jueves, 24 de junio de 2010

Los Apodos - A mis compañeros y amigos de mi Promoción (IAE-1972)

Lo primero que se me viene a la mente cuando los intermitentes recuerdos de mi antiguo curso del "4° A" visitan súbita y fugazmente mi memoria en que en un efímero santiamén me recuerdan una época entera, son los apodos o "sobrenombres" que casi todos nosotros teníamos (o por lo menos los que sabíamos que los teníamos). En aquella gloriosa e inolvidable época de sueños y sutiles esperanzas en que nosotros éramos modelados con gran dificultad y con la porfiada dedicación de los denodados y audaces Hermanos Maristas; en aquellos años persistentes y sublimes en que yo me creía el "Siete Machos" quién no le temía a nada en el Universo, y en que cada uno de nosotros, por lo menos en nuestras mentes, pensábamos que éramos más de lo que parecíamos, y el futuro no nos preocupaba para nada.

En las enhiestas potestades de Santo Domingo 2145 con su calle parcialmente hecha de adoquines coloniales y haciendo eco en esas viejas y deterioradas murallas meadas de perro de la editorial FTD crecía lenta y bulliciosamente la indomable y aguerrida promoción de 1972 que resultó ser una de las promociones más vapuleadas y desafiadas por las contingencias políticas y económicas de nuestro país regido por la peculiar y estéril mentalidad de aquellos tiempos, curtida a la fuerza con magulladuras infligidas sin mucha piedad y con gran descaro por la dureza de la vida en general, y por los irreflexivos e injustos golpes del sino que se ensañó quizá con un poco más de intención en contra de los resistentes y quijotescos muchachos del '72. Pero a pesar de todo, esta promoción sobrevivió elegantemente y con estilo, y sigue sobreviviendo valientemente bajo el alero de la amistad y de la nostalgia de mejores tiempos.

En aquellos lozanos días del colegio y de las travesuras, de las enredadas pichangas entre el gentío del patio de las baldosas verdes, y de las escabullidas por el tercer piso para que el Hermano Lucio ("El Bote") no nos dejara castigados en la línea del fondo de la cancha después de las cinco cuando llegábamos atrasados, nosotros nos llamábamos los unos a los otros con un inconsciente cariño y con una inocencia sin prejuicios ni maldad, esos nombres calificativos que la mayoría de nosotros aún llevamos y usamos. Algunos como yo, los llevamos con orgullo hasta hoy. Quizá mi apodo no sea tan decoroso y tal vez tomado fuera de contexto hasta suene un poco humillante e incluso, vejatorio; pero esas no son las razones por las cuales venero mi apodo. Me gusta mi apodo aún más ahora que estoy viejo de que en aquellos momentos de mocedad, porque ahora éste representa una eterna época en un instante, y el instante eterno de una época.

Para mí, esos añosos y sempiternos apodos encierran un mundo inconmensurable de memorias y fantasías, representan un inacabable caudal de opíparos recuerdos de aquella época que pasó por nosotros, pero no sobre nosotros, y también representa ese montón grande de días que oscilaban frenéticos y en tropel entre la fantasía, los sueños, las esperanzas, y nuestras perdurables amistades Ercillanas. Por eso mis amigos es que me gusta mi frugal e inmarcesible apodo; y los vuestros también. Los apodos son importantes, si no, ¿cómo podría distinguir y encontrar a mis compañeros de promoción en una muchedumbre de cientos de personas con alcance de nombre? Debe haber una cachá regrande de Luis González; pero habrá solo uno al que llamamos y reconocemos como "El Engaña Baldosas".

"El Engaña Baldosas" era un compañero mío de la Universidad Santa María que era medio cojo, y que cuando caminaba parecía que iba a poner el pie en el suelo en un lugar determinado, pero súbitamente antes de tocar el suelo y a una distancia pendejesimal de éste, su pié se movía estertóreamente con la velocidad de la luz de Junio, y acto seguido posaba su pié en la baldosa contigua. Todo esto en menos de lo que canta un gallo (un gallo rápido, eso es). ¡Ni hablar de cuando corría! No lo he visto más al "Engaña Baldosas", y su nombre real a veces se borra en la última arruga de mi memoria donde suele residir, pero su apodo es inextinguiblemente eterno e inalterable, y a través de éste, quizá lo vuelva a encontrar un día...

Tuve otro compañero en la universidad al cual llamábamos "El Coco Güacho", un gallo medio cuico, pero no quiero hablar de él ahora.

De los apodos que mejor me acuerdo de mis días del colegio y de nuestra promoción son por ejemplo los de "El Rata", "La Vieja", "Huevoduro", "Manzanita", "El Tabla", "El Bicho", "El Cabezón", "El Araña", "El Chacha", "El Loro", "El Queque", "Comegato", "El Mono", "El Güata", "El Perro", "El Turco", "El Chuncho", "Pepino", "Kabubi", "Petaca", "El Coyote", "Pollo", "Ponchi", "Pelao", "El Mañoso", "Lobito", "Escopeta", "El Tuto", "Pluto", "El Lapa", "Pingüino", "El Tortuga", "El Moco", "Dumbo", los apodos estándares como "El Flaco", "El Guatón", y "El Chico"; y por supuesto "El Loco", mi propio apodo en primera persona singular independiente y libertaria, que creo que fué el apodo más acertado de todos los que he conocido. No solo acertado, pero alcanzado y adquirido con méritos personales indiscutidos nacidos de mi propio Sui Generis y Carpe Diem.

Pero aparte de nuestros gloriosos e inmortales apodos, mientras navego y maniobro entre los inquietos y torcidos recovecos de la existencia humana también me he encontrado con otros apodos de amigos, de conocidos y de gentes en general que me hacen gracia, y que aquí los comparto sin mezquindad para el entretenimiento de vuestras intelectualidades, ahora ya de hombres mayores. Estos son algunos:

El bache: El que lo vé trata de esquivarlo, y el que no puede; lo insulta.
La farmacia de turno: La buscan de noche.
El Fiat 600: Tiene la maleta adelante.
El bioquímico: El gallo que vive analizando las cagadas de los demás.
La flecha de goma: No hay indio que la clave.
La foto carnet: Se entrega en cinco minutos.
El bujía de madera: No tiene ni una chispa.
El gallina prolija: Se lo pasa todo el día acomodándose los huevos.
El cable de plancha: Parece piola, pero en realidad es un forro.
El gato manco: Le cuesta una barbaridad tapar las cagadas.
El cucharada de moco: Nadie lo puede tragar.
El genio: Aparece apenas abrimos una botella.
El gol en contra: Lo hicieron sin querer al pobre.
El delfín de acuario: Cuando trabaja hace puras tonterías y cuando no; nada.
El huevo de Pascua: Es negro y nunca se sabe cuánta mierda hay adentro.
El dólar azul: Cualquier gil se da cuenta que es falso.
El jaula abandonada: Se le murió el pájaro.
El dragón: Cada vez que abre la boca quema a alguien.
El Jueves: Siempre está metido al medio.
El farmacia en quiebra: ya no tiene remedio.
El escombro: Dondequiera que este gil se instala, molesta.
El Kung-Fú: Nunca usa la pistola.
El estribo: Para lo único que sirve es para meter la pata antes de irse.
La Cumparsita: A pesar de ser tan vieja, la siguen tocando.
El gato de circo: El único animalejo que no trabaja.
El lápiz hueco: No tiene ninguna mina.
El político: Abre la boca solo para meter la pata.
El maniquí de sastre: No tiene ni cabeza ni bolas.
El pan de ayer: A nadie le interesa.
El menstruación: Cuando no está; preocupa, cuando llega; molesta, y cuando se vá; es un gran alivio.
El papa verde: No sirve ni p'a ñoqui.
El Mercurio: Es más pesado que el Plomo.
El puente roto: A este gallo no lo pasa nadie.
La aceituna: Es negra, fea y chiquita, pero igual se la comen.
El querosén: Nunca llega a ser solvente.
El aguja: Por un lado pincha, por el otro se lo enhebran.
El ojota: No sirve para ningún deporte.
El terapia intensiva: No lo pueden ver ni los parientes.
La parrilla chica: Le sobra carne por todos lados.
El flecha torcida: No se sabe a quién va a clavar.

Como ven mis prodigiosos Ercillanos, no solo en nuestra tierra es usual que a la gente se cuelguen apodos, algunos de estos apodos son generados cariñosamente por la familia, el resto, por diversas razones. Algunos por ejemplo son para identificar a la gente por su tipo de trabajo o pasatiempos, pero muchos son involuntarias víctimas de la inconsciente y persistente crueldad pública, apodos que hacen referencia a algún problema o característica física de las personas, o nacen de algún acontecimiento explícito en las vidas de estos mártires. En cualquier parte del mundo hay una infinidad de personas a las cuales de una u otra manera se les reconoce más por sus apodos, que por sus propios nombres.

A veces cuando estoy regresando a casa y puedo observar el atardecer en que el sol ya no se pone por el horizonte del Mar de Valparaíso, sino que por detrás de los altos y modernos edificios del Condado de Arlington, Virginia, mirándolo cara a cara y realizando que siempre estuvo frente a mí (aunque nunca le dí importancia), a veces vislumbro intermitentemente uno de aquellos crepúsculos de mi juventud que viene a regalarme otro poco más de la felicidad de aquellas épocas en que viví al lado y enredado con prójimos que ahora, un poco más viejos y deshilachados por el peso de los años, me parecen un poco lejanos y frágiles, y a veces siento miedo de no verles una vez más antes de que se lleven sus apodos a las profundidades de lo eterno.

Me da pena de ver que nuestras colectividades humanas se están volviendo cada vez más frías e impersonales, me inquieta de que la convivencia personal indulgentemente se aleja más y más del contacto humano y de lo entrañable de las relaciones personales, me preocupa de que nos estemos convirtiendo en seres puramente cibernéticos, en una especie de raza robótica que transita apáticamente por las vías de nuestras existencias sin mirar a nadie, sin saludar a nadie, necesitando una excusa tremendamente válida para dejar escapar una sonrisa aunque sea disimulada, y sonreírles a quienes cruzan nuestras rutas a diario; y también me aflige el que pasemos más tiempo enfrente de las pantallas de las máquinas hipnotizadoras que enfrente de nuestras familias u otros seres humanos. Por eso me aferro con dientes y muelas a los apodos que me traen y recuerdan invariablemente ese (a veces) perdido contacto directo con mis viejos del '72.

La historia de los apodos y sobrenombres es tan antigua que nadie sabe cómo, dónde, ni cuándo carajos comenzó esta costumbre popular de una antigüedad de tiempos geológicos. Desde que se tiene memoria en la existencia humana, la gente ha tenido apodos. Estoy seguro de que los Trogloditas usaban motes con sus compañeros de caverna. No me extrañaría de que a algún Troglodita sumamente peludo le hubiesen llamado "El Sobaco con Patas", o a algún mal cazador le hubiesen llamado "El Macana de Paja" por su inhabilidad de partirle el cráneo a algún dinosaurio de un macanazo.

Cuando se trata de apodos, hay tres categorías claramente establecidas.

La primera y la más afortunada es aquella en que los apodos son el diminutivo del nombre propio (José: Pepe, Enrique: Quique, Luis: Lucho, Hernán: Nano, etc.).

La segunda es la que califica a las personas basada en una característica física imposible de ignorar o porque el individuo en cuestión posee un hábito extraño (Diente de conejo, Gordo, Chascón, Jeta de Guanaco, Orejas de Sopaipilla, "El Güata de Pan", "El Pata de Lana", etc.).

La tercera clase es la que invariablemente jode a la gente. Estos son los apodos ofensivos y grotescos ("El Cara de Chucha", "El Mojón de Acequia", "El Cabeza de Pico", "El Feto de Frankestein", "El Cara de Diarrea", "El Chupacabras", etc.).

No importa en la categoría en que esté usted, su sobrenombre lo seguirá irremediablemente al "Patio de los Callados", y se quedará para siempre en la memoria de aquellos que le conocieron y en los que dejó una huella lo suficientemente profunda como para que le recordasen.

Pero también hay apodos patriarcales y dignos como por ejemplo el de Don Rodrigo Díaz de Vivar: "El Cid Campeador", o simplemente "El Cid". Aparentemente el valiente Don Rodrigo consiguió este apodo en reconocimiento por combatir bajo los estandartes y al comando de las tropas del Rey Sancho II bajo el título de Alférez de Castilla, durante su campaña en la taifa (emirato o pequeño reino) de Zaragoza. En aquellos románticos días, Zaragoza estaba gobernada por el árabe Ahmad ibn Sulayman al-Muqtadir (1049-1082) de la familia Banu Hud, quién después de ser derrotado por Don Rodrigo, éste se vió obligado a pagar tributo al rey Castellano.

De acuerdo a las crónicas registradas por un historiador hebreo de nombre José Ben Zaddic de Arévalo (no confundir con Selim Sadek Nifuri quien fué nuestro glorioso profesor de Castellano en el Ercilla), el valor y la intrepidez de El Cid infundió tal miedo, pleitesía y respeto entre los árabes, que comenzaron a llamarle "Cidi", que quiere decir señor o maestro. Así, el Cidi que también significa "mío Cid" (Mi Señor) devino en Cid y más tarde, en Cid Campeador, nombre con quien sus vasallos se refirieron a él por el resto de la eternidad... ¿Choro, no?

Pero ahora de vuelta al 2010, ahora que estoy usando febrilmente la tremenda reserva de la metralla del polvorín de mi edad restante que reside en el nutrido arsenal de mi vida, me siento honrado y orgulloso de haber sido parte de la estoica e imperturbable tripulación de la Promoción Marista del Instituto Alonso de Ercilla del '72. Aunque esos años representan solo un breve intervalo a bordo de este compungido planeta el que aún no me convence completamente de que esté dando vueltas en la dirección correcta y a la velocidad indicada, ese estornudo cronológico me permitió vivir unos momentos inolvidables, dejándome el regalo de esos elocuentes apodos que fueron tatuados en mi alma por la indeleble tinta que empapaba mi imaginativa juventud, y que atesoro tan celosamente en la santabárbara de mi vida.

Aquí dejo solemne y respetuosamente una lágrima asceta pero bien sentida por aquellos dilectos muchachos, aquellos camaradas colegiales, aquellos estoicos veteranos del '72 que tuvieron que iniciar abruptamente la jornada final en medio de la sórdida lucha por la vida, pero que nos han dejado el regalo de su memoria y de sus apodos...

Así como guardo preciosos recuerdos de aquellas raras revistas que ayudaron a dibujar mi niñez tales como "Relatos Fabulosos", El Okey", "Las Aventuras de Aquaman", "Archie", "El Súper Ratón", "Batman", y "La Zorra y el Cuervo" por nombrar algunas, tambien atesoro algunos sobrenombres que se quedaron entrampados accidentalmente en las murallas de badana de mi corazón y en las repisas de mi memoria. A mí me encantaba ver la serie de televisión "Combate!", pero en un episodio funesto, el "jovencito de la película" (Vic Morrow - el Sargento Chip Saunders) se sacó el caso, ¡y resultó que era pelado! ¡Qué desilusión más grande! ¡No lo podía creer!.. Desde ese nefasto día el Sargento Chip Saunders quedó bautizado como "El Pelao Combate". Me pasó algo parecido con "El Guatón Bonanza", y con el "Cojo Ironside". Pero en fin, no todo es perfecto en esta vida, y lo que lo es; no vale la pena.

Amigos y compañeros Ercillanos Maristas, creo que me estoy ablandando un poco con la edad, pero no me importa (¡Me importa un coco!). ¡Solo quiero confesarles de que estoy capitalmente orgulloso de ustedes y de vuestros apodos!

"El Loco"

miércoles, 2 de junio de 2010

Los Pimientos

Este es un breve cuento sobre pimientos aunque nosotros los oriundos seres congénitos de las extremas y australes comarcas del planeta, les conocemos mejor como ajíes. Este es un pedazo sucinto de su historia y un puñado al azar de esporádicos recuerdos sobre el pasado de estos frutos seráficos, y es también una escueta y lacónica referencia a los 9.000 años de la homérica jornada que estos pimientos sobrellevaron para llegar a tu mesa.

Recuerdo que hace muchos años (alrededor de 1976) yo acababa de regresar de uno de mis inconscientes viajes al Japón; uno de aquellos ignotos viajes que llenaban aquella edad mía en que perseguía incesantemente insanas aventuras planetarias, traje conmigo un peculiar regalo que me obsequió un amigo japonés contingencial que hice durante mi viaje. El regalo consistía en una pulcra y pequeña bolsita inocente con una etiqueta que leía: “Piper Japonicum” (山椒 - Sansho), llamado a veces incorrectamente (o no), Naga Jolokia (en flaite chileno es traducido como Nalga Jodía).

El saquito parecía más bien un morralito de caramelos. Era una pequeña alforjita hecha de paños tejidos con múltiples entreverados y al frente tenía estampado un dibujo de una muñeca japonesa llamada “Kokeshi” (Muñeca), que ofrecía pimientos con una mano y con la otra sostenía un detallado abanico exquisitamente decorado con el cual ella cubría su blanquísima cara, y probablemente una hermosa sonrisa de labios rojísimos y pequeños. Un cordelito rústico de yute mantenía el bolsito cerrado. Por supuesto que en aquellos días cualquier persona podría traer lo que se le antojara como "souvenir", y el servicio de aduanas no habría tenido ningún problema con ello. Cuando llegué a mi casa en la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura, vacié encima de mi cama mi maleta de viaje en la que venía el pequeño saquito junto con otros recuerdos surtidos que traía del viaje, y guardé estos trofeos artesanales de mero valor sentimental en un baúl de tesoros que mantenía en mi pieza, en donde también guardaba numerosos pedacitos de mis sueños, trocitos de mis fantasías surtidas y violentos pensamientos inflamados de libertad. Acto seguido, cerré este cofre repleto de alucinaciones y menesteres de mi chúcara juventud y me despreocupe de todo esto.

Varios meses después, mientras que realizaba una limpieza de precipitada emergencia en mi aglomerado cuarto debido a un olor pecador, espeso, sospechoso y persistente, y más ofensivo que el lunar negro podrido con pelos púbicos retorcidos con el que mi suegra se adorna la narizota, y el que trata de camuflar lastimosamente con un maquillaje más grueso que la greda de Pomaire(1) -para describirlo con cierta justicia-; encontré el olvidado bolsito con los pimientos. Decidí rescatarlo del baúl y me lo llevé a la cocina con la intención de probar uno de estos pequeños bribones a la hora de la cena. Esa noche cuando me senté para comer con mi familia, saqué el bolso subrepticiamente y con un aire de complicidad y le ofrecí su misterioso contenido a todos. Me acordé de que me dijeron que estos pimientos eran extremadamente picantes, y que hay que poner solamente una pizca pendegesimal en la comida. Todos le agregamos un pichintún a la sopa. Estos ajíes eran realmente, realmente picantes pero sabrosos y le dieron al caldillo de mariscos y al congrio un gusto inesperadamente excelente.

Breves pero entretenidos minutos después de que comenzamos a comer, uno de mis sobrinos se integró estrepitosamente a la mesa y tan pronto como supo de los pimientos, comenzó a presumir de lo macho que era y se lanzó a contar una historia sobre este monstruoso y legendario ají chileno al que cariñosa pero irreverentemente llamamos “ají p#t@madre", y que se lo había comido a capella y nada le había sucedido, y que ni pestañó con el ajicito. Y así se puso a presumir con un albedrío muy alaraco de otros cuentos acerca de cuánto ají él podía comer y que le agregaba liberalmente a la comida sin inmutarse, y que estos pimientos no le podían sacar ni una miserable lágrima. Según él, no había pimiento en el planeta capaz de someterlo o doblegarlo. De repente, nadie podía moverse en el comedor porque la arrogancia de mi sobrino, parida por la adolescente edad del pelo largo y las ideas cortas, esa inmutable edad de las bocas grandes llenas de ecos de insensatez; había llenado todos los espacios disponibles en el comedor. No había espacio ni para tirarse un peo.

Bueno, ustedes ya saben lo que viene. Sí, por supuesto que mi sobrino tenía que demostrar públicamente su necia masculinidad, y aparatosamente le puso un ají completo al caldillo (el ají no era más grande que un fósforo desnutrido), con lo que me pareció que el caldillo comenzaba a hervir nuevamente. Después de algunos segundos, ¡habría podido jurar que su sopa chillaba! Mientras tanto, aunque yo había estado sorbiendo mi sopita lentamente con una tímida cucharita y cerciorándome de no quemarme, ya podía sentir la intensidad y la pasión oculta de estos ajíes hipócritas y traidores disfrazados engañosamente en envoltorios angelicales y en un saco con cara de golosinas.

Bien, mi amado sobrino comenzó a engullir la sopa rápidamente y con prisa porque según él, estaba atrasado para ir a una fiesta en algún lugar del que no me acuerdo. Después de que se comió a destajo esta sopa infernalmente picante, se engulló a la carrera un bistec chico de vaca muerta con una ensalada verde proveniente de matas anónimas, y salió corriendo de la casa. Nosotros acabamos la cena tranquilamente y sin apuro, y comentamos respecto a la potencia del ají japonés y de cómo mi sobrino podía ser capaz de comer esta manducatoria tan picante. Pocos minutos habían pasado desde que habíamos terminado de comer la sopa condimentada con el “Piper Japonicum”, y ya la sensación de ardor en mis labios, boca, esófago, y estómago confirmaba las alegóricas leyendas sobre la reputación de los famosos pimientitos. Después de sentir los efectos sin misericordia del ají, no podíamos comprender cómo era posible que mi sobrino pudiese comer tal cantidad de picante ¿y no sentir nada? Pero estábamos todos equivocados, muy equivocados, tristemente equivocados…

Escasos minutos después de que mi sobrino salió disparado con sus amigotes para la fiesta, uno de sus compinches lo trajo de vuelta a casa apuradísimo y traía unos ojos más desorbitados que un sapo con vómitos, y exclamó con nerviosidad insostenible que mi sobrino no se sentía nada de bien (este caos me trajo a la memoria el despelote que ocurrió en Alemania cuando los Aliados durante la II Guerra Mundial bombardearon Berlín con azúcar flor). Mi desatinadamente presuntuoso sobrino tenía la boca hinchada como ojo de boxeador, los labios los tenia inflamados como jeta de guanaco negro, tenía dificultades para respirar, y las lágrimas corrían en tropel por sus rojas y cachetonas mejillas como llanto de beata pagada. ¡Toda su cara parecía un membrillo con elefantiasis! Nos levantamos apresuradamente y apretamos cachete hacia la posta de urgencia.

Para hacer de una larga historia un cuento corto, en el hospital los doctores “arreglaron” a mi sobrino sin reírse mucho. El único daño colateral fué un ego colosal desconsoladamente desinflado, y en el baño, la redefinición épica de la expresión tan homo generis chilensis: "cagó fuego". Cuando regresamos desde el hospital a casa, el bolsito de los ajíes estaba calladito encima de la mesa exactamente en el lugar en que lo dejamos antes de salir tan precipitadamente, luciendo inocente e inofensivo. Agarré el saquito con los “Piper Japonicums” y lo puse con el resto de mis trofeos y espejismos en el sereno baúl de mi pieza. Nunca más hablamos de este ignominioso episodio familiar, aunque con la ayuda de la tecnología moderna, de cuando en cuando le envío a mi sobrino por internet fotos de guanacos negros con jetas grandes.

(1) Pomaire antes de que se me olvide
El pueblito de Pomaire está localizado en la comuna de Melipilla en la Región Metropolitana de Santiago, Chile. En las lomas que rodean este pueblito salido de un libro de cuentos existe una abundancia extraordinaria de greda (arcilla), la cual ha sido la base la economía de Pomaire y que consiste en la manufacturación de los potes, los figurines, y los utensilios prácticos y de decoración más hermosos y acabados de nuestro sistema solar y sus alrededores. Pomaire es el "La Mecca" de los souvenirs de greda los que se encuentran en una gran variedad de artículos con imaginación, los que incluyen mercancías de lana de múltiple y soñadores colores pomairinos. En la aldea hay una tradición de regalar Chanchitos, pequeñas figurillas de cerdo que los visitantes compran para regalarle a amigos y familiares para que les traiga buena suerte. Por cierto yo he comprado y recibido estos chanchitos. Y traen suerte. Si son hombres de poca fé, vayan a Pomaire y dejen que los pueblerinos les bauticen con un chanchito y les conviertan en creedores. En Pomaire y en sus pintorescos alrededores también se puede disfrutar de música folklórica y de empanadas gigantes (de "pino" y de las otras). Ustedes que viven en Santiago, ¿han ido alguna vez a Pomaire? Si no, no tienen idea de lo que se han estado perdiendo, y si es así, no les voy a contar más acerca de este tabernáculo de la potería humana, y les debería dar una vergüenza negra el ser tan flojos y poco exploradores. Tomen seriamente esta opinión y consejo que viene directamente de un curtido "Loco Marista Explorador de las Distancias Imposibles de los Lugares Remotos mas allá de la Última Frontera Infinita y de los Parajes Escondidos más Difíciles y Peligrosos del Planeta Terra por Encima y por Debajo" que dejó chico a Indiana Jones, que hace lucir como un aprendiz a Marco Polo, y que dejó a Yuri Gagarin marcando ocupado. Este elaborado título de expedicionario osado, excursionista magnífico, aventurero salvaje, viajero de los siete mares, y buscador empedernido de lo imposible me lo dió el mismo Moctezuma en persona cuando me bautizó con la poción Azteca hecha del Sudor Destilado Dolorosamente de las Sabias Sienes de los Dioses Imperecederos de la Noche Negra con Luna Llena cuando tomábamos tecito en el Templo de la Coca~Cola en Chichén Itzá. Tengo testigos.

De vuelta a los ajíes con algo de historia
Según la mayoría de los biólogos, los pimientos son nativos de los continentes del Sur y Centro América. Se cree que hicieron su aparición en el Asia del Sur alrededor del siglo XV, y debido a su éxito como condimento y otras aplicaciones, los pimientos conquistaron el comercio de especies del planeta. Cristóbal Colón nunca se imaginó el tremendo impacto que este pequeño fruto que trajo a España tendría en el resto de Europa. La nueva especie "pimiento" es tan potente que destronó a la reinante pimienta negra nativa del Asia del Sur, que era consumida en Europa en esos días de descubrimientos. Cristóbal Colón les llamó a estos frutos "pimiento" debido a su semejanza en sabor con las pimientas europeas de la familia de las pimientas "Piperaceae".

Hay acreditadas indicaciones de un amplio consumo de estas plantas en América Central, y evidencia substancial de su utilización comenzando alrededor de año de 7500 A.C. Estos pimientos son quizá las primeras plantas que se domesticaron. Los orígenes de este pimiento (Capsicum Annum) se remontan a México y América Central, y los orígenes del Capsicum Frutescens, a Sudamérica. Estas especies de pimiento primero fueron introducidas a Asia del Sur alrededor del siglo XVI, y ahora son las dos especies principalmente dominantes en la región. Hay un libro interesante que data de 1597 escrito en un lenguaje inglés medio raro y harto cuico que se publicó en Londres en 1633 sobre los pimientos. "The Herball, o Generall Historie of Plantes", escrito por el inglés Juan Gerard (1545-1612), y es el primer estudio “científico” escrito sobre los pimiento cuya primera edición fué publicada por Mawr de Bryn en 1597, y después en 1633 que publicó una segunda edición aumentada y completamente ilustrada. Algunos botánicos y arqueólogos creen que los pimientos han sido parte importante en los hábitos alimenticios humanos en las Américas desde antes de 7500 A.C. Evidencia primitiva en lugares situados en puntos al sudoeste del Ecuador apuntan al hecho de que los pimientos eran ya una planta doméstica hace más de 8000 años, convirtiendo a los pimientos en una de las primeras cosechas auto-polinizadas que se cultivaron en las Américas.

Los viajes del pimiento
Los pimientos comenzaron a ser cultivados amplia y activamente alrededor del mundo, cortesía del médico de Colón, Don Diego Álvarez Chanca, que le dió al pimiento un paseo largo en el segundo viaje a las Antillas en 1493. Cómo y según los historiadores revelan, Don Diego Álvarez Chanca conducido por el deseo de llegar a ser rico (ésta fué su primordial razón para meterse en esta aventura loca con Colón), trajo los primeros pimientos a la España(1) de hoy, solamente un año después del descubrimiento del nuevo continente el 12 de Octubre de 1492. En 1494, Don Diego Álvarez Chanca registró el primer testimonio escrito sobre las características medicinales del pimiento. Los españoles, con los puertos comerciales en su colonia recientemente conquistada en la Terra Nova -hoy México- controló la mayor parte del intercambio comercial marítimo con Asia. Con la ayuda de las embarcaciones europeas que atracaron en el nuevo mundo, los españoles comenzaron a exportar los preciados pimientos -ahora convertido en una especialidad- hacia Filipinas, luego a India, China, Corea, Japón, y por supuesto al resto de Europa. Esta exótica especie de condimento fué adoptada rápidamente por la gente e integrada permanentemente a su gastronomía local.

(1) En ese tiempo España no existía como nación. Cristóbal Colón descubrió América para los reinados de León y Castilla por eso es que la lengua hablada en el nuevo continente es llamada Castellano y no "español" como erróneamente se le llama hoy. Los blasones que se plantaron en la "Terra Nova" para reclamar esta posesión fueron los gloriosos estandartes del Reino de Castilla - ¡Plop!

Entonces, puesto que los benditos pimientos se convirtieron en una sensación y también en un artículo caro, los marineros portugueses llevaron este nuevo hallazgo gastronómico desde España transportándola a la colonia portuguesa de India para su venta. La India es hoy el productor más grande de estos pimientos en el mundo. Prontamente después de su arribo a India, el pimiento hizo su debut en Asia Central, y según las crónicas de la época, llego a lomo de caballo, burro y camello a Hungría y a Turquía, cortesía del espíritu emprendedor de los conquistadores portugueses. El pimiento demostró una resistencia notable a los viajes prolongados, a los desafíos del clima y de la erosión, y a los inesperados cambios de temporadas.

Hay muchas especies de pimiento en todos los tamaños y colores; hay pimientos dulces, pimientos picantes, y pimientos asesinos. Algunos pimientos se utilizan como ornamentos, otros como suministro de alimentos, y otros; como armas. El Habanero Negro (alias: Habanero Chocolate), se cree que es el descendiente directo de los pimientos nativos que crecieron una vez en uno de las áreas costeras más extensas del mundo, situada en Sudamérica occidental. Este pimiento es muy escaso debido a su largo tiempo de gestación y madurez lo que lo hace difícil de obtener. Algunos fabricantes españoles de guitarras les ponen uno de estos enormes pimientos habaneros negros dentro a las guitarras de fina madera que fabrican porque según ellos, el Habanero Negro ayuda a absorber la humedad de la guitarra y hacen que la guitarra produzca un sonido más “dulce” y “suave”. ¡Olé!

Cualquiera que sea el caso, todos y cada uno de los que ha entrado en serio contacto con los pimientos en uno u otro momento de su vida, tiene algo decir sobre esta fruta peculiar que parte la lengua y la raja (¡raja la lengua!). Aunque los pimientos disfrutan de la denominación de "vegetal", también son concebidos como "fruta", pero su importancia más relevante en el arte cisoria es la de "especie". Ahora, la botánica y su caballería y cohortes de soldados botánicos armados con microscopios de gran reducción, con amenazantes platillos Petri, con horripilantes pinzas, con aterrorizantes tijeras, con lupas ciclópeas, y enarbolando posters gigantescos de Madame Curie (Marie Skłodowska Curie - 1867-1934) y de Carlitos Darwin (Charles Darwin - 1809-1882); consideran esta planta excéntrica como ¡una baya de arbusto! ¡Que lo parió! ¿Pero a quién le importa? La verdad es que a nosotros y a nuestros prójimos solo nos interesa comer estos deliciosos pimientos de doble filo.

La Venganza de Moctezuma (Motecuhzoma Ilhuicamina - 1398-1469)
¿Ha oído usted hablar del Chile Habanero, o ha escuchado a la gente gritando piedad después de haberse comido uno de estos portentosos ajíes? Bien, hay versiones obscuras y conflictivas acerca del origen de esta alegoría. Esta pieza de mitología fué concebida en lo profundo del corazón de los relatos de horror que este pimiento ha generado. Según mi propia investigación en los anales de la historia y mis descubrimientos enredados en las crónicas del folklore popular Azteca antiguo, el gran Moctezuma torturaba a sus víctimas antes de sacrificarlas -normalmente guerreros en deshonra- haciendo que estos pobres diablos desafortunados comieran un gumbo espeso de Chile Habanero mezclado con “Polvo Extraño del Raspado de la Gran Garra de la Bestia Inicua Camaxtli” - dios Azteca de la caza, de la guerra, del sino, y del fuego.

Después de ser brutalmente forzado por los sacerdotes a tragarse dicha poción, la malograda víctima comenzaba a revolcarse con violentas convulsiones, con unos vómitos terribles y grisúes, acólitos de una diarrea tan fenomenal que cuando el sacrificado se tiraba un peo, los hollejos de los porotos quedaban repartidos y pegados por todas las murallas del templo (por eso es que los sacerdotes usaban máscaras). Así es el cuento de esta anécdota inverosímil, por inverosímil que pueda parecerle a usted mi querido lector. Después de algunas horas de este despiadado martirio, la víctima ahora en estado de poco entusiasmo estaba lista para el sacrificio y sin ánimos de oponer ninguna resistencia. Por supuesto estas historias populares no tienen ninguna base homologada y/o científica; sin embargo estas historias han sido narradas como “ciertas” por los viejos miembros de la cultura de Tlahuica, una de las culturas más antiguas que forman parte de los grupos étnicos de la cultura Azteca que habitó las regiones cerca del actual Estado de Morelos. Y doy fé de que esto es exactamente lo que me contaron mis entrevistados aztecas…

De cualquier manera, el gran Moctezuma y la diarrea explosiva están fusionados para siempre con la expresión “La Venganza de Moctezuma”, en tiempos modernos conocida como “La Diarrea del Viajero”. A los que han viajado al extranjero y han experimentado los estrepitosos y volátiles efectos de esta antigua maldición Azteca, no necesitan explicación alguna. Si usted cree que esto no es cierto, lo invito a cerciorarse por sí mismo. Desafortunada e inevitablemente a mí me pasó en mi primer viaje a México una pila de años atrás. Después de saborear generosa y licenciosamente un Chile Habanero (en la sopa para variar), fuí una víctima involuntaria de esta maldición Azteca, y doy fé de que me agarré una diarrea tan convulsiva y cáustica que me peló e irritó atormentadamente los sensibles labios ubicados estratégicamente en mi extremo humano opuesto donde la oscuridad es rey. Así fué como aprendí a caminar tirando besitos. Fué tan violenta la diarrea ésta, que cuando me sentaba en el trono a descargar, tenía que ponerme una escoba cruzada sobre las piernas y agarrarme ésta como que no hay mañana, para que cuando pujara (aunque fuese involuntariamente) tener de dónde aferrarme y quedarme colgado para no desaparecer por la cañería y terminar en el Mapocho(*).

(*) El Mapocho es un triste, obscuro y escueto hilillo de nebulosa agua sucia y maloliente, poblado de alegres mojones argonautas al que los Santiaguinos llaman generosamente: ¡Río!

Ahora de vuelta a los pimientos.
A pesar de su nombre, el pimiento popular llamado Chile Habanero no tiene su origen en Chile como cualquier "sui generis" individual podría deducirlo, sino que se originó en la península de Yucatán y sus regiones costeras. El Chile Habanero también se llama "Capsicum Chinense Jacquin" que es un primo cercano del “Piper Japonicum” como aquel que se comió mi desafortunado sobrino. Este pimiento es uno de los ajíes más poderosamente picantes del género completo de los pimientos. Antes de madurar, estos pimientos son de un verde claro, y mientras maduran su color puede fluctuar mucho. Los colores más comunes son anaranjado brillante y rojo vivo, sin embargo también se encuentran de un vívido blanco, de un rosa deslumbrante, y otros con vetas de marrón intensamente oscuro que se ajustan a esta acuarela natural de ardientes colores. La mayoría de los habaneros se clasifican entre los rangos de 200.000 y 300.000 en la escala de Scoville, pero el Chile Habanero está al tope de este grupo con un grado cercano a 350.000.

La escala de Scoville
La escala de Scoville es una medida de picardía o de "piquancy" de un pimiento.

Rango Scoville - Tipo de pimiento
15,000,000–16,000,000 - Pure capsaicin
9,100,000 - Nordihydrocapsaicin
2,000,000–5,300,000 - Standard US Grade pepper spray
855,000–1,041,427 - Naga Jolokia
350,000–577,000 - Red Savina Habanero
100,000–350,000 - Chile Habanero
100,000–350,000 - Scotch Bonnet
100,000–200,000 - Jamaican Hot Pepper
50,000–100,000 - Thai Pepper, Malagueta Pepper, Chiltepin Pepper
30,000–50,000 - Cayenne Pepper, Ají pepper, Tabasco pepper
10,000–23,000 - Serrano Pepper
7,000–8,000 - Tabasco Sauce (Habanero)
5,000–10,000 - Wax Pepper
2,500–8,000 - Jalapeño Pepper
2,500–5,000 - Tabasco Sauce (Tabasco pepper)
1,500–2,500 - Rocotillo Pepper
1,000–1,500 - Poblano Pepper
600–800 - Tabasco Sauce (Green Pepper)
500–1000 - Anaheim pepper
100–500 - Pimento, Pepperoncini
0 - No picante, Bell pepper

Los pimientos no tienen nada que ver con la pimienta negra (Piper Nigrum) la cual es originaria del Asia tropical. La palabra "pimiento" es una expresión confusa y malentendida con la cual se le ha apodado a este fruto ancestral, y que ha sido encajada equivocadamente en las culturas populares por más de 500 años, y que ahora no se puede cambiar. Este fruto poco característico, maravilloso y antiguo se debería llamar Chile. ¡Los Aztecas lo bautizaron así! ¡Este fruto nació en el corazón de la Terra Firma Azteca como chile! Desde épocas primordiales, los chiles han sido elementos fundamentales en las vidas de los aborígenes que los utilizaron como alimento y medicina. Toneladas de estos pimientos fueron encontrados en el valle Azteca de Tehuacán, donde fué erigida la ciudad que lleva su nombre (Tehuacán) alrededor del año 8500 A.C. - hoy la ciudad de Puebla, México. Los pimientos encontrados en el territorio Azteca fueron fechados con más de 9.000 años de antigüedad, ¡así que por favor llámenlos Chiles como lo hicieron correctamente los Aztecas en la antigüedad!

Para que usted tenga conocimiento, entre las ruinas de la profundamente arraigada ciudad de Tehuacán también fué encontrado el fósil arqueológico de maíz más antiguo que se conoce hasta la fecha.

La próxima vez que usted esté a punto de comerse cualquiera de estos majestuosos “pimientos” preparados en la forma que sea, por favor antes de devorar esta magnífica planta obsérvela por unos momentos con una sentida emoción, y nostálgicamente recuerde el largo y sufrido viaje de más de 9000 años que este prodigioso pimiento toleró para ser servido en vuestras espléndidas mesas. Por mi lado, cada vez que visito a mis amigos en Chile me como un glorioso e idílico caldillo de ese estupendo representante de la familia de las gimnótidas, la anguila (Electrophorus electricus) a la cual nosotros llamamos "congrio", con una generosa y valiente porción de Chile Habanero porque ahora ya soy un veterano más curtido, de un aguerrido estomago, y habituado al ají; y además, ya no tiro besitos.

“Los Aztecas le temen a sus dioses, sus dioses le temen al Chile Habanero”.
- Moctezuma.

El Loco