que con sus largos y engrasados suspensores eléctricos hacían ¡claquiti-clak!- ¡claquiti-clak! cuando pasaban expeditamente por la calle delante del almacén.
¡Entrar al almacén "Cori" era un convite sensacional! La ensordecedora avalancha de juguetes nuevos cegaba a cualquiera, a cualquiera que fuese un niño eso es, y el ruido de las luces era ensordecedor y la cegadora luz de los sonidos atontaba; y las montañas de tantas novedades y de tantas cosas antes nunca vistas, cimentaba sólidamente y para siempre, la creencia en la comandante figura de aquel "Viejito Pascuero" del balcón de cemento que piloteaba incansable y con una enorme sonrisa, a su rojo trineo de infatigables renos. No recuerdo haber pestañado ni una sola vez mientras estuve dentro de los soñadores Almacenes "Cori".
En la calle, el aire olía diferente, la música de los almacenes era más apropiada, y los paquetes de regalos que llevaban las gentes siempre eran inmensos. Las piedrecitas que el furioso viento del Puerto levantaba y me las estrellaba con fuerza en las flacas piernas desprotegidas por un pantalón corto de cotelé café oscuro que odiaba, me pinchaban con dolor, pero a mí no me importaba porque mi atención completa estaba en este magnífico lugar de sueños. Ahora que estoy un poco más gastado, también sueño, tal vez como usted lo hace a veces, pero creo que me hace falta de que una pizca de alma me salga por la boca... y es por eso que quizá las gentes piensen de que nosotros estamos secos, pero a pesar de lo mucho que no lo crean, nosotros también fuímos niños.
Desde que fuí un niño, mi madre se aseguró de que me aprendiera bien nuestra dirección para que si alguna vez me perdía en la ciudad, le dijera a un Carabinero que me llevase a casa. Desde entonces nunca me he olvidado de que cuando antaño fuí un niño, vivía en la calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto piso, Departamento "A"; teléfono: 54659 (sí, con poquitos números). No había ninguna necesidad de nombrar a Valparaíso, ni menos a Chile, porque en aquel corto tiempo, para mí ése era el único mundo que existía y que conocía; no había ni cosmos ni Universo, y no sospechaba de que existiera ningún otro mundo en ninguna otra parte... Hoy que estoy un poco más gastado, añoro profundamente esa virginal e insondable inocencia tan impoluta y cándida como la que usted y yo tuvimos en tanta abundancia, en aquel tiempo cuando apenas éramos unos ingenuos niños.
¡Y sí señor!, ¡teníamos teléfono! Pero eso no era nada porque muy pocos eran los llamados que llegaban. En ese tiempo casi nadie de los que conocíamos tenía teléfono, así que las llamadas eran escasas y espaciadas. A mí no me gustaba mucho el teléfono. Ese teléfono era negro como las intenciones políticas y como otros que conozco, y se asemejaba a una jaiba feroz lista para abalanzarse a mansalva desde la mesita en que descansaba si uno estaba desprevenido. Me aterrorizaba cuando sonaba porque no avisaba, y su imprevisible, súbito y chillón "¡ring-ring! - ¡ring-ring! hacía eco por todo el departamento y siempre me asustaba. Yo lo miraba de reojo y él también hacía lo mismo conmigo; pero yo me cuidaba de no pasar cerca de su siniestra mesita. Con el tiempo aprendí a ignorarlo, poco a poco, hasta que un día, me olvidé de él como me olvidé de algunas de aquellas penas que una vez me estrujaron unas pocas lágrimas del alma.
Nuestro flamante departamento, el "A" en el sexto piso; era enorme, ciclópeo. Me acuerdo de que nosotros, mi hermanito, mi hermanita y yo, compartíamos un cuarto enorme en el que cabían tres camas, tres veladores, tres cómodas y espacio para tres montones de juguetes; y tenía un cielo inmenso en el que cabían casi todos mis sueños, y tenía unos grandes ventanales para ver el mundo, en donde nos pasábamos asomados un montón de tiempo durante la Noche Buena para ver si podíamos ver al Viejito Pascuero y a sus peludos renos. Teníamos una sala enorme para las visitas, un "porche" que parecía otro "living", el cuarto de mis padres tenía eco, podíamos jugar ping-pong en el comedor sin trastabillar con nadie, y teníamos una despensa grandísima que tenía unas estanterías altas que parecían rascacielos, llenas de alimentos y de otros menesteres, y de la que nunca pude ver lo que escondía en sus tres últimas repisas allá arriba.
También había un corredor enorme y largo de baldosas amarillas y verdes en el interior del edificio donde yo conducía temerariamente mi autito rojo a pedales mientras sorteaba magistralmente los tarros y las bolsas de basura que se acumulaban a lo largo de la ruta en espera de que el mayordomo las recogiese. Años después, esas baldosas verdes y amarillas se darían temerarias vueltas en una cita de vertiginosos remolinos de recuerdos de mi cabeza, cuando jugaba unas divertidas y animadas pichangas en otro mundo diferente y lejano, en un mundo nuevo y más grande lleno de aquellos viejos amigos, los que ahora estamos un poco más gastados que antes, allá en lontananza, en un mundo espacioso, bullicioso y distante llamado Santiago.
En ese inolvidable tiempo de niño, las distancias eran tan extraordinariamente enormes que no se podía ver nada en el lejano e imperceptible horizonte; y si se nos perdía la mirada cuando la clavábamos en el "infinito", el "infinito" estaba solo a unas pocas cuadras de casa... pero cuando la vida pasa acaballadamente por encima de nosotros y nos gasta, las distancias se acortan superlativamente. Lo sé porque ahora, al igual que usted; puedo ver cosas allá en la distancia que nunca pude ver en mi niñez, puedo ver cosas en el infinito como por ejemplo, ahora puedo vislumbrar a la seca muerte allá en lontananza... y hasta puedo distinguir la afilada guadaña que carga a su espalda... y hasta puedo vislumbrar a veces, mi nombre escrito con letras pequeñitas en su negra hoja afilada sin fulgor. El infinito ahora está a cortas cuadras, solo un poco más allá de casa...
Me fascinaban los elevadores del edificio. Ellos se llamaban "OTIS". Eran gemelos. Había dos, uno a cada lado de la amplia entrada parapetada con sus enormes murallas cubiertas de mármol. Esas murallas eran frías, suaves y resbalosas; tanto así, que no se les podía pegar un "moco" por más que uno tratase. Yo pensaba que los ascensores eran formidables porque cabían varios pasajeros al mismo tiempo, y tenía unos botones muy inteligentes que dejaban a la gente en el piso que ellos quisieran; y nunca se equivocaban. Me encantaba jugar en los ascensores, pero muchas veces me correteaba el mayordomo diciéndome que no era un juguete. ¡Pobre mayordomo! ¡no tenía idea! ¡no tenía idea!
El Parque Brasil
Saliendo del edificio durante cualquier día de sol, y yendo a mano derecha, a dos cuadras del edificio estaba el parque Brasil. Creo que en los días de lluvia el parque no existía. No puedo saberlo a ciencia cierta porque mi mamá nunca me dejó ir al parque en los días lluviosos, así que nunca podré saberlo. Pero no importa porque me alegro de que existiera los días asoleados puesto que eran los mejores para ir allá a jugar con nuestros inextinguibles amigos.
El parque Brasil no tenía nada de cemento. Los corredores entre sus jardines eran de un ripio blanco como las palomas de los cuentos de hadas, y el resto era pasto, pasto verde, flores y muchas palmeras. Y las palmeras eran altas y fuertes. Hasta las bancas eran de fierro forjado. Nada de cemento. También había muchas palomas y algunos perros vagabundos durmiendo al lado del ocasional "curadito" que estaba durmiendo la "mona" en el invitante pasto del parque tal como lo hacían los curaditos de Playa Ancha. También patrullaban esos lares los esforzados e incomprendidos "basureros" que deambulaban sudorosos con sus carritos hechos de los tambores viejos del petróleo de Pablo Neruda, con un pintoresco letrero pintado con grafías blancas enfrente que leía: "Ilustre Municipalidad de Valparaíso". Estos ingenuos carritos tenían una asadera amplia y un par de grandes ruedas con las que los hombres de mameluco verde se paseaban a lo largo del parque recogiendo basura y vaciando los tachos basureros que estaban desparramados sin concierto a lo largo del parque. En un costado estaban dotados con una pala, y con unas largas hojas de palmera que las usaban como escobas. Sus sueños; estos lánguidos hombres, los arrastraban por el ripio colgados detrás de sus carritos.
En el pasto bajo las palmeras había coquitos. Eran en realidad las semillas de la palmera, pero nosotros les llamábamos coquitos. Cuando nos juntábamos con los otros amigos en el parque Brasil, teníamos guerras de coquitos. Armados con hondas hechas de la horcaja de una rama de árbol y unas tiras recortadas de la cámara de algún neumático desahuciado, y con un trozo de cuero para depositar los proyectiles; nos trenzábamos en sendos combates mientras el sol nos lamía la ropa y el pasto nos pintaba las rodillas de un verde claro como las auroras de aquel entonces. Nos dividíamos en equipos y nos agarrábamos a hondazos entre saltos y carreras mientras nuestras sonoras risas hacían eco en las perdidas ventanas de los edificios circundantes haciendo volar asustadas a las ingenuas y numerosas palomas vestidas con sus consuetudinarios trajes grises. Los cocazos dolían y dejaban moretones en las piernas y en los brazos... pero ahora sé positivamente que esos magullones eran mucho mejores que los moretones que la vida nos deja ahora en el alma...
Los moretones del cuerpo se nos esfumaban en unos días, y mientras los teníamos estampados en un enojoso lila, los exhibíamos y los llevábamos con orgullo guerrero. No podíamos esperar para contarle a alguien del origen de tan heroico magullón. Tampoco ahorrábamos palabras para explicar cómo los habíamos conquistado. Lo curioso de esto es que ahora que estamos un poco más gastados, escondemos celosamente los moretones del alma, y no queremos contarle a nadie acerca de ellos... Será acaso que ahora que ya estamos un poco más gastados y con la salud a veces colgando de nuestros bolsillos, ¿no nos gustan ya más los moretones? ¿Qué cosas, no?
El Colegio
Yo asistía a un colegio muy cuico y pituco al que llamaban "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses". En ese tiempo no sabía que había sagrados corazones de tantas nacionalidades distintas. ¿Será que había de distintas nacionalidades? No lo sé, pero nunca escuché de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Tibetanos", o de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Esquimales". Tampoco oí nunca de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Norteamericanos" ni de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Pascuenses". Eran solo franceses... ¿será que tenían el monopolio?, ¿o sería que los corazones de los otros no eran sagrados?, ¿o sería algo así como una cosa que aprendí más tarde, y que le llaman discriminación? ¿Quién sabe? Yo sólo era un niño y no distinguía entre la calidad de las personas ni la altura de sus almas así como lo hacen tan marcadamente los que viven en las sociedades de los viejos... y también de los gastados... A veces pienso de que por la forma en que pienso, a pesar de que muchos no lo crean, yo todavía sigo siendo un niño como antaño, cuando fuí un niño. Sí, como usted... Mucho después me enteré para mi asombro de que estos caracteres de "Los Sagrados Corazones de Los Padres Franceses" no eran ni "Padres"; ni tampoco eran "Franceses"; y jamás tuvieron nada de "Sagrados"... ¿Qué cosas, no?
"Tico"
En la esquina de Eleuterio Ramírez y la transitada calle Condell había un pintoresco Kiosco de diarios y revistas. El dueño era un señor gastado que se había quedado atrapado desamparadamente en su niñez. Todos le llamaban "Tico" porque decían que venía de un lugar extraño que se llamaba "Costa Rica" (o algo así) y siempre hablaba raro. Decía chiquitico en vez de chico, y decía poquitico en vez de poco, y cantico en vez de canto, y a veces decía chaquetica en vez de chaqueta. También le gustaba tocar la guitarrica y cantar algunas cancioncicas. Pero esto no importaba porque él era nuestro amigo. A pesar de que estaba gastado y arrugado, nosotros sabíamos que él llevaba un niño dentro; un niño chiquitico.
A nosotros nos gustaban las revistas de aventuras y "Tico" tenía muchas de ellas para la venta en su quimérico Kiosco que olía a madera verde de Mañío que en una de sus gastadas tablas estaba quemada la palabra "Aysén", lo que nunca supe en ese entonces qué era. Tenía revistas de Supermán, Batman y Robin, Marvila, El Pato Lucas, Porky y sus Amigos, Archi, El Fantasma, Relatos Fabulosos, La Pequeña Lulú, Flash (el corredor veloz y mi héroe), Flash Gordon, Tarzán, Vidas Ilustres, Red Ryder, Roy Rogers, Mi Gran Aventura, El Llanero Solitario, El Súper Ratón, Blackhawk, El Halcón Negro, Julio Jordán, Linterna Verde, El Conejo de la Suerte, Disneylandia, Domingos Alegres, El Zorro, Spirit, Tom y Jerry, La Zorra y El Cuervo, Mandrake, Pluto, El Hombre Araña, Epopeya, El Pájaro Loco, Titanes Planetarios, y muchas otras de las que ya no me acuerdo porque ahora, como usted, ya estoy un poco gastado y la memoria no me trabaja como antes. ¡Ah!, y también tenía algunos periódicos para los viejos y los gastados... Quizá usted se acuerde de algunas otras revistas, esas que leyó cuando usted era chiquitico. Nunca ví en el Kiosco el "Okey" que mi abuelito Víctor me compraba...
Él nos dejaba leer sus revisticas porque nunca teníamos dinero para comprarlas, y cada vez que regresábamos del colegio, hacíamos una ansiosa parada en el Kiosco de "Tico" para leer una revista de aventuras antes de llegar a casa. Leí muchas de esas revisticas que plantaron tantos sueños en nuestros tiernos corazones de marfil blando aún sin contaminar, los que estaban irremediablemente conectados con nuestras libres imaginaciones por el indisoluble cordón umbilical de las ilusiones. Ojalá pueda ver algún día al niño que "Tico" llevaba adentro... A pesar de que en ese entonces nosotros no lo podíamos creer, "Tico" también fué un niño, aunque chiquitico, fué un niño un día.
La Máquina del Tiempo
Un gran hatajo de años después, un severo día aturdido en la avalancha de la vida, durante un lánguido viaje a la tierra madre fuí tan esperanzado a ver el departamento de Eleuterio Ramírez 477. La entrada del añoso edificio ahora me pareció mucho más chica y oscura; y quizá hasta un poco egoísta... Las murallas parapetadas del mármol negro seguían frías, suaves y resbalosas, pero esta vez no traté de pegarles ningún "moco". Ahí me dí cuenta de que la edad se acumula... ...y que yo ya no me admiro con grandes ojos dejando escapar un sentido "¡aaah!"de mi boca cuando descubría cosas extravagantes y portentosas como los huevos de avestruz. Subí en el juguete con botones inteligentes hasta el Sexto Piso. El ascensor era chico, solo cabían cuatro pasajeros flacos, o solo uno con un ego grande. Me bajé en el piso de destino y me acerqué a la puerta con una gastada letra "A" que estaba media chueca pegada sobre la puerta. El aire era pesado y ya no olía como el aire de los almacenes "Cori". Me detuve un momento casi eterno a escuchar como palpitaba mi asustado corazón, y después de unos breves segundos de vacilación a destiempo, le dí tres golpecitos a la puerta con mis arrugados nudillos mágicos.
Mientras esperaba que alguien contestara a la puerta, me asomé a mirar el corredor interior del edificio, el que se podía observar desde una sucia ventana al lado del ascensor. No pude comprender cómo yo podía haber piloteado mi audaz autito rojo a pedales tan temerariamente en ese escueto y estorbado pasillo... se veía chiquitico... intransitable... De pronto la puerta del 6-A se abrió con un sordo ruido y me sacó abruptamente de mis lánguidos pensamientos. Una mujer gastada apareció en el dintel y me miró curiosa. "¿Qué se le ofrece, señor?" dijo con una voz suave y pausada. Le expliqué que yo había vivido en ese departamento cuando tenía apenas cinco años; hacía muchos siglos atrás, y que quería verlo otra vez. La mujer me miró desconfiada mientras se parapetaba detrás de la puerta sin decir palabra. Pensé que debería irme. ¡Esto era una locura!, pero el niño que llevo dentro me tenía apernado los pies al suelo. Después de unos incómodos segundos dije: "No se preocupe señora, gracias de todas maneras", y me dispuse a irme.
Un efímero instante antes de voltearme hacia el juguete con botones inteligentes, imprevistamente ví a una niña escondida dentro de los ojos de la mujer que se asomaba por entre sus grises y frondosas cejas, y ésta entonces me dejó entrar al departamento. "Pase señor y vea lo que quiera" dijo la señora haciéndose a un lado y terminando de abrir la puerta para que yo pasase. Le sonreí y me adentré intrépidamente en el desconocido pasado del presente casi sin respirar y con un enorme suspiro atragantado en el pescuezo.
¡No me dí cuenta cómo ni cuándo había salido del "porche"! Y yo que pensaba que era enorme, pero ahora se había achicado tanto como lo que se nos achican los sueños a medida de que nos gastamos. Apenas pasé el dintel del "porche", miré hacia la izquierda nerviosamente. El teléfono negro ya no estaba allí. Dí un respiro de alivio y proseguí mi lenta patrulla mientras la señora me seguía silenciosa detrás. Las murallas ya no eran de un amarillo de budín, sino que eran de un verde de lagartijas enfermas. La luz de las ventanas ya no alcanzaba a las murallas opuestas, y la despensa ahora era un insano y olvidado armario para guardar cachureos.
La cocina otrora amplia y llena de tiestos, ahora descansaba silente y solitaria, y me pareció tan chica como la honradez de los políticos. El pasillo que recordaba tan amplio, ahora se presentaba angosto y estrecho como el creacionismo; la tina del baño que solía ser una piscina, ahora semejaba un reducido y fosco baño de pájaros; y el dormitorio nuestro, ése que visitó el Viejito Pascuero de los almacenes "Cori" tantas veces, me golpeó la cara con una oscura y fría mezquindad.
Me detuve súbito. Un terror de cartón me ahogaba los recuerdos. Miré a mi alrededor descorazonado y sin pestañar. Sentí una gota de pánico negro deslizándose lentamente como plomo derretido por mis ansias, disturbando enojosamente mis límpidas memorias. No quise seguir adelante a pesar de que aún había más que recorrer y ver; giré decepcionado sobre mis gastados talones y miré a la señora que me observaba curiosa y silente. Ella me miró lánguidamente a los ojos y exclamó: "Ya no es lo mismo... ¿verdad?". "No" contesté con un eco sereno, y al mirarla a los ojos me dí cuenta de que ya no se asomaba esa niña que me abrió el paso. Solo se veía el gastado fondo de sus retinas, las que denunciaban enormes torrentes de lágrimas derramadas en el pasado. Podía ver los profundos surcos y los lechos que esas aguas saladas que le habían brotado del alma le habían dejado marcados en su marcha hacia las mejillas. Quizá la niña que vive dentro de esta señora estaba escondida en una de esas zanjas de pena.
"Sé que no volverá", me dijo, "nunca nadie regresa después de querer ver lo que no pueden ver porque ya no se puede ver más". "Sí", dije casi suspirando y me encaminé hacia la puerta de salida. Cuando llegamos a la puerta ella me dijo: "Lamento que no haya encontrado lo que buscaba en mi casa. Va a tener que mirar en su corazón y en sus memorias para encontrarlo. Lo que busca siempre estará ahí".
Me despedí cortésmente de la señora quién me ofreció una amable, pero corta sonrisa de condescendencia y aflicción, la que exhibía un soberbio penacho de desilusión. Y después de ofrecerme esta limpia sonrisa, cerró la puerta mientras yo aún estaba en frente de ella, tal como lo hará el hombre de la funeraria cuando cierre el féretro en nuestra cara por última vez. ¿Por qué es siempre el "hombre" de la funeraria y no la mujer?... Quizá lo hizo para ayudarme a irme, o quizá para despertarme... Es igual, me encaramé apuradamente en el elevador que ahora no me elevaría más; y sin tropezar me fuí a la calle. Cuando dejé el edificio a mis espaldas me dí cuenta entonces de que la miel de la niñez que se colgaba ávida y pegajosa de mis años, ya se había comenzado a evaporar.
Esa demente y repentina colisión entre el pasado y el presente me dejó heridas múltiples en los diversos y surtidos lugares de mi ser, delicados lugares en los cuales mi alma y mi corazón se esforzaban frenéticamente por contener y controlar el daño; mientras que en otro campo de batalla, mi psiquis se recuperaba del impacto repentino que me descalabró temporalmente la lógica, la cual trataba desesperadamente de recalibrarse entre el apuro y el equilibrio. Mis pensamientos se enredaron en arcadas, y mis sentimientos se congelaron secos en my garganta. Aunque los escalofríos no pudieron erizarme la piel de las manos, un ácido sudor en polvo me cubrió las sienes, y un tiritón nervioso se derritió por mi columna desde la nuca hasta el suelo. Esta rápida y audaz incursión al movedizo pasado ciertamente me dió un golpe formidable, pero no me derrotó porque todavía llevo salvaguardado en mis memorias el recuerdo intacto de cómo era mi idílica casa de Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.
Vejez
Algunos humanos se hacen viejos, otros nos gastamos. Los que envejecen se apagan paulatinamente sin llama ni luz en días desabridos y carentes de eco. Los que nos gastamos en cambio, solo cambiamos de unas experiencias explosivas a unas más iluminadas y menos inauditas. Ésto me lo enseñó mi Abuelito Víctor. Es cierto de que todos caminamos al unísono hacia el último escalón del infinito, ése que tiene forma de un cajón oscuro y largo con una ventanica chiquitica de una ininterrumpida vista sin obstrucciones hacia nunca jamás; pero algunos de nosotros no corremos ansiosos hacia él, no corremos ansiosos porque llevamos de la mano y con cuidado a aquel niño que vive dentro de nosotros flotando en una nube de sueños.
Algunos de nosotros somos unos buenos tipos, y otros son unos cascarrabias; pero lo que importa es que no andemos solos, ni que esperemos en vano, ni que nos entristezcamos. Siempre observo a las personas gastadas como yo y a pesar de que parecemos tan distintos, nuestro niños de adentro son tan iguales... Hay algunos que crecieron corriendo, hay otros que crecieron caminando; hay algunos que bebieron agua dulce, y otros que bebieron agua amarga. Algunos llevamos la vida encima, otros la llevamos arrastrándola detrás nuestro, y hasta hay algunos que la han dejado olvidada en algún banco de alguna plaza perdida en alguna áspera ciudad; pero es igual porque nuestro tiempo no tiene historia escrita ni tampoco tiene sueños de barro.
Ahora que entiendo bien por qué Pablo Neruda se cansaba tanto de ser hombre, yo nunca me cansaré de ser niño; y espero que usted tampoco lo haga. La mejor manera de hacer esto, es cada mañana acechar furtivo el espejo, y ver ahí dentro de tus ojos, al niño que vive dentro. Así y a pesar de que muchos no crean que yo también fuí un niño, cada día vivo más alegre porque puedo mirar seguido en los ojos del espejo, a ese eterno niño eterno que nunca se hizo viejo.
Pero debo confesar de que una vez yo fuí viejo. Sí, hace un tiempo atrás me olvidé de gastarme y me comencé a hacer viejo. Quizá tal vez porque una pena grande me ahogó el alma, quizá fué porque la rutina de la vida me sofocó el corazón en inercia; ¿o habrá sido porque tal vez dejé de hacerme preguntas?, o simplemente haya sido quizá porque se me olvidó dejar que mi imaginación volara libre; pero el hecho es que un día comencé a arrastrar mi vida, a dejarla pegada en murallas olvidadas, a diluírla en las lluvias de la primavera, a enterrarla en las arrugas de mis manos, a dejarla que la agobiase el inclemente destino. Quizá a usted le haya pasado lo mismo algún día... Quizá... Traté de imitar a los jóvenes electrónicos con un aparatito extraño en la mano que me decía cosas, pero eran cosas que yo no entendía. No funcionó, y además me quedaba muy mal. Quizá usted se acuerde de estas cosas...
No sé qué fué lo que pasó. Solo recuerdo de que me comencé a hacer viejo rápidamente, y los dolores del alma me volvieron, y las penas olvidadas regresaron y se me agrandaron adentro, y me descalabraron la horma del corazón; el temperamento se me pudrió, y hasta me molestaba la estridente risa de los niños. No sé qué fué lo que pasó. Los días se pusieron sumamente largos y todo me asustaba; y ya no era de cómo danzar en la lluvia, sino que cómo no mojarse con ella; y ya no era acerca de vivir, sino de cómo sobrevivir, y hasta el carácter se me quebró... y todo esto es porque el gastarse es un regalo, pero el hacerse viejo es un préstamo usurero el que nunca se puede pagar. Envejecer y gastarse es la diferencia fundamental entre el saltar desesperado por la borda de un barco que se hunde, o descender con calma y elegancia hasta el bote salvavidas.
Pero un soleado día como aquellos que me llevaban al parque Brasil, súbitamente dejé de hacerme viejo, y comencé otra vez a gastarme. No sé qué fué lo que pasó. Quizá fué porque el niño que llevo adentro abrió una ventana del alma para que entrara la luz del sol, o fué porque quizá uno de mis copiosos llantos formó un prístino arcoíris en mis retinas, tal vez haya sido porque una de aquellas inmortales sonrisas de mi madre me disolvió todas las penas moradas; o simplemente fué porque aquellas simientes que se habían extraviado en un surco de mi memoria comenzaron a germinar otra vez, y me hicieron acordarme de que soy capaz de brotar como una semilla y adentrarme en el cuerpo de la mujer amada. No sé qué fué lo que pasó, pero dejé de envejecer... ¿Habrá sido porque el Viejo no creyó en nada, y el Gastado creyó en todo? ¿Quién sabe? ¿Qué cosas, no?
Desde entonces a la seca muerte la comencé a perder de vista, aunque aún puedo verla intermitente allá a lo lejos; paseándose ilusa, equilibrándose en la fina y desgastada línea del horizonte. Pero pronto aprendí a ignorarla y a perderle el miedo, poco a poco, y finalmente la olvidé como lo hice un día con aquel negro y horrible teléfono. Como ven, todo cambia, siempre cambia todo; porque si el cambio no existiese, no tendríamos mariposas... ...y nuestros sueños serían solamente unos olvidados guijarros tirados por el camino... Todo cambia siempre; todo y siempre, pero lo único eternamente definitivo y perpetuo es ése último y más minúsculo segundo en nuestras vidas, ése mínimo segundo cuando expiramos irremediablemente, justo antes de que esa ventanilla a nunca jamás el hombre de la funeraria la cierre por última vez.
Hoy, a pesar de que muchos no lo crean, yo también sigo siendo un niño. Quizá hoy en día al verme ya un poco gastado, con la salud a veces colgando de mis bolsillos y deslizándose presurosa por mi bastón lleno de nudos; o porque quizá me delate el abundante cabello blanco que ya no compite con mi barba o mis bigotes, quienes ya se olvidaron de las simples e intrascendentales arrugas de mi cara; o quizá porque ahora camino con un paso bastante más cansino... Quizá sea porque ya no me importe vestirme "a la moda" y porque ya no me llaman la atención los extraviados internautas que caminan sin rumbo por las calles mirando esas atontadoras cajitas mágicas en sus manos que les dicen cosas... a pesar de todo esto, me empeño en seguir siendo un niño...
Quizá nuestra apariencia actual no guarde vestigios de una lejana niñez, pero aunque esto sea así; y a pesar de que muchos no lo crean, nosotros también; un día perdido allá atrás lejos entre las pálidas huellas de nuestros gastados días; fuímos un niño, quizá como aquel simple y soñador niño con una imaginación titánica, que un día vivió feliz frente a los almacenes "Cori", allá en ese pequeño mundo del edificio de la Calle Eleuterio Ramírez 477, Sexto Piso, Departamento "A", teléfono 54659.
The Sincipitus Porcus
El Loco
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jueves, 1 de marzo de 2012
Mi Abuelito Víctor
Mi abuelito Víctor no fué un hombre; él fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana. A pesar de que en círculos generales se cree que nadie es eterno, mi abuelito Víctor lo es. Su vida no se consumió como lo hace un cigarrillo o como las brazas de una fogata olvidada; sino que ardió como un sol desesperado, ardió como el amor de la pimienta, ardió inclemente como el crudo petróleo de los pobres Lunes de Pablo Neruda, pero que nunca se cansó de ser hombre, ni tuvo nunca una raíz en las tinieblas, ni tampoco tuvo una Isla Negra... y escribió mucho más de Veinte Poemas sin atarlos a ninguna Canción Desesperada.
Cuando mi abuelito Víctor estaba vivo, yo no sabía el tesoro que tenía, ni la colosal magnitud de éste. Como es natural, la ceguera de la estultez de la juventud, aquella que nos cubre la vista egoístamente porque nos deja ver solo lo que queremos ver y no la vida en su plenitud, también estaba presente y firmemente arraigada en mis ciegos ojos. Pero a pesar de esto, la vida de mi abuelito Víctor era una luminaria tan poderosa y grande, que su sabia luz traspasaba mi ceguera aunque tuviese los párpados cerrados; y sus palabras ilustradas y precisas desbastaban cualquier barrera de inmadurez con su locuacidad y juicio.
Mi abuelito Víctor nunca se quejó de la naturaleza como lo hace la mayoría de los hombres, por habernos dado tan corta edad sobre la faz de esta tierra, ni tampoco se quejó de la velocidad con que pasaba el tiempo, ni se quejó por la fragilidad e inconstancia de nuestra idiosincrasia. Él usaba cada segundo de su vida para enriquecer a los demás, y así; enriquecerse a sí mismo; él me decía que el tiempo no pasaba rápido sino que éste no tenía la paciencia de esperarnos a que nos decidiéramos a hacer algo con nuestras apáticas vidas, y siempre me dijo que la fragilidad humana residía en la calidad y durabilidad de nuestras convicciones, y no en la lasitud de nuestras imperfectos géneros. Todo esto, lo llevaba siempre coronado con una amplia y virtuosa sonrisa de labios juntos, para que nadie viera el diente que le faltaba, pero cuando me sonreía a mí, sus labios se desplegaban en franca cortesía sin vergüenza del pequeño ojal de las encías de su boca.
Mis Memorias de Él
Tengo tantas memorias de las nutridas enseñanzas de mi abuelito Víctor, que no sé por dónde empezar para contarlas. En cierta forma, él era un loco como yo, pero su locura era por los demás; sin egoísmo y con un amor infinito por sus congéneres que no poseían la titánica voluntad ni la hercúlea talla de su humanidad, especialmente por nosotros; su familia. Las memorias que tengo de él no son como las escondidas y calladas memorias del silencio; sus memorias son como una explosión de mil arcoíris exhortados, como un bullicioso trueno demente, como una mítica fantasía fuera de control, como las -a veces profusas- lágrimas que sirven bien y por igual a la alegría y a la tristeza, mis memorias de él son como una manada de sueños reales y de realidades soñadas; sus memorias siempre han estado ricamente sazonadas de sabiduría, amor y bravura, es decir; llenas de ese "abuelito Víctor".
El Prójimo
Recuerdo que un día regresábamos a paso cansino por el Cerro Alegre hacia donde él vivía, de vuelta de una de esas épicas caminatas por el centro de Valparaíso, cuando vió un pobre hombre sentado en la calle, su espalda apoyada en contra de una sucia pared meada de perros, y que con su brazo extendido sin esperanzas hacia el egoísmo de los hombres, pedía limosna. "Ése es Juan José", me dijo; "él era un hombre de buena situación hasta que perdió su único hijo y su mujer en un incomprensible accidente del cual él se sentía responsable. La pena y la culpabilidad le agobiaron de tal manera, que destruyeron su espíritu de hombre, y ahora vive en las calles compartiendo éstas con los perros vagabundos".
Agarró al hombre de un brazo cuidadosamente y lo hizo levantarse, lo llevó a casa de donde ya estábamos muy cerca, y ante la incredulidad de mi abuela lo hizo tomarse un baño. Sacó un traje de su armario, una camisa limpia, calcetines y calzoncillos, y hasta un par de zapatos; e hizo que este hombre se vistiera con ellos. De verlo así, el pordiosero de la calle, ya no era más. Acto seguido, todos nos sentamos a la mesa y comimos. Creo que ésta fué la primera comida caliente que esta pobre alma humana había comido en meses.
Después de comer, mi abuelito Víctor lo acompañó a la puerta de la casa, le dió 5 Escudos -dinero que le dolió no porque no tuviese mucho, sino porque salía del fondo de dulces para sus nietos- y se despidió de él deseándole una mejor vida. De la boca del hombre no escapó ninguna palabra, pero pude ver en sus profundos ojos llenos de soledad, unas sentidas pero abrigadas lágrimas de agradecimiento que decían más de lo que pudiesen haber dicho un millón de palabras elocuentes. Mi abuelito Víctor no era un hombre; él era un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
El Verano y La Playa
Durante los largos y calurosos veranos chilenos en que pasábamos nuestras vacaciones en su casa del Cerro Alegre, mi abuelito Víctor nos llevaba a la playa Caleta Abarca, el balneario de moda en aquel entonces; cada tarde inmediatamente después del almuerzo. Afanosamente nos preparaba un sandwich de "Dulce de Membrillo" con mantequilla junto a unas frutas en una cesta de mimbre, un par de botellas del delicioso "Néctar Watt's" de damasco, y enfilábamos hacia la playa. Antes de esconder otras golosinas dentro de la cesta, me daba una mirada de complicidad llena de secretos porque mi abuela era partidaria de que bebiésemos agua en la playa y de que no comiéramos dulces, pero mi abuelito sabía que yo prefería ese néctar, así que arriesgaba su cuello por su nieto; ese proyecto de hombre que apenas se levantaba un escaso metro del suelo.
Él entonces, me tomaba de la mano cariñosamente para que caminásemos hacia el "Ascensor Turri" que nos dejaría a los pies del Cerro Alegre. Recuerdo que su mano era huesuda y fuerte. Mientras caminábamos, observaba su recia mano curtida por el sol de muchos años y adornada con una infinidad de pequeñas cicatrices, marcas del combate de la vida, que se enseñoreaban por sus huesudos dedos. Las venas de sus manos eran enormes, se levantaban sobre la superficie de su mano hinchándole la piel, y a mí me parecían como unas cañerías blandas con las que me entretenía oprimiéndolas con mi dedo índice para ver cómo se detenía el flujo de sangre, y para soltarla otra vez y ver cómo se hinchaba rápidamente de sangre apurada nuevamente esa cañería de su mano. Recuerdo que a pesar de la temperatura que hubiese, sus manos eran suaves y estaban siempre tibias.
Cuando llegábamos a Caleta Abarca, rápidamente buscaba un lugar estratégico entre el mar y el boliche que vendía "churros" y "maní confitado", desplegaba nuestras toallas en la cálida arena, y nos ayudaba a doblar la ropa. Apenas estos quehaceres se habían cumplido, corría con nosotros a la orilla del mar donde nos mojábamos los pies temerariamente en las gélidas aguas del Mar de Chile. Nosotros no sabíamos nadar, ni yo estaba lo suficientemente loco aún para meterme en esas aguas tan frías voluntariamente; así que nadábamos en la arena. Sin preocuparse de lo que pensaran o dijeran los demás, mi abuelito Víctor nadaba en la arena con nosotros. Su cuerpo flaco y desgarbado que mostraba claramente el abuso de los años de esfuerzo y de la impunidad de la vida, le hacían lucir menos "tarzanezco" que otros caracteres en la playa, pero eso no importaba nada porque él, sí era un héroe de punta a cabo para nosotros, especialmente, para mí. Los días de playa fueron muchos, tantos como los recuerdos que tengo de él.
Los Juegos de Aventura
Los fines de semana cuando no íbamos a la playa porque estaría muy congestionada con los oficinistas y aquellos otros que viven sus vidas solo un escueto par de días a la semana, nos quedábamos en casa, en esa casa enclavada en ese cerro tan porteño que olía a café tostado y a avellanas maduras; y jugábamos en ese patio de tierra que me dió tantos magullones en las canillas y raspaduras en las rodilla, las cuales mi abuelito Víctor limpió tantas veces con tanto amor y dedicación con esas férreas manos de él, manos rigurosas y disciplinadas del arduo trabajador que él era.
Apenas le quedaba pelo, pero se rehusaba a usarlo como un ridículo y risible escudo en contra de la calvicie. Lo mantenía corto e iba al peluquero seguido. Su peluquero le encantaba ver a mi abuelito Víctor en su boliche porque con un par de tijeretazos y en menos de dos minutos, cobraba por un corte de pelo completo, y no había casi nada de pelo que sacudirle de la ropa. Mientras le cortaban el pelo, él mantenía su imborrable sonrisa seria, seria como un juego de ajedrez, pero dulce como la inocencia de su madurez.
Entonces, en casa jugábamos a indios y vaqueros. Construíamos un "Fuerte" en el patio de esa tierra ancestral que vivió los bombardeos de Sir Francis Drake, con cajones de madera en los que un día habían habido duraznos peludos, tomates, duraznos pelados, manzanas y naranjas. El "Fuerte" hasta tenía techo. Por unas rústicas ventanas podíamos disparar hacia afuera y protegernos de las flechas que nos atacaban. Vestíamos unos fantásticos trajes de pistoleros con unas brillantes y plásticas pistolas que disparaban unos proyectiles que parecían supositorios, llevábamos unos sombreros vaqueros y unas chaparreras que habrían sido la envidia de Pancho Villa, allá en el rancho grande.
Mi abuelito Víctor era siempre el "indio malo" que nos atacaba en el "Fuerte". Debería haber tenido unos 72 años, pero su alma aún estaba en pañales. Él se vestía con un taparrabos hecho de los maltraídos restos de una cartera de gamuza café de mi abuela, llevaba unos mocasines dignos de "Toro Sentado"; su cabeza la adornaba un noble penacho Dakota hecho con plumas de gallina de alta alcurnia que había confeccionado él mismo; un arco hecho de una rama de la higuera que había en el patio, y una flechas de mimbre adornadas con las plumas de menos "pedigree" y abolengo de la misma infortunada gallina. ¡Lo mejor era su "Pinto"! Su caballo se llamaba "Pinto", se llamaba igual que el caballo del indio que acompañante al "Llanero Solitario". El nombre original de este indio era: "Tonto"; pero que graciosamente y por obvias razones, se lo cambiaron a "Toro" para los países de habla Castellana.
"Pinto" era un soberbio caballo hecho de un palo de una escoba vieja al que le agregó en un extremo una cabeza de caballo de madera que había hecho él mismo con sus gastadas herramientas, "Pinto" tenía un ojo más grande que el otro, pero esto no importaba. "Pinto" también tenía una cola frondosa digna del caballo del César, confeccionada con otra desdichada prenda de mi abuela quién nunca sospechó de estas extrañas desapariciones; y para coronar este magnífico bruto, llevaba un soberbio par de riendas de cáñamo, y tenía una montura negra que se negaba a mantenerse en posición, y que colgaba floja de la panza del caballo. El Libertador José de San Martín (conocido en sus círculos personales como "Culo de Fierro") habría dado un brazo por este soberbio palafrén.
Aparte de esto, mi abuelito Víctor se pintaba la cara artísticamente con "pintura de guerra", producto del botín de un malón ejecutado en una osada incursión a los cosméticos de mi abuela, se pintaba unas franjas rojas en sus mejillas, se adornaba un ojo con un círculo negro como un mapache, se montaba en su "Mustang" y galopaba alrededor del "Fuerte" profiriendo gritos de guerra propios de "Caballo Loco", mientras que nosotros le disparábamos nuestros supositorios plásticos de color blanco desde el "Fuerte" bajo ataque.
Ése era mi adorado y dedicado abuelito Víctor. Como pueden ver, mi abuelito Víctor no fué un hombre; él fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
Los que Partieron Antes
Cuando alguna otra persona moría, ya fuese del barrio o nó, mi abuelito Víctor no escatimaba esfuerzos para ayudar y consolar a la familia. No era raro auspiciar velorios en la casa de mi abuelito Víctor, quien ofrecía solícitamente su amplia y vieja casona del Cerro Alegre para llevar a cabo estos tristes pero necesarios menesteres de nuestras quebradizas y finitas existencias humanas.
Mi abuela preparaba con celo de hechicera medieval su legendario y bien conocido clery para distraer las memorias, y para amasar el dolor de las almas en pena. Nunca pude descubrir de dónde sacaba mi abuela tantas copas para el clery. Las pequeñas y regordetas copas estaban en multitud por doquier, semi-llenas y llenas, porque mi abuela no dejaba copa que pasara de medio tanque, y patrullaba el "living" armada con un cucharón de cobre y un gran jarro de ese magnético clery que atraía copas como la miel a las moscas. Entretanto, mi abuelito Víctor recibía a los tristes invitados ofreciéndoles cálidas y reconfortantes palabras nacidas desde ese límpido fondo de su corazón de Hombre-niño. Su calidad humana llenaba todos los espacios, apagaba todos los ruidos, y enjugaba todas las lágrimas. No me acuerdo de haber llorado ni una vez en mi vida cuando estuve en su dulce y protectora compañía.
Durante mis Años de Estudiante
Durante el tiempo aquel en el que estaba estudiando Ingeniería en la Universidad Federico Santa María en Valparaíso, solía ir a su casa todos los Miércoles a visitarlo. Todos los Miércoles disfrutábamos de un almuerzo cariñoso, y compartíamos nuestro amor y nuestras alegrías. Infaltablemente cada vez que la visita terminaba y yo regresaba a mis actividades insanas; él escurría furtivamente un crujiente billete nuevo de 50 Escudos en mi bolsillo, y con un abrazo aún más cálido que su sonrisa, se despedía de mí.
Un Miércoles perdido entre las desordenadas semanas de mi vida, no fuí a visitarle. No teníamos teléfono ni ninguna manera práctica de comunicarnos, así que no le pude avisar del cambio de planes de última hora. Ese Miércoles pasó sin mayores altibajos, pero el día siguiente y mientras estaba en medio de una de mis clases en la Universidad, de pronto le ví asomarse a la puerta de nuestra aula. Se detuvo en el dintel y al ver que interrumpiría la cátedra, retrocedió en el acto y se quedó esperando en el pasillo. Mi profesor preguntó si alguien conocía a ese señor, y un poco avergonzado levanté mi mano y dije que era mi abuelito Víctor. El profesor me pidió que saliese y fuese a ver qué pasaba.
Salí presuroso y con gran ansiedad del aula y me dirigí hacia donde mi abuelito Víctor estaba esperando. Al verme, desató su mitológica y amplia sonrisa que llenó todos los espacios y las grietas de los magnos edificios de la Universidad. Cuando le pregunté que por qué estaba allí, él me respondió de que estaba preocupado por mi ausencia el día anterior, y venía a ver si yo estaba bién. Una vez que comprobó a su satisfacción de que yo estaba en una pieza, me entregó una bolsita de papel que contenía un sándwich, una naranja, y un billete de 50 Escudos. Los había traído por si tenía hambre. Satisfecho de lograr su cometido, se despidió de mí tan cariñosamente como siempre, y regresó al Cerro Alegre. Esta vez, sí derrame un ardoroso y franco par de lágrimas de emoción. Sin duda, mi abuelito Víctor no era un hombre; él era un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
Su Partida
El día que murió temblaron todos los cimientos de mi vida. La angustia de perder ese colosal ser humano que exudaba tanto amor y piedad por sus prójimos, especialmente por su familia, dejó un vacío formidable que nunca he sido capaz de cerrar completamente. La pérdida que el Hombre sufrió con su partida, desequilibró completamente los fundamentos de la raza humana que le conocía. Si los dioses realmente existen; mi abuelito Víctor cierta e inequívocamente, fué uno de ellos.
¡Nunca ví ni he visto en mi vida tanta gente reuniéndose para despedirle! Su velada fué, a pesar de lo triste de su partida, uno de los momentos más felices de mi vida. Nunca ví tanta gente y de tantos lados diferentes llegando a despedirle de su morada terrena en su inesperada partida. Muchísimos de ellos compartieron tantas bellas memorias, tantas anécdotas y tantos actos de caridad, de buena voluntad y de misericordia que él había repartido con tanta abundancia y desprendimiento entre sus amados seres humanos sin distinción ninguna. Nunca ví tantos extraños relatando tantas cosas hermosas nada de extrañas en la vida de este colosal abuelo. La pena que provocó su muerte fué tan grandiosa, tan sideral; que mató a los ángeles que aún quedaban vivos; y es por eso que los ángeles ahora no existen. No hay duda de que mi abuelito Víctor no fué un hombre; sino que fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
El sólido e iluminado camino que dejaste marcado para nosotros, lo imprimiste tan bien y claramente con esos hermosos moldes de tu verdad; y lo bordaste tan detalladamente de tantos ejemplos excepcionales, que es imposible perderse en él si lo caminamos con la honestidad que lo ilumina. Gracias abuelito Víctor por ser quién fuíste cuando caminabas entre nosotros, e infinitas gracias por ayudarme a ser quién soy.
Cuando cavilo acerca de los grandes hombres que la historia ha descrito en sus arrugados papiros de tiempo suscritos con tinta y pluma, éstas minutas hablan de proezas y de actos de temeridad y descubrimiento, hablan de hechos, de lúcidos momentos de intrepidez y conquista, y narran detalladamente sucesos de exploración y triunfo; pero ninguno de estos volúmenes describen la intricada y profunda experiencia humana como las que derrochó tan generosamente mi abuelito Víctor. Quizá él haya ido a un hermoso lugar como su alma, un lugar hermoso; hermoso quizá como Caleta Tortel…
No quiero quitarle crédito ni disminuír la solvencia de los grandes méritos que estos grandes hombres produjeron según la historia reporta, pero su impacto es sólo válido para la fría e impersonal historia… y sí, eso también tiene su valor… Pero el verdadero valor de los grandes hombres de la Humanidad radica en aquellos hombres que tocaron profunda y directamente nuestras vidas de una manera inexorablemente significante; y tú, abuelito Víctor, le has demostrado a tantos de que los hombres genuinamente magnos, los héroes imperecederos, tienen un impacto directo y final en medio de nuestras almas, dejándolo impreso para siempre en las mismas fibras de nuestra frágil pero implacable naturaleza mortal, con una diferencia palpable y fundamental tan perdurable y sempiterna como los espacios que llena la luz. Los verdaderos héroes no son hombres, sino que son como tú, abuelito Víctor; son un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
La Naftalina
Mi abuelito Víctor no era un hombre de muchos medios, sin embargo; daba la impresión de que tenía más de lo que poseía. Él era concienzudo y velador de sus patrimonios, y nunca desperdiciaba o malgastaba nada. Él era frugal, él era austero y no miserable como muchos otros que conozco bien. Mi abuelito Víctor tenía dos chaquetas para salir, chaquetas que mi abuela llamaba graciosamente con su acento sureño: "Paltó", que quizá era un derivado de la palabra francesa "paletot", que significa "sobretodo".
Cada vez que mi abuelito Víctor tenía que salir a alguna parte y debía usar uno de sus "paletós"; cuando se lo colocaba me miraba seriamente mientras sacaba tres bolitas de naftalina de uno de los bolsillos de la prenda y los depositaba en un mueble que asemejaba una "cómoda" que se encontraba en el pasillo de su casa. "Para que las polillas no se coman mi chaqueta" me decía muy serio. "a las polillas les duele el estómago con la naftalina y dejan la ropa tranquila". Acto seguido, se iba a sus quehaceres.
Cuando volvía de sus correrías de rigor, me llamaba y me decía mientras se sacaba el "paltó" y volvía a poner otra vez las tres bolitas de naftalina en el otro bolsillo de la chaqueta: "No hay que olvidarse de la naftalina, pero hay que cambiarla de bolsillo para engañar a las polillas. Así la ropa dura más". Luego colgaba la chaqueta y desaparecía por uno de los pasillos de aquella enorme casona llena de hermosas sombras. A pesar de los reclamos de mi abuela, a mi abuelito Víctor nunca le importó llevar ese característico y perfumado aroma que desprendía la naftalina. Él lo llamaba "olor a nuevo".
"Carloto" y "Ursus"
"Carloto" era un enorme y feroz gato de la casta "Norwegian Forest Cat". Era enorme porque era "guatón", y no porque la raza lo fuese. "Carloto" era un experto cazador de ratas y palomas, y un "gourmet" para comérselas. No sé que hacía con las ratas, pero cada vez que cazaba una paloma, la traía al dintel del dormitorio de mi abuelito Víctor, para que él la hirviera un poco en agua y se le cayeran las plumas, y después se la comía echado sobre las cubiertas de cemento que tapaban el gran pozo de agua de la casa. Lo feroz le venía del ancestral bosque Noruego, y lo grande ("guatón" para ser más exactos) le venía de tanto comer.
"Ursus" era un perro Pastor Alemán. La denominación "perro" es solamente un remoquete porque "Ursus" era un perrazo descomunal, feroz como el hambre, y manso como el pecho de una madre. "Ursus" es una palabra del Latín que significa oso, así que el nombre le calzaba a la perfección. También este mastín de mi abuelito Víctor era indómito y montarazmente fiero como el "Ursus" de "Quo Vadis?", y dejaba en vergüenza a los "dingos" y a los "dobermann" en cualquier terreno.
El asunto es que en muchas ocasiones cuando pasábamos tiempo en la casa, mi abuelito Víctor me llamaba y me decía: "¡Rodrigooo! Nieto, ¡ven! Vamos a hablarle a "Ursus" de las cosas importantes de la vida". Acto seguido, nos sentábamos bajo la generosa y fresca sombra de la anciana higuera del patio de la casa, y "Ursus" se echaba a un costado con la cabeza sobre las patas, y miraba a mi abuelito Víctor con sus enormes ojos resignados, sabiendo que venía otro de aquellos discursos acerca de las cosas de la vida. "Carloto" siempre aparecía para estas reuniones haciéndose el desinteresado, pero se echaba junto a "Ursus" y comenzaba a lamerse la piel metódicamente mientras escuchaba.
Y mi abuelito Víctor comenzaba su discurso diciendo: "Mira "Ursus", tu sabes que hay que ser siempre respetuoso en esta vida; hay que respetar a los demás y a su propiedad. El respeto te abrirá muchas puertas, más puertas que las que abren las palabras "tire" y "empuje" -y se sonreía al decirlo- así que aunque a veces no te sientas con deseos de respetar a alguien, hazlo de todas formas porque eso te hará más grande". Y así, mi abuelito Víctor hablaba de respeto, de responsabilidad, de honestidad, de perseverancia, de paciencia, de humildad, de valentía, y de otros muchos principios y virtudes tan dulces y ciertos, como los hermosos y jugosos higos que nos brindaba la anciana higuera de su patio.
Años después, cuando me "destonté"; me dí cuenta de que mi abuelito Víctor me hablaba a mí, me enseñaba a mí con su delicada cortesía y agudeza, y mientras le hablaba a "Ursus" y a "Carloto", él me inculcaba con infinito amor los valores más sólidos y más pristinos con los que se rigieron desde entonces los días de mi vida. Así fué como sin saberlo, absorbí grandes sorbos del manantial del alma más grandiosa que jamás haya brotado de la prodigiosa raza humana.
No más…
Ya he llenado varias páginas de mis recuerdos de él, y no acabo por decidirme dónde empezar a contarlos… Quizá como los recuerdos que usted tiene de su abuelo, o de algún otro ser querido que haya dejado una profunda huella en su existencia; estos recuerdos jamás se podrán relatar con la riqueza enorme con que los vivimos, ni con la intensidad con que se cincelaron en nuestras vidas, por eso; es mejor guardar algunos de estos nostálgicos recuerdos para disfrutarles egoístamente en la compañía de nuestros silentes pensamientos y de nuestras sosegadas añoranzas.
Lo que me Dejaste
Lo que aprendí de tí lo atesoro como atesoro los montaraces y bravíos sueños de mi vida. Lo que aprendí de tí, me enseñó a sortear los más difíciles caminos, y a salvar los más arduos y espinosos obstáculos de la agreste y larga calzada de mi vida. Quizá una de las cosas más importantes en las que me instruíste, fué el saber cuándo cerrar muchas de aquellas puertas a través de las cuales, el error podría haber entrado impune.
Sin embargo, la enseñanza más hermosa, desmedida y profunda que me dejaste no fueron tus juiciosas palabras ni tus sabios consejos; sino que fué esa tibia y aseguradora sensación que me dieron tus huesudas manos de arduos dedos, cuando me asías cariñosamente de mi mano y con infinito amor cada vez que caminábamos juntos sobre esos eternos adoquines de las gastadas calles del alegre Cerro Alegre.
Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque sus pasos eran cortos como los míos; me gustaba caminar con él porque nunca se apuraba, siempre me daba tiempo para demorarme y observar las cosas. Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque sus ojos veían lo que veían los míos y a la misma altura; veíamos piedras, veíamos palomas, y también veíamos el sol que se alejaba… La mayoría de las personas estaban siempre apuradas sin tiempo para detenerse y ver lo que nosotros veíamos. Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque él tenía mucha paciencia, y porque él era joven como yo…
Lo que aprendí de tí lo atesoro con el más alto valor de la escala humana, porque aún no he podido encontrar a ningún otro hombre de tu estatura simplemente porque tú, mi querido abuelito Víctor, no fuíste un hombre; sino que has sido un irreemplazable Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la prodigiosa raza humana.
Tu nieto de hierro, Rodrigo
The Sincipitus Porcus
El Loco
Cuando mi abuelito Víctor estaba vivo, yo no sabía el tesoro que tenía, ni la colosal magnitud de éste. Como es natural, la ceguera de la estultez de la juventud, aquella que nos cubre la vista egoístamente porque nos deja ver solo lo que queremos ver y no la vida en su plenitud, también estaba presente y firmemente arraigada en mis ciegos ojos. Pero a pesar de esto, la vida de mi abuelito Víctor era una luminaria tan poderosa y grande, que su sabia luz traspasaba mi ceguera aunque tuviese los párpados cerrados; y sus palabras ilustradas y precisas desbastaban cualquier barrera de inmadurez con su locuacidad y juicio.
Mi abuelito Víctor nunca se quejó de la naturaleza como lo hace la mayoría de los hombres, por habernos dado tan corta edad sobre la faz de esta tierra, ni tampoco se quejó de la velocidad con que pasaba el tiempo, ni se quejó por la fragilidad e inconstancia de nuestra idiosincrasia. Él usaba cada segundo de su vida para enriquecer a los demás, y así; enriquecerse a sí mismo; él me decía que el tiempo no pasaba rápido sino que éste no tenía la paciencia de esperarnos a que nos decidiéramos a hacer algo con nuestras apáticas vidas, y siempre me dijo que la fragilidad humana residía en la calidad y durabilidad de nuestras convicciones, y no en la lasitud de nuestras imperfectos géneros. Todo esto, lo llevaba siempre coronado con una amplia y virtuosa sonrisa de labios juntos, para que nadie viera el diente que le faltaba, pero cuando me sonreía a mí, sus labios se desplegaban en franca cortesía sin vergüenza del pequeño ojal de las encías de su boca.
Mis Memorias de Él
Tengo tantas memorias de las nutridas enseñanzas de mi abuelito Víctor, que no sé por dónde empezar para contarlas. En cierta forma, él era un loco como yo, pero su locura era por los demás; sin egoísmo y con un amor infinito por sus congéneres que no poseían la titánica voluntad ni la hercúlea talla de su humanidad, especialmente por nosotros; su familia. Las memorias que tengo de él no son como las escondidas y calladas memorias del silencio; sus memorias son como una explosión de mil arcoíris exhortados, como un bullicioso trueno demente, como una mítica fantasía fuera de control, como las -a veces profusas- lágrimas que sirven bien y por igual a la alegría y a la tristeza, mis memorias de él son como una manada de sueños reales y de realidades soñadas; sus memorias siempre han estado ricamente sazonadas de sabiduría, amor y bravura, es decir; llenas de ese "abuelito Víctor".
El Prójimo
Recuerdo que un día regresábamos a paso cansino por el Cerro Alegre hacia donde él vivía, de vuelta de una de esas épicas caminatas por el centro de Valparaíso, cuando vió un pobre hombre sentado en la calle, su espalda apoyada en contra de una sucia pared meada de perros, y que con su brazo extendido sin esperanzas hacia el egoísmo de los hombres, pedía limosna. "Ése es Juan José", me dijo; "él era un hombre de buena situación hasta que perdió su único hijo y su mujer en un incomprensible accidente del cual él se sentía responsable. La pena y la culpabilidad le agobiaron de tal manera, que destruyeron su espíritu de hombre, y ahora vive en las calles compartiendo éstas con los perros vagabundos".
Agarró al hombre de un brazo cuidadosamente y lo hizo levantarse, lo llevó a casa de donde ya estábamos muy cerca, y ante la incredulidad de mi abuela lo hizo tomarse un baño. Sacó un traje de su armario, una camisa limpia, calcetines y calzoncillos, y hasta un par de zapatos; e hizo que este hombre se vistiera con ellos. De verlo así, el pordiosero de la calle, ya no era más. Acto seguido, todos nos sentamos a la mesa y comimos. Creo que ésta fué la primera comida caliente que esta pobre alma humana había comido en meses.
Después de comer, mi abuelito Víctor lo acompañó a la puerta de la casa, le dió 5 Escudos -dinero que le dolió no porque no tuviese mucho, sino porque salía del fondo de dulces para sus nietos- y se despidió de él deseándole una mejor vida. De la boca del hombre no escapó ninguna palabra, pero pude ver en sus profundos ojos llenos de soledad, unas sentidas pero abrigadas lágrimas de agradecimiento que decían más de lo que pudiesen haber dicho un millón de palabras elocuentes. Mi abuelito Víctor no era un hombre; él era un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
El Verano y La Playa
Durante los largos y calurosos veranos chilenos en que pasábamos nuestras vacaciones en su casa del Cerro Alegre, mi abuelito Víctor nos llevaba a la playa Caleta Abarca, el balneario de moda en aquel entonces; cada tarde inmediatamente después del almuerzo. Afanosamente nos preparaba un sandwich de "Dulce de Membrillo" con mantequilla junto a unas frutas en una cesta de mimbre, un par de botellas del delicioso "Néctar Watt's" de damasco, y enfilábamos hacia la playa. Antes de esconder otras golosinas dentro de la cesta, me daba una mirada de complicidad llena de secretos porque mi abuela era partidaria de que bebiésemos agua en la playa y de que no comiéramos dulces, pero mi abuelito sabía que yo prefería ese néctar, así que arriesgaba su cuello por su nieto; ese proyecto de hombre que apenas se levantaba un escaso metro del suelo.
Él entonces, me tomaba de la mano cariñosamente para que caminásemos hacia el "Ascensor Turri" que nos dejaría a los pies del Cerro Alegre. Recuerdo que su mano era huesuda y fuerte. Mientras caminábamos, observaba su recia mano curtida por el sol de muchos años y adornada con una infinidad de pequeñas cicatrices, marcas del combate de la vida, que se enseñoreaban por sus huesudos dedos. Las venas de sus manos eran enormes, se levantaban sobre la superficie de su mano hinchándole la piel, y a mí me parecían como unas cañerías blandas con las que me entretenía oprimiéndolas con mi dedo índice para ver cómo se detenía el flujo de sangre, y para soltarla otra vez y ver cómo se hinchaba rápidamente de sangre apurada nuevamente esa cañería de su mano. Recuerdo que a pesar de la temperatura que hubiese, sus manos eran suaves y estaban siempre tibias.
Cuando llegábamos a Caleta Abarca, rápidamente buscaba un lugar estratégico entre el mar y el boliche que vendía "churros" y "maní confitado", desplegaba nuestras toallas en la cálida arena, y nos ayudaba a doblar la ropa. Apenas estos quehaceres se habían cumplido, corría con nosotros a la orilla del mar donde nos mojábamos los pies temerariamente en las gélidas aguas del Mar de Chile. Nosotros no sabíamos nadar, ni yo estaba lo suficientemente loco aún para meterme en esas aguas tan frías voluntariamente; así que nadábamos en la arena. Sin preocuparse de lo que pensaran o dijeran los demás, mi abuelito Víctor nadaba en la arena con nosotros. Su cuerpo flaco y desgarbado que mostraba claramente el abuso de los años de esfuerzo y de la impunidad de la vida, le hacían lucir menos "tarzanezco" que otros caracteres en la playa, pero eso no importaba nada porque él, sí era un héroe de punta a cabo para nosotros, especialmente, para mí. Los días de playa fueron muchos, tantos como los recuerdos que tengo de él.
Los Juegos de Aventura
Los fines de semana cuando no íbamos a la playa porque estaría muy congestionada con los oficinistas y aquellos otros que viven sus vidas solo un escueto par de días a la semana, nos quedábamos en casa, en esa casa enclavada en ese cerro tan porteño que olía a café tostado y a avellanas maduras; y jugábamos en ese patio de tierra que me dió tantos magullones en las canillas y raspaduras en las rodilla, las cuales mi abuelito Víctor limpió tantas veces con tanto amor y dedicación con esas férreas manos de él, manos rigurosas y disciplinadas del arduo trabajador que él era.
Apenas le quedaba pelo, pero se rehusaba a usarlo como un ridículo y risible escudo en contra de la calvicie. Lo mantenía corto e iba al peluquero seguido. Su peluquero le encantaba ver a mi abuelito Víctor en su boliche porque con un par de tijeretazos y en menos de dos minutos, cobraba por un corte de pelo completo, y no había casi nada de pelo que sacudirle de la ropa. Mientras le cortaban el pelo, él mantenía su imborrable sonrisa seria, seria como un juego de ajedrez, pero dulce como la inocencia de su madurez.
Entonces, en casa jugábamos a indios y vaqueros. Construíamos un "Fuerte" en el patio de esa tierra ancestral que vivió los bombardeos de Sir Francis Drake, con cajones de madera en los que un día habían habido duraznos peludos, tomates, duraznos pelados, manzanas y naranjas. El "Fuerte" hasta tenía techo. Por unas rústicas ventanas podíamos disparar hacia afuera y protegernos de las flechas que nos atacaban. Vestíamos unos fantásticos trajes de pistoleros con unas brillantes y plásticas pistolas que disparaban unos proyectiles que parecían supositorios, llevábamos unos sombreros vaqueros y unas chaparreras que habrían sido la envidia de Pancho Villa, allá en el rancho grande.
Mi abuelito Víctor era siempre el "indio malo" que nos atacaba en el "Fuerte". Debería haber tenido unos 72 años, pero su alma aún estaba en pañales. Él se vestía con un taparrabos hecho de los maltraídos restos de una cartera de gamuza café de mi abuela, llevaba unos mocasines dignos de "Toro Sentado"; su cabeza la adornaba un noble penacho Dakota hecho con plumas de gallina de alta alcurnia que había confeccionado él mismo; un arco hecho de una rama de la higuera que había en el patio, y una flechas de mimbre adornadas con las plumas de menos "pedigree" y abolengo de la misma infortunada gallina. ¡Lo mejor era su "Pinto"! Su caballo se llamaba "Pinto", se llamaba igual que el caballo del indio que acompañante al "Llanero Solitario". El nombre original de este indio era: "Tonto"; pero que graciosamente y por obvias razones, se lo cambiaron a "Toro" para los países de habla Castellana.
"Pinto" era un soberbio caballo hecho de un palo de una escoba vieja al que le agregó en un extremo una cabeza de caballo de madera que había hecho él mismo con sus gastadas herramientas, "Pinto" tenía un ojo más grande que el otro, pero esto no importaba. "Pinto" también tenía una cola frondosa digna del caballo del César, confeccionada con otra desdichada prenda de mi abuela quién nunca sospechó de estas extrañas desapariciones; y para coronar este magnífico bruto, llevaba un soberbio par de riendas de cáñamo, y tenía una montura negra que se negaba a mantenerse en posición, y que colgaba floja de la panza del caballo. El Libertador José de San Martín (conocido en sus círculos personales como "Culo de Fierro") habría dado un brazo por este soberbio palafrén.
Aparte de esto, mi abuelito Víctor se pintaba la cara artísticamente con "pintura de guerra", producto del botín de un malón ejecutado en una osada incursión a los cosméticos de mi abuela, se pintaba unas franjas rojas en sus mejillas, se adornaba un ojo con un círculo negro como un mapache, se montaba en su "Mustang" y galopaba alrededor del "Fuerte" profiriendo gritos de guerra propios de "Caballo Loco", mientras que nosotros le disparábamos nuestros supositorios plásticos de color blanco desde el "Fuerte" bajo ataque.
Ése era mi adorado y dedicado abuelito Víctor. Como pueden ver, mi abuelito Víctor no fué un hombre; él fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
Los que Partieron Antes
Cuando alguna otra persona moría, ya fuese del barrio o nó, mi abuelito Víctor no escatimaba esfuerzos para ayudar y consolar a la familia. No era raro auspiciar velorios en la casa de mi abuelito Víctor, quien ofrecía solícitamente su amplia y vieja casona del Cerro Alegre para llevar a cabo estos tristes pero necesarios menesteres de nuestras quebradizas y finitas existencias humanas.
Mi abuela preparaba con celo de hechicera medieval su legendario y bien conocido clery para distraer las memorias, y para amasar el dolor de las almas en pena. Nunca pude descubrir de dónde sacaba mi abuela tantas copas para el clery. Las pequeñas y regordetas copas estaban en multitud por doquier, semi-llenas y llenas, porque mi abuela no dejaba copa que pasara de medio tanque, y patrullaba el "living" armada con un cucharón de cobre y un gran jarro de ese magnético clery que atraía copas como la miel a las moscas. Entretanto, mi abuelito Víctor recibía a los tristes invitados ofreciéndoles cálidas y reconfortantes palabras nacidas desde ese límpido fondo de su corazón de Hombre-niño. Su calidad humana llenaba todos los espacios, apagaba todos los ruidos, y enjugaba todas las lágrimas. No me acuerdo de haber llorado ni una vez en mi vida cuando estuve en su dulce y protectora compañía.
Durante mis Años de Estudiante
Durante el tiempo aquel en el que estaba estudiando Ingeniería en la Universidad Federico Santa María en Valparaíso, solía ir a su casa todos los Miércoles a visitarlo. Todos los Miércoles disfrutábamos de un almuerzo cariñoso, y compartíamos nuestro amor y nuestras alegrías. Infaltablemente cada vez que la visita terminaba y yo regresaba a mis actividades insanas; él escurría furtivamente un crujiente billete nuevo de 50 Escudos en mi bolsillo, y con un abrazo aún más cálido que su sonrisa, se despedía de mí.
Un Miércoles perdido entre las desordenadas semanas de mi vida, no fuí a visitarle. No teníamos teléfono ni ninguna manera práctica de comunicarnos, así que no le pude avisar del cambio de planes de última hora. Ese Miércoles pasó sin mayores altibajos, pero el día siguiente y mientras estaba en medio de una de mis clases en la Universidad, de pronto le ví asomarse a la puerta de nuestra aula. Se detuvo en el dintel y al ver que interrumpiría la cátedra, retrocedió en el acto y se quedó esperando en el pasillo. Mi profesor preguntó si alguien conocía a ese señor, y un poco avergonzado levanté mi mano y dije que era mi abuelito Víctor. El profesor me pidió que saliese y fuese a ver qué pasaba.
Salí presuroso y con gran ansiedad del aula y me dirigí hacia donde mi abuelito Víctor estaba esperando. Al verme, desató su mitológica y amplia sonrisa que llenó todos los espacios y las grietas de los magnos edificios de la Universidad. Cuando le pregunté que por qué estaba allí, él me respondió de que estaba preocupado por mi ausencia el día anterior, y venía a ver si yo estaba bién. Una vez que comprobó a su satisfacción de que yo estaba en una pieza, me entregó una bolsita de papel que contenía un sándwich, una naranja, y un billete de 50 Escudos. Los había traído por si tenía hambre. Satisfecho de lograr su cometido, se despidió de mí tan cariñosamente como siempre, y regresó al Cerro Alegre. Esta vez, sí derrame un ardoroso y franco par de lágrimas de emoción. Sin duda, mi abuelito Víctor no era un hombre; él era un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
Su Partida
El día que murió temblaron todos los cimientos de mi vida. La angustia de perder ese colosal ser humano que exudaba tanto amor y piedad por sus prójimos, especialmente por su familia, dejó un vacío formidable que nunca he sido capaz de cerrar completamente. La pérdida que el Hombre sufrió con su partida, desequilibró completamente los fundamentos de la raza humana que le conocía. Si los dioses realmente existen; mi abuelito Víctor cierta e inequívocamente, fué uno de ellos.
¡Nunca ví ni he visto en mi vida tanta gente reuniéndose para despedirle! Su velada fué, a pesar de lo triste de su partida, uno de los momentos más felices de mi vida. Nunca ví tanta gente y de tantos lados diferentes llegando a despedirle de su morada terrena en su inesperada partida. Muchísimos de ellos compartieron tantas bellas memorias, tantas anécdotas y tantos actos de caridad, de buena voluntad y de misericordia que él había repartido con tanta abundancia y desprendimiento entre sus amados seres humanos sin distinción ninguna. Nunca ví tantos extraños relatando tantas cosas hermosas nada de extrañas en la vida de este colosal abuelo. La pena que provocó su muerte fué tan grandiosa, tan sideral; que mató a los ángeles que aún quedaban vivos; y es por eso que los ángeles ahora no existen. No hay duda de que mi abuelito Víctor no fué un hombre; sino que fué un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
El sólido e iluminado camino que dejaste marcado para nosotros, lo imprimiste tan bien y claramente con esos hermosos moldes de tu verdad; y lo bordaste tan detalladamente de tantos ejemplos excepcionales, que es imposible perderse en él si lo caminamos con la honestidad que lo ilumina. Gracias abuelito Víctor por ser quién fuíste cuando caminabas entre nosotros, e infinitas gracias por ayudarme a ser quién soy.
Cuando cavilo acerca de los grandes hombres que la historia ha descrito en sus arrugados papiros de tiempo suscritos con tinta y pluma, éstas minutas hablan de proezas y de actos de temeridad y descubrimiento, hablan de hechos, de lúcidos momentos de intrepidez y conquista, y narran detalladamente sucesos de exploración y triunfo; pero ninguno de estos volúmenes describen la intricada y profunda experiencia humana como las que derrochó tan generosamente mi abuelito Víctor. Quizá él haya ido a un hermoso lugar como su alma, un lugar hermoso; hermoso quizá como Caleta Tortel…
No quiero quitarle crédito ni disminuír la solvencia de los grandes méritos que estos grandes hombres produjeron según la historia reporta, pero su impacto es sólo válido para la fría e impersonal historia… y sí, eso también tiene su valor… Pero el verdadero valor de los grandes hombres de la Humanidad radica en aquellos hombres que tocaron profunda y directamente nuestras vidas de una manera inexorablemente significante; y tú, abuelito Víctor, le has demostrado a tantos de que los hombres genuinamente magnos, los héroes imperecederos, tienen un impacto directo y final en medio de nuestras almas, dejándolo impreso para siempre en las mismas fibras de nuestra frágil pero implacable naturaleza mortal, con una diferencia palpable y fundamental tan perdurable y sempiterna como los espacios que llena la luz. Los verdaderos héroes no son hombres, sino que son como tú, abuelito Víctor; son un Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la raza humana.
La Naftalina
Mi abuelito Víctor no era un hombre de muchos medios, sin embargo; daba la impresión de que tenía más de lo que poseía. Él era concienzudo y velador de sus patrimonios, y nunca desperdiciaba o malgastaba nada. Él era frugal, él era austero y no miserable como muchos otros que conozco bien. Mi abuelito Víctor tenía dos chaquetas para salir, chaquetas que mi abuela llamaba graciosamente con su acento sureño: "Paltó", que quizá era un derivado de la palabra francesa "paletot", que significa "sobretodo".
Cada vez que mi abuelito Víctor tenía que salir a alguna parte y debía usar uno de sus "paletós"; cuando se lo colocaba me miraba seriamente mientras sacaba tres bolitas de naftalina de uno de los bolsillos de la prenda y los depositaba en un mueble que asemejaba una "cómoda" que se encontraba en el pasillo de su casa. "Para que las polillas no se coman mi chaqueta" me decía muy serio. "a las polillas les duele el estómago con la naftalina y dejan la ropa tranquila". Acto seguido, se iba a sus quehaceres.
Cuando volvía de sus correrías de rigor, me llamaba y me decía mientras se sacaba el "paltó" y volvía a poner otra vez las tres bolitas de naftalina en el otro bolsillo de la chaqueta: "No hay que olvidarse de la naftalina, pero hay que cambiarla de bolsillo para engañar a las polillas. Así la ropa dura más". Luego colgaba la chaqueta y desaparecía por uno de los pasillos de aquella enorme casona llena de hermosas sombras. A pesar de los reclamos de mi abuela, a mi abuelito Víctor nunca le importó llevar ese característico y perfumado aroma que desprendía la naftalina. Él lo llamaba "olor a nuevo".
"Carloto" y "Ursus"
"Carloto" era un enorme y feroz gato de la casta "Norwegian Forest Cat". Era enorme porque era "guatón", y no porque la raza lo fuese. "Carloto" era un experto cazador de ratas y palomas, y un "gourmet" para comérselas. No sé que hacía con las ratas, pero cada vez que cazaba una paloma, la traía al dintel del dormitorio de mi abuelito Víctor, para que él la hirviera un poco en agua y se le cayeran las plumas, y después se la comía echado sobre las cubiertas de cemento que tapaban el gran pozo de agua de la casa. Lo feroz le venía del ancestral bosque Noruego, y lo grande ("guatón" para ser más exactos) le venía de tanto comer.
"Ursus" era un perro Pastor Alemán. La denominación "perro" es solamente un remoquete porque "Ursus" era un perrazo descomunal, feroz como el hambre, y manso como el pecho de una madre. "Ursus" es una palabra del Latín que significa oso, así que el nombre le calzaba a la perfección. También este mastín de mi abuelito Víctor era indómito y montarazmente fiero como el "Ursus" de "Quo Vadis?", y dejaba en vergüenza a los "dingos" y a los "dobermann" en cualquier terreno.
El asunto es que en muchas ocasiones cuando pasábamos tiempo en la casa, mi abuelito Víctor me llamaba y me decía: "¡Rodrigooo! Nieto, ¡ven! Vamos a hablarle a "Ursus" de las cosas importantes de la vida". Acto seguido, nos sentábamos bajo la generosa y fresca sombra de la anciana higuera del patio de la casa, y "Ursus" se echaba a un costado con la cabeza sobre las patas, y miraba a mi abuelito Víctor con sus enormes ojos resignados, sabiendo que venía otro de aquellos discursos acerca de las cosas de la vida. "Carloto" siempre aparecía para estas reuniones haciéndose el desinteresado, pero se echaba junto a "Ursus" y comenzaba a lamerse la piel metódicamente mientras escuchaba.
Y mi abuelito Víctor comenzaba su discurso diciendo: "Mira "Ursus", tu sabes que hay que ser siempre respetuoso en esta vida; hay que respetar a los demás y a su propiedad. El respeto te abrirá muchas puertas, más puertas que las que abren las palabras "tire" y "empuje" -y se sonreía al decirlo- así que aunque a veces no te sientas con deseos de respetar a alguien, hazlo de todas formas porque eso te hará más grande". Y así, mi abuelito Víctor hablaba de respeto, de responsabilidad, de honestidad, de perseverancia, de paciencia, de humildad, de valentía, y de otros muchos principios y virtudes tan dulces y ciertos, como los hermosos y jugosos higos que nos brindaba la anciana higuera de su patio.
Años después, cuando me "destonté"; me dí cuenta de que mi abuelito Víctor me hablaba a mí, me enseñaba a mí con su delicada cortesía y agudeza, y mientras le hablaba a "Ursus" y a "Carloto", él me inculcaba con infinito amor los valores más sólidos y más pristinos con los que se rigieron desde entonces los días de mi vida. Así fué como sin saberlo, absorbí grandes sorbos del manantial del alma más grandiosa que jamás haya brotado de la prodigiosa raza humana.
No más…
Ya he llenado varias páginas de mis recuerdos de él, y no acabo por decidirme dónde empezar a contarlos… Quizá como los recuerdos que usted tiene de su abuelo, o de algún otro ser querido que haya dejado una profunda huella en su existencia; estos recuerdos jamás se podrán relatar con la riqueza enorme con que los vivimos, ni con la intensidad con que se cincelaron en nuestras vidas, por eso; es mejor guardar algunos de estos nostálgicos recuerdos para disfrutarles egoístamente en la compañía de nuestros silentes pensamientos y de nuestras sosegadas añoranzas.
Lo que me Dejaste
Lo que aprendí de tí lo atesoro como atesoro los montaraces y bravíos sueños de mi vida. Lo que aprendí de tí, me enseñó a sortear los más difíciles caminos, y a salvar los más arduos y espinosos obstáculos de la agreste y larga calzada de mi vida. Quizá una de las cosas más importantes en las que me instruíste, fué el saber cuándo cerrar muchas de aquellas puertas a través de las cuales, el error podría haber entrado impune.
Sin embargo, la enseñanza más hermosa, desmedida y profunda que me dejaste no fueron tus juiciosas palabras ni tus sabios consejos; sino que fué esa tibia y aseguradora sensación que me dieron tus huesudas manos de arduos dedos, cuando me asías cariñosamente de mi mano y con infinito amor cada vez que caminábamos juntos sobre esos eternos adoquines de las gastadas calles del alegre Cerro Alegre.
Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque sus pasos eran cortos como los míos; me gustaba caminar con él porque nunca se apuraba, siempre me daba tiempo para demorarme y observar las cosas. Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque sus ojos veían lo que veían los míos y a la misma altura; veíamos piedras, veíamos palomas, y también veíamos el sol que se alejaba… La mayoría de las personas estaban siempre apuradas sin tiempo para detenerse y ver lo que nosotros veíamos. Me gustaba caminar con mi abuelito Víctor porque él tenía mucha paciencia, y porque él era joven como yo…
Lo que aprendí de tí lo atesoro con el más alto valor de la escala humana, porque aún no he podido encontrar a ningún otro hombre de tu estatura simplemente porque tú, mi querido abuelito Víctor, no fuíste un hombre; sino que has sido un irreemplazable Universo colosal contenido en el alma más grandiosa que jamás haya brotado de la prodigiosa raza humana.
Tu nieto de hierro, Rodrigo
The Sincipitus Porcus
El Loco
miércoles, 15 de febrero de 2012
Y se murió mi Padre
Debieron pasar 85 años, 2 años de ceguera, 58 años de matrimonio, y 5 de Alzheimer, varias operaciones para que su existencia terrena llegara a su fin.
Hoy lo enterré junto a otros familiares tras cumplir con los ritos que la iglesia y la sociedad imponen, ritos que por cierto alegran el espíritu y nos acercan a los seres queridos, pero que muestran algunas facetas de la raza humana que lamento que existan y francamente me molestan.
Hoy se juntaron los que no se juntan nunca, mostraron su pena los que nunca demostraron su amor, lloraron los que sienten remordimientos y aparecieron los hombres y mujeres íntegros, los que no fallan nunca, los amigos, los hermanos en espíritu.
Hoy se murió mi padre cerrando un ciclo de mi vida conmigo. Hoy dejo atrás un montón de cosas, una mezcla de alegrías, penas, rabias, desilusiones, frustraciones y varios temas inconclusos. No volveré a pensar en ello y me quedaré con los recuerdos.
Los recuerdos, son ideas que almacenamos en nuestro cerebro por alguna razón en particular, por ejemplo alegría; esas cosas que nos hacen sonreír y que dan ese calorcito tan agradable. La rabia, otra poderosa forma de retener información del pasado, esta información nos mueve, nos activa, nos hace reflexionar y hace que corrijamos nuestro caminar por la vida y eventualmente no cometer los mismos errores.
También está la pena o tristeza, esos recuerdos son un lastre que cuesta una infinidad olvidar, pero que recurrentemente se hacen presentes con uno u otro detalle que percibimos en nuestra vida. Estos son los recuerdos que no quiere nadie, porque no aportan, sólo destruyen de a poco el alma, pero que lamentablemente todos poseemos.
Muy cerca de ellos están la desilusión y el desencanto, esos son menos dolorosos que los anteriores, pero no menos dañinos, pues de alguna forma les buscamos explicación o justificación, no siempre, pero más a menudo de lo que uno cree.
En fin, los recuerdos son las herencias personales, las que se traspasaron durante una vida, cada minuto, hora, día, semana, mes y año de nuestra existencia. Son el registro del pasado duro, sin contemplaciones y envueltos en la realidad que decidimos que fuera. Un archivo abierto de capacidad ilimitada. Los recuerdos son parte de nuestra vida que también traspasamos a otros seres humanos, como algo positivo o como algo negativo. Son el registro de nuestra conciencia.
Curiosamente las muertes hacen destacar las virtudes y rara vez se hace un recuento completo y honesto del fallecido. Somos demasiado civilizados para decir a la cara que no nos caía bien el finado, que era mentiroso o intrigante, que era un sinvergüenza o desleal. Pero esa característica es parte de los seres humanos, como los gases y las mucosidades que tanto nos molestan y disimulamos con una destreza fenomenal.
Pero, esta manera de despedir me parece la más feroz, pues no permite que uno descanse en paz, el que se queda, el que siente que sus deudas no han sido saldadas.
Dios es la justicia y sabrá poner las cosas en orden en su reino, no hace falta que le digamos como era tal o cual persona, no requiere de una educada descripción de las virtudes y el silencio de los defectos.
Hoy se murió mi padre y un desconocido le dio el pésame a mi madre, con una inmensa dulzura y desinterés. Un Médico se impresionó por la donación que mi madre hiciera de algunas pertenencias de su difunto esposo a gente que en vida las necesita. Una mujer encargada del aseo de los espacios comunes de un edificio de 15 pisos la abrazó y lloró con ella por algunos minutos. Varios trabajadores de una funeraria y del cementerio mostraron una tremenda capacidad de entender el dolor y el estado deplorable en que pudiera encontrarse para que las cosas que ofrecen fueran cómodas y no afecten su estado anímico. Hoy una familia nos esperó fuera de la iglesia hasta terminar la misa, pues ellos profesan otro credo, para apoyarme y demostrarme su cariño.
Con su muerte aparecieron los parientes que valen su peso en oro, los que ofrecieron todo su tiempo y capacidad para acompañar, para calmar, para entender, para consolar, para escuchar y estar presente. Para entregar sus bienes y su cariño. Destaco entre varios a mi esposa, a mis hijos y a una tía.
Del otro lado de la vereda, los que aprovecharon la oportunidad para hacer un encuentro familiar, para ponerse al día en las noticias de tantos años de no verse, los que se desangraron por teléfono ofreciendo todo tipo de ayuda y a quienes no vi ni un instante. Los que fueron por el deber ser, para que no se diga que no cumplió el rito social. Ninguno de ellos escribió una sola letra de condolencias como testimonio.
La muerte de mi padre trajo ante mis ojos la realidad humana, las bondades y las miserias. Trajo el cierre de un ciclo natural entre dos personas ligadas por sangre.
Hoy enterramos a mi padre y con ese acto su vida terrena, nos separamos definitiva e irremediablemente. Hoy sólo queda el recuerdo.
Francisco Javier Guajardo Izquierdo
Hoy lo enterré junto a otros familiares tras cumplir con los ritos que la iglesia y la sociedad imponen, ritos que por cierto alegran el espíritu y nos acercan a los seres queridos, pero que muestran algunas facetas de la raza humana que lamento que existan y francamente me molestan.
Hoy se juntaron los que no se juntan nunca, mostraron su pena los que nunca demostraron su amor, lloraron los que sienten remordimientos y aparecieron los hombres y mujeres íntegros, los que no fallan nunca, los amigos, los hermanos en espíritu.
Hoy se murió mi padre cerrando un ciclo de mi vida conmigo. Hoy dejo atrás un montón de cosas, una mezcla de alegrías, penas, rabias, desilusiones, frustraciones y varios temas inconclusos. No volveré a pensar en ello y me quedaré con los recuerdos.
Los recuerdos, son ideas que almacenamos en nuestro cerebro por alguna razón en particular, por ejemplo alegría; esas cosas que nos hacen sonreír y que dan ese calorcito tan agradable. La rabia, otra poderosa forma de retener información del pasado, esta información nos mueve, nos activa, nos hace reflexionar y hace que corrijamos nuestro caminar por la vida y eventualmente no cometer los mismos errores.
También está la pena o tristeza, esos recuerdos son un lastre que cuesta una infinidad olvidar, pero que recurrentemente se hacen presentes con uno u otro detalle que percibimos en nuestra vida. Estos son los recuerdos que no quiere nadie, porque no aportan, sólo destruyen de a poco el alma, pero que lamentablemente todos poseemos.
Muy cerca de ellos están la desilusión y el desencanto, esos son menos dolorosos que los anteriores, pero no menos dañinos, pues de alguna forma les buscamos explicación o justificación, no siempre, pero más a menudo de lo que uno cree.
En fin, los recuerdos son las herencias personales, las que se traspasaron durante una vida, cada minuto, hora, día, semana, mes y año de nuestra existencia. Son el registro del pasado duro, sin contemplaciones y envueltos en la realidad que decidimos que fuera. Un archivo abierto de capacidad ilimitada. Los recuerdos son parte de nuestra vida que también traspasamos a otros seres humanos, como algo positivo o como algo negativo. Son el registro de nuestra conciencia.
Curiosamente las muertes hacen destacar las virtudes y rara vez se hace un recuento completo y honesto del fallecido. Somos demasiado civilizados para decir a la cara que no nos caía bien el finado, que era mentiroso o intrigante, que era un sinvergüenza o desleal. Pero esa característica es parte de los seres humanos, como los gases y las mucosidades que tanto nos molestan y disimulamos con una destreza fenomenal.
Pero, esta manera de despedir me parece la más feroz, pues no permite que uno descanse en paz, el que se queda, el que siente que sus deudas no han sido saldadas.
Dios es la justicia y sabrá poner las cosas en orden en su reino, no hace falta que le digamos como era tal o cual persona, no requiere de una educada descripción de las virtudes y el silencio de los defectos.
Hoy se murió mi padre y un desconocido le dio el pésame a mi madre, con una inmensa dulzura y desinterés. Un Médico se impresionó por la donación que mi madre hiciera de algunas pertenencias de su difunto esposo a gente que en vida las necesita. Una mujer encargada del aseo de los espacios comunes de un edificio de 15 pisos la abrazó y lloró con ella por algunos minutos. Varios trabajadores de una funeraria y del cementerio mostraron una tremenda capacidad de entender el dolor y el estado deplorable en que pudiera encontrarse para que las cosas que ofrecen fueran cómodas y no afecten su estado anímico. Hoy una familia nos esperó fuera de la iglesia hasta terminar la misa, pues ellos profesan otro credo, para apoyarme y demostrarme su cariño.
Con su muerte aparecieron los parientes que valen su peso en oro, los que ofrecieron todo su tiempo y capacidad para acompañar, para calmar, para entender, para consolar, para escuchar y estar presente. Para entregar sus bienes y su cariño. Destaco entre varios a mi esposa, a mis hijos y a una tía.
Del otro lado de la vereda, los que aprovecharon la oportunidad para hacer un encuentro familiar, para ponerse al día en las noticias de tantos años de no verse, los que se desangraron por teléfono ofreciendo todo tipo de ayuda y a quienes no vi ni un instante. Los que fueron por el deber ser, para que no se diga que no cumplió el rito social. Ninguno de ellos escribió una sola letra de condolencias como testimonio.
La muerte de mi padre trajo ante mis ojos la realidad humana, las bondades y las miserias. Trajo el cierre de un ciclo natural entre dos personas ligadas por sangre.
Hoy enterramos a mi padre y con ese acto su vida terrena, nos separamos definitiva e irremediablemente. Hoy sólo queda el recuerdo.
Francisco Javier Guajardo Izquierdo
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