sábado, 1 de marzo de 2014

El Bombero

Estas estelas bomberiles provienen desde un caliginoso y libático rincón del baúl de mis recuerdos juveniles, que aunque menos exóticos; son sin embargo señalados.  Más que aventuras, son una relajada reflexión de la historia que escribió algunas de las páginas de mi verde pasado.  Cuando me encontraba estudiando Ingeniería en la Gloriosa y Espléndida Universidad Técnica Federico Santa María ubicada en la inmortal ciudad de Valparaíso, Chile; yo, como la gran mayoría de los estudiantes de esa época tan soberbia; me encontraba en un estado catatónico consumado de bancarrota permanente, y andaba siempre más planchado que pantalón de milico.

Como el instinto de conservación y el sentido de supervivencia son ignatos en el ser humano y son aun más poderosos que la fé, cuando apenas me quedaba poto para sujetar los pantalones, y los libros que acarreaba pesaban más que yo; y ante la evidencia de tener que andar con piedras en los bolsillos para que no me arrastrase el viento, encontré una solución casi perfecta para salvar el pellejo: Me hice Bombero.

Digo casi perfecta, porque como ustedes leerán mas adelante, este oficio tenía sus gajes altos y bajos; los altos siempre más profusos que los bajos, pero los sinsabores, aunque en solo algunas contadas ocasiones, nunca fueron tan malos.  Hoy, no me acuerdo ni de los contratiempos ni de las contrariedades, pero ciertamente me acuerdo de aquellos eventos que contribuyeron a exaltar mi exorbitante inmadurez y mi escandalosa falta de criterio, los que atesoro con especial aprecio porque ellos están entre las más justipreciadas y más preciosas memorias, aquellas que están embetunadas de los más felices recuerdos y momentos de mi desordenada y desregulada vida.

Corría presuroso y violento el año de 1973, donde los políticos desgraciados delinquían desfachatadamente perpetrando la violación general y desvergonzada de aquella, nuestra frágil y quebradiza sociedad contemporánea, y nosotros; los imberbes y pluripresentes ciudadanos jóvenes y estudiantiles, era poco y nada lo que podíamos hacer en beneficio y defensa de la frágil dignidad humana, y no teníamos más remedio –forzados por las leyes del probabiliorismo- que gastar casi toda nuestra energía en sobrevivir.  En ese año depravado de sentido común y dignidad humanas me inscribí como Voluntario del Cuerpo de Bomberos de Viña del Mar, en el Cuartel de la romántica, osada y resuelta 4ª Compañía de Bomberos de la Ciudad Jardín.  Nada sospechaba yo de que más de veinte años más tarde haría lo mismo en Alexandria, Virginia, USA, donde reviviría mis aventuras bomberiles, pero aquello no fué lo mismo.  La segunda vez siempre carece de originalidad y emoción.

Debo de aclarar fehacientemente y en forma perspicua de que todas las Compañías de Bomberos de las magníficas ciudades de Valparaíso y Viña del Mar eran (y quizá lo sigan siendo hoy) románticas, osadas y resueltas; pero la Cuarta Compañía de Bomberos de Viña del Mar era la más elegante, distinguida, aristocrática y gallarda; la que contaba entre sus filas -y no sin la envidia general-  con los Voluntarios más gentiles, apuestos, elegantes y más positivos y valientes bomberos de esa larga y políticamente enferma nación.  Esto viniendo de una persona ecuánime y plenariamente imparcial como yo.  Si hubiese un Premio Nobel Bomberil, el primero debería serle conferido a la 4ª.  Y no se ría.  Comenzaré por los albores de mis legendarias aventuras bomberiles cuando yo tenía apenas el rango de "Material". 

Antes de entrar en materia, debo de otorgar algunos antecedentes a mis lectores para que se ubiquen en el espacio-temporal en que yo vivía en esa época, y las demandas cotidianas que mi vida acarreaba en ese joven entonces.  Poco antes de convertirme en efectivo bomberil, yo vivía en una Pensión ubicada estratégicamente entre los dobleces de las cortas faldas del Cerro Castillo, en la regia ciudad de Viña del Mar, frente al Mar de Chile en un romántico paraje de aquella fértil provincia y señalada, en la región Antártica famosa.

Durante esos suaves pero indóciles días, yo estaba asistiendo a mi primer año de Ingeniería en la Universidad Técnica Federico Santa María, alias "La Santa María", aunque muchas de las actividades estudiantiles tenían más de "diablillo" que de "santa".  Previamente, había investigado e inspeccionado los aposentos de la universidad donde se alojaba parte del cuerpo estudiantil, pero las condiciones deleitables del lugar y las exigencias económicas que demandaban, no me apetecían ni cuadraban con la bancarrota permanente en que yo vivía, por lo tanto, busqué refugio en esta inolvidable Pensión, de la cual guardo exquisitos  momentos y sublimes memorias de mi –solo físicamente ida- juventud.  

Pero los morlacos no alcanzaban para cubrir las necesidades básicas, y llegado el irremediable final de cada mes, económicamente me quedaba más corto que pulgar de enano chico, y los Escudos(1) no escudaban nada.  Esta situación empeoraba a medida de que el tiempo transcurría, hasta que no me quedó más remedio que elucubrar una solución apropiada para el problema.

(1) El "Escudo" era la moneda de Chile entre los años 1960 y 1975 que utilizaba el símbolo Eº.  Esta cuasi-moneda fué un estertor económico gubernamental para minimizar los efectos de la Gran Depresión, donde la dependencia de las exportaciones de salitre contribuyó a la inestabilidad financiera del país.  El  Escudo estaba dividido en 100 centésimos y sustituyó al antiguo Peso a un cambio ajustado de 1 Escudo = 1.000 Pesos.  Después, como el truco no resultó; el Escudo se reemplazó nuevamente por un nuevo Peso, a una nueva tasa de cambio equivalente a 1 peso = 1.000  Escudos.   Anteriormente y hasta 1851, año en que se firmó el Concordato de 1851 entre el Gobierno Español, la Reina Isabela II, y el puñetero Vaticano; se emitieron Escudos de oro, con un valor equivalente de 8 Reales cada uno.  ¿Qué cosas, no?

La solución adecuada fué hacerme bombero para poder vivir parcialmente en el Cuartel de la Compañía.  Cada Voluntario, desde el "Material" al Capitán, debían de "hacer guardia", y para cumplir con este requisito, debían vivir en el Cuartel 15 días al año.  Naturalmente los hombres casados no deseaban hacer esto bajo ningún punto de vista, y suertudamente, los Voluntarios solteros eran más acomodados que yo, así que tenían sus propios acogedores lugares para vivir, y tampoco les gustaba la idea de pernoctar por dos semanas en el, aparentemente; eremofito Cuartel.

Aquí fué donde la oportunidad golpeó firmemente la puerta, y fué cuando me presenté a estos superhombres ataviados de quijotescos adalides, y me inscribí como flamante Voluntario.  Inmediatamente después de hacer esto me dieron las dos primeras semanas de Guardia porque era el nuevo Material, y entonces (astutamente como me enseñó mi mamá) aproveché esas dos semanas para preguntarle a los otros Voluntarios si les interesaba que yo les reemplazase durante el período de sus Guardias, y como lo había previsto sagazmente; todos accedieron a hacerlo, y así pude vivir el año completo bajo un techo seguro y sin pagar renta.  Poco después, un compañero de Universidad caído en desgracia financiera se me unió, y entre el Manguera y yo, cubrimos el servicio nocturno de aquel memorable año, y nuestra estadía en el Cuartel. 

Debo hacer un "aro" para explicar el concepto de "Material" para los que estén curiosos.  Como nuevo Voluntario, automáticamente uno asume íntegramente el rol de esclavo de los demás Voluntarios, cuyos rangos superiores se basan solamente en el haber sido Voluntarios más tiempo que la última víctima.  Entonces uno debe cocinar, limpiar, barrer, ir de compras, hacer las camas, limpiar la Bomba (el camión de bomberos), servir a los Voluntarios como Mozo y Niño de los Mandados y efectuar a pedido, otras actividades menos dignificantes, pero respetables.  Todo esto valía la pena a cambio de vivir gratis en una casa magnífica como la era el Cuartel de la Cuarta de Viña, frente a la playa y con vista al Mar de Chile.  Además, la manducatoria estaba incluída.

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Equitibus Vrina

Mi primera asignación como parte del entrenamiento, fué el aprender y ejecutar un ejercicio llamado "Equitibus Vrina", lo que literalmente significa: meado de caballo.  Yo no lo sabía, pero sonaba tan romántico e importante, que sin ninguna dilación me engalané con mi glorioso y gallardo uniforme de Bombero, y con garbosas botas hasta la rodilla y un victorioso casco con un dorado y arrogante número 4 en el frente del casquete y apenas descansando sobre la visera, salí a la calle (donde me habían indicado) más altanero que un pavo real caliente.

Una vez que terminé rápida y eficientemente conectando las mangueras a las salidas de las bombas del carro bomberil, me dí vuelta enfrentado a la calle, y preguntándome que diablos tenía que hacer para completar mi "Equitibus Vrina".  El Capitán que me miraba con una sarcástica sonrisa en los labios los que apenas dejaban vislumbrar una desnivelada línea de dientes amarillos con algunos huecos sospechosos, apuntó con su regordete dedo índice hacia la calle y la cuneta que la sujetaba para que no se desparramase, y gritó: "¡a manguerear Material!"  Para mi incontenible asombro, en lo que el "entrenamiento" realmente consistía era en limpiar el meado de los caballos de las "Victorias" que se estacionaban frente al Cuartel.  La caca de caballo era de "yapa".  Especialmente en el Verano, el olor a meado era insoportable así que había que manguerear todos los días.  ¡Malditos jumentos!  Esta poco honrosa actividad no duro mucho porque el Manguera la heredó apenas entró en servicio.

Gómez Carreño

En otra ocasión y siendo ya un Bombero más experimentado, tuve otro desengaño poco ennoblecedor y bastante ignominioso.  Una tarde llegando al Cuartel desde la Universidad, encontré todas las puertas del Cuartel abiertas de par en par.  Intrigado por esto, entré al Cuartel apresuradamente y me fuí directamente a la Sala de Máquinas, y para mi sorpresa y desconcierto, el carro Bomba no estaba allí.  Inmediatamente me fijé en la pizarra de comandos y esta leía gravemente con tiza blanca y con grandes letras: "Incendio en Gómez Carreño – Tres Alarmas".  Mi corazón casi se me escapó del pecho con la emoción, arrastrado por un sañudo torrente de adrenalina.

Más rápido que apurado me abalancé hacia el dormitorio donde mi "mono"(2) estaba siempre listo para la acción, y en un dos por tres, estaba vestido con mi uniforme bomberil completo.

(2)  El "mono" consiste en tener las botas de incendio paradas al pié de la cama con los pantalones insertados en ellas, mientras que en la cama –también apuntando hacia los pies- estaba la chaqueta con los guantes ensartados en la salida de las mangas, y el casco a su lado; todo listo para vestirse en unos pocos segundos y salir disparado al incendio.

Como no había carro-bomba en el garaje, salí a la calle como tempestad e hice parar el primer taxi que pasó.  El taxista me miró con los ojos desorbitados y llenos de emoción y me dijo:

¡P'a 'onde, jefe!
¡A Gómez Carreño! – repliqué con voz autoritaria.
¡Agárrese jefe que volamos p'allá!
¡Gracias! – vociferé agradecido.
¡De ná! – dijo el taxista - ¡Ustedes son héroes y hay que ayudar gratis!

Y el Simca 1000 modelo 1961 con un motor de 0.8 L Tipo 315 OHV I-4 de 4 rugientes cilindros bramaba por las calles Viñamarinas en dirección a Gómez Carreño.  El motorcillo tronaba aún más cuando comenzó a escalar bravíamente la empinada cuesta hacia la población Gómez Carreño.  Yo estaba sentado en el asiento del pasajero al lado del chofer  sujetando mi casco bomberil fuera de la ventana y en alto para que todos pudieran verlo, y así los otros ciudadanos le dejasen paso entre el tráfico a tan magnos héroes; mientras que el chofer del taxi tenía la mano pegada en la chillona bocina para llamar la atención.

A medida que nos acercábamos velozmente a Gómez Carreño, yo trataba de descubrir una columna de humo que me indicase el lugar del siniestro Siniestro, pero no veía nada...  Entonces le comenté al taxista:

¿Usted vé humo en alguna parte?
- No jefe – contestó el patriótico piloto mientras estiraba el cuello tratando de mirar a través del escueto parabrisas de la maravilla mecánica Italiana. – Parece que no hay n'a -.
- Yo tampoco veo humo – agregué un poco confuso.

Cuando llegamos a la cima del cerro en que descansaba la gloriosa población Gómez Carreño(3), repositora de tantas memorias surtidas de mi salvaje y activa pubertad, los cielos se miraban despejados, y no había conmoción en el camino principal y único de acceso a este seductivo lugar.  

(3)  Luis Esteban Gómez Carreño quien nació el 26 de Enero de 1865, y murió sirviendo a la Patria en la aislada isla Guar el 6 de Enero de 1930; fué un rutilante oficial de la marina Chilena.  Se escurrió en la marina de guerra a la edad de 15 años a bordo del monitor Huáscar durante la captividad de éste a manos chilenas.  Más tarde se desempeñó como Comandante en Jefe de Escuadrón, director de la Escuela Naval, y Ministro de Guerra y de la Marina bajo la Junta de Septiembre.   Sufrió un accidente automovilístico en una de las endiabladas curvas de la carretera "El Olivar", entre la idílica ciudad de Quilpué (que en lengua Picunche significa "lugar donde se encuentran las palomas") y Viña del Mar el 1 de Enero de 1930,  y como resultado de este infortunado accidente, murió 5 días después. Se supone que está enterrado en el Cementerio Número 2 en Valparaíso, a no ser que un terremoto o los Comunistas lo haya movido.

Derepentemente (¿les gustó esta palabrita?), el taxista ya con menos patriotismo y con más desengaño le gritó a un "maestro" que estaba trabajando en la fachada de una casa a la orilla el camino:

¡Amigo!, ¿Ha visto a los bomberos? -
- Nooo... p'o – dijo el chato comenzando su respuesta con un lento tono de incredulidad y acabando con un arrastrado sonsonete de pregunta curiosa. – No he visto n'aaa, p'o -.
¿Está seguro? -
- Segurete amigo, estoy tra'ajando desde las siete aquí y no he visto n'iuna 'omba, p'o. -

El chofer del taxi se dirigió hacia mí, me miró con el ceño fruncido; y me dijo con una voz sumamente porteña:

¡Oye gil, vay a tenel que pagal la trifa, p'o! -

Ante tan embarazosa circunstancia, no me quedó más remedio que asentir con la cabeza, y le dije:

- Vamos a tener que volver al Cuartel para buscar plata.   ...p'o... -
- Güeno, p'aya vamo, p'o. -

Y acto seguido, le metió la "chala" al acelerador, y volvimos a Viña envueltos en un silencio sepulcral, pero no dejé de notar una sonrisa de sarcasmo en el taxista, mientras que los ecos de la risa insolente del maestro se escuchaban diáfanos en lontananza mientras nos alejábamos.

Llegamos al Cuartel al corto tiempo, y me bajé del vehículo a buscar dinero para pagar la tarifa del taxi.  Cuando entré a Cuartel me encontré con el Cuartelero que me recibió con una sonrisa diciendo:

¿Y qué hací vestío de bombero? -
- Ví en la pizarra que había un incendio en Gómez... -
¿Y te jüiste p'allá? –
¡Sí, po! –
- Oye gil, el incendio j'ué en la mañana...  No he borrao la pizarra toavía. –  Y se largó a reír como contratado.
- Pero la Bomba no estaba... –
¡No p'o gil!  Le lle'e a echal'le bencina, p'o! –
- Aah, por eso... ...¿Tenís 30 Escudos p'al taxi?  Ando planchao... – le dije.
- Aquí tenís. – me dijo riendo y salpicando de saliva los billetes que me pasaba mientras se reía.

Salí del Cuartel cabizbajo y le pagué el importe al taxista que mientras limpiaba el parabrisas con un calzoncillo viejo, ahora se reía desahogadamente.  Recibió su dinero y me dijo:

¡Lo lle'o cuando qu'era p'a Gómez Carreño, jefe! -  Y se alejó sonriente entre los estruendosos rugidos del motor del Italianissimo Simca 1000.

La pesadilla no terminó aquí.  Por un tiempo todos los demás bomberos me hicieron bromas al respecto, y en vez de dirigirse a mí por mi nombre; me llamaban "Gómez Carreño".

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El Fuego Fantasma

Esta coyuntura histórica de mi vida bomberil merece un capítulo aparte.  Por supuesto que los fantasmas no existen porque de otro modo, serían otro de los innumerables espejismos dogmáticos religiosos.

Era tarde en una templada noche a fines de Agosto.  Los maullidos felinos alfombraban la ciudad y se escuchaban hasta las arenas de la playa Acapulco, en donde se sentaba apacible y románticamente esta célebre e inmortal 4a Compañía de Bomberos de Viña del Mar.  El Correo de las Brujas dice que cuando los dioses decidan apagar el Infierno, harán sonar 4 alarmas para la Cuarta de Viña, la más memorable institución establecida en esta longitud.

Serían alrededor de las 2 A.M. cuando las alarmadas alarmas hicieron trizas el sereno silencio de la noche.  El Manguera y yo despertamos sobresaltados, pero conscientes de lo que pasaba y con los ojos abiertos.  Saltamos ágilmente dentro de nuestros "monos", y en un santiamén estábamos abordando la Bomba que ya salía presurosa del Cuartel, porque el cuartelero no esperaba a nadie.  Ésta era la cuarta alarma, por lo que sabíamos que habría otras compañías de Bomberos en el lugar del siniestro, las que habían sido llamadas a combate antes de nosotros.  También sabíamos de que el incendio estaba fuera de control, de otra forma, no hubiese habido necesidad de más de una o dos alarmas.

El cuartelero dirigió el carro bomba hacia la parte de atrás del área afectada por el fuego que era una de esas endiabladas poblaciones que crecían silvestres colgándose precariamente de los cerros, en donde había muchas casas de madera y una multitud de Eucaliptus los que eran fácil presa del voraz fuego, y algunas solitarias palmeras.  Ágil y con precisión milimétrica, el cuartelero estacionó la bomba a unos metros del grifo de incendios, emplazó diestramente las mangueras de acepción, abrió el grifo para que el agua fluyera hacia el carro bomba, y encendió los pistones apenas lograron su requerido nivel de vacío.

En el intertanto, el Manguera y yo nos encaramamos en el techo de una de las casas, lo que nos permitía observar el incendio desde un punto de ventaja.  Desde el techo construído con económicas "fonolas" y práctico "pizarreño", podíamos ver cómo se había desplazado el fuego y qué lugares afectaba, y afortunadamente parados en este techo; estábamos en una posición en la que dominábamos la vista completa de la hoguera, y ya estábamos preparados listos para la acción con nuestra manguera de 4 pulgadas y su correspondiente pitón de descarga de ½ pulgada, al que cariñosamente llamábamos: "la callampa".

- ¡Agua vá! – gritó el cuartelero con su voz aguardentosa a medio dormir todavía.

Y el agua vino ella toda con su poderosa presión la que casi nos hizo perder pié.  Había oscuridad y niebla por todos lados y la visibilidad era malísima, además; éstas se mezclaban con el abundante y grueso vapor del agua que al caer sobre las desprevenidas llamas, se evaporaba con encrespados alaridos chisporroteantes y húmedos.

¡Fuego a la izquierda! – gritó el cuartelero que estaba parado sobre la cabina del camión bomberil con unos binoculares, ayudándonos a dirigir el chorro de agua. 

Y hacia la izquierda lo dirigimos.  Después de unos segundos de lanzar cuatro pulgadas de agua a 120 libras de presión, escuchamos una ensalada de alarmados gritos los que no podíamos entender.  Apenas dejamos de lanzar agua en esa dirección, los rojos resplandores que danzaban violentamente entre la oscuridad y el chisporroteante vapor de agua; desaparecieron.

¡Güena cabros! – le escuchamos decir al cuartelero, y acto seguido; dirigimos el potente chorro de agua hacia otro sector que desplegaba un festival de saltones y corcoveantes  matices rojos y amarillos.  Tiramos agua como locos en esa dirección acompañados por el ronroneo del motor de la Bomba que nos proveía agua en abundancia.  Segundos más tarde, escuchamos otra vez esa mezcolanza de inquietos gritos que tampoco entendimos.  Al mismo tiempo que esto ocurría, los resplandores se apagaban.

¡J'uego a la izquierda othra'e! – gritó el cuartelero atragantándose.  

Y hacia allá dirigimos el chorro nuevamente hasta que el griterío se repetía, los fulgores desaparecían, y el festival de destellos reaparecían nuevamente a la derecha.   Seguimos haciendo esto por un largo rato y apoyados por las chillonas indicaciones del cuartelero.  La noche seguía firme, y nosotros estábamos ya sintiendo el frío con que nos lamía la ropa mojada el helado viento marino.

Un poco más tarde desde cuando comenzamos a apagar las porfiadas y obstinadas llamas, y el incendio se había reducido a unos pocos focos de poca monta -serían unos treinta minutos después- llegó corriendo el jadeante Capitán con su ayudante, los dos más mojados que pañal de güagüa meona, despeinados y sin casco.  Apenas estuvimos al alcance de sus gritos, nos increpó el Capitán:

- ¡Oye par de güeones!, ¡Qué chucha están haciendo! – rugió su voz haciendo temblar nuestras pajarillas.
¡Apagando el incendio, p'o! – respondimos casi al unísono con el Manguera.
¡¿Y sa'en p'a'onde están tirando el agua?! -

El Manguera y yo nos miramos desconcertados, y respondí:

¡Hacia el foco del fuego! ¡Hay dos lugares que el fuego se apaga y se vuelve a encender! –
¿Y no escucharon los gritos? –
¿Qué gritos? –
¡Los gritos 'e nosothros p'os güeones!-
¡No escuchamo n'á, p'o! – dijo el Manguera.
¡Bájense de ahí! – nos ordenó visiblemente enojado el Capitán - ¡Y vo's apaga la bomba! – le dijo al cuartelero que corrió presurosamente a hacerlo con una cara de que sabía algo más...

Regresamos al cuartel sentados en la cabina de la Bomba con el cuartelero que manejaba cabizbajo.  De pronto rompió el silencio para decirnos:

¡Oye cabros, dejamo la cagá! –
¿Por qué? -
¡Porque le estaban tirando agua a los bomberos! – dijo con voz alarmada.
¿A los bomberos? – inquirí con mi voz escudriñante...
¡Sí!, ¡A los bomberos" -

Lo que había sucedido fue los siguiente:

Estando parados en el techo de esa vivienda, entre la negra noche solo podíamos ver el vapor y las fulgentes y centelleantes matices de luces rojas, las que pensamos (al igual que el cuartelero) que eran llamas.  No lo eran.  ¡Eran las luces de emergencia de los carros bomba!  Entre el humo, la oscuridad y el vapor, estos resplandores efectivamente parecían llamas, pero a lo que le estábamos tirando agua era sin duda a los bomberos y a las luces rojas y amarillas de los carros bomba.

Los gritos indescifrables que escuchábamos desde nuestra posición en el ciego techo antes de que las "llamas" se apagasen, eran los pobres bomberos que nos gritaban que no los apagáramos a ellos, y estos gritos probablemente estaban aliñados con abundantes garabatos y maldiciones...  Para poder llamar nuestra atención, apagaban las luces del carro bomba, con lo que nosotros pensábamos que habíamos apagado las llamas.  Una vez que dejamos de tirarles agua, encendían las luces de emergencia otra vez, y nosotros repetíamos la maniobra pensando de que el fuego había resucitado en ese sector.  Error inocente; digo yo...

De vuelta al Cuartel, y después de haber aclarado la situación que había ocurrido con el Capitán y los demás bomberos, las cosas se calmaron, nos reímos un poco del asunto.  El cuartelero no sonrió ni una vez; y se mantenía más serio que muerto enojado.

Para que no cometiésemos este error otra vez, el Capitán nos asignó al Manguera y a mí al servicio de Equitibus Vrina por el resto del Verano.  Esto complació mucho a los mojados y enojados bomberos, y sirvió de escarmiento para el futuro.  Pero no todo fué tan protervo, cada vez que manguereaba el meado de caballo en el pavimento de la calle, los escuálidos jumentos con gastadas viseras de cuero negro sobre sus ojos me recordaban a mi amado y libre Pehuén.

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Felis Putredinem

Tirarse un pedo es una acción natural necesaria y lógica para bajar la presión intestinal, la cual fuera de control, podría causar serios estragos en nuestra salud y nuestra integridad física interna.  Es también un acto semi-involuntario el que se puede manipular solo hasta cierto punto.  Es tan natural así la necesidad del pedo, que en la mayoría de los casos es siempre más acertado perder un amigo, que perder una tripa.

Ahora, lo más importante de tirarse un pedo es dónde uno se lo tira.  Si se lo tira en el ascensor, no le puede echar la culpa a Fido.  Si se lo tira en la iglesia, la culpa es siempre de las viejas beatas que perpetuamente están haciendo ruidos raros mientras balbucean y rezongan murgas ininteligibles.  Si se lo tira en una "micro", siempre se le puede echar la culpa a un "rotito" o a un "flaite"; pero cuando se lo tira en público, a no ser que sea silencioso; es otra cosa.  Este es el caso de esta lamentable y triste historia. 

Teníamos un compañero Voluntario en la Cuarta que era un poco excéntrico y a veces, ¿por que no decirlo?: peripatético.  Pero era un buen chato, solo que era medio cuico.  Era un hombre en los avanzados cuarenta, soltero, aún vivía bajo el patrocinio y asidero de su madre, y tenía contadísimos amigos, por lo que a él le era sumamente conveniente ser bombero porque en la Cuarta, todos lo tratábamos con camaradería y amistad: era uno del clan.

Le conocíamos muchos intentos con intenciones pro-conyugales con las muchas damas a las que intentó atrapar en sus intrincadas redes amorosas, pero que por esas vicisitudes de la vida, nunca consiguió atrapar a ninguna.  Quizá sería porque no sabía cómo terminar una pichanga, o porque le faltaba "moyo" o un poco de "je ne sais quoi"; o porque la mamá quizá no lo dejaba salir hasta tarde, o no le cambiaba los calzoncillos más seguido.  Además era medio pelado, tenía una panza de cerveza, y calzaba 42 con los dedos doblados y el talón afuera.  En fin, era poco agraciado, pero esto no le impedía conseguir algunas citas con el sexo opuesto.  Esto lo aclaro bien porque este "gallo" no era maraco para nada.  Y así va la historia:

Una noche de Verano nos encontrábamos varios bomberos Voluntarios aparejados con nuestras mujeres veraniegas en la sala del Cuartel, relajándonos después de un largo y ardiente día en la playa.  La sala tenía unos grandes ventanales que enfrentaban el Mar de Chile donde la luna se bañaba desnuda y sin inhibiciones, mientras que besaba las olas con sus plateados besos que danzaban nerviosos sobre la superficie del océano, y que finalmente se dejaban arrastrar hacia las murmurantes arenas de la playa; esa playa que guardaba tantos de nuestros eróticos y carnales secretos en sus furiosamente revueltas arenas. 

También se podían ver claramente los cielos azul-negros adornados con una tremenda explosión de titilantes y nerviosas estrellas y con los cuerpos celestes de la Via Láctea.  Por un rincón allá de la bóveda celeste, se vislumbraba la Cruz del Sur, callada, glacial y frígida como aquel ácido beso de despedida que en un fulminante momento de mi pasado, me quemó la boca para siempre; regalo de unos mezquinos y desapegados labios que me lo me dieron sin piedad alguna en la acerba noche de un amargo día.

Estábamos todos sumidos en un silencio cuasi completo besando a nuestras complacientes mujeres, protegidos y amparados por la oscuridad y la complicidad que las extinguidas luces nos brindaban.  Apenas se oía el sorbeteo de los besos, no había ni quejidos ni jadeos.  Era un ambiente sereno y muy romántico.  ¿Qué cosas, no?

Mientras disfrutábamos del postre de Eros, sentimos que la puerta de entrada al Cuartel se abrió con un lento y angustioso crujido, digno de las películas de Alfred Hitchcock.  Todos paramos la oreja.  Se oyó una susurrante y pasional conversación que decía:

- Ya p'os, déjame... –
¡No p'o, aquí no! –
- Un poquito no'ma –
¿T'ai loco?  ¡Nos pue'en ver! –
- Aquí no hay nadie, p'o –
¿Y si viene alguien? –
¡Nadie va' venir, p'o! –
¿T'ai seguro?
¡Si p'o! –
¡Tenís la mano helá!
- Se calienta rápi'o p'o... –
- Ya p'os, no –
- No seai difícil –
- Mejor me 'oy, lo hacimo mañana... –
- Güeno ya...
- Ya, p'o –
- Ya, p'o...
- Chao..
- Chao...

Y la puerta se cerró con el mismo crujido, pero al revés.

Todos estábamos callados escuchando sin decir ni pío.  Sabíamos que nuestro compinche bomberil no sabía que estábamos allí ya que la oscuridad era total y el silencio, sepulcral.  Sentimos que se encaminó hacia los baños.  Para llegar a ellos tenía que pasar a través de la sala.  Pero nunca lo hizo.  Se detuvo casi a la entrada de la sala, y desató el concierto de pedos más bullicioso, con una multitonalidad y una modulación extraordinarias; que nunca antes habíamos escuchado en nuestras vidas.  La sinfonía de gases letales era digna de las alturas de Wagner, y entre pedo y pedo; se quejaba lastimosamente con un dejo de orgasmo gaseoso, y con una creciente y balsámica sensación de alivio, exclamaciones desenvainadas de las escenas de Satyricon, de Federico Fellini.

Entre los pocos pedos que pude identificar, estaban los ascendente con sinfonía final, también estaban los con babilla estridente, los sonoros de cuatro fases, aquellos extra largos y gritones, los indecisos, los nítidos y los potentes.  Sería que esta cacofonía era la asonancia de una bocina de mojón, o quizá el grito de libertad de la mierda oprimida, o la eufonía del alma de un poroto que se vá al cielo, o el suspiro de un poto enamorado, ¿o simplemente fué la ridícula pretensión del poto de querer hablar? ¿Quién sabe?  Esto será un misterio infinito...  Pero sin duda, fué el canoro grandilocuente producto de un intestino magistral y superdotado.

Cuando completó su sonata de pedos y su lamento de quejidos surtidos, encendió la luz de la sala, y para su sorpresa, nos vió a todos.  Nosotros tratábamos de sujetar una cara impávida, y una risa a punto de explotar en mil direcciones, la que no se hizo esperar.

Impávido y usando toda la experiencia, la bravura y la sangre fría que había acumulado durante su existencia; calmadamente dijo:

¡Ah, no los había visto! –

Seguidamente apagó las luces de la sala, se dió media vuelta; y salió por la misma crujiente puerta por la que había entrado.  Un llamado urgente de ventilación general de desató en el Cuartel para rápida y velozmente reducir la flamabilidad del establecimiento.  Nunca más se habló de esto en los anales bomberiles, ni en las letrinas, ni en las filas de combate.

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Tengo más historias, pero no el suficiente tiempo libre para contarlas, ni ustedes la suficiente paciencia y aguante para leerlas; así que aquí termino de narrar, y el resto las dejaré para otra ocasión.  Si, p'o.




El Loco